Prólogo
Estas primeras palabras de la autora a su lector idealizado bien pudieran tomar la forma de una carta. Podría aventurarse que todo prólogo lleva en esencia la vocación epistolar de alcanzar a un destinatario que nos parece lejano y a quien, sin embargo, desearíamos traer a nuestro lado por las artes de un papel plegado.
La carta, por principio, es eso. Un pliegue que lleva implícito otros pliegues y cuya razón de ser se encuentra en el acto de repliegue y de despliegue. Como todo pliegue, la carta presume dos partes que se superponen infinitamente: una interior y otra exterior. La materia, el papel, debe ser lo suficientemente transparente como para desvelar el espíritu de la misiva cuando el lector deseado se acerque a contemplarla. La contemplación es en sí el acto más sublime de lectura. Por el contrario, este mismo pliegue material servirá de velo al lector curioso que quiera examinar con fines taxonómicos un tejido dirigido a otro destinatario. Porque la principal característica de esos pliegues es que están marcados, llevan nombre propio y presuponen, casi siempre, un conocimiento entre el lector y el autor. Los pliegues de la carta tienen memoria y tienden a reproducir el roce del primer encuentro. Podría hablarse de la memoria epidérmica de toda carta. Como los erizos, hieren si sienten acercarse una mano impropia.
En la parte íntima de la carta es donde se esconden aquellos pliegues oscuros, similares a las capillas barrocas que describe Gilles Deleuze, en cuyo interior se encuentran aberturas imperceptibles. El juego de descubrir las grutas dentro de las grutas, los pliegues en los pliegues de la carta, requiere una labor inquisitiva que se afana en rasgar la superficie en busca de túneles subterráneos por los que deambular en libertad. Esa es la razón de que las cartas siempre parezcan antiguas, aunque acabemos de recibirlas. Contienen un sustrato de pergamino que las transforma en material arqueológico. No solo hay que excavar en ellas, hay que desenterrarlas.
Casi todos, alguna vez en nuestra vida, hemos sentido la necesidad de escribir una carta en la consciencia de su superioridad frente a otros géneros para expresar ciertos aspectos de nuestro pensamiento. Indudablemente, hay temas que se encuentran más a gusto en el género epistolar. En él, la lengua no balbucea ni llega tropezándose al centro de su discurso. Las palabras “terribles” pueden escupirse a secas, con la sequedad de aquello que no debe pronunciarse a viva voz. Los escozores llegan a posteriori, cuando ya no estamos allí para presenciarlos (presenciar y padecer, aquí, son sinónimos: ser y estar hasta las últimas consecuencias). Es un viaje peligroso el de la carta, no cabe el desdecir. Pero también seguro, pues espera en la retaguardia.
Para los fines de este estudio[1] quisiera definir la carta como aquel refugio en el que el pensamiento se exilia, en los intermedios del día, para poder hablar al otro, el yo convertido en un huésped, sobre aquello que no encuentra un espacio de enunciación a su medida. Propongo para ello la imagen de una carta como una esfera en donde se repliegan infinidad de mundos posibles. Y, en esta reciprocidad de la carta con su realidad más inmediata, encuentro inevitable mencionar la concepción de Hannah Arendt del mundo como constructo elaborado por los actos y por las palabras de dos o más personas que se reúnen para celebrar una pluralidad de seres únicos. Carta a carta, algo que no existía antes va cobrando forma, haciéndose real. El objetivo de estas páginas es averiguar qué tipos de mundos son capaces de crear las cartas que Arendt escribe y recibe de sus interlocutores más habituales.
En el curso de estos últimos años, el interés por la obra de la politóloga judía no ha dejado de crecer. Prueba de ello son las numerosas reediciones de sus escritos, así como la abundante publicación de ensayos interdisciplinares y artículos en torno a su pensamiento.[2] Se podría hablar de una “moda” de la pose arendtiana que, como en su momento fue la de Walter Benjamin, sirve para explicar cualquier situación del plano social o político que resulta incómoda o incomprensible. Moda o no, lo cierto es que la obra de Hannah Arendt tiene un rostro muy definido y es fácilmente reconocible para el lector actual. Documentales, películas y obras de teatro han querido ir más lejos y han asumido el riesgo, con mayor o menor éxito, de descontextualizar a Arendt de sus libros, convocándola a la luctuosa tarea de convertirse en persona, si no en personaje. Sabiendo que el término “persona” remite a una máscara con orificios por donde sale cierta voz. Y pareciese entonces que la voz es lo más íntimo, sonido que sale desnudo, aunque de sobra sabemos que también admite el falsete y el gorgorito. ¿Qué ocurriría, sin embargo, si de una de esas máscaras saliese la voz amada de la amiga o del amigo? Una voz interior que interpela desde fuera. En este estudio quisiera ensayar aquello que ocurre cuando contemplamos a Arendt desde la máscara-persona de quienes permanecieron más cercanos a su pensamiento.
El análisis de las cartas de Hannah Arendt responde a este mismo impulso, semejante a la necesidad, de separar la persona del personaje público para traerla a un terreno más íntimo, a ese lugar en el mundo que solo ella, desde su condición de pensadora judía, ocupó en los años bárbaros de nuestra historia. Pensar, con ella y en ella, si realmente es posible esta escisión entre la vida pública y la privada que tanto tematiza en sus libros más reconocidos. El presentimiento que orbita en este voyerismo con-sentido intuye la dificultad de separar a la intelectual del ser humano y la certeza de que, al separar un pliegue del otro, se acabará por descubrir que los dos son pliegues de un mismo pliegue. Encontrar a Arendt como amante, como amiga, como confesora, como discípula… sabiendo que estos también son conceptos filosóficos, para comprobar de qué forma trasciende, como un cierto incienso, la sombra de un pensamiento inseparable de la forma que lo concibió. Sin caer en psicologismos prematuros, el interés de estas páginas se centra en aquellos rasgos reflexivos que se encuentran en las cartas y que se identifican con la postura vital de su autora.
Hannah Arendt es una mujer que conforma la propia identidad en el rodeo de pensar el mundo. De Karl Jaspers aprende muy pronto que la filosofía debe concordar con la humanidad que la sustenta. Alumna díscola, aunque con gran talento para reconocer las lecciones imprescindibles de sus maestros, Arendt cuida, en todo momento, de que las decisiones tomadas, así como sus palabras, pero, sobre todo, su obra, se encuentren impregnadas por la esencia de una muy particular forma de posicionarse en el mundo. En una de las cartas que recibe de Jaspers el 15 de marzo de 1949, este describe con asombro una foto que su antigua alumna le manda, en la que orbita, como un ensombrecimiento, cierta tristeza no presentida por el maestro en aquellos tiempos lejanos y felices de Heidelberg. Por otra parte, aquella pesadumbre hubiera sido imposible de predecir, todavía no estaba allí, ni siquiera incubada en una connatural melancolía. La sombra de la tristeza a la que alude Jaspers obedece a la huella imborrable que la historia ha ido rastrillando, con sus gruesas púas, en la personalidad de una mujer que se va haciendo mayor en el exilio. Y, pese a la tristeza, algo permanece y hace reconocible a la misma adolescente con ínfulas de filósofa de antaño. La humanidad, atendiendo a la teoría de las luminarias de la politóloga, es aquella luz que no se apaga y que reluce, siempre con la misma intensidad, mientras encuentre una superficie a su medida en donde poder reflejarse. Las cartas de Arendt a sus amigos son el testimonio de esa parte innegable del ser humano que permanece en pie frente a los envites y que no cede a la tentación, convertida en tendencia de su tiempo, de perderse en un continuo insustancial de arena sobre arena. Las cartas son esos oasis que se pliegan para proteger en su interioridad a dos seres que han decidido no sucumbir a la mediocridad.
Escribir una carta, o recibirla, es indicio de que todavía palpita un deseo consciente de preocuparse por los acontecimientos y de interesarse por las personas que tendrán que sobrevivirlos en nuestro mismo lado de la historia. Ese cuidado del otro, traducido en el amor desprendido de la amistad, es el hilo conductor que entreteje toda la obra y la vida de Arendt. La amistad, a fin de cuentas, es una delicadísima trama confeccionada por cuatro o más manos que se afanan en un mismo proyecto sin importar la forma final que la tela vaya a adquirir.
En la correspondencia epistolar aquí elegida se comprueba que cada una de las cartas, por separado, constituye un auténtico ensayo de comprensión en el que los amigos se aproximan con la atención necesaria para entender las razones y las circunstancias del otro en una hermenéutica solícita que despierta verdades sin levantar escozores. Hasta en aquellos casos intratables que muchos otros, amigos menos empedernidos, hubieran dado por perdidos, se constata en Arendt una puesta en práctica, también una apuesta, de ese arte de perseverar en los detalles de lo íntimo para que el amigo no acabe desvaneciéndose en el terreno indistinto en donde se acumula aquello que pierde interés. Y lo que no nos interesa deja de pertenecernos. En una nota de los diarios de Arendt se expresa que la amistad entra dentro de lo íntimo, esa parte oculta de la que una no se avergüenza ni siente pudor alguno de mostrar en la esfera pública. A diferencia de lo privado, lo íntimo se exhibe como algo que es muy propio y que, por nada del mundo, dejaríamos que nos arrebataran, pues su pérdida significaría, de inmediato, nuestra fragmentación. Sin el amigo falta esa parte esencial que integra, que nos vuelve íntegros, pues desaparece el elemento conformador de nuestra humanidad. De ahí que Arendt defina la intimidad entre los amigos como el gran descubrimiento que procede de la experiencia de lo social.
En una de esas cartas que han seguido urdiendo su propia historia pública lejos de la intimidad que las ideó, Virginia Woolf anuncia a su amiga Ethel Smyth que aquella hoja que le manda, en realidad, es un espejo. Desde mi condición de escritora de cartas me intriga, de forma muy especial, de qué modo la comunicación epistolar condiciona y transforma el desarrollo del pensamiento de Arendt. Al escribir una carta no entran en funcionamiento los mismos mecanismos mentales que se disparan al redactar un artículo o un libro. La forma de diálogo abierto se hace más explícita y la respuesta del interlocutor, aunque todavía lejana, resuena dentro de nuestra mente como si se encontrase en casa propia. El diálogo se transforma en un monólogo transitorio en el que se ensaya el alcance de nuestro mensaje. La reflexión es el diálogo sosegado del Yo consigo mismo. Ocurre una suerte de desdoblamiento por el cual escribimos y nos escribimos cartas, sabiendo de antemano que es a otro a quien van destinadas. La imagen más elocuente de esta duplicación transitoria la encuentro en la estampa realizada por el artista japonés del periodo Edo, Suzuki Harunobu, en la que una mujer escribe en un papiro infinito mientras que su trasunto, medio escondido entre los pliegues del quimono, va leyendo los caracteres recién aparecidos con la avidez de lo desconocido. Queramos o no, siempre acabamos siendo nuestro primer lector; a veces, el único ideal que somos capaces de imaginar.
En las cartas de Arendt a sus amigos encontramos, en más de una ocasión, el mismo momento ético en el que el propio reflejo se desvela destinatario principal de la misiva, como se intuye en una de las entradas de su diario de 1968 en la que asegura que, solo porque puede hablar con los otros, puede hablar consigo misma; es decir, pensar. Se forma un triángulo que desafía las leyes de la geometría al querer ocupar dos de sus vértices por el mismo ángulo, y, el vacante, por un espejismo cuya existencia, sin embargo, parece indudable. Incluso cuando se escriben cartas a seres imaginarios –como las que aparecen en el diario de Ana Frank dirigidas desde la “casa de atrás” a una tal Kitty o a Pop– o cuando elegimos un receptor genérico que nunca llegará a tiempo de leer nuestra carta –como Emily Dickinson en su ‘Carta al mundo’–, persiste el deseo de retener a nuestro lado una extrañeza que nos requiere. Nos ocupan, por breve espacio de tiempo, los pensamientos de los receptores. Ocupamos, ya para siempre, el lugar de la exterioridad en donde nos exiliamos en busca de un pensamiento más original que solo puede resultar tras la armonización de partes forzadas a encontrarse. Y así, en todo acto de comunicación persiste un saludable rasgo de confrontación, de movimientos de defensa y de avance hacia el lugar del otro. La conversación es una suerte de conversión por la cual vamos dando giros hasta llegar a un lugar distinto del que partimos. Ni la conversación ni la contemplación debieran ser jamás puntos muertos. Esto lo supo y lo puso en práctica Arendt con gran maestría en las cartas a sus amigos.
La amistad, ese extraño objeto de nuestro deseo, tan indefinible por su multiplicidad y por su movilidad, provoca que Platón en Lisis o de la amistad se pierda en uno de sus más exquisitos círculos dialécticos, al ser incapaz de dar una definición unívoca de aquello que debiera constituir la amistad. Lisis propone el análisis de ese lazo sin desenlace que es la amistad. Secundando al de las espaldas anchas, en el Libro VIII de su Ética a Nicómaco, Aristóteles no duda en afirmar que no es poco el desacuerdo que existe acerca de la amistad. El siguiente en derrocar cualquier planteamiento que no caiga en el sinsentido es, como siempre, el primero en llegar a casi todo. Friedrich Nietzsche, en el breve estudio sobre la amistad del parágrafo 376 de Humano, demasiado humano, plantea la paradoja del amigo en una frase profética exclamada, precisamente, ante los amigos: “¡Amigos, no hay amigo!”. Y si no hay amigo, porque ya no está, o porque jamás lo hubo, para qué buscarlo, para qué malgastar la vida escribiendo sobre ella o sobre él. ¿Cómo se documenta la ausencia del amigo?
La pregunta parece irresoluble. Y, sin embargo, no cesan de sucederse los tratados y los estudios sobre tan escurridizo asunto. Las cartas de Arendt a sus amigos son un intento más de definir la amistad, aunque su gran acierto consista en abandonar el pliegue inmovilizador del concepto, así como el baldío intento de aspirar a conocer la cosa misma de forma absoluta y especulativa, adoptando, por el contrario, una puesta en práctica relativa de aquello que se busca. Cada una de las cartas aquí recogidas representa un signo, un instrumento de conocimiento de aquello que significa la amistad para Arendt.
En tiempos de hostilidad, de guerras fratricidas, de alta traición contra la filantropía, en suma, en tiempos de falta de amor, un nuevo tratado sobre la amistad podría parecer un desacierto, quizá un entretenimiento provocador. Nada más alejado de una posible verdad. Toda nueva línea escrita sobre la amistad debiera producirnos cierta incomodidad, un estremecimiento revelador. Síntomas que, al padecerlos, descubrimos que son el resultado de una promesa que alguien o algo nos está haciendo.
Nueva York, un apartamento situado en el centro de Manhattan, en el número 370 de la Riverside Drive, una de las calles más transitadas de la polis mítica. La tarde va cayendo sombra a sombra, cercando con sus grises encendidos el espacio de trabajo. A claroscuros empiezan a delimitarse las baldas de las estanterías, arqueadas por el peso de los libros, remedo inservible de aquel libro infinito. La mesa de trabajo refleja la lucha reflexiva que ha tenido lugar apenas unos instantes: restos de tinta, ceniza, cadáveres blancos y arrugados, y libros, más libros. Una mujer griega, romana, judía, alemana, parisina, estadounidense y cosmopolita, a medio recostar en el sillón de su escritorio, y con gafas, va escribiendo misivas a los amigos de esa república de pares que ha ido fundando en cada uno de sus viajes. Con esta imagen de alcoba de Hannah Arendt, de saberse a solas acompañada de la multitud de presencias de los que no están, empieza este libro, esta carta.
Notas:
[1] El presente análisis de las cartas de Arendt tiene como precedente la publicación de artículos en diversas plataformas digitales. Agradezco a sus editores, Amalia Mosquera y Carlos Javier González Serrano, su inestimable apoyo y confianza.
[2] El pensamiento de Arendt dejó hace tiempo de morar en exclusividad en las bibliotecas universitarias y deambula en plena vitalidad por las librerías de barrio, las salas de cine, gracias a la película de Margarethe von Trotta, y en el teatro, con montajes como el proyecto de Teatro Urgente, escrito por Karina Garantivá y dirigido por Ernesto Caballero. También ha adoptado un tono semificcional en la novela de la escritora suiza Hildegard E. Keller, Was wir scheinen e, incluso, la forma del cómic en Las tres vidas de Hannah Arendt, de Ken Krimstein.
Este texto pertenece al libro del mismo título que ha publicado la editorial Herder.