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AcordeónLas leyes de Indias

Las leyes de Indias

Prólogo, por Javier Santillán

Las Leyes de Indias, “monumento precioso” según Menéndez Pidal “para cuantos se ocupan de cuestiones históricas y sociales relativas a los pueblos hispanoamericanos”, son, de manera sorprendente, casi por completo desconocidas hoy por el ciudadano medio de esos países e incluso por gran parte del estamento profesional, incluida, sin duda, además de toda Hispanoamérica, España, que generó el Derecho Indiano. “Una legislación que”, de nuevo en palabras de Menéndez Pidal, “revela honda preocupación por los principios eternos de la justicia… en el generoso y bien difícil propósito de asimilar” a los pueblos indígenas. Esas Leyes revelan una lucha constante por extender, hasta allí donde era posible, unas claras exigencias éticas, y modelaron una nueva sociedad, contribuyendo decisivamente a hacerlo en un ambiente sustancialmente pacífico, y constituyendo un elenco único en la historia del derecho y absolutamente pionero en aspectos esenciales.

Se trata de un conjunto de normas sumamente abundante –unas 6.000 aproximadamente, que incluyen reales cédulas, reales órdenes, pragmáticas, autos, resoluciones, sentencias…– que, desde las primeras capitulaciones firmadas por los Reyes Católicos con Cristóbal Colón, regularon la obra de España en América y Filipinas hasta las independencias. Al acercarse a su estudio, lo primero que llama la atención es la abundancia de las normas; y la explicación es el profundo sentido autocrítico que guio aquella legislación y su implantación, plasmado en las continuas y sucesivas revisiones que llevaba a cabo el Consejo de Indias ante la constatación o sospecha de un funcionamiento deficiente de cualquier norma.

Pero, además de esa abundancia normativa, que siempre persiguió la efectividad, y de la eficacia que, en líneas generales, trasladó esa organización legal, social y política a un territorio inmenso, en un contexto extremadamente complejo e incierto, hay otra característica que convierte a las Leyes de Indias en objeto de estudio obligado y de indiscutible admiración: constituyen el origen de la regulación de los derechos humanos, del derecho del trabajo y del derecho internacional.

Respecto a su eficacia, explica sin duda en gran parte los tres o cuatro siglos –según territorios– de duración del Imperio Español en un contexto esencialmente pacífico. Esa paz no fue absoluta, puesto que existieron, naturalmente, conflictos, algunos directamente derivados de la implantación de las leyes –como fue el caso de la abolición de las encomiendas–, que en parte también fueron reflejo de la firmeza de la corona en la implantación de las normas, como explica aquí Julio Henche. Pero si cabe hablar de una “Paz Hispana” de trescientos años en la América española, mientras Europa se desgarraba en guerras constantes, se debió en gran parte a la eficacia del aparato legal implantado y a la constancia de las entidades y oficiales encargados de su cumplimiento.

La Escuela de Salamanca, una de las más brillantes escuelas de pensamiento de la Historia, y de una enorme trascendencia intelectual, bajo el impulso del descubrimiento de un nuevo continente, produjo con singular brillantez, el paso del pensamiento teórico, desde el campo de la moral, la teología y la filosofía, a su aplicación práctica en numerosos ámbitos, entre ellos el del derecho, dando lugar, en el siglo XVI, a una doctrina española de derechos humanos, que son prácticamente los mismos que reconocerán los Estados Unidos en su nacimiento –erróneamente considerados estos como su origen–. Las Leyes de Indias son reflejo de esa doctrina, como explica en este libro Julio Henche. Se inicia entonces en España, y en relación con la conquista de América, un debate esencial y pionero sobre el Derecho Internacional, e incluso el derecho Universal –¿qué limites deben imponerse a la soberanía de los reinos?–; y se crea el Derecho Laboral, al aparecer la ley, y el Estado –en su forma de entonces: la Corona y sus instituciones–, como mediador entre el trabajador y el empleador, limitando las obligaciones del primero y estableciendo obligaciones para el segundo, así como los mecanismos de garantía de su cumplimiento.

El tan escaso conocimiento de la importancia de un corpus legal de estas características merece ser analizado en sí mismo como fenómeno histórico-sociológico; sin duda esa “carencia” proviene de los ámbitos políticos, académicos e intelectuales: las cátedras de Derecho de Indias han desaparecido casi por completo de España y otro tanto se puede decir de Hispanoamérica. Y, sin embargo, como sugería Menéndez Pidal, no es posible conocer cabalmente la historia de Hispanoamérica, ni por tanto la de España, sin conocer lo esencial del Derecho Indiano.

La pregunta de cómo es posible que algo de esta trascendencia para España y todos los demás países hispanos, y para el mundo en general, sea frecuentemente ignorado en la literatura académica y ausente de los manuales donde debería figurar en lugar destacado, sin duda debe tener respuesta, pero trasciende el objeto de este libro que, sin embargo, constituye una excelente introducción para acabar con esa laguna.

Julio Henche acomete aquí un estudio minucioso, aunque necesariamente sintético, de lo más relevante del Derecho Indiano, su génesis, la filosofía que lo inspiró, su significado, la extrapolación parcial del modelo administrativo y jurídico vigente en la península, su funcionamiento y sus abundantes mecanismos garantistas, en particular con los indígenas americanos, así como el papel de los distintos estamentos que intervinieron en todo ello. Describe el papel de la Corona como impulsora de la regulación, de las órdenes religiosas como inspiradoras y “supervisoras de la moralidad” de la conquista, y de cómo la simbiosis de ambos estamentos desembocó en la convocatoria de debates únicos en la historia sobre derechos humanos, como fueron los de Burgos y Valladolid; explica el papel de las diversas instancias administrativas y jurídicas que se crearon, y la dialéctica, a menudo conflictiva, que generó el contraste de todo ello con los intereses materiales de conquistadores, pobladores y comerciantes. El libro proporciona, en suma, un panorama cabal de un fenómeno único en la historia, comparable en cuanto a su capacidad unificadora y civilizadora a lo que Plinio atribuyó a Roma en ambas orillas del Mediterráneo, pero aquí trasladado a ambas orillas del Atlántico –incluso al Pacífico–. Y ello a partir de una obra legislativa que sin duda superó con creces al Derecho Romano en cuanto a sus avances humanísticos. J. S.

 

“Las Leyes de Indias desarrollaron un primer sistema de
derechos humanos en que a estos pueblos se les
reconocieron territorios, idiomas, derechos a vivir bajo sus
culturas y hasta los evangelizadores tenían que aprender
las lenguas de estos pueblos. Todo eso fue desbaratado por
las oligarquías que tomaron el poder con las
independencias. Ahora los pueblos indígenas andan
buscando las cédulas reales que les reconocían sus
territorios. Esta es la demostración palpable de que las
Leyes de Indias fueron un sistema mejor para los
indígenas que lo que vino después con la independencia”.                                                                   

Augusto Romero Zamora,
diplomático nicaragüense

 

Capítulo VI. El cumplimiento de las Leyes de Indias

Algunos han tratado de desvirtuar la ingente obra normativa hispana en América llevada a cabo durante tres siglos, sin duda meritoria y muy avanzada para su tiempo, con la argumentación de que fue de escasa o de nula aplicación. En definitiva, se pretende desvirtuar una vasta, eficiente y estructurada obra legislativa, producida por generaciones de destacados hombres de leyes y teólogos empeñados en la ordenación justa de una sociedad, así como unas bases jurídicas y de derecho efectivo, con la ignominiosa y gratuita afirmación de que las Leyes de Indias, en sí mismas, eran muy loables, pero no tuvieron aplicación efectiva.

Dicha afirmación es gratuita, responde a mera inconsciencia, a descalificación caprichosa y no obedece a la realidad. Si los abusos eran conocidos por las autoridades, tan pronto como llegaban a su conocimiento se ordenaba que fueran sancionados. Sostener que las leyes no se aplicaban es simple imaginación, cuando no pura malicia intelectual que alimenta una predisposición ideológica o interesada contra la verdad histórica, por ignorancia o simple interés torticero que seguramente obedece a otras causas, pero en absoluto al estudio profundo y contrastado de la realidad jurídica y social de la América hispana durante tres siglos.

Tenemos suficientes evidencias escritas, y testimonios de los coetáneos, que nos revelan el general respeto y el cumplimiento de la ley, sin perjuicio de entender que, en aquellos siglos pasados con los condicionantes de espacio y tiempo, hubo transgresores conscientes e inconscientes del ordenamiento legal. Este fenómeno no es exclusivo de la América hispana de los siglos XV al XIX. Hoy ocurre lo mismo en todo el orbe conocido, y eso no nos permite concluir que el ordenamiento jurídico vigente en las diferentes naciones que componen la comunidad internacional no sea eficaz, o que sean normas jurídicas ilusorias sin capacidad coercitiva.

Una demostración de ello nos la da fray Bernardino de Minaya, en un memorial enviado a Felipe II. Este religioso dedicó prácticamente su vida a la evangelización de América y a la defensa de los indios, incluso acudiendo en persona al papa Paulo III para dar cuenta de la situación de los indios. Desde que acudió al bautizo del rey Felipe II hasta el final de sus días, tuvo plena implicación en la protección a los indígenas. En dicho memorial, dirigido al rey con motivo de su partida entonces con siete misioneros a América y de su presencia misionera en Perú, relata lo siguiente:

Y andados algunos días con harta necesidad alcanzamos a Pizarro… y allí querían enviar en los navíos los indios que habían recibido para servicio a vender a Panamá y dellos traer vino, vinagre y aceite. Y como yo supiese esto les notifiqué un traslado autorizado[1], por él mandaba Su Majestad el Emperador que no pudieran hacer esclavos a los indios, aunque ellos fuesen agresores. Y así lo pregonaron y cesó el venderlos; más a mí y a los compañeros nos quitaron el mantenimiento”[2].

La narración es muy concluyente. Cabe preguntarse cómo un número escaso de frailes puede imponerse a la autoridad de Pizarro, con sus huestes bien aguerridas, para paralizar el comercio de indios esclavizados –aunque, en este caso, su esclavitud se debiera a ser aquellos indios agresores de los españoles, es decir, por causa de guerra[3]– con la simple advertencia de que el emperador había dictado orden para prohibir la esclavitud. Pizarro tuvo que desistir de hacer permuta de víveres –seguramente muy necesarios– por la oposición de un pequeño grupo de frailes que invocaban las órdenes reales y las hacían valer. La escena la podemos imaginar con mínimo esfuerzo. No más de tres frailes haciendo frente a hombres curtidos en mil batallas, que tuvieron que plegarse por temor a la norma real.

La resistencia de algunos pobladores españoles de aquellas tierras –como la del hermano del célebre conquistador del Perú, Gonzalo Pizarro–, a acatar las Leyes de Indias –por el enorme perjuicio que causaban a los encomenderos las nuevas leyes promulgadas en materia de sucesión hereditaria de las encomiendas– en absoluto contradice la voluntad de la monarquía española de dotar de justicia y ecuanimidad las relaciones con los nuevos vasallos de las Indias, porque si bien hubo quien se resistió a su cumplimiento, también hubo quien entregó la vida para defender las leyes y los derechos de los indios, como ocurrió con el mismísimo virrey Blasco Núñez de Vela, muerto a manos de los sublevados pizarristas contra la promulgación de las Leyes Nuevas dictadas en Barcelona y Valladolid los años 1542 y 1543.

Analizaremos en este capítulo las medidas coercitivas del poder real que se aplicaron para el cumplimiento riguroso de las normas, así como las severas consecuencias que se produjeron por su incumplimiento.

Como venimos señalando, el grado de cumplimiento de las normas durante la presencia de la monarquía hispana no era menor que el que se da en las sociedades de nuestro tiempo, donde nadie puede garantizar ni que en todos los países, ni en todos los momentos, se dé cumplimento a las normas de protección y seguridad social de los trabajadores, o de respeto a las propiedades de los individuos, por ejemplo; y eso no nos conduce a concluir que las normas no se aplican en la práctica, o que el derecho vigente es mera retórica sin repercusión real en la sociedad. Ejemplos de estos casos de abuso y explotación de hombres por otros hombres los tenemos ante nuestros ojos a diario[4].

Al respecto, el historiador norteamericano Charles Lummis, nacido en el siglo XIX y perfecto conocedor de la América hispana, afirmaba lo siguiente:

“Las afirmaciones de los historiadores de gabinete, de que los españoles esclavizaron a los Pueblos o a otros indios de Nuevo México; de que les obligaban a escoger entre el cristianismo y la muerte; que les forzaban a trabajar en las minas, y otras cosas por el estilo, son enteramente inexactas. Todo el régimen de España para con los indios del Nuevo Mundo fue de humanidad y de justicia, de educación y de persuasión moral, y aun cuando hubo, como es natural, algunos individuos que violaron las estrictas leyes de su país respecto al trato de los indios recibieron por ello el condigno castigo[5].

Las Leyes de Indias fueron un sistema jurídico eficaz –con las limitaciones del tiempo y la distancia–, que cumplían los requisitos necesarios para considerar un ordenamiento jurídico como eficiente, a saber:

  1. Un sistema de normas bien desarrollado y extenso, que regulaban la práctica totalidad de las relaciones humanas, sociales, políticas y económicas.
  2. Una amplia estructura judicial, religiosa[6] y gubernativa extendida para la vigilancia y aplicación de las leyes.
  3. Una fuerza coercitiva suficiente para que las normas fueran admitidas y acatadas, voluntariamente, por conciencia de equidad, o por temor a la represión jurídica.

Tenemos sobrados ejemplos de la aplicación efectiva de las Leyes de Indias, la voluntad de hacerlas cumplir por parte de los servidores del rey, y el castigo correspondiente por los casos en que no se cumplieron las disposiciones reales vigentes o abiertamente hubo oposición a su acatamiento. Entre los sometidos a enjuiciamiento de sus acciones y frecuentemente castigados estuvieron destacados protagonistas del descubrimiento de América como el mismo Cristóbal Colón, los conquistadores Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Nuño de Guzmán, el teniente de gobernador de la isla de Cuba, Diego Velázquez, o el virrey de Nueva Granada.

 

1. Detención de Cristóbal Colón y traslado a España (tercer viaje)  

Empecemos con el primer hombre que tiene relación con la historia de España en América. Como se ha dicho anteriormente, los informes que les llegaban a los Reyes Católicos sobre Cristóbal Colón eran francamente negativos, causándoles enorme desasosiego acerca de la situación que se producía en las tierras recién descubiertas.

Los informes del catalán Magarit y Boil, como muchos otros catalanes que acompañaron a Colón en el segundo viaje y colonizaron América en el año de 1493, de Juan de Aguado en 1495, y de Francisco de Bobadilla en 1499, hombre de máxima confianza de los reyes, apuntan a excesos de Colón en las Indias y advierten a los reyes de lo que venía aconteciendo en esas tierras. Se concluye que Colón ha incumplido alevosamente con las capitulaciones de Santa Fe –acuerdo contractual con los reyes por el que se disponen las condiciones de la exploración y el comercio de las Indias, de su evangelización, condición prioritaria para los reyes–, así como el incumplimiento de otras disposiciones reales. En concreto, las imputaciones a Colón consistían en que se había vendido como esclavos a los nativos, ya que los indios eran considerados súbditos de la Corona y por lo tanto hombres libres, había explotado un yacimiento de perlas en isla Margarita sin pagar los impuestos reales[7] y había incurrido en otras acciones de mal gobierno, como los castigos excesivos incluidos a los propios españoles, todo lo cual acabó por crispar a los reyes y a ordenar el apresamiento de Cristóbal Colón.

La consecuencia de estos desmanes fue el nombramiento del fraile Nicolás de Ovando, en 1501, como gobernador de La Española, después de haber mandado los Reyes Católicos como juez pesquisidor a un militar recto, servicial y muy reputado para poner orden en las islas, como era Francisco de Bobadilla[8], quien trajo engrilletado a Colón a España. Bobadilla llegó a América con quinientos hombres y catorce indios, que llegaron a España como esclavos y se devolvían a sus tierras tras ordenar la reina su liberación. La primera medida que adoptó el enviado real tras entrevistarse con Diego Colón, hermano del descubridor que hacía las funciones de gobernador por ausencia de su hermano, y tras entrevistarse con él fue expulsarlo inmediatamente del palacio en que residía.

En definitiva, los hechos demuestran que los reyes no estaban dispuestos a consentir el incumplimiento de sus regias disposiciones y que el mismo Colón, hombre que gozó del inestimable afecto y simpatía que le profesaron los Reyes Católicos, en particular la reina Isabel, mereció el corregimiento severo y sin paliativos de la Corona. Recordemos lo que la reina le dijo a cuando este lleva consigo a indios esclavos a la península con la intención de resarcirse mínimamente de la enorme inversión, incluso personal, y los costes que le supusieron los viajes a América, la reina católica Isabel le recrimina con contundencia e indignación: “¿Con que autoridad podía esclavizar a los vasallos de su Corona?”.

Bien es cierto que los reyes eran conscientes de las habilidades marítimas y exploradoras de Colón, y eso pesaba a la hora de condenarlo a penas mayores, influyendo en ello decisivamente, sin duda, la enconada competencia que mantenían los reinos españoles con Portugal por abrir las rutas comerciales con Cipango, verdadero objetivo prioritario que se mantenía en la corte real, pues las rutas de las especias eran de vital importancia para el comercio de entonces. Por este motivo, a los reyes les pesó tomar decisiones más drásticas respecto a su persona, que ya les había demostrado sobradamente sus indudables capacidades para surcar los mares anterioridad, lo que concluyó con una nueva oportunidad para que Colón emprendiera su último viaje a América.

 

2. Juicios de residencia a todos los servidores del reino con autoridad en América[9]

Los juicios de residencia fueron una medida de con trol implantada por la reina Isabel la Católica en América sobre todos los servidores reales, un sistema que tenía sus antecedentes en el derecho romano, conocidos como juicios de concusión o peculado. Las cortes castellanas acordaron en el año 1480 que todos los funcionarios de la Corona debían someterse a un sistema de revisión de sus actos por un periodo de treinta días, debiendo responder con su salario de los daños a los que pudieron ser condenados. En el año 1501, la reina Isabel dispuso la adopción del primer juicio de residencia para juzgar a Francisco de Bobadilla, oficial real y miembro de la Orden de Calatrava –hermano de la íntima amiga de la reina Isabel, la dama de su corte, Beatriz de Bobadilla–; a la reina católica, como se ve, no le temblaba el pulso, ni practicaba favoritismos a la hora de hacer cumplir sus órdenes. El hombre designado por la ella para imponer sus órdenes, hasta entonces frecuentemente ignoradas, y encargado de llevar el orden y la ley a las islas Caribe fue Nicolás de Ovando que, sin lugar a duda, cumplió con gran parte su objetivo.

Los juzgadores que intervenían en el enjuiciamiento de los servidores públicos en América venían designados directamente por la Corona y el Consejo de Indias, que asumió de facto la facultad a partir de 1680. El juicio duraba varios meses, y durante su desarrollo se retenía al funcionario parte de su salario para el pago de la posible multa. Las consecuencias de la condena eran principalmente económicas y de inhabilitación para proseguir una carrera pública de servicio al rey, aunque no se descartaban las penas privativas de libertad, como aconteció con el fundador de la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, Pedro de Heredia. Entre los cometidos principales del juez se encontraba valorar la aplicación efectiva de las normas de protección a los indios.

Los juicios de residencia fueron, por tanto, uno de los sistemas más destacados para imponer la efectividad real del ordenamiento jurídico de Indias a servidores públicos. La actividad de todo servidor público fue sometida a procedimientos de enjuiciamiento por sus actos en el Nuevo Mundo. Desde virreyes a oficiales menores, respondían de sus acciones en procedimientos judiciales de diferente índole, siendo el más característico este, denominado “juicio de residencia” que recibía tal nombre porque durante el proceso el enjuiciado no podía abandonar la residencia donde se les acusaba. Para un funcionario podía haber tantos juicios de residencia como ciudades hubieran iniciado el proceso de forma que el enjuiciado debía ubicarse y permanecer en esas localidades hasta su resolución, lo que hacía especialmente penoso y gravoso para el investigado el sometimiento a este procedimiento de revisión de sus actos.

Dichos procedimientos hoy nos parecerían inconcebibles dese la óptica del Estado de derecho moderno y las garantías jurídicas de los acusados, pues se les ponía en gran apuro, con restricción de movimientos y sujeción a vigilancia, careciendo de garantías elementales que contienen los sistemas jurídicos respetuosos con los derechos humanos. En el proceso, cabía el testimonio en contra del enjuiciado de cualquier persona, incluso aunque no conociera directamente los hechos y solo tuviera noticias por meras referencias. El órgano juzgador se limitaba a excluir aquellos testimonios que pudieran ser parciales o malintencionados, pero no se excluían aquellos testimonios indirectos o basados en meras referencias, y no eran invalidados por que los hechos no hubieran sido presenciados directamente por el testigo.

Al finalizar el periodo de servicio, se atendían todas las acusaciones que se pudieran verter contra el servidor real. La celebración de estos procedimientos se daba conocimiento y era difundido a los cuatro vientos mediante los oportunos pregones en las plazas y calles principales en las ciudades de enjuiciamiento, para que cualquier poblador pudiera participar o poner en conocimiento hechos relacionados con alguna falta de honradez, así como la frustración de los objetivos encomendados. De esta forma, cualquier persona podía formular acusación, aunque no tu viera relación con los hechos.

Las penas que sufría el servidor público condenado variaban desde la multa, o la privación de bienes, hasta la degradación, la cárcel o la prohibición de ejercer un cargo público. Los juicios de residencia sirvieron indiscutiblemente para limitar los excesos de los funcionarios[10]. A finales del siglo XVII y cuando la administración hispánica está básicamente implantada en América, pierden su eficacia inicial[11]: Con Carlos III los juicios más relevantes se centralizaron en la corte, y en las Cortes de Cádiz de 1812 se deroga definitivamente este sistema, prácticamente cuando se inician los movimientos emancipadores de los países de Hispanoamérica. Son, por lo tanto, más de trescientos años de existencia que, cuando menos, sirvieron para someter a un control externo y superior a todo funcionario real con ejercicio de potestades públicas en América. Todo esto muestra bien a las claras que existían la voluntad de los reyes españoles y en medios efectivos –con las salvedades del tiempo y la distancia–, para cumplir y hacer cumplir las disposiciones reales. En esto no hubo ninguna diferencia con respecto al deber de cumplimiento, por ejemplo, en los reinos de Castilla o Aragón, en el de las Dos Sicilias o Mallorca.

Los juicios de residencia tienen una amplia regulación en la Recopilación de las Leyes de Indias de 1680. Exactamente cuarenta y nueve leyes contenidas en el Libro V, Título XV del Tomo II se dedican específicamente al control de todo tipo de servidores públicos que ejercían potestad en los reinos de Indias. Cuenta por lo tanto con una regulación bien detallada.

Los aspectos más significativos de esta regulación en las Leyes de Indias son el límite temporal para ejecutar los juicios de residencia acotados en su celebración a un plazo máximo de seis meses. Con ello se pretendía que las litispendencias no se dilatasen y evitar que “los odios y malicias dieran lugar a nuevos pleitos contra el encausado”[12]. Como hemos visto por su concepción, estos juicios podían traer consigo un ensañamiento personal y malintencionado contra el funcionario real, por múltiples motivos. Entre las malicias que se generaban podían encontrarse las causadas precisamente por haber dado leal cumplimiento a las leyes que dictaban los reyes, o por contravenir intereses espurios o ambiciones mundanas, y que en consecuencia actuaban contra personas sin escrúpulos.

Los servidores públicos debían ser enjuiciados antes de abandonar la ciudad para asumir otros destinos y, en caso de verse obligados a hacerlo, debían designar persona con poderes para que los representaran y otorgar fianzas legales suficientes[13]. Los cargos debían someterse a juicio de residencia cada cinco años, debiendo conocer la Audiencia del virreinato de las condenas impuestas por la comisión nombrada al efecto[14]. No obstante, en caso de que los gobernadores, corregidores y otros ministros de justicia cometieran excesos y no obraban como debieran, también podían ser sujetos a juicio de residencia sin acabar su mandato[15].

Durante la celebración de los juicios de residencia, las autoridades con potestad de policía, como los alguaciles mayores y sus tenientes, perdían la facultad mientras durase el procedimiento, siendo sustituidos por otros hasta su finalización[16].

A los juicios de residencia se sometían todo tipo de funcionarios, sin excepción, desde virreyes, gobernadores, capitanes generales, oidores, jueces, alcaldes del crimen, responsables de correos, fiscales y cualesquiera ministros de las audiencias reales, tasadores de tributos, visitadores, alcaldes ordinarios, regidores, escribanos y oficiales de concejos, pilotos y maestres de navegación (excluyéndose a marineros, artilleros y soldados de plaza sencilla). Amplísimo colectivo sometido a control judicial que dista mucho de nuestros sistemas jurídicos contemporáneos, donde es inexistente el sometimiento de altos funcionarios a un juicio especifico al término de su mandato. Desde luego, existe en nuestras leyes vigentes la responsabilidad personal por cualquier conducta ilícita específica, pero es impensable una rendición de cuentas obligatoria y tan extensa por su función al término del desempeño de un cargo público.

Los condenados en juicios de residencia, que normal mente lo eran a penas pecuniarias y el embargo de bienes, debían además pagar a su costa los gastos de los jueces de residencia[17], así como las de sus escribanos[18]. Por lo tanto, las cargas y consecuencias económicas de una condena eran manifiestamente gravosas para el condenado y ejercían una fuerza disuasoria evidente para evitar cualquier desviación o extralimitación durante el ejercicio de su función pública.

Fueron muchos los juicios de residencia, con muy diferentes resultados:

 

i. Juicio de residencia a Hernán Cortés  

El conquistador de México fue, sin duda, un hombre ilustrado que había estudiado en la Universidad de Salamanca, atesorando amplios conocimientos en disciplinas diversas. Hombre decidido, de fuerte carácter y ambicioso, expandió como nunca se había hecho antes las posesiones de España por el mundo. Cortés se granjeó tanto lealtades inquebrantables casi rayanas en la devoción ciega como enemistades furibundas. En el momento de emprender la aventura de Nueva España era un mercader adinerado dedicado al comercio ultramarino, pero quizás su éxito en los negocios no era suficiente, pues como buen hombre del Renacimiento español ambicionaba lo propio de la época y el lugar: gloria y honor, que eran tan importantes si no más, que el beneficio económico a menudo también era consecuencia de la gloria y la reputación. Cortés era un hombre muy respetado, sabía mandar a sus soldados y su carisma emanaba autoridad. Armó un pequeño ejército de hombres experimentados en los tercios de Italia que le iban a servir de fuerza militar y de élite eficaz para alcanzar sus logros. Astuto y ambicioso, era persona decidida para el que no había obstáculo que le impidiera cumplir su afán.

En la actualidad es una personalidad controvertida, que ha pasado de ser objeto de admiración, estudiado en diversas academias militares del mundo y de ciega veneración en España a ser objeto de crítica extrema y rechazo injusto en las tierras americanas, en las que el mismo Cortés deseó fueran las de su eterna sepultura.

Su aventura en las tierras de Nueva España que había de conquistar y colonizar nació con polémica, pues era dudosa la autoridad que recibía del “pliego de instrucciones” para su expedición, granjeándose enemistades por su atrevimiento. Posiblemente con engaños y ardides, Cortés partió con su expedición, pues no fue ni clara la autorización que se le concedió y había recibido por parte de los “frailes gobernadores” de la isla pertenecientes a la orden de los jerónimos enviados por el rey en misión de gobierno, ni el objeto de la expedición. En la interpretación de Hernán Cortés se trataba de una expedición de conquista, mientras que, para el teniente de gobernador de la isla, Diego Velázquez, debía ser tan solo de exploración. Ahí ya nacen sus enemistades, pues había abusado de la licencia, de la confianza depositada y podía ser persona muy arrogante, lo cual le hizo objeto de muchos recelos entre personas de peso en la Corte, que habían de acrecentar la animadversión y odio hacia su persona con el paso del tiempo.

Hernán Cortés empeñó gran parte de su fortuna en su expedición. La regla general era que los conquistadores empeñaban sus fortunas o solicitaban empréstitos a algún adinerado. De ahí nacen muchas muestras de codicia y ambición insaciable, pues la aventura les trae la gloria o la ruina. Se la jugaban a una carta. Era todo o nada. Por este motivo, Hernán Cortés aportó sus propias naves, que eran la base de su fructífero negocio como mercader, y junto con las aportaciones económicas de otros conquistadores diseñó una ambiciosa empresa comercial, con el propósito de obtener pingües beneficios y honores, como habían hecho antes Alvarado, Montejo y Ávila, los cuales recurrieron a importantes empréstitos. Esto debe explicar en parte el anhelo de los conquistadores de hacer de sus conquistas un procedimiento de sumo riesgo para obtener riquezas, porque en ello habían empeñado, como vulgar mente se dice.

Con habilidad diplomática exquisita, Cortés pactó con pueblos indígenas como los txaclatecas y totonacas hostiles a los aztecas para hacer la guerra, emprendiendo acciones militares que rayaron la épica contra indios aztecas y contra los propios españoles (por ejemplo, contra Pánfilo Narváez, que fue ordenada la detención de Cortés por el virrey). Sobre sus actos en América llegaron al rey Carlos I tanto alabanzas por sus hazañas como protestas acérrimas, que el emperador envió en el año 1527 cuatro oficiales reales con amplísimos poderes para poner orden en aquellas tierras. Tan decidida y clara era la voluntad del rey para hacer cumplir las Leyes de Indias que se hicieron presos a la mayoría de los conquistadores de Nueva España, hasta un total de doscientos cincuenta hombres, incluido el soldado cronista de las gestas de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, condenándoles a penas de multas y destierro a cinco leguas de México, si bien es cierto que estas penas, por diversas circunstancias, apenas tuvieron cumplimiento.

Hernán Cortés fue sometido a un severo juicio de residencia, con más de ciento cuarenta cargos, que comenzó en el año 1527 y que duro casi veinte años, proliferando las demandas y testimonios en contra de su persona, muchas de ellas alimentadas por un conquistador rabiosamente enemistado y de pésima reputación como era Nuño de Guzmán, y por sus adláteres Matienzo y Delgadillo, aunque Cortés no necesitaba de enemigos, porque él mismo los cultivaba por doquier, entre sujetos agraviados por su arrogancia como proporcionaba leales admiradores por su  ejemplaridad y compromiso en sus problemas. Cortés no dejaba indiferente a nadie. En los juicios de residencia se le acusó, entre otros, de delitos contra los aztecas sometidos, de abusos de recaudación del diezmo real, así como del asesinato de su primera mujer y del juez Ponce de León.

Hernán Cortés apeló en su defensa a las conquistas hechas para la Corona y la exitosa propagación de la fe cristina –una cosa y otra iban de la mano–. Rebatió una por una todas las acusaciones y resultó absuelto, aunque su prestigio decayó notablemente desde entonces. Pretendió congraciarse con el emperador Carlos V, quien le revocó la gobernación de Nueva España y le otorgó el título de marqués del Valle de Oaxaca, como compensación por sus servicios a la Corona. Con vistas a hacer méritos ante el emperador, se alistó en la expedición militar de Argel, fracasando en su intento.

El castigo del “deshonor” era de vital importancia para un hombre de la época, y más para un hombre como Hernán Cortés, particularmente para un dirigente con conciencia de categoría nobiliaria adquirida por méritos de ser vicio a su rey y a la cristiandad[19].

Las consecuencias personales consistentes en privación de libertad o embargo de bienes no eran las más habituales, y por tanto las más temidas. Pero para una sociedad clasista, la carga pesada de la mala fama o el deshonor era simplemente insoportable. Un castigo por sí solo disuasorio para no incurrir en desviaciones de su poder o arbitrariedad.

Hernán Cortés murió en Castilleja de la Cuesta en 1547, prácticamente solo e ignorado. A su lecho de muerte llevó la pena de no tener la plena consideración que él estimaba que se merecía, viendo sus méritos negados o siendo simplemente víctima de maledicencias y envidias. Su última voluntad fue ser enterrado en Nuevo México, pues fueron esas tierras su verdadera patria y donde des arrolló lo más destacado de su existencia. En realidad, Cortés es el padre de la nación mexicana, tal y como existe hoy en día. Sin embargo, y con clara carencia de perspectiva histórica y comprensión del pasado, hoy México, donde en la actualidad se encuentran, guarda sus restos de forma semiclandestina, ignorando su contribución a lo que hoy es esa nación, su realidad histórica y la talla de un hombre que escribió algunas de las páginas más notables.

La obra escrita de uno de sus acompañantes en la conquista de Nueva España, Bernal Díaz del Castillo, es una defensa apasionada de Hernán Cortés, con todo lujo de detalles y precisión narrativa matemática de hechos, personas y circunstancias. Esta gran obra, que entra hasta el más mínimo detalle de los hechos acontecidos en la conquista de Nueva España, no se conoce apenas por la opinión pública mexicana, pese a que también trata de reivindicar el papel de los conquistadores que acompañaron a Cortés, para reivindicación de sus méritos e innumerables de las penurias que sufrieron en tan singular gesta de sacrificios.

 

ii. Juicio de residencia contra Pedro y Alonso de Heredia   

Pedro de Heredia fue fundador de la sin par ciudad de Cartagena de Indias y gobernador de Nueva Andalucía, más tarde llamada provincia de Cumaná, en la actual Venezuela. Huyó de España para evitar una sentencia condenatoria y alcanzó buena fortuna en la isla de La Española mediante transacciones exitosas con los indígenas. De regreso a España, ofreció parte de su fortuna a la Hacienda Real –muy necesitada de recursos para sostener guerras en Europa–, lo que le valió el nombramiento de gobernador, por parte del emperador Carlos I, de la costa desde el estuario del río Magdalena hasta el golfo de Urabá (actual Colombia). En 1532 fundó la ciudad de Cartagena de Indias y desde allí realizó diversas expediciones con el propósito de obtener oro y bienes de valor de los nativos. Cuando volvió de sus expediciones fue arrestado por los oficiales reales por la brutalidad ejercida contra los indios, prueba una vez mas de que las leyes se aplicaban siempre que era posible.

El fundador de Cartagena planeó una expedición para apoderarse del oro que tenía constancia que se encontraban en las sepulturas del Zenú. Pedro de Heredia nombró jefe de la expedición a su hermano don Alonso de Heredia, que se puso en marcha en agosto del mismo año. Enterados de ello, los naturales indígenas, temerosos, con razón, de que los invasores volviesen a allanar las tumbas de sus antepasados, habían sacado los huesos y el oro de las tumbas, ocultándolos en las montañas, en un lugar llamado Faraquiel, en donde se decía tenían otro templo. Lo cierto es que los tesoros que esperaban encontrar de los sepulcros se perdieron para siempre, pues nunca han podido encontrarse tampoco en épocas posteriores, por lo cual hay quien creería que los españoles habían sacado todo el oro la primera vez, y que por simple jactancia o para desviar la atención decían que quedaban aún sepulturas sin abrir. La llegada de don Alonso de Heredia a Cartagena de Indias influyó sobre el espíritu de su hermano. El carácter de don Pedro de Heredia que, desde su al Zenú, con sus múltiples sufrimientos, se había manifestado duro y cruel, empeoró visiblemente, de suerte que cometía frecuentes injusticias y arbitrariedades, no solo con los indígenas, sino también con los mismos españoles.

El odio que, sin ningún motivo, había cobrado el gobernador a Alonso de Heredia fue creciendo a tal punto que, con un pretexto baladí, le hizo prender, juzgar como desobediente y condenar a muerte. Pero los colonos idolatraban a Alonso de Heredia, que ejercía un liderazgo incuestionable entre la población española y que jamás pronunció una palabra contra su jefe y hermano Pedro, de forma que no se encontró hombre quien quisiese ejecutar la sentencia de muerte dictada por el gobernador por desacato a las leyes vigentes.

Pedro de Heredia fue objeto de cuatro juicios de residencia. En el segundo de ellos fue condenado a confiscación de sus bienes y sometido a prisión junto a su hermano Alonso.

 

iii. Juicio de residencia contra el virrey de Nueva Granada

José Foch Solís de Cardona fue virrey de Nueva Granada, un territorio que actualmente abarcaría Colombia y  Venezuela; reconocido por sus dotes para el buen gobierno, realizó obras públicas y sociales de gran mérito en favor del progreso del virreinato y en beneficio de la comunidad, tales como la apertura de caminos, construcción  de puentes, el incremento de las misiones, el acueducto para la capital, Bogotá, el fortalecimiento y desarrollo de la Casa de Moneda, la organización de las Cajas de la Real Hacienda, el inicio de la ciencia estadística del virreinato, el  establecimiento de la cátedra de medicina en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, el establecimiento de la comisión que debía fijar los límites entre la colonia portuguesa y el Nuevo Reino de Granada, y otras numerosas obras públicas de gran aceptación. Esta gran gestión pública del virrey Solís no impidió que fuera objeto de chismes y conjeturas referentes a su vida privada, que se juzgaba muy licenciosa.

El virrey Solís se debió enfrentar, durante su mandato, a conflictos políticos con miembros de la Real Audiencia, que incluso lo llevaron a ser acusado y juzgado por degradación o disipación del erario real en un juicio de residencia. Condenado en primera instancia, fue posteriormente exonerado en segunda instancia en el Consejo de Indias, cuando ya había tomado los hábitos de la Tercera Orden de San Francisco, una vez terminado su mandato. Sus adversarios y enemigos imputan su ordenación sacerdotal a un intento de eludir las consecuencias severas del juicio de residencia que se formularían inexorablemente contra él. Por lo que optó por los hábitos religiosos para protegerse de un severo juicio de residencia que acabaría con sus bienes y, por supuesto, su carrera pública, cosa que ocurrió por el ingreso voluntario en la orden franciscana.

 

Estos textos pertenecen al libro del mismo título que ha publicado la editorial Gadir.

 

Notas:

[1] Se refiere a las ordenanzas de bien tratamientos a los indios de Carlos I de 4 de diciembre de 1528.

[2] El memorial de fray Bernardino de Minaya se puede leer en Lewis Hanke, en obra ya citada La lucha por la justicia en la conquista de América, pág. 118-120.

[3] El derecho a esclavizar era la tesis que se debatía en la corte española por algunos partidarios de aplicar la esclavitud tal y como se contenía en el pensamiento aristotélico y estaba vigente prácticamente en la generalidad del obre entonces conocido, y que sufrieron los propios españoles, por ejemplo, cuando eran capturados por el Imperio otomano o por los caudillos bereberes del norte de África.

[4] El documental Trata de personas en EE. UU. (Trafficked in America). LNT TVE 2. 24 de noviembre de 2019. Producción de De Daffodil Altan y Andrés Cediel. 2019. Revela el régimen de semiesclavitud que han vivido recientemente miles de trabajadores centroamericanos en Estados Unidos y donde viven en condiciones infrahumanas, trabajando para importantes empresas avícolas. Supuso un verdadero escándalo en la sociedad norteamericana por la negligencia de la administración americana para el control y supervisión de semejante explotación de hombres en pleno siglo XX.

[5] Charles Lummis. Los explotadores españoles del siglo XVI. Editorial EDAF, 2017, pág. 111.

[6] El papel de la Iglesia en la vigilancia del cumplimiento de las Leyes de Indias fue expresamente ordenado por los reyes españoles y así lo cumplieron con ahínco mediante informes y memoriales continuos e incontables que se le hacían llegar al rey en todo momento y lugar, y que tenían una repercusión indudable en la toma de decisiones y la promulgación de las leyes.

[7] Conviene seguir sobre el particular a Elvira Roca Barea. Imperiofobia y Leyenda Negra. 10ª Edición. Págs. 305-308. También M.ª José Collantes de Terán de la Hera. Historia, instituciones, documentos 25 (1998). Págs. 151-184.

[8] Ver Martínez Urquijo. El agente de la Administración Pública en Indias. 1998.

[9] Ismael Jiménez. Universidad de Sevilla.

[10] Ley I. Título XV. Tomo II. Dictada por Carlos II, Madrid a 28 de diciembre de 1667.

[11] Ley III, Título XV, Libro V, Tomo II. Felipe II, en el Pardo a 16 de octubre de 1575.

[12] Ley V, Título XV, Libro V, Tomo II. Felipe II, en Madrid a 21 de enero de 1594.

[13] Ley XIX, Título XV, Libro V, Tomo II. Carlos I, en Valladolid a 9 de agosto de 1538.

[14] Ley XXX, Título XV, Libro V, Tomo II. Carlos I, en capital de Instrucción, y Felipe II en Tomar a 19 de marzo de 1581.

[15] Ley LXII, Título XV, Libro V, Tomo II. Felipe III, en Madrid a 16 de abril de 1618.

[16] Ley XLIII, Título XV, Libro V, Tomo II. Felipe III, en Aranjuez a 24 de enero de 1610.

[17] Conferencia de Rosa María Martínez Codes. https://www.youtube.com/watch?v=oyyWGK7mH6o&t=973s.

[18] Las Leyes de Indias. Temas españoles. Publicaciones españolas, número 225. 1956. Pág. 15.

[19] Dictada por el rey Felipe II en sus Ordenanzas del 13 de julio de 1573. Recopilación Leyes de Indias.

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