Querido J. Prensa:
En estos días nublados de mitad del estío, te escribo hoy desde una loma en el campo. El viento del Este acecha. Unos cirros engordan y se rizan y retruenan sobre los cabezos, en un horizonte cada vez más emborronado por una neblina que vaga en torno de las umbrías como un presagio. Este paisaje que tengo a mi frente, amigo J, goza de tal cercana majestuosidad que parece que pudiera alcanzarse solo con ponerse uno de puntillas esperando sentir en la yema de sus dedos la rugosidad cromática de un lienzo.
Bajo el pino carrasco que corona esta loma, y sentado en una horma de piedra tosca que resiste desde los tiempos en que se desfondaron estas tierra de sol y de grea, saboreo hoy la vieja costumbre de asistir a estos preludios de la gota fría que el verano muestra todos los agostos en este rincón mediterráneo. Agradezco, al cabo, que la rutina de la vida no haga sino insistir en su hermosura de siempre. Y siento que, conforme pasan los años, uno ya no va necesitando más que el renovado aire de los ayeres.
Arrecian los truenos, J. Prensa, en este cielo nubarrado de grises. El Levante arrastra los ladridos de un perro solitario y balancea las varitas de San José que nacen en las márgenes del camino. Hacia el sur el pueblo se atisba sobre una planicie.
De pronto rompen las primeras gotas en la piedra caliza.
El aguacero se aproxima raudo y envuelto en una cortina blanquecina que ciega la extensión del valle.
Hay que resguardarse.
Te saluda con afecto
A.F.J.