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ArpaUna mirada cargada de inmediatez: La ventana a Montmartre de Maria Slavona

Una mirada cargada de inmediatez: La ventana a Montmartre de Maria Slavona

no sienta
que estoy mirando-
si antes no me pregunto
qué miro…

Julia Castillo

 

No hay nada extraordinario en el rincón en penumbra de una habitación, la luz que se filtra por una rendija o un visillo que se levanta con el viento, pero si observamos detenidamente, podemos llegar a sentir el pulso que palpó entre los objetos quien decidió fijarlos en un cuadro. La tensión entre los elementos es intimidad, revés de lo sublime, e indaga en el misterio que sea que asedie a su autor.

“Mi propósito cuando pinto es siempre, sirviéndome de la naturaleza como medio, intentar proyectar sobre el lienzo mi reacción más íntima frente al objeto tal como se me aparece cuando más me gusta; cuando los hechos alcanzan la unidad por medio de mi interés y mis prejuicios. Por qué elijo determinados temas y no otros es algo que no sé, a menos que sea porque los percibo como el mejor medio para sintetizar mi experiencia interior”, afirma Hopper. Como él, Chagrin, Escamilla, Morandi, Hammershøi y tantos otros son capaces de inventariar existencias en la distancia que va de una taza de porcelana a su sombra, o en la que separa una mota de polvo de la mesa en la que está a punto de posarse. Son capaces de convulsionar el mundo conteniéndolo en unos milímetros.

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En su colección de ensayos sobre pintura, Los misterios del rectángulo, Siri Hustvedt plantea la posibilidad de ver a la mujer con collar de perlas de Vermeer como una anunciación: la luz que entra por la ventana convierte así el instante de intimidad en algo sagrado. El simple acto de mirar por una ventana no es el simple acto de mirar por una ventana.

Algunas ventanas tienen un efecto magnético sobre quien mira a través de ellas, como las de Wyeth o Matisse. El artista que se centra en la ventana está quizá estudiando la luz, o una vía de paso entre las grandes planicies y esas analogías del alma que se despliegan en un puñado de metros cuadrados; o haciendo, como escribiera Yves Bonnefoy sobre Hopper, la fotosíntesis del ser. En cualquier caso, así como a veces se escribe para confrontar intelectualmente una pulsión, pintar una ventana es tal vez un intento de desentrañar el misterio discreto e íntimo de quien le toma el pulso a su propia soledad.

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No debe de haber muchas horas de sol en una calle estrecha del barrio de Montmartre de París, así que la luz es un acontecimiento de envergadura, y la cercanía a lo sagrado de la intimidad (¿hay acaso intimidad que no sea sagrada?) nos vale como la posible anunciación de Vermeer.

Maria Slavona, «Vista desde la ventana del estudio», 1899. Foto: Jean-Luc Ikelle-Matiba

La ventana del taller de Maria Slavona da a la Rue de l’Orient, una calle no muy ancha que en el cuadro ilumina un sol de tarde; la luz cae sobre una puerta de color verde un tanto desgastado, con dos pequeñas ventanas de enrejado blanco y formas vegetales. Qué hipnotiza de esa ventana no lo sé bien, pero el rojo impertinente de los frutos del arbusto de enfrente parece emparentado con el de los zapatos de su hija Lilly leyendo en un cuartito. Y esa intimidad que brota del pincel, sea cual sea el motivo pictórico, es tal vez lo que me empujara hace algún tiempo a tirar de un hilo llamado Slavona.

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Slavona es una de las escasas mujeres artistas que pertenecen a la Secesión berlinesa, movimiento de finales del siglo XIX y principios del XX emparentado con la Viena de Gustav Klimt y el Jugendstil. Ha viajado a París siguiendo el aroma a trementina de los talleres de los maestros impresionistas. Su ciudad natal, Lübeck, es una hermosísima y provinciana ciudad del norte de Alemania con una remarcable resistencia a lo bohemio, pero el talante liberal y sensible de la familia le ofrece un entorno privilegiado: la infancia de Slavona es protegida, fértil y despreocupada. Escribe Christian Bobin en La lumière du monde que hubiera deseado tener en su infancia a un adulto que le enseñara a nombrar las cosas, porque nombrar lo que amamos multiplica nuestro amor. Con la excepción fundamental de su madre –una mujer formada y con sensibilidad para el arte–, Slavona no tuvo a ese adulto que le enseñara a nombrar su fascinación, así que hubo de acostumbrarse a hablar directamente con los maestros a través de sus obras, en la esperanza de ser capaz de desentrañar sus secretos y transmitírselos a sí misma.

En 1882, Maria tiene 17 años y Berlín es un enjambre de innovación industrial y crecimiento económico, pero la escuela de Bellas Artes está estancada en principios academicistas, y en la entrada un letrero recuerda que las mujeres no son bienvenidas. Maria prueba suerte en una escuela fundada por la asociación de artistas berlinesas donde no existen restricciones sobre lo que las mujeres pueden pintar. Allí conoce a Käthe Kollwitz, con quien mantendrá amistad el resto de su vida, y poco después, ambas se mudan a Múnich, donde viven un ambiente estudiantil poroso, vital, relajado y atravesado por la sed que provocan las noticias de París. En esos años pinta un autorretrato de mirada firme y trazo aéreo que da cuenta de la determinación y el talento necesarios para combatir lo que una caricatura de Bruno Paul pregonaba en la revista satírica Simplicissimus: “Mire, señorita, hay dos tipos de pintoras: unas quieren casarse y las otras tampoco tienen talento”.

María Slavona, «Autorretrato», 1887. Fuente: Wikimedia Commons

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Slavona se muda a París en 1890. Las primeras visitas al Louvre son una lección de aturdimiento stendhaliano (¡A punto estuve de perder el sentido!) y pronto encuentra una comunidad de seres afines, trabajo remunerado y reconocimiento (la Berthe Morisot alemana, dirán de ella). Y encuentra, también, el color.

Se cuenta que cuando Samuel Beckett y la pintora estadounidense Joan Mitchell se conocieron pasaron horas hablando de un solo tema: el color. Horas y horas. Todo un día. Imaginen… Yo imagino que la relación de una pintora con el color solo puede ser intensa, íntima, problemática. “El color es contradictorio”, afirma Timothy Spall en su papel de William Turner en el biopic sobre el pintor inglés. Y Ramón Gaya, a propósito de Velázquez, dice que en su pintura “no hay, propiamente, colores, pero no se trata de una carencia, sino de una… elevación, de una purificación”. Elevación en Velázquez, unidad en Yves Klein, visión en Juliana de Norwich, desesperación y alma en acción en Van Gogh, inmediatez en Slavona.

Es en Francia donde Slavona desarrolla su relación con el color: los paisajes, el barrio de Montmartre, la atmósfera relampagueante de ideas compartidas y las obras de los impresionistas van conformando su poética cromática, que llevará consigo cuando regrese a Berlín, en 1909. Entonces la ciudad es por fin un bullicio de experimentación artística y uno de los epicentros de la Secesión, a la que Slavona permanecerá ligada el resto de su vida. Junto con Käthe Kollwitz y Dora Hitz, se la considera una de las artistas con mayor talento de su generación.

María Slavona, «Casas en Montmartre», 1898. Fuente: Wikimedia Commons

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Los últimos años de su vida los dedica a edificar un refugio: por su casa de campo pasan amigos y artistas celebérrimos, y pinta la intimidad del interior y el exterior. “Para eso se carga/ la mirada de inmediatez:/ Para que la intervención del aire/ sea mínima”, escribe Julia Castillo. En Slavona, el aire no deja de intervenir, pero su mirada permanece cargada de inmediatez hasta el último momento y en lo último que pinta antes de morir, el 10 de mayo de 1931: un ramo de flores a la distancia de una mano, la misma con la que cogió por primera vez el pincel a los cuatro años.

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