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ArpaEl Espartaco Negro. Toussaint Louverture, padre de la independencia de Haití

El Espartaco Negro. Toussaint Louverture, padre de la independencia de Haití

El árbol de la libertad negra

No cabe duda de que, tras ahogar la rebelión de Moyse y reafirmar su autoridad en todo el territorio mediante una enérgica demostración de fuerza, Toussaint esperaba haberse ganado un respiro, pero aquello duró poco. El panorama diplomático en Europa estaba cambiando, y, a principios de octubre de 1801, Francia y Gran Bretaña firmaron los prolegómenos que allanaban el camino para la paz entre los hasta entonces irreconciliables rivales. Toussaint comprendió de inmediato las implicaciones potencialmente desastrosas de una tregua franco-británica –en caso de confirmarse– para Saint-Domingue. Alinearía los intereses de las principales potencias imperialistas europeas y minaría el incentivo de Gran Bretaña y sus aliados regionales para mantener relaciones privilegiadas con él. Lo peor de todo era que pondría fin al bloqueo naval británico del Atlántico y allanaría el camino a una expedición militar francesa con el fin de derrocar su régimen. Cuando, a principios de diciembre, las noticias del acuerdo llegaron a Saint-Domingue, en la colonia, corrían rumores de una inminente invasión francesa.

Si bien hacía tiempo que circulaban estas historias apocalípticas y solían ser producto de las ilusiones –y la imaginación desbocada– de los colonos de mayor intransigencia, esta vez, Toussaint sabía que tenían más fundamento. A finales de noviembre de 1801, como en una aciaga premonición, el gobernador británico Nugent interrumpió sus negociaciones, que habían sido tan fructíferas para Saint-Domingue. Lord Robert Hobart, el secretario de Guerra británico, había informado al nuevo gobernador jamaicano de que los franceses iban a enviar un gran ejército con la misión de reconquistar Saint-Domingue y que su política acomodaticia hacia la colonia no iba a continuar. Nugent lo notificó de inmediato a Toussaint, y ordenó a todos los agentes y súbditos británicos en Saint-Domingue que se retirasen a Jamaica. Aunque Nugent no mencionó explícitamente una invasión francesa en su carta a Toussaint, no hay duda de que este comprendía a la perfección la inminencia de esta. En una reunión a principios de diciembre con el representante británico Whitfield, a la que también asistió Dessalines, se quejó de que Francia y Gran Bretaña se estaban confabulando para tomar “medidas ofensivas” contra él, y juró que cualquier invasión de Saint-Domingue encontraría “resistencia”. Además, añadió que jamás renunciaría a su mando ni permitiría que su ejército fuera “disuelto”. Una semana más tarde, Whitfield informó de que Toussaint “reclutaba diariamente a su ejército y compraba todos los caballos que podía conseguir” antes de concluir: “Me temo que pretende probar sus fuerzas con las legiones de Bonaparte”.

Toussaint decidió emitir una proclama con la intención de preparar a su pueblo para el ataque francés. Impresa en un gran cartel blanco y distribuida por toda la colonia, su “Adresse” comenzaba por poner en duda el rumor de que las tropas francesas estaban en camino “con el fin de destruir la colonia y las libertades de las que gozaba”; una historia así solo podía ser difundida a través de fuerzas “maliciosas”. Después de confirmar el rumor desmintiéndolo, añadió que Bonaparte había reunido a la “totalidad de los negros y las personas de color que viven en Francia” que se le oponían y los enviaba a luchar contra sus propios compatriotas; que el Gobierno francés retenía a sus dos hijos “como rehenes” y se negaba a liberarlos a pesar de los reiterados ruegos de su padre para pedir su vuelta. Y, también, que el objetivo de la invasión era “aniquilar a los soldados y oficiales del ejército colonial, y devolverlos a la esclavitud”.

Tras describir a sus hijos como “un bien que me pertenece legítimamente”, el gobernador se declaró “muy irritado” por su ausencia. Lamentó que el Gobierno francés tratara a sus vástagos como “peones” en violación de los principios de “honor y equidad”. Resultaba “inconcebible”, es decir, extraordinario, el hecho de que Francia atacase Saint-Domingue después de que sus ciudadanos revolucionarios hubieran dado sus vidas de manera desinteresada con el fin de salvaguardar los intereses franceses contra sus enemigos internos y externos, y convertido una “colonia caótica” en una “empresa floreciente”. Semejante “ingratitud” era indigna de los franceses. En contraste con el tono hiriente de sus últimas proclamas, ahora se deshacía en elogios hacia el pueblo de Saint-Domingue, “cuya gran mayoría está compuesta por honrados propietarios, gente decente y buenos padres” que aspiraban a “la paz y la prosperidad”. Asimismo, apeló a la lealtad de los oficiales y soldados de su ejército; de nuevo, les recordó que “la obediencia” era la “virtud militar superior” y les mostraría “el camino”.

A mitad de la proclama, cuando esta se detiene a reflexionar sobre lo que depararía el futuro, el tono de Toussaint se volvió sombrío. Al enterarse de que Francia podría enviar una fuerza invasora contra él, afirmó en privado: “Francia no tiene derecho a esclavizarnos, nuestra libertad no le pertenece. Es nuestro derecho y sabremos defenderlo, o pereceremos”. Ahora que se enfrentaba de forma abierta a la inminente agresión francesa, Toussaint apuntó que un ataque a Saint-Domingue sería un “acto desnaturalizado”. En una analogía extraída de sus valores criollos y católicos, comparó tal eventualidad con el intento de un padre y una madre de matar a su propio hijo. En una situación tan “monstruosa”, las reglas éticas de la obediencia filial deben suspenderse, y el niño tiene el deber de defenderse y confiar su destino a las manos de Dios. Invitó a los ciudadanos de Saint-Domingue a prepararse para seguir su ejemplo y enfrentarse a sus invasores con dignidad y valor. Toussaint concluyó: “Si tengo que morir en estas circunstancias, afrontaré la muerte con honor, como un soldado que ha llevado una vida ejemplar”. El gobernador había programado bien su proclama: seis días antes de su publicación, una gran flota militar francesa había zarpado de Francia en dirección a Saint-Domingue; a bordo, se encontraban Isaac y Placide, los dos niños por cuya vuelta había rezado durante mucho tiempo. Estos regresaban con su familia, pero iban acompañados por un ejército invasor (que, tal como se había rumoreado, incluía a un puñado de disidentes negros y mestizos de Saint-Domingue, entre ellos, Rigaud, su viejo enemigo). La tan esperada misiva de Bonaparte también estaba en camino, aunque sus suaves palabras no eran más que una retorcida treta: el objetivo francés era reconquistar la colonia, restaurar la supremacía blanca, así como eliminar al gobernador y a todo el grupo dirigente nacido de su liderazgo. A Toussaint le había llegado la hora de la verdad: su respuesta determinaría su destino personal y el de la revolución que tan audazmente había defendido a lo largo de la década anterior.

A menudo, se culpa a Toussaint de haber provocado a Bonaparte con sus acciones destempladas durante los últimos años de su gobierno y, más en general, de no haber realizado suficientes esfuerzos conciliatorios. Por razones que pronto se pondrán de manifiesto, resulta poco probable que el primero hubiera podido hacer algo para evitar la invasión. Además, en concreto, la acusación de no haber intentado ganarse el favor de Bonaparte es infundada. Tal como hemos visto, Toussaint le escribió varias cartas a partir de 1800; todas quedaron sin respuesta. Y los Bonaparte estaban en deuda con Toussaint: los Beauharnais, la familia afincada en Martinica de Josefina –esposa de Napoleón–, tenían considerables intereses financieros en Saint-Domingue, sobre todo una serie de lucrativas plantaciones de azúcar en Léogâne. La producción se había paralizado durante los primeros años de la revolución, pero, al enterarse de que Toussaint había restablecido el orden en la colonia, Josefina le escribió directamente en 1798 con el fin de pedirle ayuda; por aquel entonces, Bonaparte se encontraba en su campaña egipcia. Toussaint intervino de inmediato para restaurar el orden en las plantaciones y, en poco tiempo, Josefina volvió a percibir unos sustanciosos ingresos de sus haciendas de Saint-Domingue. Estaba tan agradecida que invitó varias veces a los hijos de Toussaint a comer y cenar en sus casas de la rue Chantereine y la rue de la Victoire, y se deshizo en elogios hacia el general; sentía un especial cariño por Placide. En el momento en el que regresó su marido, no cabe duda de que Josefina lo informó de la cortés intercesión de Toussaint y quedó encantado. Cuando, más tarde, se reunió con los hijos del comandante en jefe, les dijo que su padre “era un gran hombre, que había prestado eminentes servicios a Francia”.

Los partidarios de Toussaint en París, como el parlamentario Rallier, instaron a Bonaparte a que lo apoyase, pues argumentaban que era, con diferencia, el mayor valedor de los intereses franceses en la colonia. Esta opinión favorable fue reforzada por otras figuras progresistas del entorno del emperador, especialmente Laurent Jean François Truguet –almirante, antiguo ministro y uno de sus principales consejeros navales– y Lescallier, consejero de Estado, jefe de la oficina colonial y especialista en las Antillas. Ambos eran sinceros admiradores del comandante en jefe, además de republicanos de principios que se oponían a la esclavitud; Lescallier había sido miembro de la Société des Amis des Noirs. En los meses iniciales de 1801, el primer cónsul parecía decidido a apoyar a Toussaint: redactó una carta en la que lo nombraba “capitán general” de la parte francesa de la colonia y le aseguraba que gozaba de la “mayor confianza” del Gobierno de París. Tras acusar recibo de todas sus cartas anteriores y saludarlo como “principal representante de la República”, Bonaparte invitó a Toussaint a mantener la paz y el orden, y a continuar encargándose del desarrollo de la agricultura (en particular, cabe imaginar, en la zona de Léogâne). Nombró a un nuevo emisario francés para Saint-Domingue y, en sus detalladas instrucciones, le instó a “no ofender” al gobernador, así como a “reunir a todos los habitantes bajo su liderazgo”. Claramente bien informado sobre las creencias religiosas de Toussaint, incluso ordenó a este funcionario asistir a la iglesia con asiduidad.

Sin embargo, la carta de Bonaparte nunca fue enviada y, a finales de marzo de 1801, se borró en secreto el nombre de Toussaint del registro de oficiales militares franceses. ¿A qué se debió este giro tan radical? Los críticos tienden a atribuir el cambio de opinión del primer cónsul a acciones concretas del gobernador, a saber, el internamiento de Roume y la promulgación de la Constitución, pero la cronología de los acontecimientos no lo confirma. A principios de 1801, Bonaparte ya sabía que la relación de Roume con Toussaint se había roto, y justo por eso envió a otro funcionario. La Constitución no se proclamó hasta julio de 1801, y la noticia solo llegó a París varios meses después. Si hubo un acontecimiento que, sin duda, provocó la ira de Bonaparte fue la conquista del territorio español de Santo Domingo, de la que Toussaint informó al Gobierno francés a mediados de febrero de 1801. El primer cónsul consideró que este hecho suponía un acto de insubordinación; en cualquier caso, resulta inverosímil afirmar, tal como hacen muchos historiadores, que solo este acontecimiento sentenciase el envío de una expedición tan enorme contra él por parte de Napoleón. Al recibir noticias de la conquista de Santo Domingo, el ministro francés de la Marina escribió lacónicamente a Toussaint: “Ya que es un hecho consumado, pensemos ahora en cómo convertirlo en una ventaja para nosotros”. Cuando las fuerzas de invasión francesas desembarcaron en Saint-Domingue, no tenían previsto devolver el territorio al control español.

El cambio de rumbo de Bonaparte con respecto a Saint-Domingue fue más un proceso que un acontecimiento. Este comenzó en los meses inmediatamente posteriores a su golpe del 18 de brumario mediante la puesta en práctica de una política sistemática que destituía a los funcionarios coloniales considerados demasiado simpatizantes de la causa negra. En enero de 1800, se abandonaron los planes de enviar una flota de navíos franceses a Saint-Domingue; una de las principales razones era que Lescallier, quien iba a convertirse en el principal administrador de la colonia, era demasiado cercano a Toussaint y a la revolución negra. Bonaparte también revocó el nombramiento de Laveaux –debido al Directorio– como representante francés en Guadalupe, de nuevo, debido a su excesiva afinidad hacia los negros. En el momento en el que el aliado de Toussaint llegó a la colonia para tomar posesión de su cargo en marzo de 1800, fue arrestado por los funcionarios de la isla, siguiendo instrucciones de Bonaparte, y enviado de vuelta a Francia. En el seno de un debate sobre asuntos coloniales, que se produjo en el Consejo de Estado durante agosto de 1800, Bonaparte expresó su compromiso de “restablecer el orden e introducir la disciplina” en lugares como Saint-Domingue, donde se había abolido la esclavitud. Su actitud negativa hacia este territorio se vio endurecida por el flujo constante de información perniciosa, que, tal como se ha visto antes, el Gobierno francés recibía de funcionarios y ciudadanos particulares contrarios a Toussaint en la colonia. Ahora, el trasfondo racial de estos escritos era manifiesto. Una de las voces más significativas era la del general francés renegado De Kerverseau, ardiente de resentimiento tras su humillante salida de Saint-Domingue en enero de 1801. Unos meses después, escribió un largo memorándum al Gobierno francés, en el que abogaba por el envío inmediato de una expedición militar a Saint-Domingue, pues “los africanos habían tomado” la colonia. El objetivo debía ser “la rehabilitación política de los blancos” y “la expulsión de la colonia de todos aquellos que habían usurpado el poder”, es decir, por supuesto, los dirigentes negros. Bonaparte lo incluyó en la expedición francesa, y las opiniones de De Kerverseau fueron un factor crucial en la determinación de sus objetivos políticos.

Otro elemento clave en esta polarización racial fue el revigorizado grupo de presión colonial en Francia, que, a lo largo de 1801, se hizo más prominente en el entorno de Bonaparte. Los sentimientos favorables a la invasión y a la esclavitud volvían a estar de moda entre las clases mercantil y capitalista francesas, y Bonaparte no los rehuyó, sino más bien todo lo contrario. Tales opiniones se encontraban muy bien representadas entre sus nuevos hombres del Consejo de Estado. Entre ellos, se encontraban figuras conservadoras de la talla de Charles-Pierre Claret, conde de Fleurieu, exministro de Marina; Moreau de Saint-Méry, abogado colonialista y defensor de las plantaciones; François Barbé-Marbois, el último intendente del Antiguo Régimen en Saint-Domingue, que continuaba siendo un enérgico defensor del comercio de esclavos, y Pierre-Victor Malouet, quien, después de 1793, había instado a los británicos a invadir la colonia para restablecer la esclavitud. En octubre de 1801, Bonaparte nombró ministro de Marina a Denis Decrès, que también compartía la opinión de Malouet sobre la esclavitud y consideraba un error el decreto de abolición de la Convención de 1794.

 

Este fragmento pertenece al libro del mismo título que, con traducción de Joan Eloi Roca, ha publicado Ático de los libros.

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