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AcordeónEl silencio de la guerra

El silencio de la guerra

Prólogo

Todo empezó, para mí, con Beirut, una ciudad que nunca he visitado. En septiembre de 1976 , regresaba con dos amigos de un largo viaje en coche por Grecia que nos había llevado hasta Estambul. Volvíamos a través de Bulgaria, con un visado de tránsito, y por la carretera nos encontramos un coche detenido en la cuneta y, junto a él, alguien que nos hacía señales pidiendo ayuda. Eran tres jóvenes libaneses, una pareja y el hermano de ella, que iban hacia París. Habían tenido ya dos pinchazos en el trayecto y por lo tanto no les quedaba rueda de repuesto. Conducían, casualmente, el mismo modelo de coche que nosotros y nos pidieron si les podíamos prestar la nuestra hasta que en el siguiente pueblo donde encontráramos un garaje que les arreglaran sus dos ruedas pinchadas. Se la dejamos, los acompañamos y aquella noche nos alojamos en el mismo camping, donde nos contaron su historia. Huían de la guerra civil en su país, hacia una ciudad con la que tenían lazos culturales estrechos y cuya lengua hablaban. Habían marchado primero en un viejo Mercedes que se averió, tuvieron que volver a cambiar de coche y aquel segundo había pinchado dos veces. Todo parecía conjurarse en su contra, pero estaban decididos a escapar de una violencia insoportable. Eran cristianos maronitas y nos explicaron las complejas causas del conflicto desde su punto de vista: según ellos, la culpa la tenía la acogida masiva de refugiados palestinos que había desestabilizado el frágil equilibrio confesional en el cual se basaba el reparto de poder en el Líbano, favorable a los maronitas, y había convertido el país en el campo de batalla de un conflicto internacional. Aquella interpretación chocaba con nuestra visión de los palestinos como víctimas y tal vez discutimos un poco. A la mañana siguiente nos despedimos, cada uno emprendió su camino, sin saber si aquel exilio que iniciaban sería largo o corto, y nunca volvimos a saber de ellos. Tiempo después, recordé a los tres jóvenes fugitivos al ver el fascinante documental Beirut: The Last Home Movie (1987), dirigido por Jennifer Fox, acerca del destino de una familia de la elite cristiana que se resiste a marchar y, a pesar de los combates que les rodean, se aferra a su estilo de vida y a la mansión familiar, situada en el barrio de Achrafieh, en medio de los dos bandos. Era un retrato de lo que significaba la intromisión de la guerra en el espacio cotidiano, que había empujado a aquellos jóvenes, y a muchos otros libaneses, al exilio.

Aquél fue mi primer contacto, indirecto, con una guerra de la cual hasta entonces no tenía casi noticias y que cautivaría mi atención, por múltiples razones, en los años siguientes. Cuando llegué a Estados Unidos para hacer el doctorado, Israel había invadido el Líbano. Bashir Gemayel, líder de las milicias falangistas cristianas, había sido asesinado poco después de ser elegido presidente del país y, en parte como represalia, habían tenido lugar las masacres de Sabra y Shatila. En aquella época leí varios libros sobre aquel conflicto en el que intuía rasgos familiares y otros nuevos y remotos. Era una guerra civil en la que intervenían y dirimían sus disputas actores externos, como en la española, sólo que esta vez la rivalidad no era estrictamente ideológica sino confesional. Tampoco valían las divisiones de la Guerra Fría. La sustituyó lo que algunos llaman “choque de civilizaciones”, al que en el siglo XXI nos hemos acostumbrado, sobre todo desde el 11-S, pero que entonces era relativamente novedoso. O muy antiguo, si nos remontamos a las Cruzadas simbolizadas en el Líbano por el castillo de Beaufort. Era además una guerra con un componente eminentemente urbano, en una ciudad partida por la mitad, cuyas consecuencias padecían sobre todo los civiles. Aquella guerra se luchaba no sólo en la frontera entre el este y el oeste de Beirut sino en la encrucijada entre Oriente y Occidente, en lo que durante mucho tiempo se había conocido como la Suiza de Oriente Medio. El conflicto abocaba al derrumbamiento del Estado, que a su vez redundaba en la incapacidad de proteger a los civiles de la violencia y de garantizar las condiciones de una subsistencia digna. Desde entonces, hemos visto enfrentamientos de este tipo, provocados por factores étnicos y religiosos, guerras por la cultura que destruyen la sociedad entera, en Bosnia, Chechenia, Afganistán, Irak y Siria.

La guerra estalló en Bosnia en 1992 y el cerco de Sarajevo pasó a encarnar la quiebra de otro modelo de convivencia multiétnica, reemplazando a Beirut en la letanía de ciudades devastadas y del padecimiento de sus habitantes. La pasividad de la comunidad internacional y la inoperancia de las tropas de UNPROFOR prolongó el conflicto y dio pie a su propia dosis de atrocidades: Srebrenica en lugar de Sabra y Shatila (en ambos casos tras la retirada de un contingente de interposición de Naciones Unidas). El simbolismo de Sarajevo como detonador de la Primera Guerra Mundial colocaba esta guerra en el núcleo del imaginario europeo. Sólo el terrorismo internacional que luego se convirtió en endémico ha acercado más la violencia a la vida cotidiana de los ciudadanos de las democracias occidentales. Cuando se inició la guerra de Bosnia, hacía unos años que me había doctorado y estaba acabando otro proyecto acerca de las relaciones entre la literatura y las artes visuales en las vanguardias. De inmediato sentí la necesidad de dar forma a las reflexiones que me provocaba lo que estaba ocurriendo, pues entendí que enlazaba con preguntas sobre los límites de la representación análogas a las que afronta el arte de vanguardia. Aquel conflicto me hizo pensar en la diferencia entre vivir una guerra y saber de ella a través de mediaciones culturales. A diferencia de lo que había ocurrido con algunos de mis trabajos anteriores, comprendí que éste me comprometía éticamente. Más que un tema de investigación era un desafío intelectual: ¿cómo pensar y cómo decir la guerra? En especial, una guerra ajena. Para intentar contestar tenía que recurrir ineludiblemente al arsenal conceptual en el que me había formado, el de la literatura comparada y la teoría de la literatura, aunque, por las características multidisciplinares del problema, iba a decantar me hacia los estudios culturales como el enfoque más apto para abordarlo. En consecuencia, dediqué a la guerra de Bosnia mi primer trabajo en este campo, un artículo donde analizaba la película de Milcho Manchevski Antes de la lluvia (1994) y la novela de Juan Goytisolo El sitio de los sitios para abordar la transgresión del relato épico, el hilo conductor de este libro.

Los distintos capítulos plantean un recorrido por algunas de las cuestiones suscitadas por el tratamiento de las guerras en la literatura, las artes visuales y los medios de comunicación. Las vertientes posibles desde las que abordar estas reflexiones son inagotables, pero el enfoque que cada uno les da responde a inclinaciones a veces impredecibles. Inicié mis investigaciones sobre el tema de la representación de las guerras desde una perspectiva académica e intelectual, como consecuencia de mi trabajo sobre la interacción entre diferentes sistemas de representación y entre diferentes tipos de productos culturales. Al principio mi interés se enfocaba más en la retórica y la poética que en la política de la representación. Sin embargo, en cuanto empecé a explorar el lugar de la guerra en nuestra cultura y en nuestra memoria colectiva, me enfrenté de pronto a un recuerdo personal: el de mi padre contándome, cuando yo era niño, historias acerca de sus experiencias en la Guerra Civil y, antes de aquello, en escaramuzas en el protectorado español en Marruecos.

No es un recuerdo particularmente original. La mayoría de los españoles conoce a alguien que tiene historias que contar acerca de aquella época, y unos pocos pueden recordarla personalmente. Por ello, cuando un español habla de la guerra, se acostumbra a entender que se refiere a la Guerra Civil española –que de hecho no es el tema principal de este ensayo–. Mi padre luchó en aquella guerra en el bando que para mí era el equivocado, el que ganó. Era inevitable, por lo tanto, que, por razones ideológicas, como adulto me distanciara de la fascinación que el niño sentía hacia aquellas historias. Pero hay recuerdos que no se borran fácilmente. Existe una conexión entre la fascinación del niño y el tipo de obsesión que Borges tenía por las espadas y las guerras de sus antepasados: la admiración ante el valor, especialmente la de quienes, como Borges, disfrutamos de vidas sedentarias y apacibles, y no somos valientes. El origen de esta actitud está profundamente arraigado en nuestras culturas; tiene que ver con los niños que juegan a soldaditos u, hoy en día, a videojuegos de combate. La pregunta de fondo en esta discusión puede formularse de modo muy sencillo: ¿qué es una guerra para los que no hemos vivido ninguna en carne propia? ¿De dónde salen las imágenes y los relatos que organizan nuestro conocimiento de ese fe nómeno? Todos nos damos cuenta de que estamos hablando de una cuestión ideológica, porque, en esta conjunción entre memoria individual y memoria colectiva que me veo obligado a afrontar, nos encontramos también con la conexión entre la historia del padre y la historia de la patria.

Tras esta circunstancia particular acecha, sin embargo, un complejo problema teórico que es un síntoma de las preocupaciones de nuestro tiempo, inclinado a interrogarse acerca de los límites de la representación. Los hijos de quienes vivieron aquella guerra nos acostumbramos a escuchar la típica descalificación para hacernos callar: “Tú no sabes lo que fue aquello porque no lo viviste”. En cierto modo, el impulso que mueve este ensayo es análogo al que subyace a proyectos literarios como el de Javier Cercas en Soldados de Salamina o el de Laurent Binet en HHhH, no velas que tematizan el reto de recuperar la verdad histórica para las generaciones posteriores: ¿cómo acceder a la memoria de unos acontecimientos que no nos pertenecen, de los que no hemos sido testigos? Como no soy novelista, no me corresponde recrear esa memoria ajena, sino reflexionar teóricamente acerca de cómo se hace.

La pregunta acerca de los límites de la representación es propia de un momento cultural determinado en buena medida también, como veremos, por el legado traumático de las guerras del siglo XX, que ha configurado el horizonte epistemológico y ético desde el cual abordamos la lectura de estas representaciones. Por ello mismo, tras repasar algunos antecedentes, examinaré la cuestión preferentemente a través de ejemplos del siglo pasado, que son los que ilustran la manera en que se ha contestado a esta pregunta que en otros tiempos ni siquiera se habría planteado.

Éste no es un libro sobre lo que son las guerras o lo que ha ocurrido en ellas. Ciertamente no es un libro de historia, pero se fundamenta en ella, como no puede ser de otro modo al tratar este tema. Las guerras a las que me refiero no son producto de la imaginación, aunque hayan sido imaginadas por la literatura y las artes visuales en el acto de representarlas y por los receptores de tales representaciones. En estas guerras han muerto y sufrido innumerables seres humanos y el respeto a este hecho obliga a tener muy en cuenta los límites de la tarea emprendida. Éste es, sencilla mente, un libro sobre la guerra representada. La discusión gira alrededor de cómo hablamos de la guerra, escribimos sobre ella o la vemos, es decir, de cómo adecuar el lenguaje a una experiencia que se le escapa.

A lo largo de estas investigaciones que tantos años me han acompañado, como una inquietud que no cesa por que sus causas tampoco lo hacen, ha habido momentos de epifanía. Gracias a Juan Goytisolo y Milcho Manchevski, a Kurt Vonnegut, Otto Dix, Imre Kertész, Jorge Semprún, Marguerite Duras, Alain Resnais, Pat Barker, Martha Rosler, Susan Sontag, Gervasio Sánchez, Gustavo Germano, Sophie Ristelhueber, Gilles Peress, Joan Fontcuberta, Yuri Khashchavatski, Alfredo Jaar y Francesc Torres, entre otros, encontré pistas reveladoras que me ayudaron a articular mi argumentación. El encargo de comisariar, junto con Francesc Torres y José María Ridao, una exposición para el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona en 2004 supuso una oportunidad única para investigar en museos y archivos, y articular una argumentación acerca de la relación entre guerra y cultura.

Lo que empezó con el eco distante de disparos y explosiones en Beirut, acaba con el duelo de aquella misma guerra y un retorno al Líbano mediante la poética de la tragedia. El último paso, que cierra el libro, me devolvió, por azar, al entorno de mis primeras preocupaciones. Descubrí Incendies, una obra teatral del autor canadiense de origen libanés Wajdi Mouawad, en una puesta en escena dirigida por Oriol Broggi y estrenada en el Teatre Romea en 2012 . En esta tragedia, que no nombra en ningún momento el país donde ocurre, Mouawad se enfrenta al legado traumático de aquella guerra que obligó a su familia a emigrar, primero a París y luego a Canadá, en 1977. Al año siguiente de mi encuentro con aquellos tres jóvenes, el niño Wajdi, de ocho años, partía con el mismo destino. E Incendies es el foco de la discusión sobre el silencio de la guerra en el último capítulo, donde concluyo que, en el extremo opuesto al discurso épico, emergen y prevalecen la tragedia y la elegía. La cuestión del silencio es una preocupación central en este ensayo sobre la representación de las guerras, en contra del sentido común, porque la noción convencional es que las guerras son entornos ruidosos, cosa que por supuesto son. Pero en ese contexto de explosiones, disparos, motores rugientes y gritos, hay un silencio persistente y resonante. En parte pertenece a los muertos, es el silencio que se encuentra bajo tierra y subraya la elegía. Además, existe lo que los medios de comunicación y los relatos oficiales callan, ocultan y censuran. Pero también es el silencio de lo indecible, de aquella parte de la experiencia de la guerra que desafía la representación.

 

1. Guerra y cultura 

¿Quiere que le diga lo que pienso acerca de ella… de la guerra? ¿Lo que he llegado a creer? Creo que el deseo de la guerra apareció por primera vez entre los instintos como un mecanismo biológico de choque destinado a precipitar una crisis espiritual que no se podía provocar de otra manera en la gente limitada. Los menos sensibles de entre nosotros difícilmente pueden visualizar la muerte, y menos aún convivir alegremente con ella. Por ello, los poderes que dispusieron las cosas para nosotros los humanos comprendieron que debían darle forma concreta, para instalar la muerte en el verdadero presente.

Lawrence Durrell
Clea. El cuarteto de Alejandría 

No hay un tiempo ajeno por completo a la guerra, en que la guerra no forme parte de la cultura en la que nos movemos, aunque a menudo no nos demos cuenta. La arrastramos en nuestro pasado, su huella resurge en los debates del presente, nos amenaza como posibilidad. Durante la Guerra Fría pendía sobre nosotros como un apocalipsis inminente. Mientras escribo esto hay varios conflictos activos, particularmente sangrientos. Uno en concreto, la invasión rusa de Ucrania iniciada el 24 de febrero de 2022, nos ha retro traído a escenarios que creíamos superados, por lo menos en territorio europeo. Todo parece sacado de ajados libros de historia sobre las guerras mundiales: las motivaciones imperialistas de una ocupación que invoca la memoria de la sagrada lucha contra el enemigo nazi, la reivindicación de una identidad nacional ucraniana forjada en sucesivos conflictos, una zona que fue cambiando de manos desde el Imperio austrohúngaro y que está atravesada también por la memoria de la Shoah, una guerra de desgaste, con trincheras, tanques, artillería y bombardeos a la población civil. A la vieja usanza. Una guerra, además, que ha trastocado el orden geoestratégico y económico mundial, afectando los bolsillos y la vida cotidiana de gentes muy alejadas del conflicto, como suele ocurrir en las grandes guerras. Todos los ingredientes para un regreso al futuro.

No obstante, este ensayo no responde a la actualidad, por imperiosa y dramática que ésta sea. Ni siquiera cuando se trata de guerras en las cuales están en juego factores culturales tan patentes y que en el caso de la agresión a Ucrania apeló a estereotipos profundamente arraigados en el imaginario colectivo ruso. Aquí intento rastrear dinámicas culturales y estrategias de representación de largo recorrido, buscar cierta visión de conjunto acerca no de la representación de una guerra, sino de la guerra como fenómeno, aunque para ello sea preciso acudir a casos que remiten a conflictos bélicos particulares porque, como decía Gertrude Stein, todas las guerras se parecen y todas son distintas. Marta Rebón, en El complejo de Caín: El “ser o no ser” de Ucrania bajo la sombra de Rusia (2022), ha expuesto la dimensión cultural de ese conflicto, y algunos de los antecedentes que están en su origen, a través de lecturas de las literaturas rusa y ucraniana. Gracias a ello, demuestra que la literatura puede ser uno de los instrumentos para acercarnos a las guerras, reafirmando así la tesis de este ensayo.

Puesto que este libro, que daba por acabado antes de la invasión de Ucrania, no está organizado siguiendo una secuencia histórica de conflictos, sino alrededor de una serie de temas, no he contemplado añadir un capítulo sobre esta guerra rodeada aún de tantas incertidumbres, aunque sí hago referencia a ella al hablar de cine y exposiciones, y hay paralelos manifiestos con otros casos, como por ejemplo el de Chechenia. La guerra de Ucrania y las de Chechenia son diferentes en multitud de aspectos, geoestratégicos, militares y culturales, desde el estatus político y jurídico de los contendientes a la respuesta internacional. La asimetría entre la potencia de Rusia y de su adversario era aún más acentuada en Chechenia, donde no se enfrentaba a un estado independiente con un ejército regular, sino a un movimiento de liberación nacional interno. Sin embargo, son muchas las analogías entre ambos conflictos, tanto en la estrategia de terror del ejército ruso contra la población civil como, muy especialmente, en la estrategia de comunicación.

Vladímir Putin aplica en Ucrania lecciones sobre manipulación de la información y persecución de los informadores aprendidas en Chechenia. La guerra de Ucrania se denomina oficialmente en Rusia una “operación militar especial”, cuyo supuesto objetivo es desnazificar y desmilitarizar el país vecino. Hasta diciembre de 2022, Putin no usó públicamente la palabra guerra para referirse a la invasión, causando cierto revuelo porque una ley aprobada en marzo de aquel año castiga con hasta quince años de cárcel a cualquiera que use el término y se aparte del discurso oficial. En Chechenia, Putin insistió en etiquetar la guerra como una “operación antiterrorista”, representada en términos de seguridad y vigilancia en lugar de militares. Después del 11-S, esta descripción del conflicto se utilizó para conectarlo con las preocupaciones de las democracias traumatizadas y neutralizar la opinión pública negativa, silenciando efectivamente la condena de los abusos contra los derechos humanos. A la manera de 1984 de George Orwell, se trata de controlar el relato sobre la guerra para crear el entorno de opinión favorable a la justificación del conflicto y a su desarrollo. El público sin experiencia directa de los acontecimientos depende de una variedad de fuentes y formas de mediación que se convierten en campos de lucha política, puesto que condicionan la reacción de los ciudadanos a las decisiones de los gobiernos acerca de si hay que hacer la guerra.

El impacto de las guerras en los que no estamos o no es tuvimos allí es uno de los temas que aborda este ensayo. Somos más conscientes de lo que ocurre en el teatro bélico porque nunca ha sido tan fácil que las noticias y las imágenes de la guerra entren en nuestra sala de estar. Difícilmente cabe encontrar un momento histórico en que no haya habido ninguna guerra en marcha, sólo que las actuales las vemos más. O nos parece que las vemos más, gracias a la revolución tecnológica de los medios de comunicación audiovisuales. Tenemos más información, aunque no necesariamente prestemos más atención. Lo que vemos de la guerra, sus imágenes, y lo que sabemos, el lenguaje con el cual se explica, son temas de debate constante. Aunque también lo han sido en otras épocas porque, desde Vietnam, ha pasado a primer plano la conciencia de que el discurso sobre la guerra y el control de sus representaciones forman parte de cómo se hace la guerra hoy en día. Es un problema que afecta a los medios de comunicación, pero no sólo a éstos, porque la concepción de la guerra que motiva nuestras posiciones políticas, como ciudadanos, ante una guerra concreta, se trasmite también por medio de la literatura, el cine de entretenimiento, los libros de historia y el sistema educativo, los videojuegos o los monumentos en memoria de las guerras pasadas.

Cada uno de nosotros tiene una visión de la guerra que viene de algún sitio. Puede basarse en la experiencia directa, personal, como ocurre a los millones de personas que viven o han vivido en zonas de conflicto: no sólo los combatientes, sino los desplazados, los habitantes de ciudades asediadas, los reporteros. Como los pocos que aún guardan el recuerdo de lo que aquí fue la Guerra Civil. O puede tratarse de un conocimiento mediado, de una experiencia de lo representado. Es sin duda una forma de conocimiento, que informa nuestra visión del mundo no sólo en lo que se refiere a la guerra: son muchas las cosas que sabemos indirectamente, sin haberlas experimentado. Pero la autoridad de este conocimiento es fundamentalmente distinta de la que se deriva de la experiencia vivida. Sirve para cosas distintas. Hay muchos historiadores militares que no han presenciado nunca una batalla y, sin embargo, pueden decirnos mucho más sobre ciertos aspectos de una guerra, sobre sus causas, las estrategias, la interpretación del conjunto, que un soldado que ha estado metido en una trinchera. Pero para hablarnos del miedo, de la emoción del combate, de qué se siente al matar, del dolor, del aburrimiento, el punto de vista del soldado es insustituible. Del mismo modo, nadie nos puede decir lo que significa ver masacrar a la propia familia entera o ser violada y tener un hijo de esa violación si no ha pasado por ello. Y quien lo ha vivido quizá no esté en condiciones de hablar de ello.

Todo esto supone, en primer lugar, que la guerra es un fenómeno eminentemente cultural que trasciende su manifestación violenta concreta y acompaña desde sus orígenes al ser humano. Y para verlo así es necesario entender la cultura no como una selección de obras o productos, sino como un sistema complejo mediante el cual el ser humano negocia su relación con el entorno: una serie de modelos, de normas y de opciones que rigen la conducta tanto individual como colectiva. Corresponde a lo que Itamar Even Zohar define, al hablar de la cultura, como una caja de herramientas, un repertorio de recursos interpretativos, pautas de conducta y valores para desenvolverse en el mundo. Si el recurso a la violencia no estuviera en el repertorio cultural de opciones de las sociedades humanas para dirimir conflictos colectivos, no habría guerras.

En más de una ocasión me he tenido que enfrentar a la resistencia de algunos interlocutores a la asociación entre guerra y cultura, porque para muchos la guerra representa lo contrario de la cultura. Manejan un concepto limitado de “cultura”, que confunden con los productos de la alta cultura. Apelan implícitamente a la vieja dicotomía entre civilización y barbarie, haciendo recaer la guerra del lado de la barbarie. Sin embargo, sobran las evidencias históricas de que las sociedades más civilizadas han practicado la guerra desde la Antigüedad hasta nuestros días y de que esa violencia ha sido indisociable de la expansión de dichas civilizaciones y su hegemonía. Algunos historiadores y antropólogos, como Azar Gat y Ian Morris, han argumentado que las guerras han contribuido al progreso, a la prosperidad e incluso a la pacificación de los estados, sobre todo si se compara a escala de los últimos diez mil años. Decir que la guerra es inhumana es una manera cómoda y tranquilizadora de expresar que estamos en contra y desaprobamos sus valores, pero no nos exime de reconocer que es una actividad característica de nuestra especie. Una especialidad humana.

La guerra es un instrumento de resolución de conflictos, un instrumento violento que nos puede parecer indeseable y catastrófico, pero que no por ello deja de ser una forma de interacción entre comunidades cuyos orígenes son tan remotos como los de la cultura misma y que nos ha acompañado a lo largo de la historia. Incluso cuando no hay lucha, la guerra tiene una presencia cultural, está inscrita en el horizonte de posibilidades de actuación colectiva.

En segundo lugar, los productos culturales son parte de este sistema de relación con el entorno y sirven para configurar el marco ideológico que fundamenta nuestra concepción de la guerra y hacer posible que las guerras ocurran. Los productos culturales no son neutrales. Contribuyen a suscribir una visión épica, glorificadora de la guerra, o, por el contrario, a rechazarla y oponerse a ella. Incluso el discurso antibelicista remite a esta cultura de la guerra, por que algunas de las denuncias más eficaces de la guerra re curren a mostrar su verdadera naturaleza y sus efectos de manera cruda y realista.

Cada forma de representación de la guerra, por lo tanto, lleva consigo un mensaje que cabe entender, en la acepción más amplia, como político. Pero de esta cultura de la guerra participan no sólo los productos de temática explícitamente bélica, sino todos aquellos discursos que identifican a otras naciones o colectivos como adversario o amenaza. Sin enemigo no hay guerra, y por lo tanto la construcción de la imagen del enemigo es uno de los mecanismos culturales in dispensables para la escalada del conflicto hasta la violencia.

Si el primer planteamiento requería una determinada de finición, más amplia, de lo que entendemos por cultura, la segunda dimensión del problema es eminentemente retórica: se trata de una cuestión de persuasión, de cómo cier tos discursos sobre la guerra, y sobre el otro, sirven para persuadirnos de una determinada visión a favor o en contra de la guerra. Este acercamiento a las representaciones de la guerra desde la perspectiva de la retórica permite ver las como prácticas discursivas que implican una toma de posición ideológica. Y de ahí que esa otra posición, la del emisor del discurso respecto a la experiencia, saber si quien narra ha estado allí, se convierta en estos casos en algo particularmente relevante: es lo que da autoridad a su voz y hace que sea convincente.

Así, en tercer lugar, nos encontramos ante un aspecto relacionado con la dimensión pragmática de la representación. No es sólo un problema de poética, es decir de cómo se representa la guerra, y de reconocer que aquí la poética tiene implicaciones políticas, sino que inevitablemente nos preguntamos cuál es la relación que se establece entre experiencia y representación. Al igual que ocurre con el Holocausto, la cuestión de la autoridad del testimonio condiciona la recepción del discurso.

Esto no supone desautorizar la ficción ni la imaginación, sino que la pregunta por la experiencia a la que se refiere la representación es difícil de eludir. Lo que nos dicen o muestran sobre la guerra los que han estado allí es una fuente de información irremplazable, y el registro que empleen para hacerlo comporta una toma de posición respecto a esa experiencia. El debate acerca de las definiciones y modalidades del realismo adquiere por lo tanto aquí, ante acontecimientos históricos, una dimensión ética insoslayable.

Y, en cuarto lugar, esta diferencia entre experiencia y representación conlleva el que la experiencia aparezca en la representación diferida en el tiempo. La representación sucede a la experiencia, evoca una ausencia, algo que ya ha pasado. Y así la imagen, el relato y objeto pasan a formar parte del discurso de la memoria. En el acto de la representación nos encontramos con la huella de Mnemósine, la memoria, la madre de las musas: todas las artes convergen en este gesto de preservar la experiencia de la fugacidad del tiempo. Y de este mismo proceso surgen los productos culturales mediante los cuales se construye nuestra concepción de la guerra. Se cierra el ciclo: con los restos y rastros de experiencias, individuales y colectivas, convertidas en memoria se cimienta la cultura de la guerra.

Al observar un tema tan actual uno se encuentra problemas muy antiguos. Lo inmediato oculta a menudo los rasgos básicos y persistentes del fenómeno de la guerra. Para provocar una reflexión que trascienda lo coyuntural, este ensayo propone atender tanto a la diversidad de los conflictos específicos como a sus aspectos recurrentes; pensar no sólo en las hostilidades, sino en el antes y el después; no limitarse a un único punto de vista, a favor o en contra; privilegiar el testimonio directo basado en la experiencia junto con aquellas obras que ponen en cuestión la posibilidad de representación, y reconocer el carácter cíclico del discurso sobre la guerra como uno de los componentes elementales de la cultura.

Una de las figuraciones de la guerra más menospreciadas y casi invisible en la discusión política, por lo familiar que nos resulta y porque no sólo está excluida del campo de la alta cultura, sino que prácticamente no se le reconoce siquiera el estatus de cultura popular, es el juguete. Sin embargo, reconocemos fácilmente que es un producto semiótico de tremenda influencia social, mayor que cualquier monumento. Acostumbra a no ser objeto de interés más que para psicólogos, pedagogos y padres, además de obviamente para los niños, pero el arte contemporáneo se ha ocupado repetidamente de este territorio opaco en el cual se configura nuestro imaginario.

A finales de la década de 1960, Antoni Miralda realizó numerosas piezas con muebles y objetos cubiertos de soldaditos de plástico en la serie Soldats soldés (19651970): forró con ellos un banco de parque o una copia de la Victoria de Samotracia. En una fotografía de la serie Hazañas bélicas (1969), por ejemplo, los soldados de juguete están atrincherados en un sexo de mujer. La enorme instalación de Chris Burden, A Tale of Two Cities (1981), está compuesta por unos cinco mil juguetes bélicos estadounidenses, japoneses y europeos, en una escenografía de 3,6 × 12 × 9 metros con arena y plantas, cuyos detalles el visitante sólo puede ver con prismáticos y que representa el enfrentamiento entre dos ciudades-Estado del futuro. Del mismo año es una de las piezas pioneras del videoarte, Smothering Dreams, de Daniel Reeves, un montaje autobiográfico que combina imágenes de niños jugando a la guerra con la reconstrucción de una emboscada sufrida por el pelotón de Reeves en Vietnam.

Estos artistas ponen en evidencia las conexiones entre las fantasías de la infancia, nutridas por los estereotipos de la cultura popular, y el sustrato de agresividad que cimienta socialmente el recurso a la guerra. Estas fantasías perviven, a través del cine, en los adultos, y lo hacen también bajo la forma de otras aficiones de seguimiento más restringido, como el coleccionismo de miniaturas militares. Esta práctica ha sido retomada por artistas como David Levinthal en las fotografías de la serie Hitler Moves East (1975-1977) y los hermanos Jake y Dinos Chapman en la gigantesca escultura Hell (1999). Levinthal fotografía con una cuidada ilusión de autenticidad escenas bélicas simuladas con soldados y vehículos en miniatura. Los Chapman esculpen en resina pintada a mano escenas delirantes de carnicerías monstruosas, masacres y antropofagia. Hell se inspira en una ejecución en masa de soldados rusos llevada a cabo por el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial y se compone de más de diez mil figuras en miniatura, en una elaborada puesta en escena sobre una esvástica invertida. La imposible exageración de estas viñetas de cómic gore en tres dimensiones está en las antípodas de la elíptica sutileza de las imágenes de Levinthal, pero ambos comparten un mismo motivo visual: los uniformes alemanes de la Segunda Guerra Mundial. La iconografía nazi, que Levinthal vuelve a reproducir en la serie Mein Kampf (1993-1994),es precisamente la más abundante en las miniaturas para coleccionistas, aunque se justifique por razones estéticas y de curiosidad histórica, como si estuviera desprovista de connotaciones ideológicas.

La imitación de modelos de la cultura popular se mezcla con el reciclaje de los iconos de la historia del arte cuando los hermanos Chapman reproducen con figuras en miniatura las escenas de Los desastres de la guerra de Goya en 1993. El gesto de subversión cultural no debería, sin embargo, oscurecer que estas intervenciones giran siempre al rededor de las imágenes de violencia, y explotan su potencial estético y gratificante. La selección del modelo es decisiva, porque en Goya la exhibición de horrores extremos es compatible con el aura de la obra de arte.

Alrededor de la representación de la guerra hay por lo tanto un espacio para un acercamiento político a los usos de la imagen en el cual se contraponen discursos de signo diferente y en el cual la reapropiación del icono funciona como una estrategia de debate. El arte interviene de forma calculada en el proceso de circulación de los iconos, liberándolos de su función de uso más inmediata, como información, documento, propaganda o monumento, para tras tocar su sentido.

La investigación que me ha ocupado durante años se centra en el estudio de la representación de las guerras en la literatura, la pintura, la fotografía, el cine y la cultura de masas, desde las guerras napoleónicas hasta nuestros días. No pretende ser un recorrido exhaustivo que documente todas las manifestaciones posibles del tema, sino explorar el trata miento dado a un número limitado de conflictos, para inten tar identificar algunos rasgos comunes en las poéticas de la representación de la guerra. Se trata no sólo de un tema de larga tradición en la historia literaria y de las artes, sino de un problema decisivo y fundacional para la reflexión sobre la mímesis. Es decir, no me limitaré a rastrear el tema, a constatar su frecuencia y relevancia, sino que me apoyaré en los recursos y metodología de la literatura comparada y los estudios culturales para poner de relieve una reflexión teórica. El deseo o la necesidad de dar cuenta de la experiencia de la guerra pone de manifiesto de manera privilegiada la interacción entre literatura e historia. Y a la vez que alimenta una producción en la que coexisten, en distintos grados, la ficción y el testimonio, evidencia las dificultades para representar los aspectos traumáticos y caóticos de la experiencia de la guerra, subrayando así los límites de la capacidad mimética de la literatura, del arte, e incluso de la historiografía. En este sentido, la escritura de la guerra requiere enfrentar se a los conflictos y tensiones inherentes a la diferencia entre experiencia y representación.
La guerra en los siglos XX y XXI adquiere una dimensión específica, por su carácter tecnológico y masivo y sus efectos en la población civil, que afecta también a la circulación de su representación. El papel de los medios de comunicación y de la cultura popular que recurren a la guerra como objeto de consumo y entretenimiento abre la puerta a nuevos desarrollos en la manifestación del acontecimiento que encuentran su expresión más clara en los cambios que han tenido lugar en la visión de la guerra, a escala internacional, desde el 11 de septiembre de 2001. La relevancia del tema en sus dimensiones histórica y política no debe ocultar la función que en todos los conflictos cumple la circulación de los discursos. Este ensayo, por lo tanto, atiende no sólo a lo que sabemos a través de la literatura y las artes visuales sobre guerras ya ocurridas, sino también al efecto que dichas visiones de la guerra tienen en la conducción de las guerras mismas, presentes y futuras.

La orientación comparatista de este ensayo supone una atención prioritaria a la literatura en sus relaciones: entre li teratura e historia, entre literatura y artes visuales, y entre el lugar de la representación de la guerra en la alta cultura y el que ocupa en la cultura de masas, como entretenimiento, y en los medios de comunicación. Al situar el problema en el contexto más amplio de la producción cultural se aprecian factores como, por ejemplo, el papel de la representación de la guerra en la construcción de las ideologías de identificación nacional, o el contraste entre un discurso épico altamente convencional, del que participan tanto la literatura como el cine o el cómic, y otras modalidades artísticas que se esfuerzan en problematizar los límites de la representación.

La guerra, como el arte, está sometida a cambios a lo largo del tiempo, mientras parece responder a un impulso permanente de las sociedades humanas. Asistimos en la actualidad a una reflexión sobre los cambios y novedades en los conflictos violentos del presente y el futuro que justifican un análisis de la función de los discursos y las representaciones de las guerras, para poder saber qué hay de nuevo y en qué hay continuidad. Para ello hay que distinguir entre los productos de la literatura y las artes y los de los medios de comunicación y la cultura de masas, pero no por ello dejar de observar las relaciones entre estos campos. Contemporáneamente a determinados conflictos bélicos tienden a dominar ciertas modalidades de representación sobre otras, hacia el realismo o hacia el experimentalismo vanguardista, por ejemplo. Y la tensión con mayores implicaciones ideológicas es la que se produce entre la tradición épica, que afecta tanto a la literatura y las artes visuales como a la cultura popular, y formas alternativas de representación que se oponen a su hegemonía y a los valores que refleja.

Carl von Clausewitz –el general prusiano contemporáneo de Napoleón que escribió el más influyente tratado teórico sobre el tema– definió la guerra como “la continuación de la política por otros medios”. Se trata de una definición famosa pero restringida, que atiende únicamente a la perspectiva del Estado, dejando de lado muchos otros aspectos en los que la guerra afecta el funcionamiento de la sociedad y la existencia de los individuos. El tópico, popular entre los estudiosos de las ciencias políticas, de que “la guerra hizo el Estado y el Estado hace la guerra”, puede ser fácilmente rebatido con abundantes ejemplos históricos, muchos de ellos ocurridos durante los últimos años en los Balcanes, África u Oriente Medio.

Un conocido historiador militar británico, John Keegan, rebate a Clausewitz mediante una elaborada crítica de las limitaciones de su teoría que se deben al protagonismo que da al Estado, partiendo de la base de que la guerra antecede a los Estados, la diplomacia y la estrategia en muchos milenios. En una línea muy distinta, pero que también contra dice a Clausewitz, Deleuze y Guattari proponen, citando a Clastres, que la guerra en las sociedades primitivas es el mecanismo más eficaz contra la formación del Estado, cuestión que ha adquirido nueva vigencia ante los casos de Estados fallidos como consecuencia de conflictos continuados. Esta visión de la guerra como una dinámica autónoma, no sometida del todo a la racionalidad política, la insinúa Clausewitz cuando habla de la guerra pura y la escalada hasta el uso ex tremo de la fuerza, más allá del cálculo, cuando la guerra da rienda suelta a su propia naturaleza.

No resulta sorprendente que el tratado de Clausewitz haya sido cuestionado desde múltiples perspectivas, tanto conceptuales como estratégicas, cuando se tiene en cuenta que nace de un contexto histórico muy concreto y abundan los motivos por los cuales su lectura nos debería parecer tan anacrónica como la de Del arte de la guerra de Maquiavelo. Lo raro es lo contrario, que se le suponga vigencia: la continuidad de las interpelaciones a Clausewitz nos demuestra hasta qué punto ha seguido siendo un texto influyente, incluso a la hora de constatar los cambios en la manera de hacer la guerra desde el punto de vista de la lucha en el frente.

Al discutir las teorías de Clausewitz, Keegan propone una formulación alternativa y más amplia que concuerda directamente con la orientación del presente ensayo y le aporta uno de sus argumentos fundamentales: “A nivel cultural la respuesta de Clausewitz a la pregunta, ‘¿qué es la guerra?’ es defectuosa […] la guerra implica mucho más que la política, siempre es una manifestación de la cultura; en muchas ocasiones, es un determinante de las formas culturales, y en algunas sociedades es la cultura en sí” (Historia de la guerra). Keegan emplea ejemplos de la antigua civilización de la isla de Pascua, de los aztecas y los mamelucos del Imperio otomano, pero podría estar hablando de México, de Afganistán, del Líbano o de Sudán. Esta distinción entre la guerra como función del Estado y la guerra como función de la cultura nos permite identificar la interacción de ambas dimensiones en la construcción de las entidades colectivas, especialmente las naciones.

La relectura de Clausewitz es una de las fuentes principales del ensayo de André Glucksmann El discurso de la guerra, publicado en 1968, que, si bien está muy condicionado en su planteamiento por las paradojas conceptuales y estratégicas de la Guerra Fría, hace algunas consideraciones generales que coinciden sustancialmente con las tesis de muchos antropólogos que entienden la guerra como una forma de comunicación (El discurso de la guerra, 79):

“La guerra no tiene sentido, tiene una función. Por ella, las individualidades históricas (pueblos, culturas) y las personas (conciencias) se comunican. No es una forma entre otras de los contactos que pueden relacionar a dos seres pensantes, es la forma madre, la estructura de toda comunicación”.

Esta visión de la comunicación mediante la violencia en cuentra expresión literaria, apoyada en la autoridad del testigo ocular, en los diarios de Jünger (Radiaciones I, 147):

“Las artillerías están manteniendo entre ellas una charla terrible. Si uno la oye tal como yo la oigo hoy, sabe que entre los seres humanos se interpone una frontera de la palabra, y ello aunque hablasen con lenguas de ángeles. Entonces se alzan estas voces de metal y de fuego, pensadas para infundir miedo –y los corazones, ciertamente, son escudriñados a fondo”.

Es revelador contrastar estos comentarios, los del filósofo y los del soldado, desprovistos de juicios de valor acerca del fenómeno de la guerra, con la respuesta que Sigmund Freud da a la pregunta que Albert Einstein le plantea en un intercambio epistolar de 1932: “¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?”. La constatación descarnada que hace Freud, a partir de lo que él considera la evidencia científica disponible, de que “los conflictos de intereses entre los seres humanos se solucionan mediante el recurso a la violencia” (¿Por qué la guerra?, 73) no es probablemente lo que Einstein deseaba escuchar, como el propio Freud insinúa, pero tampoco es incompatible con el rechazo explícito de la guerra en el texto, incluso, dice, en términos estéticos. No estamos ante un fatalismo de origen biológico, sino que para Freud se trata de un fenómeno determinado por factores culturales cuya desaparición tendría que responder a cambios profundos en la cultura, ya que “todo lo que impulsa la evolución cultural actúa contra la guerra” (94).

Una visión antropológica más heterodoxa es la que defiende Georges Bataille al inscribir la reflexión en la pro puesta de una economía del exceso en La parte maldita y considerar la guerra como “un gasto catastrófico de la energía excedente” que “ha llevado, en todo tiempo, a multitud de seres humanos y grandes cantidades de bienes útiles a la destrucción de las guerras. En nuestros días, la importancia relativa de los conflictos armados se ha acrecentado: ha tomado las proporciones desastrosas que ya se conocen” (64-65).

En todos estos casos lo que se discute es una concepción de la guerra como cultura, en términos y con consecuencias diferentes, pero dentro de un modelo que autoriza la exploración de los intercambios entre acontecimiento histórico, trasfondo ideológico y producción cultural. La guerra responde a las características específicas de una sociedad dada, pero permea además la cultura y enmarca sus productos. Por ello el estudio del discurso de la guerra –lo que la guerra dice, lo que se dice acerca de la guerra– y su lugar en una cultura dada se convierte en un proyecto necesariamente comparatista e interdisciplinar. Es un fenómeno cultural que deja huella, una huella que leemos constantemente en multitud de signos y representaciones: cementerios, monumentos, textos, películas. El problema que me ocupa es precisamente el de cómo se representa la experiencia de la guerra, y cómo leemos dichas representaciones: qué relación y qué distancia existe entre esta imagen –que cabría considerar una metonimia de la guerra– y el acontecimiento que a la vez está inscrito en ella y está ausente.

Se trata de una discusión situada de lleno en el ámbito de los estudios culturales, pero que tiene ramificaciones y consecuencias evidentes para la política y la historia. Se basa en la noción de que el discurso literario y artístico que se construye alrededor del fenómeno de la guerra tiene una gran influencia en la visión que de ella tienen las diversas sociedades, y que en consecuencia tiene implicaciones prácticas, puesto que afecta a la condición de posibilidad misma de las guerras y a su conducción, a cómo lo que ocurre o deja de ocurrir corresponde a las expectativas generadas por dicho discurso. Este discurso se configura a su vez como registro de la memoria de guerras pasadas, con dimensiones individuales y colectivas que afectan tanto el relato de la experiencia traumática y de la violencia como a los procesos de construcción de identidad de comunidades y naciones. Los acontecimientos a los que asistimos al inicio de este siglo XXI nos dicen que las guerras continúan siendo una parte ineludible de nuestra realidad y que es más necesario que nunca aprender las lecciones del siglo que dejamos atrás.

 

Estos fragmentos pertenecen al libro del mismo título publicado por la editorial El Acantilado.

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