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ArpaEl viaje ruso de un vendedor de helados

El viaje ruso de un vendedor de helados

El avión de los borrachos

Llegaron al aeropuerto de Domodiédovo en el mismo taxi después de dos horas ocupadas en recorrer Moscú y la periferia: una desde el domicilio de Miguel hasta el de Várenka y otra desde allí hasta el propio aeropuerto. Él, taciturno, se dedicaba a contemplar la grisura del día y el paisaje; las casas, siempre formando bloques altos, desparramados por los arrabales, donde muy de vez en cuando se veía a alguien caminando, con prisa y con una inevitable bolsa en la mano. Ella mantenía un gesto contraído, como quien está sepultando las angustias que se le acercan y la amenazan; ni siquiera sonreía, se limitaba a tener la mirada fija en un punto imposible del horizonte.

La predisposición de los rusos a hacer de taxistas improvisados para ganarse unos rublos, de la que Miguel apenas tenía noticia, había estado a punto de costarle un disgusto. Al bajar de su casa y encontrarse un coche rojo, el mismo color que le había indicado Várenka con el que pasarían a buscarle, se dirigió hacia él, y como la actitud condescendiente del chófer, abriéndole el maletero, la puerta y hasta quitándose el gorro de piel, le diera a entender que era el coche reservado para él por su compañera de viaje, se sentó en la parte trasera ufano de la eficacia moscovita.

Sospechó que algo marchaba mal cuando, en vez de enfilar hacia la casa de ella, conforme a lo convenido, el chófer se volvió con una sonrisa llena de dientes para preguntarle algo que no tuvo ninguna duda de qué quería expresar: “¿A dónde vamos?”. Momento en el que Miguel abrió la puerta a toda prisa, como si fuera un acto reflejo, y recuperó las pertenencias, al tiempo que al conductor le abandonaba la sonrisa pero no los dientes, que se mostraban en todo su esplendor de hombre dispuesto a reír o a morderle. Se quedó esperando a otro coche rojo mientras rumiaba la lección, recién aprendida, de que estaba en un país donde había que andarse con mucho tiento y no precipitarse en nada.

El aeropuerto moscovita de Domodiédovo, dedicado a vuelos interiores, respira un aire entre estación de autobuses y gran almacén. De estación tiene la gente apelotonada, con ese amontonamiento que no suele darse en los aeropuertos y que es característico de las estaciones en general; tal vez porque al viajar en avión se obligan a ampliar los espacios y a tomarse distancias entre los compañeros de viaje, precaución que no existe en las estaciones. Luego la actitud, y hasta la ropa, que dan a los viajeros el aspecto de paisanos que marchan a su pueblo, del que se ausentaron meses antes y que vuelven, cargados, a reencontrarse con sus familias. Cargados, muy cargados. Aquí es donde entra el gran almacén. No solo por la cantidad de bultos que convierte a cada viajero en un árbol rodeado de impedimenta, sino porque ya fuera maleta, paquete o bolsa, todo está escrupulosamente envuelto en cinta de precintar. Una cinta ancha de color marrón claro o negro fogón, que lo cubre todo, y al decir todo, se indica todo: si es maleta, hasta las cerraduras; si es bolsa, hasta las asas.

La costumbre lo había convertido en el mejor procedimiento contra los robos y la apertura de las valijas en tránsito. En la conciencia de Miguel produjo una sensación un tanto extraña; contemplar aquellas colas enrevesadas de bultos disfrazados, incluso difíciles de distinguir. Tenían la evidencia de una denuncia. Algo así como decir: ¡Aquí se roba, aunque luego lo nieguen! Porque lo sé, envuelvo mis maletas en cinta precintadora, y si alguien la rompe nadie ya podrá negar que me han robado.

En lo único que se distinguían Várenka y Miguel del resto era en ese significativo detalle: no llevaban ningún bulto precintado. No debía de ser un mal signo, más bien una manera de significarse como gentes seguras de sí mismas. La inseguridad iba por dentro, hasta el punto que Várenka sugirió, atenta al panorama, no facturar las maletas, sino llevarlas siempre a la vista. Esa inquietud no debía de transparentar, porque un paisano se acercó a Miguel con una bolsa cuadrada, de cámara de vídeo. Él hizo un gesto para desviar la conversación hacia Várenka y no mostrar la evidencia de su condición de extranjero, probablemente el único occidental en aquel ambiente de gentes del país. El hombre, de pelo negro y bigote, bajito y ancho de cuerpo, quería que le guardaran la bolsa de vídeo, y como Várenka no mostró inconveniente, la dejó en el suelo.

Pasaba el tiempo, la cola avanzaba y la bolsa seguía en el suelo. Si hay un principio obvio entre viajeros es el de que nunca guardes una cosa que te dejen, por más que te garanticen que volverán a por ella. La bolsa seguía en el suelo y la cola avanzaba. Várenka empezaba a ponerse nerviosa porque la gente que pasaba, viendo la bolsa abandonada, se quedaba mirándola. Miguel parecía tener otro orden de preocupaciones; la cola para dejar las maletas de embarque avanzaba y no podía evitar la sensación de parecer el muñeco de Michelin. Todo su cuerpo estaba lleno de rublos. Se lo habían advertido: las tarjetas de crédito no te servirán de nada y olvídate de las oficinas de cambio; llévalo todo encima. Unos cincuenta mil rublos en billetes; el más grande, de cien. Tenía los rublos de diez y de cincuenta pegados a los testículos y conforme se subía por el tronco se ascendía en importancia, hasta llegar a los de cien, dos grandes fajos que descansaban en los sobacos por un ingenioso procedimiento de cintas que le rodeaban los brazos. Lo que no resultaba ingenioso eran las rozaduras y esa inclasificable incomodidad que provoca el que en cualquier momento se te va a abrir algo, la americana, la camisa, la bragueta, y van a empezar a salir billetes como del cuerno de la fortuna.

Ya iban a entregar sus maletas en la báscula y la bolsa seguía allí. Fue entonces cuando Miguel descubrió una faceta en Várenka que le sorprendió, en su ignorancia de todo lo ruso: el respeto teñido de temor, de miedo a la autoridad, fuera esta la que fuera. Como en aquellos letreros antiguos de “en caso de peligro rómpase el cristal”, ahora traducido al ruso sería “en caso de eventual peligro avísese a la autoridad”. Pero no para evitar el peligro, sino para prevenirse de sus consecuencias.

Cuando ella le dijo que iba a avisar a la Milicia, Miguel no sabía muy bien a qué se refería, pero como a nada decía nada se quedó observando. Fue al llegar el miliciano y ver cómo Várenka apuntaba con su dedo a la bolsa de vídeo cuando se creó mayor interés hacia aquel bulto. Estaba vacía, lo cual creó aún más desconcierto. Por sus gestos parecía afirmarse en la idea de que nunca se puede hacer un favor a un desconocido para luego arrepentirse y esperar que no te cueste un disgusto. Apenas había desaparecido el miliciano con la bolsa de vídeo vacía cuando como por ensalmo llegó el dueño. Debieron de ser dos frases, en lo que creyó entender Miguel. Algo así como:

—¿Dónde está la bolsa?
—Se la llevó el miliciano.
—Pero yo se la dejé a usted porque volvería por ella.
—Como tardaba, se la di al miliciano.
Hizo un gesto de desprecio y al rato volvió con la bolsa. Sin más comentarios, como si a él le pareciera normal y a ella lo más comprensible. Miguel iba entrando en un mundo de pautas y comportamientos que desconocía, con valores y miedos de los que no tenía ni idea.

Además, la actitud de Várenka respecto a él mostraba una mezcla de atención hacia el extranjero y de precaución porque una entrada demasiado brusca en la realidad fuera a resultarle insoportable y diera al traste con el viaje. El producto final de esa combinación era una amable dejadez; no le explicaba nada que no fuera preguntado y toda pregunta compleja debía tener una respuesta sencilla, de tal modo que la adaptación al mundo ruso no fuera susceptible de provocar rechazo. Las dosis debía racionarlas ella, a ser posible. Miguel empezó a notarlo en pleno vuelo y constituiría un elemento más para la inquietud. No alcanzaba a saber si la rusa no le explicaba muchas de las cosas que ocurrían a su alrededor porque no quería afectarle, o porque tampoco ella quería saberlas y prefería no darse por enterada. Pasó el carro de las bebidas y, en la confianza de que volvería a pasar otra vez, Miguel no se proveyó de nada que no fuera lo inmediato: una ración de gin-tonic en un botellín de plástico, cuyos efectos explosivos habría de recordar durante todo el vuelo.

—¿Pasará otra vez –preguntó– cuando den las bandejas con la comida?

—Claro –fue la respuesta.

Obviamente, no pasó, siguiendo otro principio que Miguel acababa de aprenderse. La lección enésima de la jornada, abundante como gavilla: Siempre que te den una oportunidad, aprovéchala, porque nadie te dice que te vayan a dar otra, y ¡felicítate porque te hayan dado una! Nunca te creas lo que te prometen hasta que lo hayas reclamado y lo veas delante. Y, por último, la lógica es un producto nacional, es decir, está sujeta a tal cantidad de adaptaciones a la naturaleza de los pueblos que aquello que resulta lógico en un sitio es un absurdo en otro; por lo tanto, las deducciones supuestamente lógicas son lo primero que debe ser desterrado en quien ha de adaptarse a otro mundo.

Estas pedestres leyes generales de lógica para viajeros con nivel medio de estupidez, las aplicaba Miguel a su propio caso del siguiente modo. Várenka, antes de ser contratada para el viaje, había puesto solo una condición, o más exactamente había hecho en principio tan solo una pregunta:

—¿El viajero bebe o es abstemio?

La ambigüedad de la pregunta ponía en un brete a quien debía responderla. Porque lo lógico, en la cadena lógica de donde procedía Miguel, es que estaba ante una partidaria de la ley seca, y por lo tanto había que dar una respuesta que sin mentir no forzara una ruptura. Así se le hizo saber a Várenka que el viajero no era un opuesto al alcohol aunque poco inclinado a él salvo en ocasiones muy determinadas… Los interminables vericuetos de esta lógica se vieron interrumpidos por una frase de la propia Várenka que ponía las cosas en su punto y que reflejaban el cómo y el porqué de la pregunta y, por lo tanto, de otra lógica:

—Si no bebe no podrá hacer un viaje por Rusia y menos aún por Siberia.

Ahora bien, lo que un bisoño en lógica rusa como Miguel desconocía es que, sentado el principio de que él bebía, el interés de Várenka estaría en lograr que no se pasara o, lo que es lo mismo, demorar lo más posible el momento inevitable y rapidísimo en el que una vez que uno sabe que no es ajeno al alcohol, se salta al siguiente estadio, que es la borrachera. Esta lógica nacional rusa, por así llamarla, quedaba lejos de la que iba pertrechado Miguel, a saber: uno bebe cuando está a gusto y mientras está a gusto. Por esa razón le hubiera apetecido un poco de vino georgiano, que hiciera más tragable la desazonadora bandeja de comida que tenía delante. Por contra, la otra era a su vez la razón de una lógica que aún estaba empezando a descubrir: la que le había sorteado el poder suministrarse otra bebida amén de la vomitiva cápsula de gin-tonic que se había proveído como aperitivo. Una vez supo que Miguel bebía, se trataba de evitar que lo hiciera, porque todo el que bebe se pasa. En definitiva, Várenka no quería que él tomara alcohol por una razón de peso: habían montado en un vuelo que era conocido en Rusia como “el avión de los borrachos”. La línea Moscú-Vladivostok.

Sentado junto a ellos, en la misma fila, va un joven dormido del que lo único que sobresalen son sus manos, grandes, entrelazadas. No se mueve, solo duerme. Despierta cuando un sexto sentido le advierte que se reparten las bandejas de la comida. Quizá es por el ruido o una intuición, porque cabe descartar el olor; no se hubiera enterado, al tratarse de bandejas idénticamente inodoras. Pero él hasta se anima y sonríe a Várenka.

Al rato están charlando como si se conocieran de toda la vida. El muchacho es de Partizansk, una pequeña ciudad minera cercana a Vladivostok, aunque ahora trabaja en Astrakán, en el otro extremo, a miles de kilómetros, de instalador. Va al entierro de su padre que, como la inmensa mayoría de los hombres de Partizansk, era minero. Parece agradecido por hablar con una mujer y tiene esa sonrisa agradable y algo pícara de quien se siente cómodo y le gustan las chicas, sobre todo si no ha bebido. Pero pronto empieza a beber y su semblante va cambiando, como si se fuera endureciendo poco a poco y las facciones perdieran esa suavidad que otorga el estar relajado y charlar y reírse.

No sería fácil saber de dónde va saliendo la bebida; lo cierto es que el paisaje del avión va cambiando perceptiblemente conforme avanzan las horas. Las bandejas con la comida han sido repartidas y mientras Várenka y el instalador en Astrakán dan cuenta de todas y cada una de las vituallas, Miguel solo aprovecha una carne de animal indeterminado –por lo correosa se animaría a asignarla al burro si no supiera que en Rusia carecen de asnos–, pero la combina con un arroz blanco y deja el resto, salvo el pan negro, exactamente lo único que no han tocado ni Várenka ni el instalador.

Conforme va bebiendo, el instalador se vuelve más locuaz aunque menos sonriente. Incluso el avión se va cargando de una atmósfera extraña. Los vecinos de nuestros dos viajeros, sin ir más lejos, sentados en la fila de atrás, dos jóvenes con aspecto de trabajadores, empiezan a increpar a las azafatas exigiendo más alcohol. Han empezado por coñac y quieren seguir con coñac.

El instalador en Astrakán está abrumado, confiesa que no puede con el peso de la responsabilidad; tiene que hacer algo que nunca creyó ser capaz de hacer. Se lo va relatando a Várenka cada vez con la lengua más torpe, pero más suelta; habla con dificultad, pero no para de hacerlo. Empieza con su dura infancia y la de su familia, hace pausas dignas de un narrador profesional en un crescendo que le acerca al momento cumbre; está a punto de entrar ya en la intimidad de su singular situación presente.

No le ha dicho a Várenka toda la verdad. Es cierto que va a Partizansk para enterrar a su padre, pero eso no es lo más duro; al fin y al cabo era viejo y ya está muerto. Lo peor es lo de su madre, que desde siempre lo ha soportado todo, que siempre ha estado peor de salud que su marido, y ahora resulta que se muere el que no estaba previsto y él tenía ahorrado para un muerto, no para dos. Le cuesta el billete hasta Vladivostok miles de rublos, sin contar el tren que le acerque a Partizansk, y no tiene más, porque está en paro y solo trabaja muy de vez en cuando. Se queda en silencio largo rato. Luego pega un trago largo, definitivo como una puntilla. Ha de decirle a su madre que, si se muere, no podrá venir a enterrarla. Ahí empieza un larguísimo silencio, la pausa. No dirá una palabra más sobre el asunto.

Está emocionado, pero se repone con un gesto y echa otro trago esperando la mirada compasiva de Várenka. Basta que le ponga la mano sobre el brazo para que el instalador en Astrakán se sienta arropado y vuelva a echar otro trago. Es el momento que Miguel decide aprovechar para levantarles a los dos un instante y poder ir al lavabo.

Le llama la atención algo que no había notado hasta entonces: las últimas filas del aparato respiran un aire de fiesta, de hombres solos, que tienen los lavabos abiertos y que fuman (está prohibido) y beben y se dan codazos entre grandes carcajadas. Con esfuerzo cierra la puerta del lavabo, orina y descubre que no hay agua. Los lavabos del avión carecen de agua. Quizá se agotó o salieron ya sin ella.

Miguel, al volver a su asiento, empieza a mirar con ojos más atentos el aparato. Vuela en una compañía con el mismo nombre que el aeropuerto del que salió, Domodiédovo, y observa que si uno se fija descubre en algunos lugares vestigios de otra época, hoces y martillos. El uso y la antigüedad de las piezas han convertido el cruce de la hoz y el martillo en una especie de firma estilizada, como si se tratara de una letra árabe mal dibujada o la huella de un signo que nadie podría decir que viene del comunismo, sino de tiempos remotos. Porque lo curioso es que todo sobre lo que posa su mirada corresponde al período del comunismo, nada posiblemente ha sido renovado, pero las cosas, los objetos, han cobrado otra realidad, tan independiente del pasado como si no hubiera existido. ¿Son la hoz y el martillo los que están troquelados en la mesita delante del asiento, o es el águila zarista? Habrán de ser hoz y martillo tan solo porque en el zarismo aún no se viajaba por el aire.

El avión se va animando conforme pasan el ecuador del viaje. No son solo las últimas filas, sino también los vecinos de atrás, los jóvenes trabajadores, que se abrazan y se lloran. Curiosamente han dejado de aparecer las azafatas, que ya no se verán más durante lo que queda de viaje. Ahora son hombres los que atienden a los pasajeros y la única petición que se hace es alcohol. Como el coñac, georgiano o armenio o de donde hayan falsificado el brebaje, se ha terminado, toca conformarse con la vodka. Empieza a aparecer vodka y el ambiente se carga. Los vecinos han dejado de llorarse y de contarse las desgracias, se han conocido en el avión y se lo han contado todo, son compadres, pero han pasado el límite primero del alcohol y luego de la intimidad, y empiezan ya a hacerse reproches el uno al otro.

Incluso el instalador de Astrakán trata de hacerse cómplice de Várenka, cosa nada difícil entre rusos frente a un extranjero. Dirigiéndose a Miguel, empieza a preguntar a qué viene a Rusia ahora y por qué no vino antes, cuando estaban mejor. Incluso se vuelve agresivo hacia Várenka y le reprocha que lea en el periódico las informaciones del extranjero.

—Lo malo del mundo está en Rusia –dice con un desdén infinito.

Como todo borracho, conforme avanza más y más en la curda se va volviendo autista, y el vuelo dura ocho horas; por lo tanto, hay tiempo para todo. Las filas traseras ya no son tan traseras, sino que han avanzado hasta casi la mitad del aparato para convertirse en una fiesta de hombres solos; las mujeres se han ido retirando hacia la parte delantera. Cada vez que Várenka ha de ir al lavabo, Miguel tiene que acompañarla, aunque solo sea para mantenerle la puerta cerrada y que no se la abran desde fuera.

Son unos borrachos simpáticos, porque si nadie se mete con ellos, ellos no se meten con nadie, pero es inevitable que molesten. Los dos vecinos de la fila de atrás han empezado a pegarse. De una manera extraña, porque no se levantan del asiento, siguen sentados y se dan golpes, con desgana pero con fuerza, incluso en el rostro que tapan torpemente con las manos. La señora que va a su lado, en el asiento del pasillo, ya de cierta edad y considerable volumen, se indigna con ellos porque le ha caído algún golpe que se les ha escapado y les conmina a que lo dejen. Ni la oyen. Como no lo consigue, se marcha a otro lado. En ningún momento llama a la azafata o al sobrecargo; los borrachos no son un problema de autoridad, sino de convivencia, y sobre esto se nota que hay una enorme experiencia. Dice cosas en voz alta, sin gritar, y se va a la parte delantera.

En una pausa de la alcohólica pelea trasera los dos contendientes descubren que le están dando golpes en el asiento a Várenka, y que es mujer y hasta bonita, y entonces abren un armisticio para ofrecerle una fruta en desagravio. Es una granada, que ella recoge con una sonrisa, porque antes le han preguntado si podían regalarle una fruta por las molestias, y como sonriera, le han dado una granada. Una deferencia, porque a la vecina gorda no le dirigieron más que una mirada, se supone que la primera. Luego siguen dándose mamporros con esa galbana del borracho, como si habiendo llegado al punto de intimidad al que habían llegado la vida no tuviera mucho sentido a partir de ahora sin pegarse abiertamente, para marcar el territorio de cada uno.

Ya no aparece personal de vuelo, ni mujeres ni hombres. El avión ha entrado en una especie de sopor que coincide con el amanecer. Un extraño amanecer, porque se anuncia con una luz roja. Primero de un rojo sangre que poco a poco se dulcifica y se vuelve naranja, muy lentamente, al tiempo que se produce la sensación de que el aparato se hubiera detenido o marchara tan lento que los espacios y los colores necesitaran un ambiente especial, algo mágico por extraño, y no se supiera de manera alguna si la realidad se está acercando a la madrugada o es la propia madrugada la que pide entrada. Una gama de luz que se amplía, del azul intenso al blanco lechoso. Quizá solo falta el negro, ese negro que ha dominado toda la noche y que ahora parece imposible que hubiera existido alguna vez. Ni los motores se dejan oír.

Todo el aparato duerme o está acorde con el paisaje que Miguel descubre desde la ventanilla. Una escarcha cuyos cristales parpadean sobre el ala del avión y unos fondos de horizonte espectaculares, difíciles de aceptar porque no tienen nada que ver con lo siempre visto. No se trata de una luz de amanecer habitual sino un efecto que él retiene, como si se tratara del nacimiento de un mundo.

Si tuviera que construir con su pobre imaginación una luz para el estallido de la vida, habría de empezar con esta. Es plácida, lleva el rosa y el azul tenue, y resulta inquietante. Está el rojo y el azul salpicado de incógnitas en forma de chispas de estrellas.

De no estar despierto y bien despierto le hubiera tentado imaginar que no va en un avión, sino en sus propios sueños, y que está cruzando Siberia en la mejor quimera nocturna, en una escoba de bruja similar a la que el Diablo de Bulgákov le dio a Margarita. Tan poco protegida como este humilde avión de la compañía Domodiédovo, con los aseos convertidos en auténticas sentinas, con un olor insufrible que ha invadido el aparato, mezcla de falta de aireación, hedores de lavabo, alientos alcohólicos y sudor nocturno.

Un hálito de emoción ante el comienzo de un viaje que había soñado pero que, como ocurre con las grandes pasiones, solo se puede vivir una vez aunque se imagine muchas noches. Apenas si cerró los ojos un instante; quería fijarlo todo en una retina insoluble al olvido. Él debía de ser el único extranjero en aquel avión de rusos y también el único que estaba pendiente de todo, por esa ansiedad que genera la sorpresa.

En definitiva, tampoco era como para que se sintiera orgulloso. Iba hacia Oriente, en dirección al nacimiento del sol; había despegado ya avanzada la tarde y cuando le amenazaban con aterrizar en Vladivostok de madrugada, resultaba que ese magnífico misterio que duró tantos siglos –la manera de girar del globo– le permitía un milagro para gente como él, incapaz de entender la simpleza del fenómeno. Y es que en vez de llegar a las dos de la noche se dejaría caer sobre la tierra, a muchos miles de kilómetros, en una fresca mañana asiática, ni siquiera siberiana, cuando iban a dar las nueve de un agradable día otoñal en la desconocida Vladivostok.

Una voz rompió el encanto al advertir que todo estaba bajo control y que el tiempo en Vladik –nombre común con el que se designa Vladivostok– era bueno, cero grados, y tan despejado que podía verse el mar de Asia desde la propia ventanilla. Entonces fue cuando Miguel pensó por primera vez que en ocasiones las pasiones, como los sueños, se realizan, y que había llegado allí donde se da la vuelta al mapa, frente a Japón.

Vladivostok, la ciudad prohibida durante más de medio siglo, el punto más oriental de Rusia si descartaba la tundra siberiana de la península de Kamchatka y algunas islas del viejo Gulag. La insondable y legendaria Vladivostok, un lugar donde se deslizó el avión y resultó que había un pequeño aeropuerto como si fuera una vieja estación de tren provinciano que aún no terminaron de construir. Un discreto edificio que se distinguía enfrente del avión posado, con todos los viajeros metidos en un autobús, malolientes y maldormidos, sin tener certeza alguna de estar allí o en cualquier otro lugar de aquella inmensa Siberia que acababan de cruzar.

Pero no cabía duda. Estaban donde estaban. Les bastaron unos minutos para reconocerlo. El autobús no arrancaba y nadie preguntaba nada. Miguel le dijo a Várenka:

—No entiendo por qué llevamos tanto tiempo esperando sin que nos lleven a la terminal.

Él no sabía que en Vladivostok no hay terminal, sino sencillamente un lugar junto al edificio, principal y único, donde el autobús suelta a los pasajeros. Ni siquiera entran en él, sino que van directamente a encontrarse con quienes les esperan, y a armarse de paciencia hasta que en un galpón anexo les dejen los equipajes.

Fue entonces cuando Várenka le contó que habían venido en el avión de los borrachos. Toda aquella especie de ritual de espera en el autobús no era más que un hábito, mil veces repetido, de ver cómo entraban en el avión un grupo de milicianos e iban bajando a los borrachos que no estaban en condiciones de salir. Había uno que se resistía, al que llevaban dos uniformados, unas veces en andas, otras arrastrándole, pero sin malos modos, con cierto respeto. Tal vez ellos también entendieran que el joven –no tendría veinte años– pretendiera seguir viviendo en aquel avión; como si fuera hacia ningún sitio, pero siempre volando en un aparato cargado de coñac primero y vodka luego, y no volver nunca al lugar donde le esperaba una realidad difícil de afrontar estando sobrio.

 

Este texto pertenece al libro del mismo título que ha publicado la editorial Renacimiento.

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