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Sociedad del espectáculoArteLos museos en la encrucijada: Colonialismo, historia y mala conciencia

Los museos en la encrucijada: Colonialismo, historia y mala conciencia

El debate de la descolonización de los museos, del discurso expositivo, y de la mirada, no es nuevo, y progresa a distintas velocidades desde al menos la década de 1990. Bien sea el tratamiento ético de los restos humanos almacenados en museos, con el conocido episodio del bosquimano de la etnia san cuyo cuerpo disecado se exhibió primero en la Feria Universal de Barcelona de 1888, y que entre 1916 hasta el año 2000 se expuso como parte de la colección del museo Dardar de Bañolas, Gerona, bien sea con la repatriación de piezas provenientes de saqueos o latrocinios, coloniales o no. Si bien España tiene comparativamente poco que reprocharse en este sentido, pues como señalaba Enrique Andrés Ruiz en el diario El País (30 de julio de 2024), los bienes artísticos traídos a la península durante la época virreinal fueron más bien exiguos, la revisión parte de la premisa legítima de que el discurso museístico, como todo discurso, es susceptible de llevar consigo sesgos cognitivos. Esos sesgos invisibilizan prejuicios, lecturas deformadas en nuestras formas de entender la realidad, creando así condiciones que pueden perpetuar injusticias, situaciones de opresión, o justificar la dominación y la marginación de pueblos, o sectores sociales, o individuos.

Es una mirada valiente aquella que intenta trascender una narrativa dominante y nos ayuda a cuestionar aspectos del pasado que nos pueden pasan inadvertidos: la invisibilización del sometimiento de pueblos y sus culturas, la aceptación de la marginalización racial o la subyugación colonial de otros tiempos. Es valiente porque dirige nuestra atención a realidades incómodas, no complacientes, que, si no se cuestionan, pueden ser aceptadas sin suficiente reflexión crítica, distorsionando nuestra percepción del pasado y, con ella, del presente.

La memoria colonial en las colecciones del Museo Thyssen Bornemisza se enmarca en ese contexto de replanteamiento del discurso museístico, en su corriente más reciente. El título de la muestra es preciso en lo referente a las colecciones, mientras que, con respecto a la memoria colonial, se refiere en realidad a un aspecto muy concreto, no en su sentido amplio, sino a la referida a la población indígena americana, africana, y asiática, particularmente sobre aquella que fue esclavizada o explotada por europeos y norteamericanos. Es decir, un ámbito específico de la memoria, en el vasto y triste paisaje de la explotación humana, del homo homini lupus de Plauto.

Se muestra una selección de setenta y tres obras en las que figuran hombres y mujeres oprimidos, opresores, y escenarios de opresión, aparentemente idealizados en una arcadia por parte de la visión europea del siglo XVII. Cincuenta y ocho obras según parece  “producidas para una elite coleccionista europea o estadounidense”, y otras diecisiete hechas por artistas contemporáneos identificados en negativo: “no europeos”.

La intención de la exposición es servirse de esa selección de piezas para analizar algunas de las consecuencias de la colonización iniciada en el siglo XVI, una revisión del discurso histórico que aspira no solo en resignificar el pasado colonial desde una mirada no eurocéntrica, sino a extender el debate a las desigualdades económicas del presente, aspectos en los que historiadores, etnógrafos y otros estudiosos del pasado y de las sociedades humanas vienen trabajando desde hace décadas. Esta resignificación descansa, además de en la narrativa presentada en las cartelas y textos, en la contraposición de obras de autores contemporáneos, junto a obras “tradicionales” o “clásicas”, de las colecciones del museo.

Las salas se corresponden con cada uno de los ejes temáticos, unos sobre la explotación de recursos, la creación de una alteridad racial, el esclavismo como régimen económico y social, y otros sobre lecturas o análisis del modo en que artistas europeos representaban paisajes naturales o cuerpos humanos y sexualidad.

Quizá teniendo presente que la exposición se enmarca en un discurso desde la perspectiva de las personas migrantes y racializadas, como parte de las narrativas antirracistas y anticoloniales desarrolladas en las últimas décadas, quizá solo así, se entienda el término con que los visitantes son recibidos en el primer párrafo de la introducción a la exposición. Al referirse a América como “Abya Yala para los pueblos originarios”, le hace a uno tomar como aceptado un término cuyo uso en realidad tiene un ámbito de uso y aceptación muy concreto, pero que como afirmación general ni es precisa ni es verdadera.

Pueblos originarios son aquellos que comparten vínculos con la tierra y los recursos naturales, término cuyo uso contemporáneo contribuye a reafirmar una identidad asociada a espacios físicos y simbólicos ancestrales. El uso del concepto de Abya Yala en la exposición es problemático, porque no es cierto que los pueblos originarios de América lo usen para referirse al continente. Si se emplea para referirse a toda América, el término, que tiene unos cincuenta años de recorrido, es perfectamente válido en un ámbito de toma de postura política, pero no en una descripción geográfica de uso mayoritario. Hay voces, entre otras la escritora venezolana Gisela Kozak, que hablan desde movimientos sociales formados por pueblos originarios contemporáneos que ni se sirven del término Abya Yala, ni lo aceptan. Por tanto, no parece justo presentarlo al espectador como si fuera el conjunto de “los pueblos originarios” los que lo usan colectivamente. Intentar resignificar dicho término como si tuviera una aceptación indiscutida implica entender que existe un único colectivo, y que además actúa de manera homogénea y unificada.

El discurso expositivo usurpa sin pretenderlo la heterogeneidad de los ángulos políticos, ideológicos, la identidad cultural diversa, de los pueblos originarios, de los que se presenta como voz viva. Es irónico que la voz de los pueblos cuyos antepasados fueron víctimas de la mirada colonial se vea ahora aparentemente simplificada en una supuesta unidad de visión, de acción, de creencias. La exposición está por supuesto legitimada para hablar desde su propia perspectiva, pero al poner el acento sobre el discurso propio despoja al espectador de la variedad de cosmovisiones y perspectivas de los pueblos originarios de América.

La narrativa de la exposición arranca desde las relaciones de poder e intercambios, centrándose en el extractivismo como modo de definir los vínculos transatlánticos, más propios de la colonización europea del siglo XIX que de las realidades virreinales del siglo XVI en adelante. Esta perspectiva genérica en la que Europa es una única entidad colonizadora, y América es una única entidad colonizada, ignora el carácter singular de la expansión de la corona de Castilla en el conteniente americano, con sus violencias, traslación e imposición de instituciones, legislación, y realidades lingüísticas, culturales, y políticas. Con ello se distorsiona la experiencia histórica vivida por los pueblos que hoy viven en los países herederos y emancipados de tales virreinatos de los siglos XVI al XIX, cuya perspectiva es la que se pretende valorar. La trayectoria histórica de los pueblos indígenas americanos de hoy día, con todas sus similitudes, es también muy distinta en las diferentes zonas de México, en Bolivia, Venezuela, o en Uruguay. La experiencia histórica de la población negra descendiente de esclavos en Estados Unidos es distinta de la de Cuba, o de los estados independientes del África contemporánea. En el discurso expositivo recogido en las salas el único hilo conductor que lo aúna en un todo centralizado, un Abya Yala unido por un enemigo común: la Europa Occidental. La atemporalidad de esta perspectiva resulta confusa al historiador que, obligado por su disciplina, intenta descifrar el objeto ultimo de esta elección.

En fiel reflejo de las muy diversas experiencias históricas de los pueblos indígenas de América, la exposición podría hacerse eco de cómo en los siglos XVI y XVII se vivió en la mentalidad de la Europa occidental un cambio en la forma de entender la alteridad ultramarina, de buscar elementos comunes en pueblos desconocidos que confirmaran un mismo de origen entre los seres humanos, se pasó a buscar lo opuesto, las diferencias, solidificando una jerarquía racializada que siempre o casi siempre situaba a los europeos en el punto más alto del escalafón. Este racismo quedaría barnizado ya en el siglo XIX con una pátina de cientificismo.

Es de indudable interés colectivo el llamar la atención sobre cómo las expresiones artísticas del pasado cargan consigo algo aún más trascendente que alardes técnicos y artísticos: las representaciones tácitamente silenciosas del orden jerárquico racial, social, político, económico, incorporan representaciones simbólicas que indudablemente no son inocentes, ni necesariamente compatibles con nuestros valores contemporáneos. Llamar la atención sobre ello es un refrescante ejercicio de cuestionamiento y puesta en valor de los propios valores y de la larga trayectoria para consolidarlos y sostenerlos.

Visto el modo en que la exposición se articula, cabe cuestionar si tiene un objetivo de espectro tan amplio como su título sugiere. El discurso remite a un anticolonialismo apresurado, como si se hubiera despertado de un largo sueño colonial y nos metiera prisa para convencernos del rechazo necesario a la opresión y a las estructuras no democráticas de poder. Este anticolonialismo de nuevo cuño no coincide con la trayectoria histórica de Occidente en general. Cierto es que vivimos en un momento en el que las perspectivas nacionalistas, algunas de ellas complacientes con el pasado colonial, parecen tener prioridad, pero el cuestionamiento del supremacismo que pudo dominar colecciones y narrativas museísticas lleva décadas de superación, y avanza y retrocede en función de un debate que es dinámico y complejo.

La contraposición de obras de épocas dispares, aun siendo tendencia, resulta extemporánea. Piezas de épocas, estilos, e intenciones tan dispares como las que se presentan parecen no tener sentido fuera del discurso de la exposición en sí. El resultado da la impresión de ser oportunista, al hacer compartir un espacio expositivo a creadores “no europeos” contemporáneos, con artistas de los siglos XVII al XIX, en un diálogo que es inexistente, porque las obras clásicas o academicistas quedan en un silencio mudo, atrapadas en el discurso artístico de siglos pasados. Tal vez ese silencio quiera ser reflejo invertido del silenciamiento institucional de colecciones que se presentaban a sí mismas como asépticas, herederas de aspiraciones objetivistas que suprimían lo sombrío de sus orígenes.

Desde ese diálogo unilateral hace la exposición oportunidad, para afear el discurso subyacente de un pasado en el que pueblos indígenas eran vistos por las clases dominantes europeas como seres inferiores susceptibles de la dominación colonial. Tal apuesta expositiva convierte en culpables a los artistas europeos de otras épocas, estilos, y prioridades, que reflejaron el mundo en que vivían, con los valores del mundo en que vivían, y en estilos que priorizaban las preferencias técnicas, estéticas, y sociales, del mundo en que vivían.

La naturaleza parcial del discurso expositivo puede argumentarse hilvanando el modo en que tres obras son presentadas: dos de ellas en la propia muestra, y otra en el catálogo que la complementa.

La primera, para mí una de las varias joyas que enriquecen la exposición, es la vista de Manila pintada por el marino y viajero francés Adolphe d´Hastrel a mediados del siglo XIX. La obra muestra en primer plano un grupo humano junto al río Pásig, a cuyo fondo se distingue el puente de España, que une la ciudad murada, a la izquierda, con los barrios o arrabales de Binondo y San Nicolás, a la derecha. Los perfiles monótonos de perfil urbano marcan un claro contraste con el primer término, la amplia variedad de hombres, mujeres, personajes de múltiples procedencias, etnias, y mercancías, todo en una rica paleta de colores nos hace pensar que el autor puso especial énfasis en mostrar la diversidad humana de la metrópoli filipina, intencionalmente concentrada en un mismo escenario. Dos personas, acaso esclavizadas y de futuro incierto, fueron representadas a un extremo del grupo, mientras en el punto opuesto se distingue una figura que claramente es la del Capitán General de Filipinas.

Vista de la ciudad de Manila. Adolphe d´Hastrel. Ca. 1855. Colección Carmen Thyssen. Foto C. Madrid.

Este cuadro apenas conocido de d´Hastrel va acompañado de una ficha cuyo texto sirve de botón de muestra sobre el carácter apresurado del discurso narrativo de la exposición, pues comete deslices en prácticamente la totalidad de las afirmaciones, de la primera a la última. Ni Legazpi conquistó Filipinas, que en 1565 aún no existía como tal, ni fue la conquista la que propició la esclavización de personas nativas. Como en tantas otras partes del sudeste asiático, la esclavitud ya existía y era numerosa entre las comunidades costeras de la isla de Luzón. Y todavía más numerosa y desde luego más brutal en las islas del sur de Mindanao. Lo que hizo la colonización fue abolir la esclavitud indígena (no así la africana). Hubo efectivamente en la Manila colonial un mercado de personas esclavizadas, y en la ruta del galeón que terminaba en Acapulco se transportaron víctimas de dicha trata, y por tanto la historia del archipiélago filipino tiene un indudable vinculo histórico con la esclavización de seres humanos, antes y durante la colonia. Este tráfico, aunque pudo haber sido numeroso esporádicamente, fue comparativamente minoritario. Para la Filipinas colonial su tráfico no fue ni esencial, ni en conjunto significativo, en contraste con Cuba y Puerto Rico. A la certeza histórica de que la esclavitud no fue promocionada por la colonización española en Filipinas se puede añadir que lo que hizo el régimen colonial fue prohibir comportamientos esclavistas que practicaban determinadas comunidades indígenas sobre otras.

Lo irónico de la simplificación del pasado que nos ofrece la cartela es que el verdadero centro esclavista del sudeste de Asia, que proveía de mano de obra cautiva a buena parte del continente, estaba en manos de los sultanatos del mar de Joló, concretamente del islote de Balanguingui, que anualmente llevaban a cabo razias en distintas partes del archipiélago sin otro objeto que saquear comunidades costeras, secuestrar mujeres y obtener mano de obra esclava para nutrir un mercado que alcanzaba más allá del océano Índico. Puede resultar irónico que la exposición se mantenga muda con respecto a dicho mercado y quien, cómo y cuándo se propició su final. Como bien articula el brillante y conciso análisis del cuadro que aparece en la página del Museo Thyssen Bornemisza y firma Pilar Giró, la obra de d´Hastrel puede datarse en torno a 1855. Resulta irónico que la época se corresponda justo con el periodo isabelino en el que la administración colonial tomó acciones decisivas para terminar con el comercio de esclavos, cuando fuerzas de la armada española formada en buena parte por tropas filipinas liberaron centenares de esclavos en una serie de operaciones militares cuyo eco está por cierto bien reflejado en las colecciones del Museo Naval de Madrid.

Hay un segundo elemento del cuadro nos permite datarlo como anterior a 1863, el moderno edificio de tres plantas, la Aduana, que se distingue a la izquierda de la escena. El edificio aún no muestra los daños que sufriría en el terremoto que Manila padeció en dicho año, pero que quedaron reflejados en una fotografía conservada en el Archivo General del Palacio Real de Madrid.

El edificio de tres plantas era la Aduana de Manila. Foto C. Madrid.

Pero al lector de la cartela de la exposición nada de esto le llegará. El visitante casual no podrá aprender sobre el valor histórico de esta obra tan poco conocida, pues el tarjetón no tiene ni una palabra sobre su autor, que por cierto se distinguía por la fidelidad escrupulosa con que reproducía cuanto observaba, y que hace de su obra una fuente histórica de especial importancia. Se puede objetar que el propósito de la exposición no es celebrar la maestría de los pintores occidentales, y que dicha apreciación puede suceder o ha sucedido en otras ocasiones que desconocemos. La cartela en cambio dirige nuestra atención a la bandera española que se ve en segundo plano, para pretender ver en ella el “garante del orden social que se rompió en 1872”. Esto tampoco es cierto.

El orden social colonial no lo garantizaba la bandera, ni la que ondeaba sobre el fortín del Puente de España, ni ninguna otra. El orden social descansaba sobre un sistema de creencias y dogmas, lealtades, leyes impuestas y leyes negociadas, en un complejo equilibrio impuesto y construido durante múltiples generaciones, a lo largo de varios siglos, y que abarcó todos y cada uno de los aspectos de la actividad humana: religiosos, sociales, culturales, y económicos, durante periodos históricos muy distintos entre sí, pero en el que los españoles siempre fueron una minúscula minoría. Además de las desigualdades, explotación, abusos y opresiones, que existieron, dicho proceso gestó profundos intercambios mutuos basados en dinámicas no necesariamente herederas de la opresión, sino ajenas a ella, dinámicas que forjaron también un desarrollo económico y cultural indiscutible, como atestiguan préstamos recíprocos en aspectos lingüísticos, gastronómicos, musicales, etcétera, en un rico proceso a gran escala cuyas múltiples facetas aún se desconocen en su totalidad y sobre cuyo estudio y divulgación lleva décadas trabajando la historiadora María Dolores Elizalde.

Diversidad humana de la metrópolis filipina. Foto C. Madrid.

Sí podrá en cambio el espectador inocente leer en la cartela que el motín de Cavite de 1872 dio comienzo a un movimiento revolucionario, lo que es otro error incomprensible. Lo que a largo plazo resultó de la reacción gubernamental al motín fue un mayor sentimiento nacionalista entre la población urbana de Manila y de su entorno, pero no una revolución social, ni militar, ni política. Fue tras varias vicisitudes históricas a lo largo de casi veinte años que la parálisis política desembocó en una revolución armada. De los tres párrocos “nativos” que fueron ejecutados en 1872, efectivamente sin fundamento, solo uno era étnicamente tagalo (Gómez). Otro era mestizo de español y chino (Zamora), y el tercero era directamente español criollo (Burgos). Nativos al fin y al cabo, aunque la verdadera diversidad étnica de la realidad filipina no juegue a favor de la falsa dicotomía que la exposición quiere presentarnos, donde el grupo de occidentales opresores y no occidentales oprimidos se ha querido trazar con tiralíneas.

Aunque contra todo fundamento histórico en la cartela se afirme que “para contrarrestar las voces en pro de la independencia, España celebró en el madrileño parque del Retiro la Exposición General de Filipinas”, y que en parte se concibió “a modo de zoológico humano”, tales afirmaciones no son ciertas. No se corresponde ni con la motivación tácita, ni con el deseo expreso de sus organizadores. Con toda la carga colonial que tuvo la exposición filipina de 1887, estudiada en profundidad por el profesor de la Universidad Complutense de Madrid Luis Ángel Sánchez Gómez, la iniciativa estuvo encabezada por un gobierno progresista de la España de la Restauración que perseguía precisamente lo contrario. Describirla como motivada por una intención de recrear un zoológico humano sencillamente desconoce su historia.

El discurso expositivo incumple con su propia misión, y en su lugar parece centrarse en reforzar argumentos de grupo y teledirigir el sentimiento crítico de parte de la población, bien sea en apoyo a políticas concretas para grupos emergentes –la población migrante en Europa–, bien sea en favor de determinadas políticas de adquisición de nuevas obras para el museo. No ayuda al primero de tales objetivos el partir de una simplificación amputada de la precisión histórica. Si se excluye el contexto completo y hacemos pasar a España como única iniciadora de un comercio de personas esclavizadas en Filipinas, cuando lo que hizo es limitarlo y prohibirlo, no solo se amputa una parte significativa de la realidad histórica que pretende revelar, sino que se tergiversa. Esto dificulta una comprensión crítica del pasado, incluso para los mismos fines propuestos por la exposición. Es como si el verdadero objetivo no fuera revisar la memoria colonial y el sufrimiento de las personas esclavizadas, sino imputar a la civilización occidental la responsabilidad de dicho sufrimiento, desde una lectura ajena al devenir histórico.

La segunda de las tres obras a comentar se encuentra en el catálogo, la gran joya de la exposición, maquetado con estilo sobriamente elegante y donde las secciones articulan la perspectiva que sostiene la muestra con un detalle y riqueza de explicaciones, que no siempre se corresponde con las generalidades e imprecisiones de las cartelas. Los argumentos que contienen, sin querer yo entrar aquí a comentarlos en profundidad, articulan un punto de vista intelectual complejo y presentado con solvencia adecuada para el contexto de la exposición.

Al presentar cómo la mirada artística europea se apropiaba del cuerpo sexualizado de la población negra africana se cita como ejemplo (p. 122) un cuadro del pintor holandés Albert Eckhout (1610–1665), Hombre africano, parte de una larga serie. Se menciona cómo en dicha obra “el machete con una borla emplumada” que porta al cinto, y la palmera de fondo, son “claras alusiones fálicas” que evidencian dicha sexualización simbólica, de un instinto sexual no educado, no sujeto ni a restricciones ni a moral alguna.

Hombre africano, por Albert Eckhout. Museo Nacional de Dinamarca. Fuente Wikipedia Commons.

La resignificación europea de cuerpos y sexualidades de pueblos que le eran exóticos está ampliamente documentado. En este sentido, sobre la obra de Eckhout hizo un estudio en profundidad Rebecca Parker Brienen, primero en 2002, luego consolidado en su trabajo Visions of Savage Paradise de 2006 (p. 134). Por eso es desafortunado que el catálogo quiera ver en el mismo un “machete con una borla emplumada”, cuando no es ni lo uno ni lo otro. Debía describirse como lo que es, una espada ceremonial adornada con un mechón de pelo y una concha marina. Porque es precisamente la precisión de Eckhout lo que ha permitido identificar la espada como perteneciente a la cultura akan de la costa de oro guineana (Brienen: 143), además de pertenecer a una persona de alto rango, detalles importantes para el estudio de quienes padecieron la salvaje opresión esclavista.

Espada ceremonial del pueblo akan, región de Asante en Ghana. Fuente: Museo Británico.

Por cierto que una versión anotada de esta serie de cuadros fue pintada por el empleado de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales Zacharias Wagenaer (1640-1668). La copia de este mismo Hombre africano, depositado en las colecciones nacionales en el castillo de Dresde en Alemania, replica con toda exactitud detalles que suponemos eran los importantes, y entre los que no se cuenta la palmera fálica del fondo. Lo que la copia si refleja con fidelidad son las armas, lo que apunta a que ambas versiones tenían un interés en identificar su capacidad militar. Ambas versiones dibujaron detalladamente las lanzas (llamativa su similitud con lanzas filipinas del norte de Luzón), que en la versión de Wagenaer se completan con un escudo defensivo:

Otra versión del cuadro «Hombre africano» hecha en la misma época por el artista holandés Zacharias Wagenaer (1640-1668). Colección de grabados, dibujos y fotografías de las Colecciones Estatales de Arte en Dresde, Alemania. Wikipedia Commons.

Entender los contextos históricos nos obliga a acercarnos a un mundo diferente al nuestro, para interpretar desde nuestro presente significados e intenciones expresadas en un lenguaje que nos es ajeno, evitando dar por simbólicas representaciones que puedan ser exactas, como la forma de una espada ceremonial, o dar por casuales representaciones que son alegóricas, como una palmera de fondo, una cornucopia o un pájaro Agapornis en la versión femenina del cuadro que nos ocupa, detalles que son parte de la iconografía alegórica europea y que parecen hacer referencia a la fertilidad proyectada por los europeos sobre los pueblos africanos.

Hace tiempo que está superada la idea de que la serie de cuadros proto-etnográficos de Eckhout fueran ajenos a la visión imperante en la Europa del siglo XVII y sus prejuicios. Como era de esperar, las representaciones pictóricas o literarias de la Europa del XVII están inevitablemente vinculadas a su contexto artístico, geográfico, y cronológico, y además condicionadas por la necesidad e intereses que les dio origen. Así sucedía por ejemplo con los pintores virreinales del México y el Perú de los siglos XVI y XVII, que al encontrar civilizaciones altamente sofisticadas como la azteca o la inca desarrollaron una iconografía artística que remitía al pasado imperial romano europeo para representar a miembros de la nobleza indígena. Luis Eduardo Wuffarden, en la obra colectiva Arte Imperial Inca (Lima, 2020), se hace eco de cómo tales atributos son figurativos de la comparación con la antigua Roma, de la que la civilización europea se veía heredera, y no testimonios de usos incaicos verdaderos. Esta romanización pictórica buscaba reflejar civilizaciones y pueblos “paganos, pero no salvajes”, dinámica que era esencial poner de relieve en las reivindicaciones del momento, y que solo se entiende desde su contexto histórico. El análisis de estas sociedades de múltiples capas revela una complejidad que trasciende la división radical entre e indígenas dominados y europeos dominantes, más propia de la expansión colonial del periodo industrial decimonónico.

Retrato de Francisco Sinchi Roca, alférez real inca. Óleo sobre lienzo, Anónimo. Circa 1720. Colección particular. Ramón Mujica Pinilla (Coord.), Arte Imperial Inca: sus orígenes y transformaciones desde la Conquista a la Independencia. Lima: Banco de Crédito del Perú. P. 160.

Que el orden simbólico de la Europa del siglo XVII representaba culturas y pueblos ajenos llevados por una cosmovisión propia, inevitablemente etnocéntrica, condicionada por prejuicios, supersticiones, y prioridades militares o económicas, no es un secreto revelado que deba entenderse como una trampa intelectual en la que los artistas europeos de entonces quisieran hacernos caer. Como es lógico, los imperantes en la época deben tenerse en cuenta en la interpretación de obras artísticas del siglo XVII. Solo nuestra inclinación política desde un presente que acumula conocimiento histórico nos permite apreciarlo en perspectiva.

Las obras ejecutadas por artistas europeos en siglos anteriores son fuentes históricas de primer orden, incluso con sus fuertes condicionantes contextuales. Pero si tales obras se contraponen con otras de autores contemporáneos que utilizan otro lenguaje y parten de una crítica a realidades injustas que lógicamente conectan de manera más directa con el espectador contemporáneo, el resultado, aunque indudablemente efectista, nos ofrece un falso diálogo. Esto entorpece el propio objetivo de la exposición, además de la apreciación de obras de incuestionable calidad artística y valor como fuentes de información histórica. No se parte de un análisis profundo de los hechos históricos, presentados luego en una acción de carácter educativo. Mas parece que las cartelas partan de una diatriba genérica con intenciones persuasivas, intentando condicionar la visión de los espectadores hacia una forma de crítica muy específica.

Para ilustrar la combinación de colonialismo europeo y patriarcado, la sala correspondiente se sirve de un cuadro de Max Pechstein, Summer (Verano) de 1921, tercera y última de las obras de la exposición aquí comentada. En ella, se nos dice vemos “tres mujeres de piel oscura y rasgos faciales no occidentales”, “orientalizados”, y que las formas recuerdan a “ciertas tallas oceánicas”.

No se menciona qué tallas ni de qué parte de Oceanía son, aunque Oceanía se extiende literalmente por medio planeta y alberga una diversidad cultural extraordinaria. La cartela menciona las islas Palaos, donde Pechstein viajó en 1914, aunque la sitúe en Indonesia. Palaos o Belau es una república independiente que está situada, hoy como ayer, en Micronesia.

«Summer» (Verano) Max Pechstein, 1921. Museo Thyssen-Bornemisza. Foto C. Madrid.

En las islas Palaos, las figuras que presidian fachadas y vigas maestras de las casas masculinas tradicionales o bais estaban presididas por Dilukai, una figura femenina cuya talla requería complejos conocimientos simbólicos y prácticos. Pechstein vio por primera vez diversas tallas de Palaos en fotografías y, posteriormente, en 1906, en el Museo Etnográfico de Dresde, donde habían sido llevadas por su compatriota zoólogo Karl Semper. Como recordaba el artista en sus memorias, le causaron una gran impresión, y antes de llegar a Palaos expresó al gobernador colonial alemán su compromiso de no alterar “la unidad no profanada de naturaleza y hombre”.[1] Su visión inevitablemente proyectaba realidades o expectativas propias sobre escenarios y culturas exóticas.

Talla de las islas Palaos representando a Dilukai. Metropolitan Museum of Art. Wikipedia Commons.

En el movimiento artístico Die Brucke, desnudos y paisaje se funden en un único motivo, pero no solamente con mujeres u hombres indígenas, también con occidentales. Para el historiador del arte Wolf-Dieter Dube (1934-2015) era una forma de fundir en un todo el cielo, la tierra, el agua, y las personas, “…una forma de superar las restricciones sociales. El ser humano era visto como una parte integral de la naturaleza. Esto también se aplicaba a la liberación del eros, la liberación de lo físico del confinamiento de las hipócritas nociones morales burguesas”.[2]

Por eso presentar el cuadro Verano como testimonio de la combinación entre colonialismo y patriarcado requiere ver en el mismo a mujeres no occidentales, y la cartela las identifica como tal. Pero cuando el artista alemán reflejaba en sus obras a personas de Palaos lo hacía con rasgos bien distintos:

Palau triptych (1917/57). Wilhelm-Hack-Museum Ludwigshafen. P. 197.

Ronmay (1917/92), oil on canvas. Coleccion Particular. Alemania. Photografia de Alexander Pechstein, Tökendorf.[3]
Se quiere ver en el cuadro Verano la fusión de la mujer indígena, racializada y desnuda, con el entorno, en una identificación con lo primitivo o salvaje el paradigma del imaginario patriarcal que racializa a la mujer. He intentado compartir tal lectura sin conseguirlo. ¿Es la figura desnuda de la izquierda la que remite a las tallas de Palaos por la forma esquemática de los pechos, en forma de triangulo invertido? ¿Es por la forma neutra y ovalada del rostro, como las figuras Nukuoro de Micronesia? Podría efectivamente ser una evocación o recuerdo de su viaje a Palaos, como la cartela apunta. También podría ser una coincidencia, pues también figura en Open air in Moritzburg (Aire abierto en Moritzburg, 1910), obra anterior al viaje a Palaos y en el que representa unos bañistas de piel anaranjada en Alemania, una de las figuras desnudas está sentada en cuclillas, en una postura parecida a la de una Dilukai de Palaos:

«Open Air» (1910), Stiftung Wilhelm Lehmbruck Museum, Duisburg.

Querer identificar las figuras desnudas de Verano como no-occidentales ¿no las racializa? ¿Es por el color medianamente anaranjado de su piel, o por la forma rasgada de los ojos de una de ellas, que las hace no occidentales? Desde luego en cuanto a la longitud de sus cabellos se refiere no parecen ser mujeres de Micronesia. El paisaje representa árboles y vegetación que no son tropicales, y una de las figuras, de la que solo podemos presumir que se trate de una mujer, tiende sobre una rama una tela azul cuya forma y color eran más comunes en Occidente que en las islas Palaos. El color anaranjado de los cuerpos es consistente con otros desnudos de Pechstein donde las figuras representadas siempre están reproducidas en los mismos colores (amarillo, rojo, o naranja), como en Aire abierto.

La última sección de la exposición, ‘Resistencia. Cimarronaje y derechos civiles’, se cierra por cierto con unas fotografías del palestino Taysir Batniji, relativas a la ocupación israelí de Gaza, trágicamente convertidas en ominosos testigos de la brutal campaña de destrucción de infraestructuras civiles y militares, con matanzas cometidas entre finales de 2023 y 2024 contra población indefensa y no combatiente, que a la postre demuestran lo necesario de una mirada reflexiva y crítica hacia los discursos emanados desde el poder.

Pero el cimarronaje y los derechos civiles se centran en realidades vividas en la Norteamérica angloparlante. El análisis presentado desconoce todo del cimarronaje y de los movimientos civiles en la Cuba o Puerto Rico en los últimos años del siglo XIX. Apenas encuentra tiempo para apreciar luchas políticas que tuvieron lugar en la España finisecular, pero sí para mencionar que los primeros movimientos antiesclavistas surgieron “en los países del norte de Europa” a finales del siglo XVIII. No encuentra cabida el fenómeno histórico de la población libre de color en la Florida española de finales del XVIII y principios del XIX, donde dicho territorio se convirtió en una zona de atracción y libertades para la población negra esclavizada en las colonias inglesas y en Estados Unidos, estudiados por Jane Lander en su exhaustivo estudio Black Society in Spanish Florida (University of Illinois, 1999). Existieron allí unos espacios de libertad que eran impensables en otros lugares, espacios que desaparecieron precisamente cuando Florida dejó de ser española y la población negra allí residente prefirió emigrar a Cuba para poder así conservar su relativa libertad.

La memoria del cimarrón cubano Esteban Montejo en la obra clásica de Miguel Barnet Biografía de un cimarrón (La Habana: Instituto de Etnología y Folklore, 1966), podría servir de botón de muestra de la complejidad de una realidad que aún entonces era heredera de profundos intercambios forjados a lo largo de múltiples vicisitudes históricas, en una Cuba la que la población negra libre ya no era minoritaria. El anciano Montejo, que había sido víctima de la brutalidad del régimen militar de la isla durante las últimas décadas del siglo XIX, recordaba también haber admirado desde la calle la música y el baile de los españoles residentes en La Habana, la jota, que le estaba vedada por las violentas leyes coloniales, y recordaba cómo los propios españoles, en reciprocidad a su admiración, rompían las barreras del racismo institucional para compartir con él queso, vino, y uvas. Ese episodio, anecdótico y que en nada disminuye la inhumana crueldad del esclavismo, es testimonio de lo dinámica y flexible de la naturaleza del orden social en el contexto colonial hispano, también recogido por la investigadora Estela Roselló refiriéndose a un caso de enamoramiento entre ama blanca y un esclavo mulato en la Nueva España.[4]

Una de las dificultades del discurso narrativo de la exposición es que presenta a los espectadores un cuestionamiento crítico del pasado colonial como una revelación aleccionadora, moralista. La que complementa una pequeña e interesante publicación que adopta la forma de un glosario, testimonio de la voluntad pedagógica de la iniciativa. Parece como si el objeto no fuera tanto ampliar un horizonte de conocimiento autónomo por parte del público sino precocinarlo, definiendo el ámbito interpretativo moralmente correcto.

Vista en perspectiva, con los méritos que reflejan el esfuerzo ímprobo que tienen iniciativas de esta naturaleza y calibre, la exposición del Museo Thyssen Bornemisza quizá responda a un situacionismo institucional, con la premura de no quedarse fuera de un debate colectivo del que todas las grandes colecciones mundiales quieren formar parte. Por cierto, que esa conversación, aunque aspire y se presente a sí misma como global, es más bien primermundista, en la medida en que solo museos potentes de dimensión y visibilidad internacional pueden permitírsela.

En el proceso de reparación que la exposición pone de manifiesto, aunque lo haga desde un eurocentrismo involuntario, se toman elementos de la realidad histórica, y se hace un troquelado en el que solo tienen cabida los abusos de la población europea sobre población no europea. Los pueblos originarios son entendidos como un todo genérico sin distinción de clases, de épocas, de tomas de postura, en los que Occidente es una unidad atemporal. La narrativa expositiva, al centrarse en la proveniencia étnica y cultural del sujeto histórico –los pueblos originarios– ha preferido situarse en un presentismo dominado por antagonismos culturales contemporáneos en los que la identidad de grupo deja fuera del análisis elementos clave, en un corte transversal donde el eje articulador no son clases dominantes ni clases dominadas, sino identidades étnico-raciales en una dicotomía simplificadora trazada sobre un discurso parcial.

Esta exposición se desarrolla en una Europa occidental donde la crítica pública al estado, al gobierno, a valores culturales propios o ajenos, está plenamente legitimada. La lectura crítica del pasado la hace viable una sociedad democrática donde priman derechos y libertades, valores constitucionales que en España arrancan en el Cádiz de 1812, construidos y reconstruidos a lo largo de varias olas legislativas.

En aquella constitución proto-democrática que inaugura el constitucionalismo español, engrandecida por contar con las firmas de españoles de ambos hemisferios, el representante peruano Dionisio Inca Yupanqui, descendiente de la antigua nobleza inca y como tal en igualdad jurídica con la nobleza castellana, alertaba de la necesidad de combatir las formas de despotismo secular que padecían los pueblos indígenas. No olvidemos que el racismo institucionalizado aún situaba a los españoles cristianos en una posición de superioridad respecto a las comunidades indígenas, en perpetua minoría de edad y sometidas todavía al pago de tributo más de dos siglos después del fin de la conquista. Y puesto que “un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”, el representante del virreinato del Perú, cuyos habitantes ansiaban liberarse del vasallaje, habló no como persona noble o defensor de un estatus hereditario propio del antiguo régimen, sino “como inca, indio, y americano”, y como tal se le aplaudió. Es profundamente significativo que la propia trayectoria de España esté personificada en el diputado de origen indígena de las Cortes de Cádiz, cuya biografía refleja las contradicciones de la transición hacia el constitucionalismo democrático del que hoy somos beneficiarios y transmisores.

Es innegable que, en los contextos coloniales de explotación, las identidades raciales, creadas o favorecidas desde el poder, jugaron un importante papel para perpetuar el (des)orden social. Ninguna nostalgia imperial puede blanquear el régimen de desigualdades que persistió durante generaciones y que, entre otras muchas injustas realidades, también creó condiciones sociales profundamente diversas. Los museos de nuestro tiempo seguirán siendo plataformas para la expresión de perspectivas contrastadas, porque el racismo y el supremacismo que pudo dominar en el pasado las instituciones fue quedando atrás con los regímenes constitucionales, a partir de los cuales han florecido las sociedades democráticas contemporáneas desde donde se sigue avanzando en favor de la superación de categorías de confrontación identitaria.

 

Notas:

[1] Fulda B and Soika A 2012 – Max Pechstein, The rise and fall of Expressionism. Pp. 32 y 145.

[2] Wolf-Dieter Dube, ‘The Artists Group Die Brücke’, in Solomon Guggenheim Foundation (ed.), Expressionism: A German Intuition 1905–1920 (New York, 1980), 98. https://ia801604.us.archive.org/26/items/expger00neug/expger00neug.pdf  [14 de agosto de 2024].

[3] Reproducido en Fulda, Bernhard; Soika Aya, 2012. ‘Max Pechstein: The rise and fall of Expressionism’. Interdisciplinary German Cultural Studies. DeGruyter, 2012. P. 158.

[4] Roselló Soberon, Estela. ‘De gallinas, mujeres y polvos de amor. Un caso de estudio sobre la hombría de un esclavo negro y la inversión temporal de las jerarquías sociales en la Nueva España, siglo XVII’. CLAHR: Colonial Latin American Historical Review, ISSN 1063-5769, Vol. 1, Nº. 2, 2013. Pp. 171-189.

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