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Universo eleganteFronteras de la cienciaEl manantial oculto. Un viaje a la fuente de la conciencia

El manantial oculto. Un viaje a la fuente de la conciencia

Antes y después de Freud 

En 1987 tomé otra decisión que me alejó del resto de mis colegas: decidí formarme como psicoanalista[1]. Mis incipientes hallazgos en la investigación de los sueños me habían convencido del papel fundamental que tenían los informes subjetivos en la neuropsicología y de que la oposición de mis compañeros a Freud los había llevado al error en más de un sentido. No obstante, lo que me acabó de decidir no fueron los resultados de mi investigación.

Lo que me convenció fue un seminario al que asistí en la Universidad de Witwatersrand, a mediados de los años ochenta, dirigido por un profesor de Literatura Comparada llamado Jean-Pierre de la Porte y que versaba sobre La interpretación de los sueños. Mi investigación doctoral me había despertado la curiosidad por esa obra de Freud. Como todo el mundo en aquella época, yo era escéptico con respecto al pensador austríaco. Durante la carrera se me había dicho que el psicoanálisis era una “pseudo- ciencia”. En las ciencias duras ya nadie se tomaba en serio a Freud –y quizá por eso el seminario se celebró en un departamento de Humanidades–, pero yo decidí asistir por la disposición de Freud a hablar sobre el contenido de los sueños, el tema de mi investigación.

Según De la Porte, las conclusiones teóricas a las que llegó Freud no se podían entender si antes no se había leído y asimilado un manuscrito suyo previo, de 1895, pero publicado póstumamente en los años cincuenta. El manuscrito se titulaba “Proyecto para una psicología científica”,[2] y en él Freud intentaba cimentar sobre una base neurocientífica sus primeras ideas sobre la mente.

Con ello seguía los pasos de su gran maestro, el fisiólogo Ernst von Brücke, miembro fundador de la Sociedad Física de Berlín. En 1842, Emil du Bois-Reymond formuló la misión de la Sociedad como sigue:

Brücke y yo hicimos un juramento solemne para poner en práctica esta verdad: “Las únicas fuerzas que están activas en el organismo son las fuerzas físicas y químicas comunes. Para explicar lo que actualmente dichas fuerzas no pueden explicar hay que encontrar la manera o forma específica de su acción por medio del método físico-matemático o bien suponer la existencia de otras fuerzas tan dignas como las fuerzas químico-físicas inherentes a la materia, reducibles a las fuerzas de atracción y repulsión”.[3]

Johannes Müller, apreciado maestro de los anteriores, se había preguntado cómo y por qué la vida orgánica difiere de la materia inorgánica. Llegó a la conclusión de que “los organismos vivos son esencialmente diferentes de las entidades no vivas porque contienen algún elemento no físico o se rigen por principios distintos a los de las cosas inanimadas”.[4] En resumen, para Müller, los organismos vivos poseen una “energía vital” o “fuerza vital” que las leyes fisiológicas no pueden explicar. Según él, los seres vivos no pueden reducirse a los mecanismos fisiológicos que los componen porque son entes indivisibles con objetivos y propósitos, lo que atribuía al hecho de que poseen alma. Teniendo en cuenta que la palabra alemana Seele puede traducirse como “alma”, pero también como “mente”,[5] el desacuerdo entre Müller y sus alumnos se parece mucho al actual debate entre filósofos como Thomas Nagel y Daniel Dennett sobre si la conciencia puede reducirse a leyes físicas (Nagel lo niega, Dennett lo afirma).

Lo que me sorprendió durante el seminario de De la Porte fue enterarme de que Freud –el investigador pionero de la subjetividad humana– no se había alineado con el vitalismo de Müller, sino más bien con el fisicalismo de Brücke. Así, en las primeras líneas de su “Proyecto” de 1895, escribió: “La intención es estructurar una psicología que sea una ciencia natural: es decir, representar los procesos psíquicos como estados cuantitativamente determinados de partículas materiales especificables”.[6] Yo desconocía la formación neurocientífica de Freud, y solo después supe que, aunque le costó, abandonó los métodos de investigación neurológicos cuando vio claramente, en algún momento entre 1895 y 1900, que los métodos entonces disponibles no tenían capacidad para revelar la base fisiológica de la mente.

Sin embargo, para Freud fue un cambio de dirección que le compensó con creces, porque le obligó a examinar con mayor minuciosidad los fenómenos psicológicos per se y a dilucidar los mecanismos funcionales que los sustentaban. Todo ello dio lugar al método de investigación psicológica que acabó denominando “psicoanálisis”. Su hipótesis fundamental era que los fenómenos subjetivos manifiestos (ahora llamados “explícitos” o “declarativos”) tienen causas latentes (ahora llamadas “implícitas” o “no declarativas”). Es decir, Freud sostenía que el hilo errático de nuestros pensamientos conscientes solo puede explicarse si suponemos asociaciones intermedias implícitas de las que no somos conscientes, idea que derivó en el concepto de las funciones mentales latentes y, a su vez, en la famosa conjetura de Freud sobre la intencionalidad “inconsciente”.

Como a principios del siglo XIX no había métodos para investigar la fisiología de los fenómenos mentales inconscientes, la única forma de inferir sus mecanismos era la observación clínica. Lo que Freud aprendió con ella dio lugar a su segunda afirmación fundamental. Observó que los pacientes adoptaban una actitud nada indiferente respecto a las intenciones inconscientes que se les infería; parecía más una cuestión de no querer verlas que de no poder verlas. Freud recurrió a varias palabras para describir esa tendencia –resistencia, censura, defensa y represión, señalando que evitaba la angustia emocional. Esto sirvió a su vez para revelar el papel crucial de los sentimientos en la vida mental y hasta qué punto son la causa de todo tipo de sesgos interesados. Aquellos hallazgos (ahora obvios) mostraron a Freud que algunas de las principales fuerzas motivadoras de la vida mental son totalmente subjetivas, pero también inconscientes. La investigación sistemática de esas fuerzas lo llevó a su tercera afirmación fundamental: la conclusión de que en última instancia lo que apuntalaba los sentimientos eran las necesidades corporales; de que la vida mental humana, no menos que la de los animales, estaba impulsada por los imperativos biológicos de supervivencia y reproducción. Para Freud, dichos imperativos constituían el vínculo entre la mente sintiente y el cuerpo físico.

Así y todo, adoptó un abordaje muy sutil de esa relación mente-cuerpo, pues vio que los fenómenos psicológicos que estudiaba no eran directamente reducibles a los fenómenos fisiológicos. Ya en 1891 había afirmado que no era posible atribuir los síntomas psicológicos a procesos neurofisiológicos sin antes reducir los fenómenos psicológicos y fisiológicos (las dos partes de la ecuación) a sus respectivas funciones subyacentes. Como ya he señalado antes, al hablar del procesamiento de la información, las funciones pueden realizarse en distintos sustratos.[7] Y según Freud, solo en el terreno común de la función podían reconciliarse la psicología y la fisiología. Su objetivo era explicar los fenómenos psicológicos mediante leyes funcionales “metapsicológicas” (esto es, “más allá de la psicología”).[8] Al intento de saltarse este nivel funcional de análisis, pasando directamente de la psicología a la fisiología, se lo conoce hoy día como la “falacia localizacionista”.[9]

Queda claro que para Freud, cuando no para sus seguidores, el psicoanálisis estaba pensado como una fase intermedia. Por mucho que desde el principio hubiese pretendido discernir las leyes que sustentan nuestra rica vida interior de experiencia subjetiva, para él la vida mental seguía siendo un problema biológico.[10] En 1914 escribió: “Es de prever que todas nuestras ideas provisionales en psicología se sostendrán algún día sobre unos cimientos orgánicos”.[11] Freud anticipó con entusiasmo el día en que el psicoanálisis regresaría a su unión con la neurociencia:

La biología […] es realmente un dominio de infinitas posibilidades. Debemos esperar de ella la información más sorprendente y no podemos adivinar qué respuesta dará, dentro de algunos decenios […]. Quizá sean dichas respuestas tales que echen por tierra nuestro artificial edificio de hipótesis.[12]

Aquel no era el Freud tan peligrosamente especulativo del que me habían hablado en la universidad. Para mí, el “Proyecto” fue una revelación, tanto como lo había sido para el propio Freud, que por aquel entonces le escribió a su amigo Wilhelm Fliess:

En el transcurso de una noche ajetreada […] se levantaron de repente las barreras, cayeron los velos y fue posible ver desde los detalles de las neurosis hasta los determinantes de la conciencia. Todo parecía encajar, los engranajes estaban bien colocados; daba la impresión de que era realmente una máquina y que pronto funcionaría sola.[13]

Sin embargo, la euforia duró poco. Un mes después, Freud escribió: “Ya no puedo entender qué pensaba cuando urdí la ‘Psicología’; no puedo entender cómo llegué a infligírsela a mis lectores”.[14] Al no contar con los métodos neurocientíficos apropiados, Freud se basó en “figuraciones, transposiciones y conjeturas” para traducir sus deducciones clínicas en términos primero funcionales y luego fisiológicos y anatómicos.[15] Tras un último intento de revisión (contenido en una larga carta que envió a Fliess el 1 de enero de 1896), se le perdió la pista al “Proyecto”, hasta su reaparición unos cincuenta años más tarde. Con todo, las ideas que contenía –el “fantasma oculto”, según James Strachey, el traductor de Freud al inglés– impregnaron toda su teorización psicoanalítica… a la espera de futuros avances científicos.[16]

Hay dos ideas contenidas en el “Proyecto” que destacan ahora a la luz de los descubrimientos contemporáneos. La primera es que el prosencéfalo es un “ganglio simpático” que controla y regula las necesidades del cuerpo. La segunda es que estas necesidades son la fuerza que impulsa la vida mental, “el impulso primario del mecanismo psíquico”.[17] Al no tener una comprensión neurobiológica de cómo se regulan estas necesidades corporales en el encéfalo –y mucho menos de cómo podrían explicarse “mediante el método físico-matemático”–, Freud no tuvo más remedio que “suponer la existencia de otras fuerzas tan dignas como las fuerzas químico-físicas inherentes a la materia”, si quería mantenerse fiel a los ideales de la Sociedad Física de Berlín. Eran las que él llamaba fuerzas “metapsicológicas”, las fuerzas que subyacen tras los fenómenos psicológicos, y aclaró que quería “transformar la metafísica en metapsicología”.[18] Freud quería sustituir la filosofía por la ciencia, una ciencia de la subjetividad. Nos pidió que no juzgáramos con demasiada severidad sus deducciones especulativas sobre los procesos mentales latentes:

Esto se debe solo a que estamos obligados a trabajar con los términos científicos; esto es, con el idioma figurado propio de la psicología (o, más exactamente, de la psicología de la profundidad). Si no, no podríamos descubrir los procesos correspondientes; ni siquiera los habríamos percibido. Los defectos de nuestra descripción desaparecerían con seguridad si estuviéramos ya en posición de reemplazar los términos psicológicos por términos fisiológicos o químicos.[19]

Una de las nuevas fuerzas que Freud se vio obligado a inferir fue el concepto de “pulsión”, que definió como “el representante psíquico de los estímulos que se originan en el interior del organismo y llegan a la mente, como medición de la demanda de trabajo que se hace a la mente a consecuencia de su conexión con el cuerpo”.[20]

El concepto de “pulsión” de Freud –que él consideraba la fuente de toda “energía psíquica”– no difería mucho de la “energía vital” de Müller, pero estaba conectado a las necesidades corporales. Freud describió los mecanismos causales por los que las pulsiones se convierten en cognición intencional como una “economía de la fuerza nerviosa”.[21] Aun así, admitió sin ambages que era “totalmente incapaz de formarse una idea” de cómo las necesidades corporales pueden convertirse en una energía mental.[22]

Cuando leí aquellas palabras casi un siglo después, me di cuenta de que había llegado el momento de “reemplazar los términos psicológicos por términos fisiológicos o químicos”, y de que nos correspondía a nosotros hacerlo. Por ejemplo, la fuerza impulsora de los sueños, que era “latente” en los informes subjetivos de los pacientes de Freud y cuya existencia se consideraba por ello mismo infalsable, quedaba claramente “manifiesta” en la evidencia objetiva obtenida con los métodos fisiológicos in vivo que no estaban disponibles en la época de Freud. Las imágenes de la figura 3 (p. 52), por ejemplo, producidas con tomografía por emisión de positrones,[23] muestran con claridad que el circuito de BÚSQUEDA “anhelante” se ilumina como un árbol de Navidad durante el sueño onírico, mientras que los lóbulos prefrontales inhibidores están esencialmente apagados. A partir de estos hallazgos, cuando nos invitaron a Hobson y a mí a debatir la credibilidad científica de la teoría freudiana de los sueños en la conferencia Science of Consciousness de 2006, nuestros colegas allí reunidos votaron dos a uno a favor de reinstaurar la viabilidad de la teoría.[24]

A pesar de todos sus defectos, el “yo” subjetivo nunca fue excluido del psicoanálisis, donde, por muy incómodo que le resultara al resto de la ciencia, ocupaba un lugar de honor. Muchos colegas científicos me aconsejaron que no asociara mi trabajo al psicoanálisis, dada su histórica mala reputación. Me decían que era como si un astrónomo se dejara asociar con la astrología. Pero a mí me parecía muy poco ético intelectualmente no reconocer a Freud por lo que merecía ser reconocido. Con independencia de en qué medida los logró, sus objetivos eran los correctos para una ciencia de la mente. Por ello llamé a mi enfoque “neuropsicoanálisis”. Como he comentado, la neuropsicología que me enseñaron bien podría haberse llamado “neuroconductismo”, dada su actitud hacia la subjetividad. Quería dejar claro que la neuropsicología que yo estaba desarrollando giraba en torno a la experiencia vivida. Con ese ánimo, tras escribir un artículo programático sobre la relación entre psicoanálisis y neurociencia, me puse manos a la obra.[25]

En 1989 me mudé a Londres para recibir formación psicoanalítica. A fin de poder seguir con mi labor investigadora y clínica, también acepté el cargo de profesor honorario de Neurocirugía en la Facultad de Medicina del Royal London Hospital. Me encantó poder formar parte de la gran tradición neurológica de aquel centro, donde a mediados del siglo XIX había ejercido de médico John Hughlings Jackson, el padre fundador de la neurología y la neuropsicología británicas. El Royal London Hospital se hallaba en Whitechapel, una zona que durante siglos ha sido un imán para los inmigrantes y que, por tanto, siempre ha atendido a comunidades vulnerables. Me recordaba al Hospital Baragwanath de Soweto. Me sentía como en casa lejos de casa.

A principios de la década de 1990, un colega neurocirujano de Sudáfrica me remitió un paciente suyo, el señor S. Lo había operado diez meses antes para extirparle un tumor que, al crecer bajo los lóbulos frontales del cerebro, le estaba desplazando los nervios ópticos. Durante la intervención, el señor S. sufrió una pequeña hemorragia que interrumpió el riego sanguíneo del prosencéfalo basal (véase fig. 1). Los núcleos basales del prosencéfalo transmiten acetilcolina a varias estructuras corticales y subcorticales implicadas en la recuperación de los recuerdos a largo plazo. Se cree que estas vías colinérgicas interactúan con las vías dopaminérgicas (véase fig. 2), que forman el llamado “sistema de recompensa” que activa los comportamientos de “búsqueda”, no solo en relación con las acciones físicas del mundo exterior, sino también con el mundo interior de las representaciones, las acciones imaginarias que surgen en el pensamiento y en los sueños.[26] A causa de la hemorragia, cuando el señor S. despertó de la intervención, sufría un profundo síndrome amnésico, conocido como “psicosis de Korsakoff”, cuya característica principal es un estado onírico denominado “fabulación”. Su memoria para los acontecimientos recientes había quedado tan desordenada que todo el tiempo recuperaba recuerdos falsos. Este déficit de búsqueda ya es incapacitante de por sí, pero en la amnesia fabuladora se ve agravado por el hecho de que los pacientes no controlan la fiabilidad de los recuerdos que recuperan falsamente, por lo que los tratan como si fueran verdaderos cuando es obvio que no lo son.

Figura 3. Las filas horizontales muestran secciones transversales del encéfalo cada vez más altas (de izquierda a derecha). La superior muestra la diferencia entre el cerebro despierto y el cerebro dormido, donde el área sombreada representa la disminución de la activación cortical con el inicio del sueño. La fila inferior muestra la diferencia entre el sueño REM y el sueño no REM (ondas lentas), donde el área resaltada representa el aumento de la activación subcortical con el inicio del REM. La zona de mayor activación es donde se encuentra el sistema de BÚSQUEDA.

Por ejemplo, el señor S. creía que estaba en Johannesburgo, su ciudad natal, cuando en realidad acababa de llegar a Londres para consultarme. No recordaba el viaje, pero cuando lo corregí, insistió en que no podía estar en Londres. Entonces le pedí que mirase por la ventana, porque estaba nevando y en Johannesburgo no nieva. Pese a su sorpresa inicial, se recompuso y replicó: “No, no. Yo sé que estoy en Johannesburgo. Que uno esté comiendo pizza no significa que esté en Italia”. El señor S. era ingeniero eléctrico y tenía cincuenta y seis años. Lo veía en mi consulta externa diaria seis veces por semana; el objetivo era orientarlo y ayudarlo a comprender cómo le fallaba la memoria. Pese a que la visita se repetía cada día a la misma hora y en el mismo lugar, nunca me reconocía de una sesión a otra como su terapeuta. Me reconocía la cara, pero siempre confundiéndome con otra persona a la que conocía en un contexto diferente, en la mayoría de los casos un colega ingeniero con el que intentaba resolver algún problema electrónico o un cliente que buscaba su ayuda profesional. Dicho de otro modo, el señor S. me trataba como si yo necesitara su ayuda y no al revés. Otro de sus equívocos más frecuentes consistía en afirmar que ambos éramos estudiantes universitarios que tomaban algo juntos después de una actividad deportiva (una carrera de remos o un partido de rugby). Yo entonces era lo bastante joven para que la idea fuera creíble, pero el señor S. había sido estudiante hacía más de treinta años.

Tras cada sesión clínica, me reunía con la esposa del señor S. para contextualizar sus recuerdos erróneos e intentar esclarecer su significado. Esa era la principal diferencia entre mi planteamiento y el enfoque más tradicional que mis colegas daban a la “rehabilitación cognitiva”. Frente a la preocupación convencional de los neuropsicólogos por el grado de trastorno de la memoria, medido desde el punto de vista de un tercero, a mí me interesaba más el contenido subjetivo de los errores del señor S., entendido desde la perspectiva de la primera persona. Partí del supuesto de que el significado personal de los acontecimientos que regresaban compulsivamente a su mente, en lugar de los recuerdos que buscaba, arrojaría algo de luz sobre el mecanismo de sus fabulaciones y, por tanto, abriría nuevas vías para influir en ellas. Por eso le preguntaba a su esposa, por ejemplo, si el señor S. había pertenecido realmente a equipos de remo y de rugby cuando era estudiante y si de verdad prestaba servicios de asistencia para problemas electrónicos.

Así llegaron a mi conocimiento dos datos que resultaron pertinentes para entender sus fabulaciones. El primero, que había padecido problemas crónicos en los dientes –problemas que finalmente se trataron (con éxito) recurriendo a implantes dentales–; y el segundo, que sufría una arritmia cardíaca controlada mediante un marcapasos.

A continuación reproduzco la transcripción de los primeros minutos de mi décima sesión con el señor S. He elegido este breve fragmento de la grabación porque, cuando aquel día fui a buscarlo a la sala de espera, por un momento pareció reconocer –por primera vez– quién era yo y saber por qué lo atendía. Cuando entré en la sala de espera, se tocó la cicatriz de la craneotomía en la parte superior de la cabeza y dijo: “Hola, doctor. Al entrar con él en la consulta albergaba la esperanza de aprovechar aquel posible destello de lucidez.

Yo: Cuando nos hemos visto en la sala de espera se ha tocado la cabeza.

Señor S.: Creo que el problema es que falta un cartucho. Lo que hay que… con las especificaciones ya estaría. ¿Qué era? ¿UN C49? ¿Lo encargamos?

Yo: ¿Qué hace un cartucho C49?
Señor S.: Memoria. Es un cartucho de memoria; un implante de memoria. Pero nunca llegué a entenderlo. De hecho, hace cinco o seis meses que no lo uso. Parece que realmente no lo necesitamos. Lo cortó todo un médico. ¿Cómo se llamaba? Doctor Solms, creo. Pero parece que realmente no lo necesito. Los implantes funcionan bien.

Yo: Sabe que algo no va bien con su memoria, pero…
Señor S.: Sí, no funciona al cien por cien, pero en realidad no lo necesitamos, solo le faltaban algunos latidos. El análisis mostró que faltaba algo de C o C09. Denise [su primera mujer] me trajo aquí para ver a un médico. ¿Cómo se llamaba? Doctor Solms o algo así. Me hizo uno de esos trasplantes de corazón y ahora funciona bien; late a la perfección…
Yo: Usted sabe que algo va mal. Faltan algunos recuerdos y eso lógicamente le preocupa. Espera que yo pueda arreglarlo, como los otros médicos que le arreglaron los problemas con los dientes y con el corazón. Pero lo desea tanto que le cuesta aceptar que aún no esté arreglado.

Señor S.: Ah, ya veo. Sí, no funciona al cien por cien. [Se toca la cabeza]. Me dieron un golpe en la cabeza. Salí del campo unos minutos, pero ahora ya está bien. Supongo que no debería volver. Pero ya me conoce; no me gusta caer. Así que le pregunté a Tim Noakes [un reputado médico deportivo sudafricano] –tengo seguro, ¿sabe?, así que ¿por qué no usarlo?, ¿por qué no acudir al mejor?– y me dijo: “Bien, sigue jugando”.

Interrumpiré ahí la escena. Creo que en ella se pueden reconocer fácilmente los trastornos meramente cognitivos de búsqueda y seguimiento de recuerdos que he mencionado antes. Cuando el señor S. me vio entrar en la sala de espera para aquella décima sesión, mi aparición suscitó en él un montón de asociaciones (con médicos, con su cabeza, con la pérdida de memoria, con las intervenciones quirúrgicas, etcétera). Sin embargo, en ninguno de los casos recuperó el recuerdo preciso que buscaba. No daba en el blanco, pero casi: recuerdos que pertenecían a las mismas categorías semánticas generales que los recuerdos buscados, pero mal ubicados en el espacio y en el tiempo. La idea de “médico”, por ejemplo, suscitaba asociaciones relacionadas con el neurocirujano y con un famoso médico deportivo en lugar del recuerdo buscado: yo; la idea de “cabeza” evocaba un incidente de conmoción cerebral en lugar de un tumor cerebral; la “pérdida de memoria”, un cartucho electrónico en lugar de su amnesia; las “intervenciones quirúrgicas”, sus anteriores operaciones dentales y cardiológicas en lugar de la reciente cirugía cerebral, y así sucesivamente. El déficit de seguimiento también queda bien expuesto: el señor S. aceptaba la veracidad de sus recuerdos erróneos con demasiada facilidad. Que se viera a sí mismo como un estudiante de veintitantos años en un campo de rugby (a pesar de todas las pruebas en contra) es un claro ejemplo de ello, al igual que su creencia de que seguía en Johannesburgo.

Ahora bien, si consideramos las fabulaciones del señor S. desde el punto de vista subjetivo, veremos aún más cosas. Imaginen lo que sentirían al darse cuenta de pronto de que no reconocen al médico que acaba de entrar en la habitación, aunque todo indique que es quien los atiende; que no saben en qué habitación están (ni siquiera en qué ciudad); que tienen una enorme cicatriz en la parte superior de la cabeza y no saben por qué; que –de hecho– no recuerdan qué ha pasado hace tan solo dos minutos y mucho menos los días y meses anteriores al momento presente. Probablemente sentirían algo parecido al pánico y se preguntarían si esos fallos de la memoria no se deben a alguna operación en la cabeza que les ha hecho ese médico. Eso es lo que la falta de mecanismos de búsqueda y control de los recuerdos hace sentir al sujeto intencional de la mente, el yo vivo.

Veamos ahora qué hizo el señor S. como consecuencia de los sentimientos que he mencionado (o, dicho de otra forma, qué efectos causales tuvieron en su cognición). Al darse cuenta de que le faltaba su “cartucho de memoria”, se tranquiliza (ilusoriamente) diciéndose a sí mismo que “basta con pedir uno nuevo”. No convencido del todo, cambia de opinión: en realidad, no necesita el cartucho, se las arregla bien sin él y lleva meses haciéndolo. Entonces establece una asociación entre el cartucho que falta y la cicatriz de la craneotomía; al parecer, un médico le ha cortado algo. Espera que no sea el médico que tiene delante y espera, además, que la operación no haya sido una chapuza. Llegado a ese punto, el señor S. recuerda en paralelo que sus operaciones de odontología y cardiología habían salido bien y confunde (ilusoriamente) aquellas intervenciones con la actual: “salieron bien”, “los implantes funcionan bien” y el corazón “late a la perfección”. Cuando yo le hago dudar, cambia de táctica. Admite que no funciona al cien por cien, pero al mismo tiempo decide que lo que le ha pasado en la cabeza no ha sido una operación, sino “tan solo una conmoción cerebral”; que está sufriendo los efectos temporales de un accidente deportivo menor y que por eso ha salido del campo unos minutos. Pero, felizmente, como tiene acceso al mejor médico deportivo que el dinero puede comprar, vuelve a tranquilizarse: puede seguir jugando. Todo irá bien.

En el momento en que nos planteamos las fabulaciones del señor S. en primera persona sale a la luz algo nuevo; el contenido de sus recuerdos erróneos tiene una motivación tendenciosa. Lejos de ser errores de búsqueda aleatorios, contienen un sesgo claro e interesado; tienen el objetivo y el propósito de reconducir su estado de ansiedad a un estado tranquilizador, seguro y conocido, lo cual quiere decir que, tal y como Freud infirió en el caso de los sueños, las fabulaciones están motivadas. Los procesos mentales en la amnesia fabuladora son anhelantes. Sin embargo, esto solo se ve cuando se tiene en cuenta el contexto emocional y el significado personal (experimentado solo por el señor S.) de los implantes dentales (“los implantes funcionan bien”) y de los marcapasos cardíacos (“late a la perfección”), como haría un psicoanalista. Eso es lo que los neuropsicólogos no ven cuando pretenden ser totalmente objetivos; o como dijo Sacks, cuando excluyen la psique.

La observación que acabo de describir adoptando la perspectiva de la primera persona también revela algo nuevo sobre el mecanismo de la fabulación, algo que se pasa por alto cuando se observa desde el punto de vista de la tercera persona. En efecto, nos dice que la fabulación es consecuencia no solo de déficits en la búsqueda estratégica y en el seguimiento de la fuente (es decir, los “cartuchos de memoria” que faltan), sino también de una desinhibición de formas de recuerdo con mayor mediación emocional, como ocurriría en la memoria de un niño. Este mecanismo psicodinámico tiene implicaciones para el tratamiento de la fabulación y, por supuesto, de cara a saber qué procesos cerebrales están implicados. El caso es que las funciones de búsqueda y seguimiento precisas de la memoria dependen en parte de los circuitos colinérgicos del prosencéfalo basal, que limitan los mecanismos de “recompensa” del circuito dopaminérgico mesocortical-mesolímbico en la recuperación de recuerdos. De hecho, en los sueños se produce una liberación similar de la búsqueda dopaminérgica.[27] Por eso, cuando informé a mis colegas del caso del señor S., lo titulé ‘El hombre que vivía en un sueño’.

Esto me permitió, al igual que en el caso de los sueños, vincular provisionalmente el mecanismo dopaminérgico no restringido de “recompensa”, “querer” o “BÚSQUEDA” con la noción de Freud de “realización de deseos”,[28] un concepto metapsicológico estrechamente relacionado con su concepto de “pulsión”.[29] A la inversa, las funciones de los núcleos colinérgicos del prosencéfalo pueden asociarse en algunos aspectos con las influencias inhibitorias de la “prueba de realidad”.[30] De esta forma, empecé a traducir las inferencias de Freud sobre los mecanismos funcionales de la subjetividad a sus equivalentes fisiológicos.

Esos fueron mis primeros pasos, pero es evidente que no podemos basar semejantes generalizaciones en meras pruebas clínicas de un solo caso. Tras formular mi impresión sobre el señor S., recurrí a evaluadores “ciegos” (colegas que desconocían mi hipótesis) para medir, en una escala de Likert de siete puntos, el grado de agradabilidad frente a desagradabilidad en una muestra continua no seleccionada de 155 de sus fabulaciones. Los resultados fueron estadísticamente (muy) significativos: al compararlas con los recuerdos diana a los que sustituían, las fabulaciones del señor S. mejoraban considerablemente su situación desde el punto de vista emocional.[31] Más adelante, junto a mis colaboradores de investigación, demostramos que se producía un efecto igual de fuerte en estudios con muchos otros pacientes que sufrían fabulaciones. En estudios empíricos posteriores, los efectos reguladores del estado de ánimo de la fabulación que inferí en el caso clínico del señor S. quedaron estadísticamente validados.[32] Este programa de investigación abrió un planteamiento completamente nuevo de la neuropsicología de la fabulación[33] y de trastornos relacionados como la anosognosia.[34] También sentó las bases para un enfoque novedoso de trastornos psiquiátricos comunes, como la adicción y la depresión mayor.[35] He pasado treinta años desarrollando este enfoque “neuropsicoanalítico” de la enfermedad mental e intentando devolver la subjetividad a la neurociencia.[36]

Mientras seguía mi formación psicoanalítica y acumulaba experiencias clínicas similares a la que he descrito, me invitaron a exponer mis hallazgos en una serie de presentaciones científicas en Nueva York. La primera fue un simposio de un solo día celebrado en 1992 en la Academia de Medicina de Nueva York, al que siguieron seminarios mensuales con mis colaboradores más cercanos en la Sociedad e Instituto Psicoanalíticos de Nueva York.[37] Las reuniones de este grupo de colegas fueron dando lugar a actividades parecidas en muchos otros rincones del mundo, lo que nos llevó a la decisión, en 1999, de crear una nueva revista que nos sirviera de vehículo de comunicación. Como la revista necesitaba un nombre, pude estrenar mi término inventado, Neuropsychoanalysis.

Mi trabajo en este campo interdisciplinar fue ampliamente respaldado por Eric Kandel, a quien conocí en 1993. Kandel se distingue de la mayoría de sus colegas neurocientíficos por el gran aprecio que siente por Freud. De hecho, su intención inicial era formarse como psicoanalista, pero Ernst Kris, uno de los analistas más importantes de la época y padre de la que entonces era su novia, le disuadió por no tener –según ha contado el propio Kandel– una personalidad adecuada para la práctica clínica de la psiquiatría. Yo diría que Kandel agradece que el consejo del anciano Kris lo orientara hacia la investigación del cerebro.

Cinco años después de conocernos (y dos años antes de ganar el Premio Nobel), Kandel publicó un artículo titulado ‘Un nuevo marco intelectual para la psiquiatría’, en el que defendía que la psiquiatría del siglo XXI debería basarse en la integración de la neurociencia y el psicoanálisis.[38] En un segundo artículo afirmó: “El psicoanálisis sigue representando la visión más coherente y más satisfactoria, intelectualmente hablando, de la mente”.[39] Ahí coincidimos por completo: con todos sus defectos, el psicoanálisis nos ofrece en estos momentos el mejor punto de partida conceptual para un abordaje científico de la subjetividad.

No es de extrañar, por tanto, que Kandel aceptara mi invitación a unirse al consejo editorial fundador de Neuropsychoanalysis, junto con una masa crítica de otros destacados neurocientíficos y psicoanalistas que también consideraron que nuestras disciplinas debían avanzar por ese camino.[40] Un año más tarde, al despuntar el nuevo siglo, fundamos la Sociedad Internacional de Neuropsicoanálisis, con Jaak Panksepp y conmigo como sus primeros copresidentes. Lo hicimos durante el congreso inaugural de la sociedad, que desde entonces se reúne cada año en distintas ciudades del mundo. El tema del primer congreso fue la emoción. La reunión se celebró en el Royal College of Surgeons of England y los ponentes plenarios fueron Oliver Sacks, Jaak Panksepp, Antonio Damasio y yo mismo.

Ya he mencionado antes mi relación con Oliver Sacks y también el libro Neurociencia afectiva de Jaak Panksepp, título que aludía a la poca atención que la neurociencia cognitiva prestaba al “afecto” (affect, el término técnico en inglés para los sentimientos). Tras leer su libro, inicié con Panksepp una estrecha colaboración científica que durante las dos décadas siguientes me hizo desplazar de forma definitiva el foco de mi trabajo desde la corteza al tronco del encéfalo. Estoy profundamente en deuda con él por haberme mostrado el camino hacia las ideas que expondré en las páginas siguientes, y por eso este libro está dedicado a su memoria.

La primera vez que entré en contacto con la obra de Antonio Damasio y de su esposa, Hanna Damasio, fue durante mi formación neuropsicológica. Ambos eran neurocientíficos cognitivos muy respetados y su libro de texto Lesion Analysis in Neuropsychology (1989) fue una ayuda indispensable en mi investigación sobre los sueños. Sin embargo, el libro que dio fama mundial a Damasio fue El error de Descartes (1994), un apasionado alegato a favor de un mayor reconocimiento del afecto en la neurociencia cognitiva.

Panksepp y Damasio también tuvieron un papel importante en el XXII Congreso Internacional de Neuropsicoanálisis de 2011, que supuso un punto de inflexión para esta disciplina. Celebrado en Berlín, el tema del congreso fue el cerebro corporizado. Los otros ponentes plenarios fueron Bud Craig y Vittorio Gallese, dos de los mayores expertos mundiales en el tema. Mi papel en estos congresos suele consistir en una alocución final para resumir los principales temas tratados y, sobre todo, integrar las perspectivas neurocientíficas y psicoanalíticas presentadas. En esa ocasión, mi tarea resultó especialmente ardua.

El primer obstáculo fue el agudo enfrentamiento entre Damasio y Craig durante el congreso respecto a cómo se genera en el cerebro un “yo” sintiente. Aunque ambos científicos coincidían en que el sentido del yo surge de regiones cerebrales que supervisan los estados corporales, Damasio –siguiendo a Panksepp– defendía que los mecanismos en cuestión se hallaban, al menos en parte, en el tronco encefálico. Craig, en cambio, afirmaba que estaban solo en la corteza, en concreto en la ínsula anterior. Este desacuerdo fue relativamente fácil de resolver en mi discurso de clausura, porque Damasio había proporcionado datos convincentes, centrándose en un paciente con extirpación completa de la ínsula cortical. Describiré a ese paciente en el próximo capítulo.

Fue mucho más difícil de conciliar una contradicción de peso que surgió durante el congreso entre los nuevos planteamientos de Panksepp y Damasio, por un lado, y los antiguos puntos de vista de Freud, por el otro.

El paciente de Damasio que carecía de corteza insular “informaba de sensaciones de hambre, sed y deseo de evacuar, y se comportaba en consecuencia”.[41] Estas sensaciones son ejemplos de lo que Panksepp denomina “afectos homeostáticos”, afectos que regulan las necesidades vitales del cuerpo. Freud los denominó “pulsiones”, la fuente de su “energía psíquica”, el “impulso primario del mecanismo psíquico”. El término amplio que empleó Freud para denominar la parte de la mente que realiza estas funciones vitales es id (ello):

El ello, aislado del mundo exterior, tiene su propio mundo de percepción. Detecta con extraordinaria agudeza ciertas alteraciones en su interior –en particular, las oscilaciones en la tensión de sus necesidades pulsionales–, y estas alteraciones devienen conscientes como sensaciones de la serie placer-displacer. A ciencia cierta, es difícil decir por qué vías y con ayuda de qué órganos terminales sensibles se producen estas percepciones. Pero es un hecho comprobado que las autopercepciones –las sensaciones cenestésicas y las sensaciones de placer-displacer– gobiernan el paso de los acontecimientos en el ello. El ello obedece al inexorable principio del placer.[42]

Como bien recordarán, mi objetivo científico era traducir esos conceptos metapsicológicos a los lenguajes de la anatomía y la fisiología para así poder integrar el planteamiento de Freud en la neurociencia. Pero aquí había tropezado con una contradicción de peso en la concepción clásica de Freud, quien había llegado a la conclusión de que el “ello” era inconsciente, una de sus concepciones más fundamentales sobre el funcionamiento de la mente. Para mí estaba claro que la parte del encéfalo que mide la “demanda de trabajo que se hace a la mente a consecuencia de su conexión con el cuerpo” –la parte que genera lo que Freud llamaba “pulsiones”, sinónimo de los “afectos homeostáticos” de Panksepp (que desencadenan su mecanismo de BÚSQUEDA anhelante)– se halla en el tronco encefálico y en el hipotálamo (véase fig. 1). Esa es la parte del encéfalo que obedece al “principio de placer”. Pero ¿cómo pueden ser inconscientes los sentimientos de placer? Como hemos visto con el paciente de Damasio, pulsio- nes como el hambre y la sed y el deseo de evacuar se sienten. Por supuesto que se sienten. Sin embargo, Freud dijo que el ello –la sede de las pulsiones– era inconsciente. Freud se había nutrido de la misma doctrina clásica que Craig (como yo mismo, al menos al principio) y, por tanto, había situado la conciencia en la corteza cerebral. Así, en el ensayo de 1920 ya citado, cuando esperaba que las deficiencias de sus teorías pudieran solucionarse en cuanto estuviéramos en condiciones de reemplazar los términos psicológicos por otros fisiológicos y químicos, escribió lo siguiente:

Lo que la conciencia produce consiste esencialmente en percep- ciones de excitaciones procedentes del mundo exterior y de sen- timientos de placer y displacer que solo pueden surgir del apa- rato mental; por ello es posible atribuir al sistema P-Cc [conciencia perceptual] una posición en el espacio. Tiene que hallarse en la frontera entre lo interior y lo exterior, estar vuelto hacia el mundo exterior y envolver a los otros sistemas psíquicos. Veremos que estas suposiciones no tienen nada atrevidamente nuevo; nos hemos limitado a adoptar las ideas de localización de la anatomía cerebral, que sitúa la “sede” de la conciencia en la corteza cerebral, en el estrato más exterior, envolvente, del órgano central. La anatomía cerebral no necesita ocuparse de la razón por la cual –dicho en términos anatómicos– la conciencia está ubicada justamente

en la superficie del encéfalo, en vez de estar alojada en alguna otra parte, en lo más recóndito de él.[43]

Añadiré otra cita de Freud por si queda alguna duda sobre su convicción de que toda la conciencia (incluidas las sensaciones de placer y displacer) se halla en la corteza:

El proceso de algo que deviene consciente está vinculado, sobre todo, a las percepciones que nuestros órganos sensoriales reciben del mundo exterior. Desde el punto de vista topográfico, pues, es un fenómeno que sucede en el estrato cortical más exterior del yo. Es cierto que también recibimos noticias conscientes del interior del cuerpo, los sentimientos, que de hecho ejercen una influencia más perentoria sobre nuestra vida mental que las percepciones externas; asimismo, bajo ciertas circunstancias, también los órganos de los sentidos brindan sentimientos, sensaciones de dolor, además de sus percepciones específicas. Sin embargo, dado que estas sensaciones –como se las llama para distinguirlas de las percepciones conscientes– parten también de los órganos terminales, y a todos estos los concebimos como prolongación, como unos emisarios del estrato cortical, podemos mantener la afirmación anterior. La única distinción sería que, en el caso de los órganos terminales de las sensaciones y los sentimientos, el propio cuerpo sustituiría al mundo exterior.[44]

Queda claro que para Freud los sentimientos conscientes, no menos que las percepciones, se generan en el “yo” (la parte de la mente que él identificaba con la corteza),[45] no en el “ello” inconsciente, que ahora me veía obligado a ubicar en el tronco encefálico y el hipotálamo. Parecía, pues, que Freud había interpretado al revés la relación funcional entre el “ello” (tronco encefálico) y el “yo” (corteza), al menos en lo que respecta a los sentimientos. Él creía que el yo perceptor era consciente y el ello sintiente era inconsciente. ¿No tendría al revés su modelo de la mente?[46]

 

Notas:

[1] Ese año me aceptaron como estudiante, pero no comencé hasta 1989.

[2] De hecho, Freud no le puso ningún título a aquel manuscrito inédito; el título se lo inventaron los traductores ingleses. En su correspondencia con Wilhelm Fliess, Freud lo llamó “Psicología para neurólogos”, “Esbozo de una psicología” y “la Psicología”.

[3] Carta a Hallmann, 1842, publicada en Du Bois-Reymond, 1918, p.108. También se cita a menudo el prólogo de Du Bois-Reymond a su Über die Lebenskraft (1848- 1884, pp. xliii-xliv): “En los organismos y sus partículas no hay ninguna fuerza nueva funcionando, ninguna que no esté también en funcionamiento fuera de ellos. Tampoco hay fuerzas que merezcan el nombre de ‘fuerza vital’. La separación entre las llamadas naturalezas orgánica e inorgánica es completamente arbitraria”.

[4] Bechtel y Richardson, 1998.

[5] Véase mi análisis de este término en Solms (en prensa).

[6] Freud, 1950b, p. 295.

[7] La prioridad de Freud por formular la posición “funcionalista” no goza de reconocimiento general (Freud, 1900, p. 536): “[…] en nuestro intento de hacer inteligibles las complicaciones del funcionamiento mental, diseccionando la función y asignando sus diferentes constituyentes a las distintas partes del aparato. Que yo sepa, hasta ahora no se ha hecho el experimento de emplear este método de disección para investigar de qué forma se compone el instrumento mental, y no veo nada malo en ello”. Cf. Shallice, 1988.

[8] Freud utilizó por primera vez este curioso término para, según él, referirse a un nivel de explicación que incorpora tanto la psicología como la biología (carta a Fliess del 10 de marzo de 1898; Freud, 1950a). Como Freud escribió una vez a Georg Groddeck: “El inconsciente es el eslabón perdido entre lo físico y lo mental” (carta del 5 de junio de 1917). Véase Solms, 2000b. Véase también mi presentación en un encuentro de la Academia de Ciencias de Nueva York celebrado para conmemorar el centenario del “Proyecto” de Freud (Solms, 1998). En aquel congreso habló el gran Karl Pribram y pude conocer también al pionero de la neurofisiología Joseph Bogen. Recuerdo muy bien que, como quien no quiere la cosa, dijo que la conciencia la generaban los núcleos intralaminares del tálamo; fue la primera vez que oí a alguien sugerir que la corteza no es intrínsecamente consciente. Véase Bogen, 1995.

[9] La crítica de Freud (1891) al localizacionismo sentó las bases del planteamiento de los “sistemas funcionales” que imperó después en la neuropsicología y, más tarde, en el cognitivismo. Trato esta cuestión en detalle en Solms y Saling, 1986; y en Solms, 2000b.

[10] De ahí el título del libro de Frank J. Sulloway (1979), Freud: Biologist of the Mind.

[11] Freud, 1914, p. 78.

[12] Freud, 1920, p. 83.

[13] Carta a Fliess de 20 de octubre de 1895.

[14] Carta a Fliess de 29 de noviembre de 1895.

[15] Carta a Fliess de 25 de mayo de 1895.

[16] Actualmente estoy preparando una traducción al inglés de The Complete Neuroscientific Works of Sigmund Freud (en 4 volúmenes). Véase también mi revisión de las traducciones (al inglés) de Strachey: The Revised Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud (24 volúmenes).

[17] Freud, 1950b, pp. 303, 316. Muchos años antes que Freud, Baruch Spinoza escribió que el deseo es la esencia misma del ser humano.

[18] Freud, 1901, p. 259.

[19] Freud, 1920, p. 60.

[20] Freud, 1915a, pp. 121-122; la cursiva es mía.

[21] Carta a Fliess de 25 de mayo de 1895.

[22] Freud, 1940, p. 197.

[23] Esta figura es una adaptación de Braun et al., 1997. El estudio de Braun era puramente descriptivo y sus hallazgos son compatibles con la teoría de Freud, pero no la confirman de forma experimental porque no probaron ninguna de las predicciones que se derivaban de ella. Sí lo hizo en cambio una alumna mía (Catherine Cameron-Dow, 2012), que sometió a prueba hace poco la teoría de Freud de que los sueños protegen el sueño. Su confirmación de la hipótesis es objeto de un estudio más amplio de mi colega de Berlín Tamara Fischmann (en curso).

[24] Por cierto, el debate lo presidió nada menos que David Chalmers. El resultado revirtió una votación producida en 1978 después de que Hobson presentara su teoría de “activación-síntesis” a los miembros de la Asociación Americana de Psiquiatría allí congregados.

[25] Solms y Saling, 1986.

[26] Véase Braun, 1999.

[27] Malcolm-Smith et al., 2012.

[28] Solms, 2000c; Solms y Zellner, 2012.

[29] Cabe observar que, en la época en la que desarrolló su concepto de “pulsión libidinal”, Freud era un consumidor habitual de cocaína, un alcaloide que activa mucho el sistema dopaminérgico de BÚSQUEDA. Eso daría lugar a la hipótesis –fantasiosa o no tanto– de que haber experimentado en persona los efectos motivacionales generalizados de la cocaína podría haber contribuido a su reconocimiento de la existencia de ese mecanismo motivacional polivalente en la mente.

[30] En el capítulo 7 relacionaré la “realización de deseos” con la codificación predictiva, y la “prueba de realidad” con lo que hoy se denomina “error de predicción” (o error de predicción de precisión modulada).

[31] Fotopoulou, Solms y Turnbull, 2004.

[32] Turnbull, Jenkins y Rowley, 2004.

[33] Fotopoulouy Conway, 2004; Turnbull, Berryy Evans, 2004; Fotopoulou et al., 2007, 2008a,b; Turnbull y Solms, 2007; Fotopoulou, Conway y Solms, 2007; Fotopoulou, 2008, 2009, 2010a,b; Coltheart y Turner, 2009; Cole et al., 2014; Besharati, Fotopoulou y Kopelman, 2014; Kopelman, Bajo y Fotopoulou, 2015.

[34] Véase la revisión en Turnbull, Fotopoulouy Solms, 2014. Véase también Besharati et al., 2014, 2016.

[35] Zellner et al., 2011.

[36] Solms y Turnbull, 2002, 2011; Panksepp y Solms, 2012; Solms, 2015a.

[37] Al final, aquellas presentaciones se recopilaron en forma de volumen: Kaplan-Solms y Solms, 2000.

[38] Kandel, 1998.

[39] Kandel, 1999, p. 505.

[40] Estos neurocientíficos eran Allen Braun, Jason Brown, Antonio Damasio, Vittorio Gallese, Nicholas Humphrey, Eric Kandel, Marcel Kinsbourne, Joseph LeDoux, Rodolfo Llinás, Georg Northoff, Jaak Panksepp, Michael Posner, Vilanayur Ramachandran, Oliver Sacks, Todd Sacktor, Daniel Schacter, Carlo Semenza, Tim Shallice, Wolf Singer y Max Velmans. Entre los psicoanalistas se encontraban Peter Fonagy, Andre Green, Ilse Grubrich-Simitis, Otto Kernberg, Marianne Leuzinger-Bohleber, Arnold Modell, Barry Opatow, Allan Schore, Theodore Shapiro, Riccardo Steiner y Daniel Widlöcher.

[41] Damasio, Damasio y Tranel, 2013.

[42] Freud, 1940, p. 198. En todo el libro utilizo mis versiones revisadas de las traducciones al inglés de James Strachey (véase Solms, en prensa).

[43] Freud, 1920, p. 24; la cursiva es mía.

[44] Freud, 1940, pp. 161-162; la cursiva es mía.

[45] Véase Freud, 1923, p. 26: “El yo es, ante todo, un ser corpóreo, y no una mera entidad superficial, sino incluso la proyección de una superficie. Si queremos encontrarle una analogía anatómica, lo mejor será identificarlo con el ‘homúnculo cortical’ de los anatomistas, que se halla cabeza abajo sobre la corteza cerebral, tiene los pies hacia arriba, mira hacia atrás y ostenta, como sabemos, la zona de la palabra en el lado izquierdo […]. El yo se deriva en última instancia de las sensaciones corporales, principalmente de aquellas que brotan en la superficie del cuerpo, por lo que puede considerarse al yo como una proyección mental de dicha superficie”.

[46] Véase Solms, 2013.

Este fragmento pertenece al libro de mismo título que, con traducción de Isabel Llasat
y Alicia Martorell, ha publicado la editorial Capitán Swing.

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