Anoche, desde el sofá verde donde mis hijos solían hacer cabañas con los cojines, vi el debate electoral de Estados Unidos entre Donald Trump y Kamala Harris. Hoy, 11 de septiembre, Facebook tiene pocos comentarios sobre la caída de las Torres Gemelas hace más de dos décadas, y está lleno de fotomontajes de gatos y perros sazonados con perejil en platos hondos. ¿Dónde ponemos la atención estos días?
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El patio de mi colegio tenía el suelo de asfalto. Lo recuerdo porque al caernos se nos llenaban las rodillas de heridas con arenilla negra, que no desaparecía hasta que se caía la costra. “Ven que te ponga mercromina”, repetía un par de veces la madre Ayesa –así llamábamos a la monja que estaba a cargo de primero A– cuando se acercaba al botiquín acoplado a la pared. Después abría la puertecita metálica y sacaba un cuentagotas rojo como el plumaje del cardenal que aparecía en uno de mis cromos de la colección Naturaleza y color. Al resbalar las gotas por la piel se mezclaban con la arenilla incrustada y el moratón se volvía más colorado. Pero no escocía. Después de pintarme como a Orzowei, recitaba (como si ver caer a niños en el recreo fuera el pan de cada día): “A ver, Gema, ¿quieres tirita?”
Había niños que querían tirita y otros que no. No es que hubiera dos bandos per se, pero todos sabíamos desde parvulario quienes eran los que querían tirita, quienes eran los que querían mercromina, y por qué.
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“Buena noche para Harris”, titula el New York Times el 11 de septiembre, y comparte una gráfica que indica los porcentajes de las encuestas nacionales: Harris, 49%; Trump, 47%. La carrera ya ha empezado porque desde el 6 de septiembre, hace apenas cinco días, se puede votar por correo en Estados Unidos. Pero los votantes estamos un poco mareados.
Todo empezó dos meses atrás, el 3 de julio, con el debate entre Trump y Joe Biden, cuando el New York Times publicaba las estadísticas: 43% de los votos para Biden y el 49% para Trump. Los demócratas salieron mal parados pues, tras aquel intercambio dialéctico (por llamarlo de alguna manera) el 74% de votantes veía a Biden, con sus 81 años, demasiado viejo para ser presidente. NBC News publicaba: “Las encuestas rebajan 1 o 2 puntos para Biden por sus dificultades en el debate”.
El 13 de julio, para sorpresa de los televidentes y los republicanos presentes en un mitin en Pensilvania, una bala rozaba la oreja derecha del candidato Trump. “Es un intento de asesinato fallido”, dijeron. Thomas Matthew Crooks, el tirador de veinte años sin antecedentes penales que apuntaba desde un tejado, fue localizado de inmediato (justo después de disparar) y le mataron en el acto. Las televisiones se llenaron de imágenes de Trump gritando: “¡Luchad!”, con la cara ensangrentada y el puño en alto. Por los muros de Facebook pululaban fotomontajes del líder republicano deteniendo proyectiles con la mano, como Neo en Matrix, gabardina de cuero negro incluida. Y Trump sumaba puntos en las encuestas.
“Está protegido por la Gracia Divina”, proclamaban muchos republicanos y, como consecuencia, hombres y mujeres, simpatizantes, se cubrían las orejas con trapos y servilletas en los mítines. Lo hacían por solidaridad, decían los solidarios, y así aumentaba la ventaja de Trump. “Cubrirse las orejas con vendas es la moda de la Convención Nacional Republicana”, contaba la CNN el 18 de julio.
Pero el 21 de julio Biden se retiraba de la contienda electoral y Kamala Harris tomaba el relevo. Eso era lo mejor para su partido, escribía Biden en una carta que publicó el New York Times. Y las estadísticas empezaron a cambiar. Harris, a sus 59 años, era candidata a ser la primera mujer presidente de los Estados Unidos. Y así fue como el 10 de septiembre los estadounidenses vieron con aún más curiosidad el segundo debate entre demócratas y republicanos. Yo, desde mi sofá verde.
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“Tienes la rodilla hecha un Cristo”, me decía mi madre cuando llegaba a casa. Y me entretenía en mirar cómo salía agüilla mezclada con sangre, porque las monjas habían dicho que eso era como la Eucaristía. Pero si me caía en fin de semana, mi madre decía que a la herida tenía que darle aire. Y en cuclillas yo soplaba. Y al cabo de un tiempo pasaba la yema de los dedos por la costra, que era como un caparazón de tortuga. Y levantaba una esquinita de esa capa marrón para ver cómo mi cuerpo se regeneraba. Con cinco años imaginaba que Dios era el encargado de hacer costras, de lo extraordinarias que me parecían.
Cuando la madre Ayesa me preguntaba en el recreo que si quería tirita, a veces asentía, porque era de color crema y el moratón casi ni se veía. Y me olvidaba por un rato que me había tropezado, y corría más deprisa. La herida era como un secreto que me daba energía. “Qué fuerte soy que me caigo y me levanto como si no hubiera pasado nada”, pensaba, y me repetía yo sola para adentro el estribillo: “A la zapatilla por detrás, tris-tras, ni lo ves ni lo verás, tris-tras”. Lo recuerdo como si fuera ayer.
Pero otras veces no quería tirita, porque así podía mostrar mi herida de guerra y contárselo todo a mis amigas cuando me preguntaran. O sea que, si necesitaba un poco de atención, en lugar de tirita quería mercromina. Nunca me di cuenta de que la madre Ayesa nos daba la opción de elegir, como tampoco me daba cuenta de que aquella elección personal era tomada tras un análisis sobre lo que me convenía el día en el que me había caído. Son justo esas elecciones libres de nuestra infancia donde se encuentra o se descubre nuestra verdadera esencia. Los niños pensábamos por nosotros mismos en parvulario sin tener más presiones sociales que los dibujos animados de Marco.
En 1977, cuando tenía tres años, se estrenó la serie japonesa de Marco, un niño italiano que con once años y, como dice la canción, “se levanta muy temprano para ayudar a su buena mamá”. Pero la madre le abandona muerta de pena y embarca en el Michelangelo, desde los Apeninos a los Andes. Como buena emigrante, tiene que trabajar y ganar dinero. Pero esa no era la parte más triste del primer capítulo. El momento horror vacui era por culpa de una mentira, cuando Marco se daba cuenta de que la familia entera le había mentido de lo duro que les resultaba contarle la verdad. Una verdad que repetía el estribillo de la canción cada domingo: “su mamá tiene que partir cruzando el mar a otro país”.
A partir de ese capítulo los niños españoles supimos del dolor de los emigrantes y aprendimos que el fuego interno que te motiva a hacer locuras no viene del infierno sino de descubrir mentiras. Ese parecía ser un poder más sobrenatural aún que el de las costras, porque Marco al final se iba él solo a la Argentina con un mono en el hombro.
La primera mentira
No cabe duda de que el debate presidencial de junio entre Trump y Biden había sido un desastre para los demócratas. Biden se movía lento y le costaba enunciar frases completas con sentido. Al verle por la televisión se echaba de menos a un apuntador. Trump daba a entender que su oponente era un bocadito rebozado, viejito y enlatado. A muchos nos dio pena Biden aquel día.
Cuando fue evidente que el candidato demócrata corría el riesgo de llegar en estado catastrófico a la jornada electoral su partido no dudó en buscar soluciones al problema. Y así sucedió. Biden no resistió mucho la presión y Kamala Harris se puso al frente de la campaña y acudió al siguiente debate electoral, lista para ser presidente.
En el debate del 10 de septiembre entre Trump y Harris, el que dio pena fue Trump. Cuando se ponía nervioso repetía la retahíla que se había preparado para enfrentarse a Biden, hasta el punto de que su oponente tuvo que puntualizar en directo: “Recuerde que está usted debatiendo contra mí, no contra Biden”. A la mañana siguiente, Richard A. Friedman publicaba en The Atlantic: “El discurso repetitivo de Trump es mala señal”, con este subtítulo: “Si el debate era un test cognitivo el expresidente lo ha suspendido”.
El bocadito rebozado, viejito y enlatado había sido Trump aquella noche con sus 78 años. No cabía duda de que el desastre era esta vez para los republicanos. Pero Trump no parecía buscar soluciones al problema, se limitaba a repetir: “Este ha sido el mejor debate de mi vida”.
Hannah Arendt me había venido a la cabeza al escuchar aquello, especialmente porque al terminar el debate con Harris, Trump se había acercado por sorpresa a los medios de comunicación desde la parte trasera del escenario para hacer hincapié en su visión de las cosas: “el mejor debate de su vida”.
En la grabación se escucha a los periodistas disculpándose por no tener buen sonido y mostrar imágenes con cámara en mano “por culpa del imprevisto”. En el vídeo se aprecia cómo Trump se detiene frente a un cartel de ABC News y explica: “Los demócratas han arruinado nuestro país. Los demócratas han destruido nuestro país. Los moderadores han sido injustos, pero era de esperar porque todo el mundo sabe que…” y aquí Trump se daba la vuelta y señalaba con el dedo el cartel de ABC News antes de concluir con la frase: “esta es la peor cadena informativa del mundo”.
Perros y gatos sazonados, o el imperio de la mentira
“Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras”.
Esto lo escribía la historiadora y filósofa alemana Hannah Arendt, quien desarrolló el concepto de “la banalidad del mal” tras ser enviada especial de la revista The New Yorker a cubrir el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén por su participación en el genocidio del pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. Fue un juicio envuelto en muchas controversias, y Arendt observó que Eichmann había cumplido órdenes sin reflexionar en sus consecuencias, porque los conceptos de “bien” o “mal” habían sido sustituidos en la mente del acusado por el concepto de “eficiencia”.
¿Cómo es posible que tanto republicanos como demócratas tengan capacidad de juicio para reconocer cuando Biden mete la pata, pero la mayoría del partido republicano sea incapaz de reconocer cuando Trump se equivoca? Cuando Biden no da la talla, los suyos buscan soluciones al problema. Pero cuando Trump abre la caja de Pandora, parece no haber problema alguno. ¿Puede negarse indefinidamente de modo razonable aquello que los ojos ven y la nariz huele?
Uno de los disparates de Trump en el debate contra Harris fue asegurar que, en Springfield, Ohio, los inmigrantes se estaban comiendo los perros y los gatos de los vecinos. Esa frase fue desmentida por la alcaldía de la ciudad, que llamó a la televisión para confirmar que las mascotas de los residentes estaban seguras y no existía una sola denuncia sobre inmigrantes ni animales.
El martes 10 de septiembre la CNN publicó que Trump estuvo “a la defensiva, descontrolado y realizó comentarios descabellados e inciertos”. Las bromas sobre perros y gatos inundaron las redes sociales, y la cosa hubiera quedado en anécdota si el viernes de esa misma semana los residentes de Springfield no hubieran tenido que salir a toda prisa del trabajo para recoger a sus hijos, que estaban siendo evacuados del colegio por culpa de varios avisos de bomba. Las bombas iban dirigidas a los inmigrantes que, según Trump, se alimentan de mascotas.
Judith Hernández de León, de nacionalidad mexicana (trabaja como coach de empresa para mujeres en Guadalajara, estado mexicano de Jalisco), comenta ante la posibilidad de que Trump salga reelegido presidente: “Probablemente volverá a la carga con su idea del muro. Es triste que no haya más candidatos. Mis familiares de Estados Unidos han batallado mucho con sus papeles para legalizar su residencia. Con Trump se siente una ola elitista y racista. México es importante para Estados Unidos, pero Trump no lo valora”.
Biden declaraba respecto al ataque a los inmigrantes de Springfield: “Esto está mal. Tiene que parar. No hay lugar para la violencia en este país”. Pero casi simultáneamente, Trump explicaba a un periodista en California: “En cuanto sea presidente vamos a echar a esta gente. Vamos a hacer la mayor deportación de la historia de Estados Unidos y empezaremos por Springfield y Aurora [en Colorado]”.
El prado es azul
La primera vez que fui consciente de la existencia de los bandos fue al descubrir que había niños que no dudaban entre tirita sí o tirita o no. Los que decían “que no” eran los que lanzaban el balón con más fuerza, saltaban más alto que nadie y corrían dando empujones si hacía falta, sin miedo a tropezar. Los que decían “que sí” eran los que te animaban con frases tiernas cuando te caías. Pero al final nos daba igual todo lo que no fuera aprovechar cada minuto de recreo, ya fuera jugando a la comba, a la goma o a las canicas.
Mis recuerdos de los tres y cuatro años son muchos. Recuerdo que no me gustaba echarme la siesta con la cabeza apoyada encima de la mesa. Y también recuerdo lo importante que era correr en círculo de la mano, cuanto más deprisa, mejor.
Todo era por el corro de la patata. Cuantas más niñas éramos, más nos impulsábamos. Y cuando parecía que te ibas a estrellar contra el suelo te elevabas, porque la mezcla de la fuerza centrífuga con las risas nos mantenía en equilibrio como en la pintura de La danza, de Henri Matisse. A veces arrastrábamos los pies y, si jugábamos en el parque de casa que estaba lleno de arena, mi abuela decía que “armábamos un polvorín”. (Los dichos de mi abuela hacían referencia a la Guerra Civil Española porque le quedaba muy cerca). Pero ni en el parque ni en el recreo del colegio hacíamos distinciones sobre quién podía jugar y quién no. Lo importante era el grupo, porque sin grupo no había corro. Y el corro era el centro de nuestras vidas, porque los mayores ahí no se metían. Después, de regreso en el aula, nos convertíamos en niñas más o menos listas.
Cuando vi a Donald Trump en la pantalla del televisor tras el primer intento fallido de asesinato (porque hubo un segundo intento fallido el domingo 14 de septiembre mientras jugaba al golf en su complejo hotelero privado en Florida), hablaba a las masas desde el podio con una venda en la oreja. Pero no estaba pegada como una tirita porque sobresalía como un mini almohadón blanco de anuncio de detergente, visible a un kilómetro de distancia. Pensé entonces en Trump niño en el recreo: ¿Sería de los que querían mostrar sus heridas de guerra desde bien lejos? ¿O sería de los que cantaban al unísono? ¿Cómo y cuándo nos olvidamos de jugar de la mano y nos centramos en buscar diferencias?
La segunda vez que fui consciente de la existencia de los bandos fue al leer la fábula del burro que le dice al tigre: “¡El pasto es azul!”. Y el tigre responde: “¡El pasto es verde!”. Hasta que la discusión sube de tono y van a ver al rey león:
—Su alteza, ¿es cierto que el pasto es azul? –decía el burro.
—Cierto, el pasto es azul –respondía plácidamente el león.
—Pues el tigre me lleva la contraria y se pelea conmigo: castíguelo –decía el burro.
—El tigre será castigado con cinco años de silencio –decía el león.
Tras la sentencia, el burro se marchaba alegremente y el tigre aceptaba su castigo, pero antes le preguntaba al león:
—Su majestad, ¿por qué me ha castigado si el pasto es verde?
—El pasto es verde. El castigo se debe a que un felino tan inteligente como tú esté perdiendo el tiempo discutiendo con un burro, y encima, venga a molestarme a mí con esa pregunta.
Habrá muchos que se tomen la historia a modo personal sin reparar en el verdadero peligro que esconde la fábula: si el reino animal está poblado por miles de burros que dicen ver pastos azules, y decenas de tigres que permanecen callados ¿qué pasa si, después de las elecciones en el reino animal, la ley estipula por mayoría absoluta que el pasto es azul? ¿Tendrán que pintar los pastos a brocha gorda como Alicia en el País de las Maravillas? Recordemos lo qué escribió Lewis Carroll en relación a los gritos que daba la reina de corazones si no estaban bien pintados. No hay tiritas en el mundo para cubrir una herida como esa.
Es bueno opinar
A cuatro horas en carretera de la ciudad de Nueva York, dirección norte, están los Finger Lakes, unos lagos profundos y alargados como dedos de una mano imaginaria que se extiende desde el borde con Canadá. Para respirar un poco de aire puro el domingo 15 de septiembre nos fuimos a ver montañas. Paramos cerca de uno de los pueblecitos de la zona llamado Erin, ubicado entre colinas llenas de abetos, riachuelos, árboles frutales y explanadas de flores como los de La casa de la pradera. Aquí se estableció en 1822 un grupo de irlandeses, y como los poetas románticos del siglo XIX llamaban a Irlanda Erin los inmigrantes lo llamaron así para sentirse cerca de su madre tierra. Hace millones de años las laderas de esta zona fueron esculpidas por glaciares. En este paisaje idílico, con toda esa nieve derretida bajo nuestros pies, nos tomamos un café.
Sorbo tras sorbo, era imposible no escuchar la conversación de un grupo de adultos de unos sesenta y cinco años en la mesa de al lado. Parecían estar de excursión por la zona y hablaban entre risas sobre matrimonios, tendones y rodillas. Eran tres mujeres y un marido. Al terminar mi café me acerqué a ellos:
—Hola, buenas tardes. Estoy escribiendo un artículo sobre las elecciones de Estados Unidos para una revista española. ¿Podría hacerles unas preguntas? No hace falta que me den sus nombres si no quieren, es para saber qué tienen en la mente los votantes.
La conversación siguió así:
—Yo no puedo opinar. No quiero hablar –dijo la mujer que estaba sentada a la izquierda de la mesa.
— Pues yo sí quiero hablar –dijo la mujer que estaba sentada a la derecha–. Ojalá hubiera un tercer partido fuerte, o más partidos fuertes en lugar de dos.
Yo escuchaba dando cabezaditas con la cabeza. Entonces la tercera mujer dijo:
—Pues yo estoy muy contenta con las dos opciones que tenemos. Muy contenta. Porque está bien claro qué es lo que necesitamos en este país.
—¿Y qué es lo que necesita el país? –pregunté con interés y acento madrileño.
—Pues una economía fuerte porque ha sido destruida. Somos una nación en declive. Necesitamos que América vuelva a ser fuerte, porque la han arruinado y sabemos exactamente lo que hay que hacer para que América sea grande de nuevo.
—¿Va a votar usted a Kamala o a Trump? –pregunté.
—A Trump, por supuesto.
—Gracias por compartir sus pensamientos –dije sin más alteración en la voz–. ¿Y cuál es su opinión en relación al juicio que tiene pendiente Trump y la posibilidad de que vaya a prisión? –añadí en el mismo tono. Pero en ese instante, el marido se levantó de la silla y dijo:
—¡Para! ¡Sé lo que estás haciendo!
—¿Qué estoy haciendo? –dije respetuosamente–. En Europa muchas personas se preguntan justo eso, ¿usted no?
Entonces la esposa nos respondió a los dos:
—Todo eso es mentira. Nada de eso ha pasado –y respiró hondo–. Biden y Kamala han mentido para que Trump vaya a juicio. Los jueces también mienten. Todos le hacen trampas.
—Entiendo. Son Fake news –asentí sin mover un músculo de la cara.
—Exactamente. Todo eso son noticias falsas –concluyó la esposa.
—Ok. Antes de irme quiero asegurarme de que le he entendido bien: Las sentencias de Trump y los resultados de los jueces han sido manipulados, no son ciertos, y Trump no ha cometido ningún delito. ¿Es esto lo que usted quiere decir?
—Sí, eso es. Todo lo malo que dicen de Trump es mentira.
Les di las gracias a los cuatro por su tiempo y me despedí. Entonces el marido dijo en tono desafiante:
—Es bueno que podamos opinar, ¿no crees?
—Por supuesto. Y mire usted por donde, sin quererlo me acaba de regalar una joya de frase para mi artículo: “Es bueno que podemos opinar”, porque justo en eso consiste la democracia.
Se quedó pensativo y se sentó de nuevo en la silla.
Escribí el diálogo de inmediato dentro del coche. Entre las notas que tenía resaltaba el artículo de Kara Scannell, Jeremy Herb y Lauren del Valle para la CNN, con fecha del 6 de septiembre, que explicaba que el expresidente Donald Trump no sería sentenciado en su caso penal de Nueva York hasta pasadas las elecciones de 2024. Trump fue condenado en mayo por 34 delitos graves, pero la sentencia ha estado en suspenso durante meses al presionar los abogados de Trump, con la intención de anular la condena debido al fallo del Tribunal Supremo sobre la inmunidad presidencial.
Richard L. Hasen, profesor de Derecho de la Universidad de California en Los Ángeles, afirma que no hay nada en la Constitución estadounidense que impida a un criminal convicto presentarse al cargo más importante de la nación porque la Constitución sólo contiene unos requisitos limitados para presentarse a las elecciones: tener al menos 35 años, ser ciudadano natural y llevar 14 años residiendo en Estados Unidos.
“Trump es ahora un delincuente convicto. ¿Puede todavía postularse a la presidencia?”, escribía Zachary B. Wolf para la CNN el 30 de mayo. La misma cadena informativa confirmaba que al salir del juzgado –tras el veredicto del jurado de Nueva York que le declaró culpable– Donald Trump había dicho: “Ha sido un juicio amañado, soy inocente”.
Trump se encuentra en la posición única de ser el primer expresidente de Estados Unidos condenado por delitos graves, con posibilidad de una pena de prisión. Pero si una mayoría está convencida de que todo lo que no sale de su boca es Fake news el prado es azul.
Camuflaje entre babis
No sé por qué mi madre me dejó en el colegio a comer aquel día. Hice un amago de ponerme el anorak para meterme en la cola del autobús en dirección al barrio de Santa María, pero la madre Ayesa me dijo: “Hoy no vas a comer a casa. Aquí tienes el vale. Ponte en esta fila”. Y allí me fui, al comedor de mesas verdes con la monja que te tapaba la nariz hasta que no podías respirar más, y cuando abrías la boca para tomar una bocanada de aire te metía una cuchara llena de natillas con canela hasta la campanilla.
Después de las natillas teníamos que rezar el rosario en el piso de arriba y a mí me entraba sueño. Para no dormirme miraba por la ventana a todas las otras niñas que ya habían regresado de sus casas y se quedaban jugando al “que te pillo” en el patio de asfalto. No hacía frío ese día y me habían colocado cerca de la puerta. Con mi babi de cuadros azules y mis seis años, entre un Ave María y un Padrenuestro, apoyé la mano en el pomo y bajé al recreo para correr con el resto de compañeras antes de que empezaran las clases de la tarde.
Cuando sonó la campana subí a mi aula feliz y acalorada. La madre Ayesa me estaba esperando. Al verme me dijo con cara enigmática: “¿Qué Gema, te escapaste de rezar el rosario?”. Yo no contesté del susto que tenía. Ella continuó: “¿Te crees que no te he visto?”.
Recordaba que la madre Ayesa estaba mirando al suelo cuando abrí la puerta. Era imposible que me hubiera visto. Quizá era maga. Pero la madre Ayesa, esta vez con un tono amargo, sentenció: “¡Haz el favor de colocarte bien el babi! ¿Cómo crees que se me ha quedado la cara cuando al llegar a las letanías miro por la ventana y te veo corriendo con el babi por capa y los puños al aire como si fueras Superman?”.
Tardé unas cuantas décadas en comprender la frustración de la madre Ayesa. Aquel día yo había cambiado el rosario por volar a otros mundos, pero ella no podía volar dándose la vuelta al hábito, por muchos botones que se desabrochara. Aquella escena se me quedó grabada. Aquel momento de liberación camuflada entre niñas de mi edad, con babis idénticos, no había pasado inadvertido. Jesucristo caminaba por el agua, pero no volaba, pensaba yo con mi mente inocente mientras la monja me regañaba. Pero no me castigó. Quizá la madre Ayesa tuvo nostalgia y recordó la última vez que había expresado su anhelo por abrir una puerta y salir de paseo. O quizá no era su intención quitar a los niños sus ganas de volar.
Al acabar el debate entre Trump y Harris me hubiera gustado llenarme los pulmones de ese aire de libertad que respiré aquel día al darme la vuelta al babi, convencida de ser invencible entre las cuatro vallas del recreo.
Hasta la próxima que coincidamos
Fue gracias a las costras que siempre tuve fe en la regeneración propia o en la solución a un problema si prestaba atención a los patrones que no funcionaban. Por ejemplo, creía en la regeneración de un examen fallido si le dedicaba unas horas más al estudio; o en la regeneración de un equipo de voleibol si tomábamos un buen desayuno. Ahora, de mayor, creo en la regeneración de sociedades enteras si cada individuo piensa por sí mismo, está educado culturalmente y no se deja manipular por lo que cuenta el vecino.
Más o menos le estaba contando estas cosas a un agente del Servicio Secreto de los Estados Unidos el 22 de septiembre cuando, después de uno de mis visitas organizadas en un museo para un primer ministro –de un país que no puedo mencionar– me dijo: “Ha sido muy interesante lo que estabas contando, quería decírtelo antes de que te marcharas”, y me regaló un parche bordado de la bandera de Estados Unidos.
Antes de empezar la gira el agente me había informado sobre las preguntas de rutina y la distancia de seguridad, porque el museo estaba abierto al público, pero durante el tour no me había percatado de su presencia. Al darme el parche me reí y le dije que el último agente del Servicio Secreto no me había dado un parche sino una tarjeta con su nombre. Y que me había parecido de lo más divertido, porque de pequeña nunca imaginé que los agentes secretos llevaran tarjetas en los bolsillos con estrellas color plata.
—Ahora son de oro –me corrigió.
—¿Has escuchado todo lo que he dicho? –le pregunté.
—Sí, casi todo –contestó.
Los dos admitimos que nos sentíamos un poco raros después de tener conversaciones interesantes con personas aún más interesantes. Era parte de nuestro trabajo no decir ni pío. Le mencioné que tenía que terminar este artículo, y que estaba preocupada por el nivel de seguridad que íbamos a necesitar en Estados Unidos si se volvían cada vez más rutinarias las noticias de intentos de asesinatos fallidos; y que, pasadas las elecciones, qué íbamos a hacer con la frustración de tantos, especialmente si la frustración provenía del bando que se tapaba las orejas con almohadillas.
Se rio de medio lado y me dijo que sí, que necesitaban más personal, que eso no estaría mal. Y como ambos habíamos concluido nuestra jornada acabamos tomándonos un café de hora y media.
Me dijo que en su trabajo escuchaba mucho y hablaba poco, no como el mío donde podía explayarme.
—No sé si mis conversaciones son demasiado coloquiales a veces, pero ellos se ríen.
—Creo que te fue muy bien. Depende de la personalidad del individuo así va el tono de la conversación. Los Obamas son muy cercanos y la gente alrededor está siempre relajada. Kamala es más seria y suelen hablarle formalmente. Últimamente me toca trabajar mucho con Trump –dijo.
No le hice preguntas directas, pues imaginé que se estaba tomando el café conmigo porque sabía que no iba a interrogarle. Cada uno en un taburete, en un café de la calle Madison, veíamos entrar y salir a hombres en trajes negros con gafas de sol. Mi contertulio los revisaba de arriba a abajo como si fuera un águila que había localizado a una liebre desde lo alto, y luego miraba a su taza de capuccino.
—En el fondo tú y yo tenemos trabajos que intentan mantener la calma y la seguridad –dije–. Créeme que como artista intento hacer todo lo que puedo para aportar mi granito de arena. No hago más que pensar que quizá deberíamos poner nuestra atención en esos momentos de nuestra infancia, cuando no existía el miedo ni nos centrábamos en los bandos, sino en girar más deprisa. ¿No nos iría mejor?
Recordé La danza, de Matisse, de 1909, donde aparecen cinco mujeres pintadas de color crema, con pelo negro, en un suelo tierra con horizonte azul, unidas de la mano en un corro que gira a la derecha. Dos de las figuras no llegan a tocarse los dedos, pero casi no se nota porque el hueco está relleno del color crema de una pierna que está en la parte de atrás. Matisse deja el círculo abierto para que nos integremos si queremos. La pintura es una oda a la vida, a la libertad de la inocencia, a la necesidad primaria de los seres humanos por un deseo de conexión.
Miré la insignia dorada en la solapa de mi contertulio y por un momento no entendí por qué en vez de proteger a otros (o a nosotros mismos) del lado oscuro del mundo –ya fuera de un Pachacuti inca, de un Xibalba maya, de un Hades griego, o de un Darth Vader de la Guerra de las Galaxias– no invertíamos en construir círculos, pues es más económico e inteligente practicar la valentía donde no hay espacio para la queja ni los pensamientos negativos.
La queja y la crítica constante no nos permiten ver nuestros propios fallos y defectos, pues bloquean la capacidad de análisis. Son tan devastadoras que terminan agotando la fuerza emocional. El punto máximo de la crítica es la decepción, que se manifiesta con apatía, distanciamiento y la presunción de que “el otro” ya no nos da lo que necesitamos. O sea, que ya no nos vale. Y entonces nos damos permiso para poner zancadillas, y eso es pura desconexión.
—Voy a titular mi artículo: Elecciones USA y el corro de la patata. ¿Qué te parece? –dije tras unos segundos de silencio.
—Me gusta. En inglés se llama “ring around the rosies” –contestó. Y empezamos a recordar cómo corríamos como locos por los recreos de nuestros colegios.
Esta es la semana de la Asamblea General en las Naciones Unidas y los agentes secretos andan sueltos por Nueva York. Falta poco para el 5 de noviembre, día de las elecciones, y hasta entonces puede pasar de todo.
—Hasta la próxima que coincidamos –dijo él ya afuera del café.
—Si después de las elecciones esto se pone feo ya sé a quién llamar –bromeé.
—Por supuesto –dijo serio.
Y nos fuimos cada uno por un lado de la acera.
Nueva York, septiembre 2024