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AcordeónMemorias ahogadas: El ideólogo del muro. Embalse del Porma

Memorias ahogadas: El ideólogo del muro. Embalse del Porma

—Otro Johnnie Walker con hielo, Felipe.

Aquella primavera, la de 1961, la Venta de Remellán, a medio camino entre Boñar y Valdecastillo, contaba con un huésped estable acompañado por su mujer y sus tres hijos. Sobre el improvisado escritorio de Juan, una mesa rectangular y sillas desnudas sin otra pretensión que la de servir de sostén para un buen almuerzo, no faltaban las tortillas ni las truchas, dos especialidades de la casa regentada por Felipe. Tampoco la bebida, que entre las ocho de la tarde y las diez de la noche desaparecía en dosis milimétricas: a güisqui por folio y a dos folios por jornada. Sus dedos gruesos, los propios de un treintañero de casi dos metros de sobria estatura, arrastraban el lapicero sobre un papel en blanco cuando no empujaban una a una las teclas de la máquina de escribir. A la suficiente profundidad como para corregir por tercera vez su primera novela, El guarda. Con la suficiente rapidez como para darle tiempo a dirigir desde allí los designios directos de más de ochocientos hombres y un río, el Porma.

Castellanos, gallegos, extremeños, también gentes de Portugal y de Cabo Verde, entre otros orígenes varios. Eran los carrillanos, en alusión a una época en la que aquellos obreros viajaban en tren hasta sus puestos de trabajo. Gente que podía estar hoy sí y mañana no; hoy venían doscientos, mañana marchaban trescientos y al día siguiente llegaban ciento cincuenta; gente que gastaba lo que cobraba. Todos hombres. Entre ellos, también leoneses como Julián, uno de los tantos que amanecían con la única encomienda de cumplir las órdenes de su primer jefe, Juan, el madrileño con aires de inglés que supervisaba las obras. Con apenas dieciocho años recién cumplidos, Julián pasaba los días en una oficina “pegada al muro”. Nemesio, el maestro de Vegamián, le había enseñado a echar las cuentas, así que le tocaba hacer las nóminas de los carrillanos, incluso a sabiendas de que esas mismas cuentas acabarían expulsándolo de su casa, arrebatándole sus raíces, las montañas leonesas. Así fue como Julián comenzó a trabajar para vivir una vida que no le había tocado por nacimiento.

—Hay que cerrar el día tal. Y eso de marchar a las siete de la tarde, a las ocho… igual eran las dos de la mañana y estábamos allí. Y a las dos de la mañana te decían: “Bueno, dejadlo y mañana a las ocho estáis aquí otra vez”. Y te marchabas por tus medios, como mucho, una bicicleta. Yo lo tenía cerca, habría cuatro kilómetros. Si llovía, llovía; si nevaba, nevaba; y si hacía bueno, pues hacía bueno. No había otra.

La constructora MZOV operaba bajo unas condiciones difíciles. Era lo que había y, de la zona norte de León, raro era el que no trabajaba para unas siglas que con los años terminarían convirtiéndose en Acciona. Volcados en la ganadería desde tiempos remotos, poco a poco aquellos paisanos fueron vendiendo sus cabezas.

—Claro, uno no va a esperar al último día –defiende Julián.

¿Solución? El muro. No había otra. Apenas unos pocos renegaron del traspiés del destino con la cabezonería de quien sabe que la resistencia apenas dura un tiempo; familias como la de Isidoro, que ya sin luz aguardó hasta que el agua asomaba por sus tobillos; y familias como la de Marcelino, que semanas antes se llevó los animales hasta las llanuras de Palencia, a un mundo muy diferente. El resto, habas contadas, oriundos y foráneos, hacían lo que podían, lo único que les quedaba. El muro. No había otra.

—En aquella época era sí o sí… Si te oponías, ¿qué hacías? Nada… Llamaban a la guardia civil, te cogían por el cuello y… y te vas sí o sí –asegura Julián.

En febrero del 64, con unas heladas de veinte bajo cero, esto Julián no lo olvidará nunca, llegó una cuadrilla de Extremadura. A los tres días tuvieron que marcharse porque no aguantaban. Dentro del túnel la temperatura se sobrellevaba a duras penas y fuera era sencillamente inasumible, así que, en cuanto salían del agujero, se metían en los barracones que había instalado la empresa como vivienda y permanecían quietos, bien quietos al pie de una vieja estufa.

De las peores inclemencias del tiempo algo se libró Julián porque vivía o, mejor dicho, dormía en casa de sus padres y porque su jornada laboral transcurría principalmente dentro de esa oficina junto al muro y entre cuentas que un día llegaron al millón de pesetas.

—En total, claro: uno ochocientas, el otro novecientas, el otro mil y pico, los del túnel igual cobraban mil trescientas o mil cuatrocientas.

Compartía instalaciones con otra decena larga de compañeros. Tal vez parezcan muchos, pero es que todo era a mano. “Todo a mano”, repite Julián. En unas sábanas de papel sobre las que se hacían las sumas, una fila, otra fila y otra… al final no cuadraba algo y tocaba volver a empezar para ver dónde estaba el desfase: en el no sé qué del salario, en el cuántos de familia, en el plus de desplazamiento. Todo eran céntimos. Julián recuerda cuando su sueldo llegó a las mil pesetas.

Los números crecían tanto que al fin la constructora decidió comprar una máquina de multiplicar, una de esas alargadas con una manivela del lado izquierdo a la que había que dar tantas vueltas como número de veces se quería reproducir la cantidad. Solo la usaba el jefe administrativo. El aparato emitía su característico sonido metálico a cada giro completo de la manija. Un ruido imperceptible fuera de esas cuatro paredes, donde lo único que se escuchaba eran detonaciones continuas. Empujada por unas baterías eléctricas de dos metros por uno de ancho, otra máquina, en este caso una de arrastre de vagones, era la encargada de introducir las cajas con explosivos, entre seis y ocho cada golpe, además de otras tantas de detonadores. Una vez dentro, el túnel se perforaba con unas barrenas de gran tamaño, los cartuchos se ataban de tres en tres y ¡bum! La montaña cedía poco a poco sus confines para acoplarse a las dimensiones del modelo diseñado por Juan. Que había una piedra un poco grande, pues cartucho de dinamita, un poco de barro para taparlo y ¡bum!; que sobraba alguna caja, pues se dejaba por ahí. Juan tenía bien calibrado el riesgo: “Un metro de túnel, de cualquier dimensión, cobraba dos o tres vidas, con bastante suerte”.

—La dinamita andaba como los paquetes de tabaco… El túnel ese a lo mejor tenía tres mil kilos… Se usaba para todo… Nos podíamos haber matao la mitad de ellos… Explota aquello, no nos encuentran ni con una criba.

Julián habla lento y, a cada frase, deja pasar unos silencios que dicen más de lo que callan. Como si todavía esperara que cada uno de esos huecos lo rellenara el sonido metálico de una manivela superada cada cierto tiempo por el estampido de la dinamita, como si recordar a medio siglo vista todavía retumbara en sus entrañas. Son las memorias ahogadas de un hombre enamorado de su pueblo, Vegamián, y de los muchos montes que lo rodeaban: Peña Rubia, Redonda, el Pico de los Álamos, Peña del Estabiello, Pico Grande, Alto Linares, Murias, Peña Susarón, Pico Torres, Peña de Armada, Mampodre, Pico Toneo, Peña de San Pedro, Aparejo Grande, Pico Cuerna, Las Curvas, Peña del Cueto, Collada Maraña, Sierra Cabrera, Pico Villaoscura, Aparejo Pequeño, Eras del Pico… Que lo rodeaban, en pasado.

—Soy de la montaña –reivindica, y deja sobre la mesa otro de esos silencios, uno que se posa amargo sobre la terraza improvisada del café-bar Avenida, a la entrada de Boñar, un bar de los de toda la vida, con sus paisanos, con su puerta siempre abierta, con su cerveza y su tapa correspondiente, unas patatas bien bravas sobre las que yace boca arriba un moscón negro, quién sabe si aturdido por el excesivo ardor de la salsa.

Los recuerdos de Julián todavía ven al muchacho que con veinte años marchó a la mili y que, en cuanto regresó, se incorporó de nuevo a la empresa para quedarse nada menos que cuarenta y dos años en MZOV, hasta su jubilación. Regresó a MZOV, pero no a Vegamián, a Vegamián ya nunca pudo regresar.

—Lo que más echo de menos es que cualquiera puede decir “me voy a mi pueblo”… Te guste más, te guste menos, sea más guapo, sea más feo… Que puedas ir… Y si no quieres saber nada con el pueblo, bueno, pues no vas… Pero yo no puedo decir “me voy a mi pueblo”… Eso se acabó… Te pueden quedar los recuerdos, todos los que quieras… Nada más…

Y las montañas, le quedan sus montañas. Con un padre agente forestal, de niño siempre estaba por el campo, correteando entre abedules, cerezos, acebos y unos robles de los que salía una madera estupenda para hacer parqués. Lo hacía sin miedo alguno, bien rodeado de urogallos y también de osos, que por esta zona siempre ha habido. Desde que marchó fuera, mejor dicho, desde que lo echaron de estas montañas, cualquier excusa ha sido buena para volver a ellas. Aunque ya nada es lo mismo. Hasta los paseos han cambiado, y más si cabe desde que, durante la pandemia del coronavirus, abrieron una ruta literaria que une el municipio de Rucayo con los restos que aún quedan en pie de Utrero.

—La iniciativa es un detalle que está muy bien siempre y cuando le enseñe algo a la gente pero, coño, que lo cuiden un poco. Vamos a ver, ¿tanto cuesta poner cuatro estacas bien puestas para que el ganao no las tire cuando se arrima? Y luego prohíben todo.

Se refiere a los guardas que vigilan la conservación de un área considerada reserva de los Picos de Europa. Los guardas que conocen a Julián, pase, pero los nuevos…

—Oiga, ¿usted no sabe que por ahí no se puede andar?

—No, no lo sabía –responde irónico.

—Es que esto es una reserva y se molesta al oso y al urogallo y…

—Mire, a mí me salieron los dientes aquí. Cuando venía de niño había urogallos, gallinas, cabras y osos, podías ver ocho, diez, doce. Y ahora, con una mano me sobra. ¿Qué hicieron con todo eso? Desde que pusieron el vedao ese, ni truchas, no ves una, y eso que era el río truchero mejor de España.

Confiesa que lleva muy mal las prohibiciones. “Todo prohibido, todo prohibido. ¡A la gente lo que hay que hacer es llevarle al campo y explicarle cómo tratarlo!”. El valle de Pardomino, lo que resta de bosque, está condensado en dieciocho kilómetros de una vegetación “digna de ver”. Julián se separa unos metros de la senda marcada, dos metros de ancho de piedras y arena, y pierde la vista allá al fondo, en un redondo donde antes estaba Vegamián y donde ahora yacen sumergidos sus esqueletos cubiertos de óxido y de lodo. Desvía unos metros la mirada y la fija en el antiguo cementerio, hace mucho tiempo abandonado. Y como en cualquier sitio hay cafres, pues hace unos años pasaron por ahí, a saber qué andarían buscando, que corrieron unas losas.

La de los seres queridos bajo tierra en los despoblados repartidos por la geografía rural española es una losa difícilmente superable en dolor, un dolor que se multiplica cuando la capa de tierra queda superpuesta por toneladas de agua encima. Enterrados y ahogados, así quedan entonces los muertos, mientras los aún vivos palidecen ante la expectativa de no tener un sitio en el que descansar eternamente. En el caso del embalse del Porma, la Confederación Hidrográfica del Duero decidió hace años construir un nuevo cementerio en el que depositar los restos de los diferentes pueblos sumergidos. Lo hicieron, y lo mismo que lo hicieron, ahí lo dejaron cuando terminaron las obras, con las lápidas pasto del abandono. Julián lo ha denunciado por activa y por pasiva, por carta y por teléfono. Que si mejor llama la semana próxima, que han pedido un par de presupuestos y es mucho dinero, que tal vez el año que viene, que si la jefa de Patrimonio, que si el jefe de no sé qué…

—Se pasan la cosa de unos a otros. Ya por fin lo están arreglando. Nadie se preocupa. Yo porque he dado guerra. No tengo a nadie ahí, pero me daba verdadera pena pasar y verlo. Una Confederación, con el dinero que está ingresando con las centrales hidroeléctricas, que no tenga mil euros para repararlo… ¡Y no eran ni mil euros!

La magna idea del ingeniero que diseñó el embalse del Porma, la del bohemio que escribía los domingos y en sus ratos libres, “que son bastante extensos”, el habitante por unos meses de la Venta de Remellán, iba a transformar por completo la vida de casi dos millares de personas, unas cuatrocientas solo en Vegamián, un pueblo con dos fábricas de leche de las de entonces, que no procesaban los litros que las de ahora pero que permitían llegar a fin de mes. Había dos escuelas, los chicos por un lado y las chicas por otro, unos sesenta en cada grupo; la calle de la escuela y la calle de la fuente, las calles sin nombre. Había un par de carpinterías, siete bares y una pensión, un aserradero. Y mucha mucha madera. Aparte estaba la ganadería, destinada principalmente a la leche y a la cría, si bien la ternera tenía una salida fuera de serie. Y por supuesto había agricultura, patatas, garbanzos, lentejas, alubias de varios tipos, todo en regadío, con unos canales abiertos por los márgenes que regaban para el ganado y para las patatas, buena parte de las cuales acababan en Vitoria. De agua iban sobrados, ya lo dice el cancionero: “Que soy de Vegamián/ De la villa más guapa/ Que soy de Vegamián/ Donde más corre el agua”, y lo corroboraba uno de los dichos que más corrían por el valle: “A Vegamián lleva pan, que agua ya te darán”.

Los ojos de Juan miraban diferente: su novela, ambientada en estos parajes del nordeste leonés, describe un espacio de ruina y desolación, con dos ríos principales, el Torce hacia el levante y el Formigoso hacia el poniente. Los personajes que discurren por la obra apenas son la excusa para encumbrar al verdadero protagonista, el propio paisaje, un ambiente de ruina, un horizonte entre montañas abocado al olvido sobre el que planea la Guerra Civil. Una Región donde lo mejor es no estar y tampoco ser. Ni siquiera el clima ayuda: “Si la tierra es dura y el paisaje es agreste es porque el clima es recio. Un invierno tenaz que se prolonga cada año durante ocho meses y que solo en la primera quincena de junio levanta la mano del castigo, no tanto para conceder un momento de alivio a la víctima como para hacerle comprender la inminencia del nuevo ataque”, escribe Juan.

Tres años antes, confiando en que el muro nunca llegaría a construirse, tantos habían sido los rumores inconclusos, el padre de Julián había terminado de levantar una casa nueva a la que se trasladó la familia con la firme intención de establecerse; no era para menos, porque por fin contaban con agua corriente gracias a un pozo subterráneo alimentado por una bomba extractora. Pero llegó el muro. Su madre fue la última en salir, miró atrás, cerró la puerta, echó la llave y dijo “aquí no entra nadie”. Por si acaso, comprobó un par de veces más que la casa, con un valor emocional mucho mayor que el económico –tanto esfuerzo había detrás y tal era la eternidad para la que se había levantado–, quedara bien sellada. Todo acabó el 22 de noviembre del 65 para Julián, que estaba precisamente de permiso militar por Vegamián y aprovechó para bajarse con sus padres a Boñar, a menos de quince kilómetros en dirección sur. Cargaron los bártulos que pudieron llevarse y, seis días más tarde, el agua hacía su definitiva incursión en una villa que ya nunca abandonaría.

Isidoro tenía catorce años cuando sucedió “aquello”. Viéndolas venir, sus padres habían comprado una casa en León capital dos años antes y se habían llevado las vacas. Tuvieron suerte porque encontraron trabajo y no fue tan duro, pero no fueron pocos quienes marcharon a la ciudad, a cualquier ciudad en la que pudieran comprarse un algo o a cualquier ciudad en la que tuvieran familia, allí se fueron, a encerrarse en un piso. Acostumbradas a estar en el pueblo, a ir de aquí para allí con el ganado, a salir por la calle y saludar por el nombre de pila a cada persona con la que se cruzaban, acostumbrados a otra vida, llegaron a la ciudad y nunca pudieron hacerse con ella, cambiaron las vueltas por la plaza por las vueltas por la cabeza. Y así no. Así nadie.

—La gente caía como moscahs. Les arrancaban sus raíces y venir a la ciudad y… no estaban para… no eran personas para… Los primeros ocho o diez años muchohs fueron al garete, al garete. Y así.

Isidoro es Isidoro de la Fuente, igual que su padre, Isidoro de la Fuente González; Julián es Julián Martínez, alumno en Vegamián del maestro Nemesio Alonso, el padre de Julio Llamazares, escritor por obra y gracia de Juan, el ideólogo del muro, Juan Benet, autor de Volverás a Región, el título definitivo que tras siete revisiones alcanzaría aquella primera novela. Marcelino tiene por apellido González y su hijo es Roberto, Roberto González, vástago también de Cari, Caridad Rodríguez, y primo carnal de Julián, todo queda en familia. Por estos lares andaba también Vicente Peláez, de Armada, y Felipe Orejas, el dueño de la Venta de Remellán. Ningún nombre propio sin su correspondiente apellido, ninguna historia sin sus raíces, ninguna familia sin su árbol genealógico. A eso ha dedicado y dedica su vida Isidoro desde aquello. Suyos, y de Pepe Antón y de Ángel Martínez, son los dos tomos de Peñamián. La historia bajo el agua, mil veinticuatro páginas, tres kilos al peso de memorias, miles de nombres perfectamente trazados con el árbol genealógico de los habitantes de las ocho aldeas devoradas por el embalse del Porma.

Le llevó casi cinco años, tres en firme, y eso teniendo ya antes todos los documentos y los papeles. Mucho trabajo. Envió más de trescientas cartas para que la gente le diera datos, porque se habían desperdigado por Madrid, Barcelona, Sevilla, México, León, Palencia… “donde pudieron encontrar el parné. Y hay que mandahles cartas y llamahles por teléfono. No es pagado”. Isidoro ríe hacia afuera, desde la garganta, y al hablar aspira algunas eses y otras erres al azar. Trabajó en la banca, viajó mucho y lo siguiente por América Latina (Argentina, México, Ecuador, Venezuela… “por ir a buscah familias”), y hoy cuida de su padre, “del paisano”, con quien hace “guardias” de cuatro horas en una pequeña plaza sin nombre de El Ejido, un barrio de León al que fueron a parar buena parte de las personas desplazadas por la construcción de diferentes muros de hormigón.

Isidoro sabe de sus vidas mucho más que algunos de ellos. Isidoro es otro más de las decenas de paisanos de las montañas leonesas que viven en una capital de provincia. Tantas horas sentado en uno de los bancos de la plaza no se le hacen duras porque tiene experiencia, estuvo mañanas y tardes enteras viendo pasar las nubes, solo, mientras cuidaba de las vacas, “y no tenías móvil ni tenías arradio”. Incluso le corta el pelo al paisano, aunque se mosquee su hermana, pero bastante ha “esquilao el rabo de los jatos” como para no manejarse en tales menesteres. Isidoro perdió su pueblo y desde entonces se ha volcado en buscar las raíces que lo sostienen vivo. Restan unos minutos para el mediodía cuando insiste en tomar un vino o unas cervezas, que “el agua pudre la madera. Qué buena será, que la tienen que bendecir los curas”.

—¿Habéis desayunao o echamos las diez aquí, como buenos segadores? No quiero abrir una botella pa mí solo, pero yo sí la abriría. Porque, bueno, soy paisano. Desayuno casi siempre a tipo segador. No ando con un cafetín ni nada de eso. Mis tripas están corriendo una detrás de la otra y entonces suelo desayunar a corte y confección. Y después a tirah.

Deja pendiente otra erre, la que más le apetece en ese momento, acerca un pequeño tablero y, sobre un plato, extiende varias rodajas de cecina, lomo y jamón serrano. La gente de la montaña es así, muy suya pero, cualquier cosa, tira la generosidad por la ventana y ofrece hasta lo que no tiene. La sensación es la de estar en casa. La recepción tiene lugar en un local bajo, una especie de garaje-trastero-taller-sala-de-todo-un-poco repleto de cajas apiladas a uno y otro lado, sin aparente orden ni concierto más allá de la sobresaturación de elementos superpuestos.

—Todo eso, no te asustes, que son documentos. Yo no tengo ordenadoh ni tengo nada. Pero me preguntas dónde puedo encontrah un documento y casi seguro que lo sé.

Se levanta de la silla y de un estante extrae cientos de papelones de unos diez centímetros de largo por cinco de ancho apilados en bloques, cada bloque atado por una goma elástica. Son fichas de muertos desde el año 80, cuando le vino “una luz” y empezó a apuntar: un tal Alonso falleció en Gijón, en el mes de marzo, a los setenta y ocho años. Y ese ejemplo multiplicado por cientos. Todo eso le sirvió de base para el libro. “El año 19 fue el año ande más hubo: fallecieron diecinueve personas. Fue el año más fuerte. Otros años siempre entre diez o doce personas de Vegamián. El otro día mismo, murió un chico de sesenta años”. Ese registro todavía no figura en los tarjetones. Lo tiene arriba, con los más recientes, donde guarda las direcciones actuales de los paisanos de Vegamián. Como cada uno había “marchao pa un sitio y no se sabían direcciones ni nada”, tiró de la guía de teléfono y buscó por apellidos. Así fue como empezó la vida para Isidoro después del desplazamiento forzoso.

Este texto de Jairo Marcos y Mª Ángeles Fernández es un extracto del libro Memorias ahogadas editado por Pepitas (septiembre 2024).

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