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Mientras tantoTres notas sobre Marcel Duchamp

Tres notas sobre Marcel Duchamp


 

I.
Si hablamos de las confluencias entre arte y cine, ¿por qué no comenzar con la Rueda de bicicleta que Duchamp monta por primera vez en 1913? Este artilugio algo esquelético parece, en verdad, el espíritu condensado de un proyector de cine, con su bobina y todo. Anemic cinema, podríamos llamarlo, por seguir en la estela del artista francés.

Es sabido que, en los inicios del cine, la gente asistía a las proyecciones de los Lumière y cia también para admirar el aparato. El niño Duchamp, o el muchacho Duchamp, era sin duda de éstos. Muchas de sus producciones e inventos, desde luego, así lo acreditan. Querencia absolutamente moderna por los dispositivos técnicos.

En todo caso, ese artefacto moviente pero estático cuyas vueltas fascinan a Duchamp con un atavismo semejante al que le produce, según propia confesión, la contemplación del fuego – el fuego es el primer cinematógrafo – , propicia además un nuevo tipo de experiencia visual. También una forma inédita de pensar y reflejar el mundo que tal vez el siglo XIX, al menos en su segunda mitad, ya estuviese solicitando – desde el famoso escrito de Thomas de Quincey sobre la diligencia inglesa a las reflexiones en torno a la conciencia y lo moviente en Bergson, de  las cronofotografías a los inventos cinemáticos como el zootropo, fenaquitiscopio y demás -.

Hablamos de un nuevo ritmo de vida y de la pintura, de la imagen misma. Ritmo que se debió de sentir sin duda roto, apresurado, staccato, nervioso o incluso frenético: la vida sometida y cosida con trazos cortos e interrumpidos. Ritmo cinemático, efectivamente.

Pero además, la máquina de  visión despliega los fenómenos del mundo – o mejor, y esto es importante: el mundo como una continua sucesión de fenómenos – de un modo totalmente exterior, gris, si queremos; impersonal, tal como le gustaban las cosas a Duchamp.

Recordemos lo que ya notaba – con descaro no exento de asombro e incluso de displicencia duchampiana – William Henry Fox Talbot en el comentario a la plancha II de su auroral Pencil of nature: “Sobre la línea del horizonte se recorta un bosque de chimeneas, dado que el instrumento reporta todo lo que él ve: sin duda describir­ía con la misma imparcialidad un tubo de chimenea o un deshollinador que el Apolo de Belvedere.”

Debemos ver el Desnudo bajando la escalera, por ejemplo, pero antes también y ya los cuadros cubistas de Picasso o Braque, desde este punto de vista. Punto nuevo, aunque no del todo inaudito en la historia del hombre: como una condensación dinámica, justamente; fijada en estas mismas condiciones de imperturbable y perseverante fijeza impersonal. Cuadros entonces como planos fragmentarios, o mejor: como los múltiples recortes que un ojo-cámara a lo Vertov va capturando y que nosotros, en tanto que espectadores, debemos hacer girar, desplegar y, si se quiere, remontar una vez tras otra.

Casi diríamos también que los cuadros cubistas parecieran como fotogramas salidos de una bobina cinematográfica, solo que ahora están despiezados y dispuestos para que luego, finalmente, puedan ser reunidos o pegados (collés).

He ahí, pues, la gran extrañeza plástica del cubismo: una condensación en una sola vista de una sucesión múltiple de planos, algo que el cine, por esos mismos años, estaba haciendo en y con la vida cotidiana, como si tal cosa.

Pero esto es lo que acaso simbolice el propio Desnudo bajando la escalera, ese descenso del cuerpo del deseo desde su pedestal idealizado – y por la escala o escalera platónica – a un destino mucho más prosaico. O lo que es lo mismo: la destitución de la grandeza y la jerarquía de los géneros artísticos al nivel de los cuerpos mundanos, y aún más: cosificados, tecnificados o maquinizados, registrados técnicamente en su movimiento.

Sabemos, por lo demás, lo que el cuadro le debe a las cronofotografías de Muybridge. Y concluimos, entonces, a la vista de esta rueda que constituye también el primer ready-made, que hay un parentesco secreto entre el ready-made y la fotografía. Una vinculación que tiene que ver con el nuevo imperio de los objetos surgido  precisamente a través, o por causa, del objetivo fotográfico. Una nueva visualidad, también universal e impersonal. Una familiaridad vista por todos y por nadie en concreto; pura memoria industrialmente fabricada a la que se conectan nuestros recuerdos y que incorpora incluso un más allá o un afuera hasta ahora desconocido, o, como diría Benjamin, su propio inconsciente óptico.

 

II.

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Duchamp, Molinillo de chocolate Nº 1, 1913.

Novum organum. La función metafórica del molinillo de café o de chocolate tiene en Duchamp parecidas posibilidades a las del juego de ajedrez.  Lo que en éste es un proceso de apertura continua de posiciones inestables – regidas por la caprichosa e incierta tesitura de eros/pólemos–  absolutamente contraria, por cierto, a la causalidad regular y determinada de Laplace  (en la que, por definición, no puede haber absolutamente nada nuevo aun en la materia más ínfima), en la figura del molinillo encarna el bizarro emblema de una manualidad mecánica y doméstica pero exigente en la dificultosa procura de lo nuevo, de lo radicalmente nuevo; ello por medio de series más o menos predecibles de refinados y más vueltas. He ahí el tema por antonomasia de Duchamp.

El molinillo era metáfora, asimismo, del tiempo para Francis Bacon; habida cuenta que este aparato revuelve sin orden ni concierto las existencias del mundo produciendo continuas innovaciones: «For time is the greatest innovator», escribió el lord Canciller (“De las innovaciones»). Pero esto no nos extraña, pues no es otro que Bacon el que habla de las experimenti sortes, o sea: del juego del azar – suerte, sortilegio – como una de las vías regias que conducen la experimentación. (Duchamp aquí se frota las manos…)

En definitiva: la obra en Duchamp actúa, literalmente, como el experimento en Bacon. Allí donde se lo introduce, aun tímidamente,  lo  más preciso que se puede decir es que imita y propicia el efecto del tiempo, en el hecho de hacer fluir las cosas, de revolver lo que está quieto y de no permitir en absoluto las fijaciones. Erratum musical.

Pues no hay método para producir experiencias;  en todo caso tan solo para ordenarlas y analizarlas en cada vuelta de su singularidad.
Es tal como sucede en el ajedrez: la influencia de una pieza varía siempre en función de la posición que ella ocupa.

 

III.

Élevage de poussière, el Gran Vidrio de Duchamp convertido en «Criadero de polvo» y fotografiado por Man Ray en 1920.

Magna sutileza duchampiana. Memorable muestra infraleve. El gesto – tan hermoso – nos enseña tantas cosas…

Nos muestra, por ejemplo, el lugar donde se va a posar el polvo.

Nunca el arte – excepto en algunos excesos barrocos – había tenido mirada para ese mundo vuelto desierto. No, desde luego, para el polvo ocupando el sitio y la mirada de la obra, y menos la de uno mismo.

El desgaste que trae el polvo genera pasado.

Pareciera que la cáustica inteligencia de Duchamp estuviese diciendo: el polvo es en lo que deriva todo presente y cualquier brillo.  El polvo habrá de ser siempre el último ismo y, al tiempo,  lo intemporal, lo intempestivo. Lo ancestral que cae en el instante. No hay, en definitiva, más aura que la pátina del polvo.

Cuenta Pascal Quignard que Aión era definido en Micenas en calidad de tiempo como polvo continuo.  Irradia como una forma pura porque es solo el anuncio de la muerte.

Esta imagen, en efecto, funciona como un memento mori.  Un verdadero emblema. Resulta del todo equivalente al Et in Arcadia ego de Poussin.

“Tal vez el cúmulo de polvo no sea menos útil para la trama que las naves que cargan un imperio o que la fragancia del nardo”, sentenciaba Jorge Luis Borges.

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