Mediterránea, moderna, ruidosa, sucia y todavía cargada de leyenda. Alejandría es una ciudad nostálgica del pasado en cuyas calles se libra desde hace meses una lucha sin cuartel para conservar los últimos vestigios de los mitos que la han hecho famosa.
A golpe de excavadora y hormigonera, los constructores han aprovechado el colapso de las instituciones tras la Revolución del 25 de enero de 2011 para derribar villas centenarias y construir rascacielos de hormigón. Aquí y allá van desapareciendo los caserones de inspiración europea que reflejaban la mezcla de culturas y religiones que siempre caracterizaron Alejandría.
La Corniche, el paseo que recorre la costa a lo largo de toda la ciudad, ya no es un bonito frente marítimo con edificios señoriales de estilo italiano y francés, sino una línea uniforme de viviendas rectilíneas donde todavía sobreviven algunas joyas del pasado.
El hotel Cecil es uno de los pocos supervivientes a la fiebre inmobiliaria que ha tomado la ciudad en los últimos meses. Construido por una familia judía egipcia de origen francés, los Metzger, el aura de leyenda protege este hotel de lujo donde se alojaron personajes como el primer ministro británico Winston Churchill, el boxeador Mohamed Ali (Classius Clay) o el mafioso Al Capone.
El bar del Cecil lleva el nombre del general Bernard Montgomery, que ocupó el hotel junto con los servicios secretos británicos durante buena parte de la Segunda Guerra Mundial. El barman, un nubio discreto ataviado con chaleco negro y pajarita, monta guardia tras la barra de madera de caoba y frente a las estanterías de cristal repletas de botellas de espirituosos. A sus más de sesenta años, todavía recuerda con precisión los cócteles favoritos de los últimos presidentes egipcios, aunque guarda el secreto celosamente.
El escritor británico Lawrence Durrell (1912-1990) situó buena parte de la acción de su obra más célebre, El cuarteto de Alejandría, en los lujosos salones del Cecil. Si bien en ocasiones Durrell describió Alejandría como un “un puerto de mar cochambroso construido sobre un arenal, un estanque de agua moribunda y sin espíritu”, el ambiente bullicioso y cosmopolita de la ciudad a principios del siglo XX impregna las páginas de su tetralogía.
El lujo, el misterio, las aventuras trepidantes y el amor apasionado de Durrell se conservan todavía en los pasillos enmoquetados del Cecil. Pero es necesario adentrarse en el laberinto de calles estrechas de la Alejandría antigua para respirar el ahogo, la amargura y la fuerza que rezuman los poemas de Constantino Cavafis (1863-1933). El piso donde vivió mientras trabajaba como funcionario del Ministerio egipcio de Obras Públicas está abierto al público y conserva ejemplares polvorientos de sus poemas más famosos en todos los idiomas.
“No encontrarás un nuevo país, no encontrarás otra costa / esta ciudad te perseguirá siempre”, escribía un torturado Cavafis, quizás desde su pupitre en la habitación de luz grisácea donde antaño llegaban los gritos de los burdeles próximos.
Alejandría perdió buena parte de su espíritu cosmopolita tras la revolución de 1952. Bajo el mandato del presidente Gamal Abdel Nasser, judíos, franceses, ingleses, turcos e incluso griegos se vieron obligados a abandonar un país que habían habitado durante generaciones.
Las calles y los edificios de la ciudad son los últimos testigos vivientes de una Alejandría multicultural, libertina y sensual que inspiró a artistas, poetas y pintores. Antiguos restaurantes estilo art decó, villas ajardinadas de estilo napolitano y clubes sociales para los griegos o turcos fueron el escenario de toda clase de intrigas políticas en la ciudad donde Montgomery urdió la ofensiva contra el mariscal de campo Erwin Rommel y su Afrika Korps para recuperar el control sobre el norte del continente africano en la Segunda Guerra Mundial.
Pero hoy, la lucha que se lleva a cabo en las calles de Alejandría es de distinta naturaleza. Basta con pasear por las avenidas soleadas de la ciudad mediterránea para comprobar cómo centenares de obreros ajetreados derriban las antiguas villas para construir edificios de más de diez plantas.
Decenas de camionetas de fabricación china transportan los cascotes de las obras recorren las callejuelas de la metrópolis a toda velocidad e incluso los viernes, día de descanso y oración para los musulmanes, resuenan por todas partes los pitidos insistentes de estos vehículos.
La Revolución del 25 de enero convulsionó un Egipto anquilosado por tres décadas de dictadura de Hosni Mubarak. “Pan, libertad y justicia social”, gritaban entonces centenares de miles de ciudadanos que salieron a manifestarse por las calles de todo el país. La corrupción rampante y la represión que atenazaba a los egipcios fueron dos de las razones que pusieron en boca de los revolucionarios el grito ya famoso de “¡iaskut, iaskut Hosni Mubarak!” (que caiga, que caiga Hosni Mubarak).
Pero una vez depuesto el dictador, la policía desapareció de las calles y las autoridades se vieron desbordadas. Envalentonadas por el caos y el vacío de poder, las empresas constructoras se lanzaron a edificar pisos sin licencia hasta el punto de que, según la agencia oficial de noticias egipcia MENA, existen 25.000 órdenes de demolición que todavía no han sido ejecutadas.
Semana tras semana, los periódicos egipcios informan de accidentes mortales causados por el derrumbe de edificios mal construidos. En septiembre, diecinueve personas murieron cuando cuatro edificios se desplomaron en cadena. Solo una semana después, una madre y su hija fallecían en un suceso similar.
En esta carrera por construir más y a más velocidad, el dinero es el premio y las presas más preciadas son las villas centenarias que salpican las calles de la ciudad. Rodeados de jardines frondosos y situados en enclaves privilegiados como la Corniche o el barrio de Roushdi, a pocos pasos del Mediterráneo, estos caserones destartalados pero todavía grandiosos son el principal objetivo de las empresas constructoras.
El arquitecto Mohamed Awad es un histórico defensor de la arquitectura alejandrina. Durante cuarenta años ha luchado por la conservación del patrimonio, siguiendo la máxima de que “los edificios y la arquitectura conforman el estilo de vida y la identidad de los habitantes de una ciudad”.
Awad es un alejandrino viejo. Habla con soltura inglés y francés y es el heredero de una saga de arquitectos que se remonta a 1911. Fue el responsable de elaborar en los años ochenta la primera lista de edificios con valor histórico del Egipto moderno. En aquel entonces, el Gobierno accedió a catalogar los edificios como patrimonio del país y la lista fue ampliándose a lo largo de los años hasta alcanzar las 1.150 villas, hoteles, mansiones y otras construcciones solo en Alejandría.
“La situación es dramática”, afirma Awad antes de detallar que entre un 10 por ciento y un 15 por ciento de los edificios catalogados de Alejandría han sido destruidos en los últimos años. “Están protegidos por la ley y no pueden ser destruidos, pero a menudo los propietarios dejan de cuidarlos para que se derrumben solos”, explica.
Este arquitecto lamenta que la legislación protege los edificios históricos, pero no incita a los propietarios a que los restauren: “El problema es que los alquileres de algunas de las villas históricas están bloqueados desde la Segunda Guerra Mundial”, subraya antes de detallar que los inquilinos pagan una o dos libras egipcias al mes (unos 13 céntimos de euro) por mansiones enteras, de forma que los propietarios terminan perdiendo dinero con cualquier reparación.
“No puedes pedirle a la gente que cuide una casa si no le sale a cuenta y si, además, el vecino de al lado ha vendido el solar y se ha hecho rico construyendo un rascacielos de diez o quince plantas”, remacha el arquitecto.
Pero las excavadoras, que derriban a un ritmo implacable, no avanzan sin encontrar oposición. Desde hace meses, los activistas que llevaron a las calles de todo el país las consignas de “pan, libertad y justicia social” han abrazado también la causa de la conservación del patrimonio histórico de la ciudad y la lucha contra la corrupción.
La villa Cicurel, situada en el barrio de Roushdi, se ha convertido en el símbolo de que el cambio es posible en este Egipto que quiere sacudirse el lastre del pasado dictatorial y corrupto. “Cuando supimos que la iban a derribar, comenzamos a organizar manifestaciones y montamos una página en Facebook para explicar a la gente lo que ocurría”, explica el joven profesor de arquitectura, Mohamed Adel Dessouki, que añade: “Entonces nosotros éramos muy escépticos. Creíamos que a nadie le importaban los edificios antiguos”.
Pero la movilización tomó fuerza cuando la cuestión llegó a oídos de los activistas. “Ellos nos aseguraron que Egipto está cambiando, que las calles están cambiando. Y es cierto”, explica, todavía emocionado al recordar la repercusión que tuvo en los medios de comunicación la amenaza de derribo.
Durante semanas, arquitectos, estudiantes y activistas se manifestaron para promover la preservación de este edificio de teja rojo oscuro con techo de pizarra y acabados de yeso blanco. Construida en 1920 por los Cicurel, su historia resume bien la de la propia Alejandría.
Los Cicurel eran una familia judía egipcia de origen italiano y turco que regentaba unos grandes almacenes. Con la llegada al poder de Gamal Abdel Nasser, en 1952, sus negocios fueron nacionalizados y, como gran parte de los judíos y extranjeros de Alejandría, terminaron huyendo del país.
Cuenta Dessouki que, durante las manifestaciones frente al caserón los conductores bajaban de sus vehículos y se unían a la marcha tras conocer el motivo de la protesta. Finalmente, el entonces primer ministro egipcio, Kamal Ganzuri, emitió una orden para impedir el derribo y ahora los activistas buscan financiación para comprar el edificio y restaurarlo mientras continúan documentando la destrucción de la ciudad. “La salvación de la villa Cicurel va más allá de mis sueños, pero todavía queda mucho por hacer”, asegura Dessouki.
De hecho, la lucha por la conservación de los edificios que hacen de Alejandría un enclave mediterráneo único es algo más que la batalla contra la corrupción o por la preservación de la historia. “Este es un problema mucho más grande que unos cuantos edificios en Alejandría. Es algo que afecta a todo el país porque es un fracaso del Estado a la hora de hacer cumplir la ley y de proteger a sus ciudadanos”, subraya Awad.
“El hombre es sólo una extensión del espíritu del lugar”, asegura el personaje de Nessim en Justine, el primer volumen del cuarteto de Durrell. Así, Awad sostiene que el caos urbanístico de la ciudad actual es un reflejo de cómo es el país hoy de la misma forma que la arquitectura de principios del siglo XX reflejaba una sociedad próspera donde se mezclaban la cultura griega, turca, egipcia y del norte de Europa.
“Caos, desorden, miseria y pobreza es lo que simboliza la Alejandría de hoy y es parte de la vida de los egipcios contemporáneos. Egipto sufre una seria crisis de identidad y la arquitectura es solo un reflejo de ello”, afirma el arquitecto.
Laura Millán es periodista, corresponsal en Egipto para El Periódico de Catalunya y Catalunya Ràdio
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