Nota.- El capítulo anterior de Experiencias fundantes, El significado de los viajes, daba cuenta lo que, para Aldo, constituía viajar, desprendido de la rutina cotidiana y enriqueciendo su existencia. Pero viajar no sólo era su preferencia, sino las diversas lecturas a las que Aldo hincaba el diente. Esta presente entrega de fronterad incide en dos autores predilectos de nuestro personaje, contrapuestos pero con un fondo afín: el que fue monje trapense Thomas Merton, un católico, ortodoxo, mas, sin embargo, muy libre; y el filósofo rumano-francés Emil Cioran, un ateo enganchado a la potente realidad religiosa. El transcurso existencial, con sus vicisitudes llamativas, de estos dos escritores es sumamente atractivo.
THOMAS MERTON Y EMIL CIORAN
Ya se ha dicho que Aldo, no por terminar sus días en una abadía cisterciense, sino desde siempre, tuvo una ardiente afición por el tema religioso, aunque en todo momento era ateo. A Alex, protagonista y narrador en la novela de Anthony Burgess La naranja mecánica, un prestúpnico nadsat maluolo (un “delincuente adolescente malo”, según el argot nadsat empleado en la obra), también acabó gustándole la religión cuando estuvo plenio (“prisionero”), y condenado a catorce años, por haber asesinado a una forella starria (“vieja mujer”) rodeada de muchos cotos y cotas (“gatos” y “gatas”), que vivía en una vieja mansión que contenía muchos tesoros y obras de arte y a la que Alex tenía intención de crastar (“robar”) sus alhajas. Además de agradarle, en la cárcel, la religión, le entusiasmaba el fervoroso músico Johann Sebastian Bach, y de siempre sintió pasión por la música joroschó (“la buena música”) de Beethoven, a quien, en todo momento, Alex se refería llamándole Ludwig van.
Aldo era muy consciente de que la civilización humana está presente en el planeta, y está forjada, se podría decir, milagrosamente. Llamaradas solares, que se producen en sus debidos ciclos, si suben un tanto el tono, originan un apagón, anulan la labor de los satélites espaciales, afectan a la electricidad, madre de la tecnología por la que el mundo se mueve, y entonces la humanidad puede retroceder algunos siglos en su evolución. Aldo reflexionaba así, pensando que la vida en la Tierra sigue, en todo momento, siendo completamente fortuita. Muchos fenómenos, que vienen desde fuera, y también los que se originan dentro de nuestro astro, pueden afectarnos seriamente, y afectar de una manera gravosa a nuestra comodidad, prolongando un estado asustadizo frente a la posibilidad de tales acaeceres. Analizando todo esto, Aldo deducía que conocer la ciencia y creer en Dios es incompatible. Pero, por otro lado, veía necesaria la religión, precisamente por esa situación insegura del hombre, y sobre todo porque la religión, como tantas cosas humanas, es fruto del pensamiento. Sólo el hombre es consciente de la muerte. Los demás animales se conforman con dejar transcurrir su vida, plácida (aun a pesar de los peligros), ignorando la muerte avinagrada. La religión es asidero, como otros tantos nortes: el arte o el trabajo o el enamoramiento o, por el lado opuesto, la guerra o la ambición o el poder. El pensamiento, con sus útiles palabras, que devienen conceptos, todo lo trama. Y puede generar la ilusión de una vida eterna, dichosamente sucedida, glorificada, a la vera de un dios también inventado.
El verdadero acercamiento de Aldo al tema religioso estaba movido por la cultura, sinónimo de la civilización, como antes se ha afirmado, y en el caso particular del hermano lego, muy apegado a sus lecturas. Admiraba mucho a dos autores, quienes, a la vez que son afines en la idea de la importancia que tiene para ellos la religión, resultan contrapuestos. Uno es el gran escritor norteamericano, creyente, que fue monje trapense después de haberse convertido al catolicismo desde sus orígenes protestantes, de nombre Thomas Merton. El otro era un redomado ateo, filósofo y asimismo excelente escritor, proveniente de la iglesia ortodoxa, hijo de un pope, sacerdote de esa variante del catolicismo (los popes tienen que estar casados y, preferiblemente, tener hijos), de nacionalidad rumana, publicando sus primeras obras en rumano pero al poco plasmando su escritura en la lengua francesa, pues desde muy temprano se trasladó a París, donde falleció y está enterrado en el “turístico” cementerio de Montparnasse. Naturalizado en París, no fue, al cabo, acogido como francés, sino que permaneció apátrida hasta el final. Nos estamos refiriendo a Emil Cioran.
La obra de Thomas Merton (1915-1968) es la de un literato (poeta y narrador), teólogo, místico, periodista y activista político; también dibujante y fotógrafo. A pesar de ser plenamente un creador norteamericano, vertiendo al inglés su obra escrita, nació en la localidad francesa de Prades, muy cercana a España, en el departamento de Pirineos Orientales, capital histórica del condado catalán medieval de Confient. Su padre, el pintor Owen Merton, era de origen neozelandés, mientras que su madre, Ruth Calvert Jenkins, también artista, provenía de Estados Unidos. Su infancia fue movida, ya que durante ella residió en Francia, en las Islas Bermudas, en Estados Unidos e Inglaterra. Estudió en la universidad inglesa de Cambridge, terminando sus estudios en la de Columbia, en Nueva York. Elaboró una tesina titulada La naturaleza y el arte en William Blake, y sus estudios de doctorado los realizó sobre la obra del poeta, y jesuita, Gerard Manley Hopkins; la poesía siempre fue un género supremo para él. Se bautizó cuando se convirtió al catolicismo en 1938. En 1941 ingresó en la abadía trapense de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, donde permaneció durante toda su vida como monje de la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia. Antes, había llevado una vida, no digamos disipada, pero sí muy despreocupada. Se dice incluso que en su época juvenil tuvo un hijo. En 1949 se ordenó sacerdote. Escribió más de 70 libros. Su publicación más célebre es su autobiografía La montaña de los siete círculos, traducida a una treintena de idiomas y que fue un resonante best seller. Se publicó cuando ya él era monje trapense, y conforme recibía cuantiosos cheques por las liquidaciones de la venta de su libro, se los entregaba puntualmente al abad. También mantuvo una vasta correspondencia con diversos autores literarios, entre ellos Ernesto Cardenal, siendo maestro del poeta nicaragüense, como maestro de novicios, en la abadía de Getsemaní.
Thomas Merton se mostró como un activo defensor del entendimiento entre las religiones, escribiendo mucho sobre las creencias orientales. Denunció la falta de derechos civiles en Estados Unidos y la proliferación nuclear. Escribía, con inmensa razón, que la guerra es el juego de los poderosos. Murió en Bangkok (Tailandia) el 10 de diciembre de 1968, adonde fue a impartir unas conferencias sobre la relación entre cristianismo y budismo. Se dijo que había muerto electrocutado al intentar arreglar un ventilador, pero lo cierto es que, inexplicablemente, no se realizó la autopsia al cadáver, aunque su cuerpo manifestaba una herida sangrante en la parte posterior de la cabeza. Se especula que pudo haber sido asesinado por la CIA, en una época de gran cuestionamiento de la Guerra de Vietnam. Fue el año del fracaso estadounidense por la ofensiva del Tet y del asesinato de Martin Luther King, convirtiéndose Merton en una figura incómoda incluso para el catolicismo. Durante un discurso en el Capitolio de Washington en 2015 (centenario del nacimiento de Tom), el Papa Francisco resaltó su figura. El argentino Jorge Bergoglio se expresó así: «Thomas Merton fue sobre todo un hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones. Él sigue siendo fuente de inspiración espiritual y guía para muchos.»
Para Merton, todo en este mundo pasaba por Dios, especialmente por Cristo. Aunque él creía que lo que mueve al mundo no es el amor, esa generosa intención divina, sino, por el contrario, la más ingrata desesperación. Paul Person, editor de las fotografías de Thomas Merton, aclara que “usó su cámara como un instrumento contemplativo, fotografiando los objetos de su contemplación. A través de esa lente, al igual que sucede con su escritura, su mirada atraviesa y va mucho más allá de la suciedad que tan frecuentemente empaña nuestra visión del mundo que nos rodea. La cualidad simple, directa y transparente de las fotografías de Merton hace posible descubrir el resplandor de Dios en ellas.”
El pensamiento de Thomas Merton, a pesar de su ortodoxa creencia religiosa, tendía bastante a la laicidad, para él orientación muy saludable. En uno de sus aforismos poéticos confiesa: «Lo que llevo son pantalones. Lo que hago es vivir. Mi forma de orar consiste en respirar.» En otro, su humildad muda a estos vocablos: “Soy silencio, soy pobreza, soy soledad, porque he renunciado a la espiritualidad para encontrar a Dios.” Su cotidianidad en la abadía, en una cabaña, a milla y media del monasterio, donde el abad le permitió que pasase la mayor parte de su tiempo, su quehacer diario era “partir leña, abrir claros, cortar hierba, cocinar sopa, beber zumo de fruta, sudar, lavar, encender fuego, oler humo, barrer, etc. Esto es religión. Cuanto más se aleja uno de ello, más se hunde en el lodo de las palabras y los gestos.” Si bien su palabra era el limpio y adecuado instrumento que le servía para conectar con el Logos divino. Thomas Merton era muy lúcido con respecto a la evolución de su pensamiento, una dinámica que así define: “Mis ideas siempre están cambiando, siempre giran en torno a un centro, y siempre estoy mirando ese centro desde lugares diferentes. Así que siempre se me acusará de inconsistencia. Pero ya no estaré allí para escuchar la acusación.” Lúcido en todo momento, conociendo el carácter egoísta de los trasuntos insaciables del mundo, opinaba que los negocios, imparable motor mundano, constituían una secta cuasi-religiosa.
Thomas Merton, en sus escritos, no sólo se atenía a las menciones bíblicas, sino, como escritor profesional que era, más allá de su vida ascética, aludía a numerosos escritores. En Orwell y Malraux destaca su obsesión por la inmortalidad. Del primero subraya la aserción del autor de 1984 sobre la “gran cuestión”, como el propio Orwell la define: “El problema principal de nuestros días es el declive de la creencia en la inmortalidad personal”. En otro lugar, Merton se refiere a la pregunta que se hacía el copioso novelista Julien Green, otro converso, como él, que se hizo católico a los diez y seis años, en el sentido de si puede un novelista ser santo y si puede salvar su alma. Y el monje responde que “quizá la salvación de su alma depende precisamente de su disposición a asumir ese riesgo y ser un novelista.” De inmediato cita al evangelista Marcos: “Quien quiera salvar su vida la perderá” (8,35). El poeta nicaragüense Ernesto Cardenal estuvo ingresado en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, aunque después no se hizo trapense, sino que se ordenó sacerdote, cuando Thomas Merton era maestro de novicios. Cardenal ya tenía pensado fundar el retiro de Solentiname, una institución ecléctica destinada a todo tipo de pensamientos y creencias. Lugar paradisíaco ubicado en el pequeño archipiélago del mismo nombre en el Gran Lago de Nicaragua. Hoy los restos del poeta están enterrados en la isla Mancarrón de Solentiname. Cardenal le consultó a Merton sobre las reglas que habrían de regir en Solentiname. Y su maestro, que llevaba una vida completamente reglada, le respondió que la mejor regla era que no hubiese reglas. Thomas Merton criticaba con amargura al que simplemente se considerase cristiano por ser anticomunista.
Merton amaba profundamente una, llamémosle así, amistad interreligiosa, esgrimiendo esta cita de Santo Tomás de Aquino: “Debemos amar tanto a aquellos cuyas opiniones compartimos como a aquellos otros cuyas opiniones rechazamos. Pues unos y otros se han esforzado en la búsqueda de la verdad y nos han ayudado a encontrarla.” Siempre comprendió la limitación humana y enalteció el esfuerzo y la buena voluntad al perseguir algo, aplaudiendo el saldo obtenido, sea cual sea: “La belleza de Dios la alaban mejor los hombres que alcanzan y perciben su límite sabiendo que su alabanza no puede llegar a Dios” (la cursiva es suya). En este tipo de seres perseverantes incluye a los goliardos, a los que tilda graciosamente de “perdidos monjes beatniks”. De las otras creencias perpetuamente se ha de aprender: “Seré mejor católico, no si puedo refutar todo matiz de protestantismo, sino si puedo afirmar la verdad que hay en éste y seguir adelante. Y lo mismo ocurre con los musulmanes, los hindúes, los budistas, etc. Lo cual no significa sincretismo o indiferentismo, ni es tampoco la vaporosa y descuidada actitud amistosa que lo acepta todo a fuerza de no pensar en nada” (de nuevo la cursiva es suya).
Por supuesto que Thomas Merton acepta las costumbres de su “aventura” monástica: “Sin el espíritu de la noche y el aliento de la aurora, el silencio, la pasividad y el descanso, la naturaleza del hombre no puede ser ella misma.” Pero sin aprobar una asunción irreflexiva de estos hábitos. Aceptando asimismo el amor, término no del entero gusto de Aldo, mas el eje del ideal convivencial del cristiano con Dios y, singularmente con Cristo, ya que también fue humano. Thomas Merton fue un escritor asombroso, era todo un poeta, era todo un poeta exhibiendo el más alto lirismo, un lirismo descomunal, si se puede hablar así. Se puede comprobar en este párrafo sobre el amor:
Antes o después, el mundo está destinado a arder, y con él todas las cosas: todos los libros, el claustro juntamente con el prostíbulo, Fra Angelico juntamente con los carteles publicitarios de Lucky Strike, que no he visto durante estos siete años, porque no recuerdo haber visto ninguno en Louisville. Antes o después, todo será consumido por el fuego, y nadie sobrevivirá, porque para entonces el último hombre de la tierra habrá descubierto la bomba capaz de destruir el mundo entero y será incapaz de resistirse a la tentación de hacerla estallar y acabar con todo. Y aquí estoy yo sentado, escribiendo un diario… Pero el Amor se ríe del fin del mundo, porque el Amor es la puerta que da acceso a la eternidad. Quien ama está jugando en el dintel de la eternidad y, antes de que pueda suceder algo, el Amor lo habrá arrastrado más allá del umbral y habrá cerrado la puerta. Quien ama no tendrá que preocuparse de que el mundo se queme, porque no conocerá nada que no sea el Amor.
Esta cita que sigue, de Merton, viene muy bien para empezar a hablar de Emil Cioran: “El existencialista ateo tiene mi respeto: acepta su desesperación honrada con dignidad estoica. Y la desesperación le da un contenido auténtico, porque expresa una experiencia: su enfrentamiento con el vacío.” Hay que decir en primer lugar que al propio Emil Cioran no le habrían gustado nada estas palabras. Habría rechazado todas las deducciones, expresadas en esta cláusula, del monje trapense. Y las rechazaría porque le parecería que este silogismo engloba –y esto se pone enteramente de manifiesto- algún valor, cuando Cioran se orienta totalmente hacia el nihilismo. A él le gustaban pocas cosas, era un muy terco pesimista. Dentro de esas cosas que le gustaban estaba la música (Bach sobre los demás) y los libros. Al parecer, nada más. Prefería el esplendor de las herejías a la sosería de las ortodoxias, como él mismo afirmaba. Si prefería las herejías, se supone que consideraba seriamente la fe impuesta. Dilucidando sobre Cioran, el escritor cordobés Jose de María Romero Barea, comenta que en el filósofo residía “el lujo de la melancolía como una declaración de principios.” No ceñirse a un camino que conduzca a la soledad es un error, una pérdida de tiempo. A Cioran le ocurre lo que a Thomas Merton: seres que, por encima de su circunstancia (monje o apátrida, en uno u otro caso), están transfigurados en la escritura. Escritura sobre religión, en el caso de Merton; escritura sobre filosofía, en el caso de Cioran. A propósito escribía Cioran: “El talento llega escribiendo. Es un ejercicio transfigurado.”
Aldo a veces ponía reparos leyendo a Thomas Merton, a pesar del mucho aprecio que sentía por su literatura. Mas le rechinaba algún aserto, sin duda porque era contrario a su opinión el que Merton empuñase la constatación del cliché inasumible, para el pensamiento de Aldo, que la Iglesia Católica se empeña en manifestar. Sin embargo, Aldo asentía a todo lo que Cioran expresa, quien en alguna ocasión quiere decir lo que el portugués Alberto Caeiro dice, al escribir el rumano que “existir se agota en el placer de no pensar” (cursiva de Cioran). Contradictorio, abominando de la religión, de sus dogmas, y de sus históricas crueldades, Cioran echaba de menos, por el contrario, las supersticiones que sustentan las religiones: “Somos los herederos ingratos del ateísmo heroico, los epígonos de la revuelta, un montón de rebeldes que deploran secretamente la desaparición de las supersticiones” (cursiva suya). El estudioso antes citado, Jose de María Romero Barea, copia unas citas de él, llamándole, con ironía, erudito ateo, citas que revelan, en apariencia, un fuerte cariz religioso: “Es impersonal todo lo que no es plegaria”, “Todo lo que no es plegaria no es nada”, “¿Cómo se puede vivir sin rezar?”. Mas, al cabo, Cioran se rinde: “Pero ¿a quién rezar?”. Un ateo que titula uno de sus libros Lágrimas y santos, apostando, naturalmente, por la santidad. Coincidiendo con Thomas Merton, Cioran declara: “Soy hablador, y, sin embargo, todo lo bueno que puedo tener se lo debo al silencio” (cursiva suya). Estas palabras desvelan la sincera abdicación de su ateísmo: “En la verdadera desolación sólo se puede pensar en Dios, se sea o no creyente. Los apasionados y los abúlicos, por razones opuestas, tienen un fondo religioso. Una religiosidad atea, esa es la Stimmung [estado de ánimo] de los contemporáneos.”
Pese a su pesimismo, Emil Cioran no era una persona hosca. Se trataba con gente, aunque, tras la cita, en su diario, ponga peros. En el conjunto de sus innumerables aforismos (muchos de ellos sirven como entradas en su diario), hay bastantes que son simpáticos: “Creo que yo sería el peor psiquiatra imaginable, porque comprendería a todos mis pacientes y les daría la razón.” Es tajante al juzgar la peor institución de la Iglesia Católica: “Sin duda alguna, la institución más opresiva de todos los tiempos fue la Inquisición. Jamás podré convertirme al catolicismo, a una religión que pudo dar origen a algo tan monstruoso.» Pero es sumamente flexible al glosar, humorísticamente, ciertos hechos: “El vino acerca a los hombres más a Dios que la teología. Hace mucho tiempo que los borrachos tristes -¿acaso hay otros?- dejaron atrás a los eremitas…”. En otro lugar afirma de sí mismo que es, a la vez, un cachondo y un trapense. Y sus disquisiciones, en la hipótesis de la historia religiosa, resultan acertadas y muy sugestivas: “La gran fortuna de Jesús fue haber muerto joven. De haber llegado a los 60, en lugar de la cruz nos habría dejado sus memorias. Y hoy estaríamos quitando el polvo a un hijo de Dios sin suerte.” En Jesucristo lo más importante no fue su predicación pacifista, innovadora, revolucionaria –como queramos llamar-, sino morir en la cruz y, sobre todo, resucitar, el verdadero acontecimiento de su identidad exitosa. Si Cristo no hubiese resucitado, decía San Pablo, vana sería nuestra fe.
Emil Cioran, en definitiva, era buena persona, y tenía un trato amable con la gente. Ya que creía en pocas cosas, ya que no le satisfacía casi nada, he aquí su consolador y soberbio aforismo: “La afabilidad es mi máscara.” Cioran nació en 1811 y murió en París en 1995, donde había vivido desde 1941. Hoy es un filósofo resonante, pero cuando vivió su obra no entraba en los libros de texto y su economía fue precaria. Moraba en un quinto piso, sin ascensor, en un departamento muy pequeño, teniendo que compartir con los vecinos el retrete ubicado en el rellano.
Estas cuestiones nada les preocupaban a las Elvira. Nunca se sentían conmovidas por las reflexiones religiosas. Eran damas mundanas. Tendían a estudiar los asuntos si había utilidad en ellos. No hallaban el placer de especular. Los actos de la vida, para ellas, tenían que ser a tiro hecho. Los hechos religiosos nada más se circunscribían a materias sociales. Aceptaban cómodamente casarse por la iglesia, proclamar en voz alta las fórmulas en los funerales o asistir a una misa conmemorativa, fuera del tema que fuese. Ellas no meditaban en la eternidad. La suponían como consabida, sin temerla, pues suponían que la Iglesia había suprimido el Infierno, y si no lograban el Cielo, les daba igual, mas sin reflexionar en esos ideales, aceptándolos o negándolos, como hacían Thomas Merton o Emil Cioran. Es más, Merton y Cioran, por las excelsas, y, para ellas, exageradas opiniones que profería sobre ellos Aldo, les parecían unos autores ilegibles y ciertamente perniciosos, cargados de toda sospecha.
(continuará)