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AcordeónRafael Barrett denuncia la esclavitud en ‘Lo que son los yerbales’ (1908)

Rafael Barrett denuncia la esclavitud en ‘Lo que son los yerbales’ (1908)

 

No se me ocurre mejor trabajo para un periodista que combatir la esclavitud del hombre por el hombre; las mil formas de explotación con que unos extraen beneficios de muchos, reduciendo al ser humano a bestia de carga, muñeca sexual, niña criada, siervo obediente. Es lo que Rafael Barrett, español de nacimiento (en el Cantábrico de Torrelavega, en 1876) y paraguayo de renacimiento, hizo en la serie de artículos Lo que son los yerbales. En este texto, que hoy reproducimos en su integridad, denunció ante el mundo que el negocio de las compañías proveedoras de la yerba con que se elabora la popular bebida del mate se sostenía sobre un sistema apenas camuflado de esclavismo en las profundidades selváticas del Paraguay, con la complicidad de las corruptas autoridades del Estado.

 

Cambiemos la yerba-mate por cualquier otra materia prima destinada al consumo masivo en las ciudades, del algodón de Virginia o de Costa de Marfil al caucho del Perú, del azúcar de Cuba o Brasil a las maderas preciosas del Congo, y comprobaremos que su descripción de la esclavitud de hace un siglo no sólo tiene un valor universal sino que, pese a los gigantescos avances desde entonces, hay mecanismos que siguen vigentes hoy en las relaciones entre trabajadores y explotadores.

 

El anarquista Barrett tiene 32 años cuando publica Lo que son los yerbales entre el 15 y el 27 de junio de 1908 en El Diario de Asunción, la capital de Paraguay, un informe-reportaje que descubre cómo “la explotación de la yerba-mate descansa en la esclavitud, el tormento y el asesinato”. El autor ofrece detalles tan atroces que se apresura (para aplacar la tendencia del incrédulo lector a digerir lo impensable negándolo por exagerado o fabulado) a aclarar de entrada que se basa en testigos presenciales “confrontados entre sí y confirmados los unos por los otros”. Y puntualiza: “No he elegido lo más horrendo, sino lo más frecuente; no la excepción, sino la regla. Y a los que duden o desmientan les diré: ‘Venid conmigo a los yerbales y con vuestros ojos veréis la verdad’”.

 

Antes de consagrarse al periodismo y el activismo social, Barrett recorre el Paraguay profundo por su trabajo como agrimensor. En el inicio del primer artículo, La esclavitud y el Estado, resume la realidad que ha encontrado: “El mecanismo de la esclavitud es el siguiente: no se le conchaba jamás al peón sin anticiparle una cierta suma que el infeliz gasta en el acto o deja a su familia. Se firma ante el juez un contrato en el cual consta el monto del anticipo, estipulándose que el patrón será reembolsado en trabajo. Una vez arreado a la selva, el peón queda prisionero los doce o quince años que, como máximo, resistirá a las labores y a las penalidades que le aguardan. Es un esclavo que se vendió a sí mismo. Nada le salvará. Se ha calculado de tal modo el anticipo, con relación a los salarios y a los precios de los víveres y de las ropas en el yerbal, que el peón, aunque reviente, será siempre deudor de los patrones. Si trata de huir se le caza. Si no se logra traerle vivo, se le mata”.

 

Barrett se entrega a una misión esencial del periodismo: revelar la explotación y el engaño, llamando a las cosas por su nombre. Legalmente, en el papel, el trabajador es un hombre libre que ha firmado voluntariamente un contrato, pero en la práctica toda su vida está en manos de la compañía que lo usa. Esa compañía se lucra con él doblemente, explotando su energía hasta la extenuación por una cantidad irrisoria, y recuperando ese salario con creces al venderle a precios abusivos, como proveedor obligatorio y único en aquella soledad del yerbal, todo lo que puede consumir, desde un paquete de cerillas a una prostituta.

 

Curiosamente, en este texto casi los únicos nombres propios, aparte el del presidente de la República, Cirilo Antonio Rivarola, que decretó el derecho del patrón a apresar al peón que abandonara su trabajo y a cargarle los gastos al desgraciado fugitivo, o el de unos “señores Casado”, son los de las empresas acusadas, la Compañía Industrial Paraguaya y la Matte Larengeira. No nombra a un solo explotado, como si así confirmara que los desposeyeron de su identidad; y de entre todos los latifundistas, capataces, comerciantes, empresarios, accionistas, jueces y políticos que se lucran con el negocio apenas se revelan algunas iniciales, como si, al contrario, así se reflejara la impunidad que disfrutan. Y sin embargo, pese a carecer de nombres, de testimonios directos, de personajes, la descripción desborda humanidad.

 

El relato es sintético, rápido, directo, urgente, como si careciera de tiempo para amplificarlo y ramificarlo con historias particulares. Es un guión que describe de una vez por todas el negocio esclavista, para que todo el que lo lea, lo comprenda, y, a continuación, actúe. La voz indignada del periodista que denuncia el genocidio laboral en el Alto Paraná da unidad a todo el texto. Pero aunque en un momento de arrebato exhorta a su pluma a que se clave metafóricamente como una espada en el cuerpo de los verdugos, hasta la empuñadura, su análisis discurre siempre sujeto a una lógica implacable, con una precisión y una claridad de instrumento quirúrgico. Acusa con todas sus ganas, pero mantiene sujetas las riendas de su discurso.

 

En su informe abarca las leyes que legitiman la explotación, describe las relaciones de connivencia entre yerbateros y autoridades (“que se compran mensualmente mediante un sobresueldo, según me ratifica el señor contador de la Industrial Paraguaya”), mide el volumen del negocio, con datos como que “de quince a veinte mil esclavos de todo sexo y edad se extinguen actualmente en los yerbales del Paraguay, de la Argentina y del Brasil”, o que “un setenta por ciento de los arreados al Alto Paraná son menores” de edad. Barrett cuenta cómo el enganchador, el agente de la empresa, recluta a los desgraciados trabajadores (que no son indios ni negros, carne habitual del yugo, sino, precisa, inmigrantes o descendientes de inmigrantes de raza blanca) pintándoles “el infierno con colores de El Dorado”. El engaño del traficante que vende al necesitado el sueño de un trabajo funcionaba entonces y funciona ahora. Cuando dice Barrett “así se arrean las muchachas del centro de Europa prostituidas en Buenos Aires” es como si hablara de la trata de blancas de hoy y de aquí. La llave que convierte al trabajador libre en esclavo y cierra el candado de su cadena es el anticipo: el dinero adelantado que el obrero agrícola se gastará irremediablemente en un día de gloria y libertad antes de partir arreado para la selva, se transforma en una deuda imposible de saldar.

 

Es esa variante de esclavitud (los organismos internacionales lo denominan en inglés bonded labour or debt bondage) que, por ejemplo, en Pakistán o la India ata de por vida al obrero y a toda su familia a la fábrica de ladrillos para, en una inversión abominable de la lógica, pagarle al patrón. La idea del anticipo o préstamo a cuenta del salario futuro, que somete a quien lo recibe a su explotador/acreedor, puede recordarnos hoy (en tiempos de crisis y salvando las enormes distancias) el mecanismo de los créditos y las hipotecas agresivas que endeudan a los trabajadores contemporáneos y los abocan a trabajar toda la vida para saldar las deudas en un plazo de treinta, treinta y cinco o cuarenta años, con el miedo permanente a que si pierde o deja el trabajo perderá también su casa y aun así seguirá siendo deudor.

 

Barrett, apelando repetidamente a la atención y a la empatía del lector, explica el negocio esclavista del yerbal con exhaustividad: las fases del trabajo, su vocabulario, los oficios, sus sueldos, qué bazofia comen, en qué cuchitriles duermen a la intemperie, qué enfermedades sufren, cómo los torturan y cazan cuando huyen, qué animales los acechan. Esta enumeración de extrañas especies de nombres guaraníes parece sacada de una pesadilla: “El yarará, víbora rapidísima y mortal; las escolopendras y los alacranes que caen del techo; el cuî, pique imperceptible que abraza la epidermis; el yate’í pytá, garrapata colorada que produce llagas incurables; la ura de los yerbales, mosca grande y velluda, cuyos huevos, abandonados sobre las ropas, se desarrollan en el sudor y crían bajo la piel vermes enormes que devoran el músculo; la legión terrible de los mosquitos, desde el ñati’ucabayú al mbarigüi y al mbigüí microscópico que se levanta en nubes de los charcos y provoca accesos de locura en los infelices privados hasta del leve bálsamo del sueño…”.

 

Tras describir la degradación del trabajador esclavizado hasta convertirse, si sobrevive, en una piltrafa liberada al fin sólo porque ya es inservible, Rafael Barrett culmina su denuncia con el análisis del botín económico y un porcentaje: el 44% de beneficio que genera esta impune estructura criminal.

 

Lo que son los yerbales le costó a Barrett el ostracismo en la prensa paraguaya. A los pocos meses lo expulsaron del país por la rebeldía de sus textos y su activismo a favor de un movimiento incipiente de trabajadores. Pero este texto se convirtió en un clásico de la crónica social latinoamericana y él en un autor fundacional de las letras de Paraguay, pese a que este coetáneo de la Generación del 98 aún sigue siendo muy poco conocido en su España natal. En su introducción al volumen Hacia el porvenir, una colección de tres ensayos entre los que se cuenta este texto, reunido en forma de libro por la editorial Periférica de Cáceres en 2008, Francisco Corral nos recuerda que Augusto Roa Bastos consideraba a Barrett su referencia y que Jorge Luis Borges lo tenía por un genio.

 

Volvió a Europa enfermo de tuberculosis en busca de un último remedio. No había cumplido 35 años cuando murió el 17 de diciembre de 1910 en la localidad francesa de Arcachon, cerca de Burdeos. Estaba exhausto. Pero, al leerlo hoy, su grito de libertad y justicia vuelve a resonar lleno de vida, y su voz de hace un siglo nos anima con indignación poderosa a liberarnos de las grandes y pequeñas esclavitudes cotidianas que no nos dejan ser. Su ejemplo pervive. La lucha sigue.

 

 

 

 

 

 

Lo que son los yerbales

 

(Publicado por entregas entre el 15 y el 27 de junio de 1908 en El Diario, de Paraguay)

 

 

Rafael Barrett

 

 

La esclavitud y el Estado

 

Es preciso que sepa el mundo de una vez lo que pasa en los yerbales. Es preciso que cuando se quiera citar un ejemplo moderno de todo lo que puede concebir y ejecutar la codicia humana, no se hable solamente del Congo, sino del Paraguay.

 

El Paraguay se despuebla; se le castra y se le extermina en las siete u ocho mil leguas entregadas a la Compañía Industrial Paraguaya, a la Matte Larengeira y a los arrendatarios y propietarios de los latifundios del Alto Paraná. La explotación de la yerba-mate descansa en la esclavitud, el tormento y el asesinato.

 

Los datos que voy a presentar en esta serie de artículos, destinados a ser reproducidos en los países civilizados de América y de Europa, se deben a testigos presenciales, y han sido confrontados entre sí y confirmados los unos por los otros. No he elegido lo más horrendo, sino lo más frecuente; no la excepción, sino la regla. Y a los que duden o desmientan les diré: “Venid conmigo a los yerbales y con vuestros ojos veréis la verdad”.

 

No espero justicia del Estado. El Estado se apresuró a restablecer la esclavitud en el Paraguay después de la guerra. Es que entonces tenía yerbales. He aquí lo esencial del decreto del primero de enero de 1871:

 

«El Presidente de la República.

»Teniendo en conocimiento de que los beneficiadores de yerbas y otros ramos de la industria nacional sufren constantemente perjuicios que les ocasionan los operarios, abandonando los establecimientos con cuentas atrasadas

DECRETA:

»Artículo 1º (…)

»Art. 2º. En todos los casos en que el peón precisase separarse de sus trabajos temporalmente deberá obtener (…) asentimiento por medio de una constancia firmada por el patrón o capataces del establecimiento.

»Art. 3º. El peón que abandone su trabajo sin este requisito será conducido preso al establecimiento, si así lo pidiere el patrón, cargándosele en cuenta los gastos de remisión y demás que por tal estado origine.

RIVAROLA

JUAN B. GIL»

 

El mecanismo de la esclavitud es el siguiente: no se le conchaba jamás al peón sin anticiparle una cierta suma que el infeliz gasta en el acto o deja a su familia. Se firma ante el juez un contrato en el cual consta el monto del anticipo, estipulándose que el patrón será reembolsado en trabajo. Una vez arreado a la selva, el peón queda prisionero los doce o quince años que, como máximo, resistirá a las labores y a las penalidades que le aguardan. Es un esclavo que se vendió a sí mismo. Nada le salvará. Se ha calculado de tal modo el anticipo, con relación a los salarios y a los precios de los víveres y de las ropas en el yerbal, que el peón, aunque reviente, será siempre deudor de los patrones. Si trata de huir se le caza. Si no se logra traerle vivo, se le mata.

 

Así se hacía en tiempos de Rivarola. Así se hace hoy. Es sabido que el Estado perdió sus yerbales. El territorio paraguayo se repartió entre los amigos del gobierno y después la Industrial se fue quedando con casi todo. El Estado llegó al extremo de regalar ciento cincuenta leguas a un personaje influyente. Fue aquella una época interesante de venta y arriendo de tierras y de compra de agrimensores y de jueces. Pero no nos importan por el momento las costumbres políticas de esta nación, sino lo referente a la esclavitud en los yerbales.

 

En la reglamentación del 20 de agosto de 1885 se dice:

 

«Art. 11º. Todo contrato entre el explotador de yerba y sus peones, para que tenga fuerza, deberá ser hecho ante la autoridad local respectiva, etcétera».

 

Ni una palabra especificando qué contratos son legales y cuáles no. El juez sigue poniendo su visto bueno a la esclavitud.

 

En 1901, al cabo de treinta años, se deroga especialmente el decreto de Rivarola. Pero el nuevo decreto es una nueva autorización, más disimulada, puesto que ya el Estado no tenía yerbales, de la esclavitud en el Paraguay. Se prohíbe al peón abandonar el trabajo, so pena de daños y perjuicios a los patrones. Ahora bien, el peón debe siempre al patrono; no le es posible pagar y legalmente se le apresa.

 

El Estado tuvo y tiene sus inspectores, los cuales por lo común se enriquecieron pronto. Los inspectores van a los yerbales para:

 

«1º, Reconocer toda la jurisdicción de su sección. 2°. Fiscalizar la elaboración de yerba. 3°. Cuidar que los industriales no destruyan las plantas de yerba. 4°. Exigir que cada arrendatario le presente la patente del rancho arrendado, etcétera».

 

Ninguna orden de verificar si en los yerbales se ejerce la esclavitud, y si se atormenta o fusila al obrero.

 

Este análisis legislativo es un poco inocente, pues aunque la esclavitud no se apoyara en la ley, se practicaría de todas maneras. En la selva está el esclavo tan desamparado como en el fondo del mar. Don R. C., en 1877, decía que la Constitución se detenía en el río Jejuy. Suponiendo que un peón sacara de su cerebro enfermo un resto de independencia, y de su cuerpo dolorido la energía necesaria para atravesar inmensos desiertos en busca de un juez, encontraría un juez comprado por la Industrial, la Matte o los latifundistas del Alto Paraná. Las autoridades locales se compran mensualmente mediante un sobresueldo, según me ratifica el señor contador de la Industrial Paraguaya.

 

El juez y el jefe comen, pues, en ese plato.

 

Suelen ser simultáneamente autoridades nacionales y habilitados yerbateros. Así el señor B. A., pariente del actual presidente de la República, es jefe político de San Estanislao y habilitado de la Industrial. El señor M., pariente también del presidente, es juez en el feudo de los señores Casado y empleado de ellos. Los señores Casado explotan los quebrachales por medio de la esclavitud. Todavía se recuerda el asesinato de cinco peones quebracheros que intentaron fugarse en una barca.

 

Nada hay, pues, que esperar de un Estado que restablece la esclavitud, con ella lucra y vende la justicia al menudeo. Ojalá me equivoque.

 

Y entremos ahora en el detalle de los hechos.

 

 

El arreo

 

De quince a veinte mil esclavos de todo sexo y edad se extinguen actualmente en los yerbales del Paraguay, de la Argentina y del Brasil. Las tres repúblicas están bajo idéntica ignominia. Son madres negreras de sus hijos.

 

Pero el esclavo se convierte pronto en un cadáver o en un espectro. Hay que renovar constantemente la pulpa fresca en el lugar, para que no falte el jugo. El Paraguay fue siempre gran proveedor de la carne que suda oro. Es que aquí los pobres son ya esclavos a medias. Carne estremecida por los últimos latigazos del jefe político y las últimas patadas del cuartel, carne oscura y triste ¿qué hay en ti? ¿La sombra de la tiranía y de la guerra? ¿La fatalidad de la raza? Niños enfermos, que el vicio, hembra o alcohol, consuela un instante en la noche siniestra en que habéis naufragado, ¿quién se apiadará de vosotros? ¡Dios mío! ¡Tan desdichados que ni siquiera se espantan de su propia agonía! No: esa carne es sagrada; es la que más ha sufrido sobre la tierra. La salvaremos también.

 

Mientras tanto, está sobre el mostrador, ofrecida al zarpazo del agente yerbatero. En el Paraguay no es necesario aguardar, como en la India, a que el hambre o la peste abarate la acémila humana. El racoleur de la Industrial examina la presa, la mide y la ata, calculando el vigor de sus músculos y el tiempo que resistirá. La engaña —cosa fácil—, la seduce. Pinta el infierno con colores de El Dorado. Ajusta el anticipo, pagadero a veces en mercadería acaparada por la empresa, estafándose así al peón antes de contratarle. Por fin el trato se cierra. El enterrador ha conquistado a su cliente.

 

Y, todo con las formalidades de un ingreso en presidio, el juez asesora la esclavitud.

 

Véanse los formularios impresos de la Industrial y de la Matte Larengeira. En Posadas y Villa Encarnación, importantes mercados de blancos, hay instaladas oficinas antropométricas al servicio de los empresarios, como si la selva no fuera suficiente para aniquilar toda esperanza de fuga.

 

¡Pero, durante algunas horas todavía, la víctima es rica y libre! Mañana el trabajo forzado, la infinita fatiga, la fiebre, el tormento, la desesperación que no acaba sino con la muerte. Hoy la fortuna, los placeres, la libertad. ¡Hoy vivir, vivir por primera y última vez! Y el niño enfermo sobre el cual va a cerrarse la verde inmensidad del bosque, donde será para siempre la más hostigada de las bestias, reparte su tesoro entre las chinas que pasan, compra por docenas frascos de perfume que tira sin vaciar, adquiere una tienda entera para dispersar a los cuatro vientos, grita, ríe, baila —¡Ay, frenesí funerario!—, se abraza con rameras tan infelices como él, se embriaga en un supremo afán de olvido, se enloquece. Alcohol asqueroso a diez pesos el litro, hembra roída por la sífilis, he aquí la postrera sonrisa del mundo a los condenados a los yerbales.

 

¡Esa sonrisa, cómo la explotáis, bandidos! El anticipo, pagado con diez, doce, quince años de horror, después de los cuales los sobrevivientes no son más que mendigos decrépitos, ¡qué invención admirable! El anticipo es la gloria de los alcahuetes de la avaricia millonaria. Así se arrean los mártires de los gomales bolivianos y brasileños, de los ingenios del Perú. Así se arrean las muchachas del centro de Europa prostituidas en Buenos Aires. El anticipo, la deuda, es la cadena que arrastra de lupanar en lupanar, como la arrastra el peón de un habilitado a otro. ¡El anticipo! Un mozo de Cracupé es contratado por la Matte a razón de ciento cincuenta pesos mensuales. Le brindan el anticipo; lo rechaza. Llevan al desgraciado a ochenta leguas de Concepción, allí le dicen que del salario hay que deducir la comida a no ser que el anticipo se acepte. El mozo verifica que su labor no alcanza a saldar su miserable bodrio y por milagro consigue escapar y regresar a su pueblo. ¡El anticipo! La Industrial alegará que sus peones le deben sobre el Paraná un millón de pesos. Deducid lo que la empresa ha robado a su gente desde que la encerró, y obtendréis el precio bruto de los esclavos. Un buen esclavo cuesta hoy aproximadamente lo que antes, de trescientos a quinientos pesos.

 

El anticipo se cobró y se disipó. ¡Lasciate ogni speranza! Ahora, el arreo. El río: a puntapiés y rebencazos los encajan a bordo. Es el ganado de la Industrial. Centenares de seres humanos en cincuenta metros. ¡Bazofia inmunda, escorbuto, diarrea negra y a trabajar por el camino! Escuálidos adolescentes descargan el buque; suben en cuatro patas las barrancas con ochenta kilos a cuestas. Hay que irse acostumbrando.

 

El monte: la tropa, el rebaño de peones, con sus mujeres y sus pequeños, si se permite la familia. A pie, y el yerbal está a cincuenta, a cien leguas. Los capataces van a caballo, revólver al cinto. Se les llama traperos o repuntadores. Los habilitados que se traspasan el negocio escriben: “con tantas cabezas”. Es el ganado de la Industrial.

 

Y el ganado escasea. Es forzoso perseguir a los jóvenes paraguayos en Villa Concepción y Villarrica. Los departamentos de yerbales, Igatimí, San Estanislao, se han convertido en cementerios. Treinta años de explotación han exterminado la virilidad paraguaya entre el Tebicuary sur y el Paraná. Tucurú-pucú ha sido despoblado ocho veces por la Industrial. Casi todos los peones que han trabajado en el Alto Paraná de 1890 a 1900 han muerto. De trescientos hombres sacados de Villarrica en 1900 para los yerbales de Tormenta, en el Brasil, no volvieron más que veinte. Ahora se rafla por las Misiones Argentinas, Corrientes y Entre Ríos.

 

En el Paraguay quedan los menores de edad, y se los lleva también. Un setenta por ciento de los arreados al Alto Paraná son menores. De 1903 a la fecha [1908] han sido unos dos mil, de Villa Encarnación y de Posadas; mil setecientos eran paraguayos. Restan unos setecientos, de los cuales apenas unos cincuenta sanos. Naturalmente, ninguno, pues, se opone a semejantes infamias. Ésta es la feroz verdad: tenemos que defender a nuestros niños de las garras usureras que están descuartizando al país.

 

 

El yugo en la selva

 

No siempre se arrea la peonada mediante contrato previo. A veces los racoleurs preparan noticias de reclutamiento o de revolución, y ofrecen al cándido campesino un refugio en los yerbales. Tales ocasiones de adquirir gratis la hacienda humana se facilitan si el empresario, entendiéndose con las altas autoridades del país, dispone de la fuerza pública, no sólo para asegurar fraudes y contrabandos, sino para organizar razias que arreen a los que quieren venir, y cacerías que cobren a los que quieren marcharse. Recientemente la Matte Larangeira hizo un pacto de esta naturaleza con Bentos Xavier, al cual adelantó fondos para que derrocara en Mato Grosso a un gobernador poco complaciente.

 

Sea por un sistema, sea por el otro, el peón cayó en la selva. Tiene mil probabilidades contra una de no salir. Antes había la suspensión de labores desde fin de agosto hasta diciembre. Se licenciaba al personal añadiendo el eslabón de un nuevo anticipo a la antigua cadena. Pero la Matte suprimió esa semi-libertad de dos o tres meses. Era un gasto inútil; ¡con el anticipo primitivo basta y sobra! La Industrial imita a la Matte; el año pasado no suspendió la zafra. Se puede afirmar al pie de la letra que el obrero no volverá de la selva hasta que haya sudado toda su sangre y lo despidan por usado, convertido no en un viejo sino en la sombra de un viejo, si es que no lo fusilaron por desertor, no le encontraron muerto una mañana y arrojaron al río su cadáver.

 

¡La selva! Extraen de ella enormes fortunas los negreros enlevitados que se pasean por las calles de Asunción, de Buenos Aires o Río, y no llega a ella una ráfaga espiritual, un eco de la cultura, un consuelo de la sociedad no perdida. En las cinco mil leguas del Alto Paraná no hay más que un juez comprado por la Industrial y un maestro de escuela, el de Tucurú-pucú. ¡Jurad sin miedo que al maestro no le subvencionan! En esas 5.000 leguas no hay un boticario ni un médico. Si los médicos manejaran el látigo o el fusil, ¡los habría! Dos tipos de extrema degeneración: el esclavo, pobre bestia asustada, y el habilitado, bestia feroz, proxeneta de la avaricia urbana; he aquí todo lo que la humanidad ha dejado en la selva. ¡Qué importa! Esos dos tipos son suficientes a constituir nuestra civilización legal: suministran el oro.

 

¡La selva! La milenaria capa de humus, bañada en la transpiración acre de la tierra; el monstruo inextricable, inmóvil, hecho de millones de plantas atadas en un solo nudo infinito; la húmeda soledad donde acecha la muerte y donde el horror gotea como en las grutas… ¡La selva! La rama serpiente y la elástica zarpa y el devorar silencioso de los insectos invisibles… Vosotros, los que os apagáis en un calabozo, no envidiéis al prisionero de la selva. A vosotros os es posible todavía acostaros en un rincón para esperar el fin. A él no, porque su lecho es de espinas ponzoñosas; mandíbulas innumerables y minúsculas, engendradas por una fermentación infatigable, le disecarán vivo si no marcha. A vosotros os separa de la libertad un muro solamente. A él le separa la inmensa distancia, los muros de un laberinto que no se acaba nunca. Medio desnudo, desamparado, el obrero del yerbal es un perpetuo vagabundo de su propia cárcel. ¡Tiene que caminar sin reposo, y el camino es una lucha: tiene que avanzar a sablazos, y la senda que abre con el machete torna a cerrarse detrás de él como una estela en la mar!

 

Así trabaja hozando en el bosque sus galerías de topo, tendidas de picada a picada, agujeros en fondo de saco por donde busca y trae la yerba. Desgaja, carga y acarrea el ramaje al fogón. Se arrastra penosamente bajo el peso que le abruma. A eso se reduce la estúpida faena del yerbal, a la de una acémila que hocicara ante su sendero de retorno. El paraje se llama mina, y el peón, minero. La Cámara de Apelación paraguaya ha opinado que el yerbal es una mina. Esta designación terrible es más elocuente que todo. Sí: hay minas al aire y a la luz del sol. El hombre desaparece, sepultado bajo la codicia del hombre.

 

El minero desgaja y acarrea de día. De noche —¡porque se pena de día y de noche en el yerbal— alcanza el fogón, overea el ramaje, es decir, lo tuesta en la llama, abrasándose las manos; deshoja la rama destrozándose los dedos; pisa la hoja en el raido, sujetando con tiras de cuero la mole, que llevará a cuestas hasta el romanaje donde será pesada…

 

¿Sabéis cuánta hoja exigen al minero diariamente la Matte Larangeira y la Industrial Paraguaya? ¡Ocho arrobas como mínimum! Ocho arrobas al hombro, traídas de una legua, de legua y media por la picada! Cuando el minero suelta el raido, nadie se acerca al desgraciado, que por lo común se desploma al suelo. Los capataces le respetan en ese instante. Una desesperación sin nombre se apodera de él, y sería capaz de asesinar. La lástima es que jamás lo haga, que jamás ejecute a sus verdugos.

 

Ahora, el barbacuá, el horno rudimentario en que se cuece la hoja. Allá en lo alto, sobre la boca fulgurante, el urú encaramado, respirando fuego, vigila la quemazón. ¡Cuántas veces ha caído desmayado y lo han reanimado a puntapiés! El trabajo más cruel es quizá el acarreo de leña al barbacuá, setenta u ochenta kilos de troncos gruesos, bajo los cuales, en el calvario de una larga caminata a través de la selva, la espalda desnuda sangra. ¡Sí, la carne cruje desnuda en el yerbal, porque allí son muy caras las camisas!

 

Sumad el ejército de los mensualeros, atacadores de mboroviré, troperos de carreta, picadores, boyeros, expedicionarios desprovistos de lo más preciso, obligados a cruzar desiertos y pantanos interminables; chateros a quienes se paga por viaje de un mes y que regresan, entorpecidos por las sequías, después de tres o cuatro meses de combate aguas arriba, con el pecho tumefacto por el botador; sumadlo todo, y obtendréis la turba maldita de los yerbales, jadeante catorce, dieciséis horas diarias, para la cual no hay domingo ni otra fiesta que el Viernes Santo, recuerdo del martirio de Jesús, padre de los que sufren… Y esa gente, ¿qué come? ¿De qué manera se trata? ¿Qué salario se le abona y qué ganancia produce a los habilitados y a la empresa?

 

Contestar a esto es revelar una serie de crímenes. Hagámoslo.

 

 

Degeneración

 

Escudriñad bajo la selva: descubriréis un fardo que camina. Mirad bajo el fardo: descubriréis una criatura agobiada en que se van borrando los rasgos de su especie. Aquello no es ya un hombre; es todavía un peón yerbatero. Hay quizás en él rebelión y lágrimas. Se ha visto a mineros llorar con el raido a cuestas. Otros, impotentes para el suicidio, sueñan con la evasión, pensad que muchos de ellos apenas son adolescentes.

 

Su salario es ilusorio. Los criminales pueden ganar dinero en algunos presidios. Ellos, no. Tienen que comprar a la empresa lo que comen y los trapos que se visten. En otro artículo daré a conocer los precios. Son tan exorbitantes que el peón, aunque se mate trabajando, no tiene probabilidad de saldar su deuda. Cada año la esclavitud y la miseria se afirman más irremediablemente en una maldición sola. El noventa por ciento de los peones del Alto Paraná son explotados sin otra remuneración que la comida. Su suerte es idéntica a la de los esclavos de hace dos siglos.

 

¡Y qué comida! Por lo común se reduce al yopará, mezcla de maíz, porotos, charque (carne vieja) y sebo. Yopará por la mañana y por la noche, toda la semana, todo el mes, todo el año. Alimento tan ruin y tan exclusivo bastaría por sí para dañar profundamente el organismo más robusto. Pero además se trata, sobre todo en el Alto Paraná, donde los horrores que cuento llegan a lo inaudito, de alimentos medio podridos. El charque, elaborado en el sur paraguayo, contiene tierra y gusanos. El maíz y los porotos son de la peor calidad y transportados a largas distancias se acaban por corromper. Esta es la mercadería reservada especialmente a la gleba de los yerbales, y pasada de contrabando de una república a otra por los honorables bandoleros de la alta banca. Así se come en la mina; ninguna labradora civilizada consentirá en cebar con semejante bazofia a sus puercos.

 

La habitación del obrero del yerbal es un toldito para muchos, cubierto de rama de pindó. Vivir allí es vivir a la intemperie; se duerme en el suelo, sobre plantas muertas. Como hacen los animales. La lluvia lo empapa todo. El vaho mortífero de la selva penetra hasta los huesos.

 

Al hambre y a la fatiga se añade la enfermedad. Esta horda de alcohólicos y de sifilíticos tiembla continuamente de fiebre. Es el chucho de los trópicos. La tercera parte se vuelven tísicos bajo la carga de mulo que les echan encima.

 

¡Ay! ¿Y las delicias menudas? El yarará, víbora rapidísima y mortal; las escolopendras y los alacranes que caen del techo; el cuî, pique imperceptible que abraza la epidermis; el yate’í pytá, garrapata colorada que produce llagas incurables; la ura de los yerbales, mosca grande y velluda, cuyos huevos, abandonados sobre las ropas, se desarrollan en el sudor y crían bajo la piel vermes enormes que devoran el músculo; la legión terrible de los mosquitos, desde el ñati’ucabayú al mbarigüi y al mbigüí microscópico que se levanta en nubes de los charcos y provoca accesos de locura en los infelices privados hasta del leve bálsamo del sueño… Comprenderéis que el mosquitero es demasiado caro para el esclavo de los yerbales; es el negrero financista de la capital el que lo usa.

 

El peón yerbatero, ¿con qué intentará consolar sus dolores? ¿La mujer… ? En las zonas del norte la Industrial no la permite. En las del sur, sí. Por un lado le conviene tener nuevas bocas a quienes vender el hediondo engrudo del yopará. Por otro lado le fastidia que el trabajador se distraiga. En unos sitios es negocio traer hembras; en otros, no. Las gallinas se prohíben siempre. Pretexto: causan trastornos en las mudanzas de los barbacuás. Motivo real: evitar a toda costa que el siervo goce de propiedad alguna.

 

El noventa por ciento de las mujeres de la mina son prostitutas profesionales; a pesar del hambre, de la fatiga, de la enfermedad y de la prostitución misma, estas infelices paren, como paren las bestias en sus cubiles. Niños desnudos, flacos, arrugados antes de haber aprendido a tenerse en pie, extenuados por la disentería, hormiguean en el lodo, larvas del infierno a que vivos aún fueron condenados. Un diez por ciento alcanza la virilidad. La degeneración más espantosa abate a los peones, a sus mujeres y a sus pequeños. El yerbal extermina una generación en quince años. A los cuarenta años de edad el hombre se ha convertido en un mísero despojo de la avaricia ajena. Ha dejado en él la lona de su carne. Caduco, embrutecido hasta el extremo de no recordar quiénes fueron sus padres, es lo que se llama “un peón viejo”. Su rostro fue una lívida máscara, luego tomó el color de la tierra, por último el de la ceniza. Es un muerto que anda. Es un ex empleado de la industrial.

 

Su hijo no necesita ir a los yerbales para adquirir los estigmas de la degeneración. La descendencia se extingue prontamente. Se ha hecho algo más con el obrero que sorberle la médula: se le ha castrado.

 

Pero el “peón viejo” es una rareza. Se suele morir en la mina sin hacerse “viejo”. Un día el capataz encuentra acostada a su víctima habitual. Se empeña en alzarla a palos y no lo consigue. Se le abandona. Los compañeros van a la faena y el moribundo se queda solo. Está en la selva. Es el empleado de la Industrial, devuelto diabólicamente por la esclavitud a la vida salvaje. ¡Grita, miserable! Nadie te oirá. Para ti no hay socorro. Expirarás sin una mano que apriete la tuya, sin un testigo. ¡Solo, solo, solo! Los reos tienen asistencia médica, y antes de subir al patíbulo se les ofrece un vaso de vino y un cura. Tú no eres ¡ay!, un criminal; no eres más que un obrero. Expirarás en la soledad de la selva como una alimaña herida.

 

Desde la guerra, treinta o cuarenta mil paraguayos han sido beneficiados y aniquilados así en los yerbales de las tres naciones. En cuanto a los que actualmente sufren el yugo, muchos de ellos menores, según expliqué, un dato será suficiente a pintar su estado. Son muy inferiores a los indios en inteligencia, energía, sentimientos de dignidad y en cualquier aspecto que se les considere.

 

He aquí lo que las empresas yerbateras han hecho de la raza blanca.

 

Entremos ahora en lo monstruoso: el tormento y el asesinato.

 

 

Tormento y asesinato

 

“Aquí no hay más Dios que yo”, dice al nuevo peón de una vez por todas el capataz. Y si no bastara el rebenque para demostrarlo, lo demostraría el revólver del mayordomo. En el yerbal no se habla, se pega.

 

Cuando en plena capital la policía tortura a los presos por “amor al arte”, ¿creéis posible que no se torture al esclavo en la selva, donde no hay otro testigo que la naturaleza idiota, y donde las autoridades nacionales ofician de verdugo, puestas como están al servicio de la codicia más vil y más desenfrenada?

 

¡Camina, trajina, suda y sangra, carne maldita! ¿Qué importa que caigas extenuada y mueras como la vieja res a orillas del pantano? Eres barata y se te encuentra en todas partes. ¡Ay de ti si te rebelas, si te yergues en un espasmo de protesta! ¡Ay del asno que se olvida un momento de ser un asno!

 

Entonces, al hambre, a la fatiga, a la fiebre, al mortal desaliento se añadirá el azote, la tortura con su complicado y siniestro material. Conocíais la inquisición política y la inquisición religiosa. Conoced ahora la más infame, la inquisición del oro.

 

¿A qué mencionar los gritos y el cepo? Son clásicos en el Paraguay, y no sé por qué no constituyen el emblema de la justicia, en vez de la inepta matrona de la espada de cartón y de la balanza falsa. En Yaguatirica se admira el célebre cepo de la empresa M. S. Un cepo menos costoso es el de lazo. También se usa mucho estirar a los peones, es decir atarles de los cuatro miembros muy abiertos. O bien se les cuelga de los pies a un árbol. El estaqueamiento es interesante: consiste en amarrar a la víctima de los tobillos y de las muñecas a cuatro estacas, con correas de cuero crudo, al sol. El cuero se encoge y corta el músculo; el cuerpo se descoyunta. Se ha llegado a estaquear a los peones sobre tacurús (nidos de termita blanca) a los que se ha prendido fuego.

 

¡Pluma mía, no tiembles, clávate hasta el mango! Pero los miserables que ejecuto no tienen sangre en las venas, sino pus, y el cirujano se llena de inmundicia.

 

Raro es que intente un peón escaparse. Esto exige una energía que están muy lejos de tener los degenerados del yerbal. Si el caso ocurre, los habilitados arman comisiones en las compañías (soldados de la nación) y cazan al fugitivo. Unos habilitados avisan a otros. La consigna es: “Traerlo vivo o muerto”.

 

¡Ah! ¡La alegre cacería humana en la selva! ¡Los chasques llevados a órdenes a los puestos vecinos!

 

“Anoche se me fugaron dos. Si salen por estos rumbos, métanle bala” (textual). El año pasado, en las Misiones Argentinas, asesinaron a siete obreros, uno de los cuales era un niño. En Punta Porá, cuando la comisaría da por fugado a un trabajador, “fugado” significa “degollado”. Hace dos meses, el patrón D. C., habilitado de la Matte Larangeira, el cual había comprado la querida de un peón por seiscientos pesos, tuvo el disgusto de saber la huida de la hembra con su antiguo amante y un hermano de éste. D. C. los persiguió con gente armada de winchester, y uno de los peones murió enseguida; el otro fue rematado a cuchillo. Se suele hacer fuego sin voz de alto. Las empresas sacrifican no solamente a los peones, sino a los demás ciudadanos que no les hacen el gusto. La Industrial Paraguaya, famosa en Tacurú-pucú por sus atrocidades, expulsó recientemente a las familias del pueblo para apoderarse de las expendedurías de caña, y habiéndose opuesto al señor E. R. lo hizo matar a la puerta de la habitación por la policía.

 

Todos estos crímenes quedan impunes. Ningún juez se ocupa de ellos, y si se ocupara sería igual. ¡Está comprado!

 

Espanta pensar en los asesinatos que la selva oculta. Las picadas están sembradas de cruces, la mitad de las cuales señala el sitio donde ha sucumbido un menor de edad. Muchas de esas cruces anónimas recuerdan una cacería terminada por un fusilamiento.

 

Y a pesar de las mil probabilidades contra una que el desertor (tal es la designación consagrada por el uso) tiene de perecer, el sueño del mártir de los yerbales es evadirse, ganar la frontera o los campos, la región libre que centellea a cincuenta, a cien, a ciento cincuenta leguas de distancia… Leguas de monte cerrado, de esteras, leguas que hay que cruzar desnudo, débil y trémulo, como una rata que los perros rastrean… El esclavo no duerme; agita sus pobres huesos sobre el ramaje sórdido que le sirve de cama, y agita las esperanzas locas en su cerebro dolorido. El silencio de la noche le invita. El poder formidable del oro que él mismo ha arrancado a la tierra le detiene. La Empresa ha recobrado a desertores que después de cuatro años o cinco de ausencia se creían salvados. La Empresa es más fuerte que todo. ¿Para qué ir a la muerte? Mejor desfallecer poco a poco, perder gota a gota la savia de la vida, renunciar a ver ya nunca el valle en que se ha nacido… Al día siguiente el esclavo irá a la faena, y ofrecerá al empresario las ocho arrobas reglamentarias. ¡Ay!, para pretender huir de los yerbales es preciso ser un héroe o no estar en el sano juicio.

 

De este modo la opulenta canalla que triunfa en nuestros salones extermina bajo el yugo por millares a los paraguayos o los fusilan como a chacales del desierto, si buscan la libertad. Las generaciones de esclavos duran poco, pero los negreros se conservan bien. Es a los de arriba a quien acuso. Son ellos los verdaderos asesinos, y no los habilitados ni los capataces. Los responsables son los jefes de la banda, porque son los que menos riesgos corren y los que más lucran con el crimen.

 

Y he aquí lo que me falta: detallar el botín de la esclavitud, y mostrar entre quién y cómo se reparte.

 

 

El botín  

 

Sea nuestro ejemplo típico la Industrial Paraguaya. Empezó con cuatrocientos mil pesos.

 

¿Quién no sabe las combinaciones de la Industrial para apoderarse de las tierras, los yerbales convertidos en campos y los campos convertidos en yerbales, los montes y los ríos desapareciendo del mapa y surgiendo a cien leguas de donde tenían que estar, los remates y las ventas, no de terrenos sino de agrimensores y de jueces? A mi vista está un plano del departamento de Villa Concepción, documento curioso en que se marca el escamoteo de doce leguas de yerbales por medio de rectificaciones de mensura en propiedades anteriores, a fin de reclamar la compensación de un nuevo yerbal de doce leguas que se trataba de pescar sin desembolsar un centavo. Y la estafa se hizo, y mil como ella. Pero lo terrible es que el Estado, que no supo defender el territorio, ni sabe hoy siquiera que la Empresa contrabandea a la Argentina millones y millones de arrobas, no supo ni sabe proteger la carne inocente de los ciudadanos. Y la Industrial lleva anualmente la cantidad de víctimas que necesita para llevar a cabo una de las más abyectas explotaciones del mundo moderno.

 

He aquí el cuadro de los salarios medios que paga actualmente la Industrial en moneda paraguaya. Las cifras son aproximadamente las mismas en las demás empresas. Los yerbateros forman hoy un trust invencible y fijan los precios que quieren. No hay competencia que alivie la suerte del esclavo.

 

Mineros: por arroba……………….….0,60

Barbacuá por arroba ………………….0,20

Atacadores y maquinistas por mes…..45,00

Capataces por mes………………….120,00

Traperos por mes…………………….70,00

Picadores por mes………………..…..55,00

Boyeros por mes……………………..60,00

Chateros, por viaje (1 a 3 meses) ……90,00

Mensualeros varios a………………….30,00

 

Estos infelices tienen que comprar casi siempre en la empresa el inmundo alimento que comen, y siempre los andrajos de que se visten. ¡Y a qué precios!

 

Piltrafas con huesos cuestan lo que la carne sin huesos en La Asunción. Una libra de sebo cuesta peso y medio. Una libra de harina de cuarta clase, dos pesos. El maíz ha llegado a dos pesos la libra. La ropa es un escándalo. El metro de bayeta de lo peor, quince pesos; vale dos. Un pantalón de brin de lo peor, veinte pesos; vale cuatro. Una camisa de lo peor, quince pesos; vale tres. Un sombrero de lo peor, sesenta pesos; vale doce. Un poncho (ideal del paraguayo), doscientos pesos; vale sesenta. Una caja de fósforos, un peso.

 

Tomemos el mejor de los casos: el de un minero guapo, que acarrea trescientas arrobas por mes. Ganará ciento ochenta pesos. Quitad lo que gasta en nutrirse malamente y en cubrir su desnudez, ¿y qué le queda?, treinta o cuarenta pesos a lo sumo, con lo que tardará años y más años en saldar el anticipo de mil a dos mil pesos con que se ha encadenado. La suerte de los demás peones es incomparablemente peor. Muchos se reducen a alimentarse de agua, porotos y sal con esperanza de salvarse algún día. ¡Vana esperanza!

 

Notad que los salarios no han crecido mucho de quince años a esta parte, en tanto que el oro alcanza a mil quinientos. ¡Naturalmente! La Industrial embolsa en oro sus ganancias y cubre sus gastos en papel. Les conviene a ella y a las demás empresas exportadoras que el oro suba. Se han puesto de acuerdo con los usureros, y el oro sube, y subirá hasta donde le plazca a esa partida de bandidos que nadie tiene el valor de meter en la cárcel.

 

Un cálculo sencillo, si se recuerda el número de bolsas que un atador despacha diariamente y las que transporta a una distancia media de treinta leguas una carreta o una chata, con el valor común del envase, da un precio máximo de 2,50 pesos para la arroba de yerba lista a ser exportada.

 

Y todavía este precio de costo es nominal. La Empresa paga los salarios en mercadería, robando un trescientos por cien. (Mercadería de contrabando en el Alto Paraná.) No son estos negocios los de menos importancia a los ojos de la Industrial, que lanzó de sus casas a los vecinos de Tucurú-pucú para vender caña ella sola. Ahora la destila, la vende a diez pesos el litro, y la revende al peonaje por medio de rameras que cobran tres pesos la pulgada de alcohol. El obrero saca a crédito una camisa, la empeña y se la bebe, a cambio de unos minutos de olvido. ¡La Industrial ocupa todos los mostradores!

 

Hay más. La Industrial usa de dos arrobas diferentes, una de once kilos y medio para el peón y otra de diez kilos para ella. Si el minero trae al barbacuá ocho arrobas y diecinueve libras, no se le pagan las libras, y ¡ay de él si no trae las ocho arrobas!

 

Conocéis al patrón negrero, al patrón torturador, al patrón asesino. Éste es el patrón ratero. Aquí es donde revela el fondo de su alma.

 

Admitimos, pues, como precio de costo de la arroba dos pesos.

 

La Empresa vende a treinta.

 

Entre la cifra 2 y la cifra 30 introducid la cuña feroz de los habilitados sucesivos y ¡amartillad la máquina! Debajo está el peón.

 

El último habilitado compra por dos y vende por cuatro, el siguiente compra por tres y vende por siete… La empresa compra por siete y vende por treinta. Así se reparte el botín de la esclavitud. No extrañemos, pues, que los habilitados se enriquezcan y que la Industrial recoja cinco millones anualmente y extraiga un cuarenta y cuatro por ciento de utilidad.

 

Los directores de la Industrial son profundos financistas. Han saqueado la tierra y han exterminado la raza.

 

No han construido un camino.

 

¿Para qué? ¡Cuarenta y cuatro por ciento de utilidad! Todo está dicho.

 

Yo acuso de expoliadores, atormentadores de esclavos y homicidas a los administradores de la Industrial Paraguaya y de las demás empresas yerbales. Yo maldigo su dinero manchado en sangre.

 

Y yo les anuncio que no deshonrarán mucho tiempo más este desgraciado país.

 

 

 

Eduardo del Campo es periodista en el diario El Mundo, con base en Sevilla. Su último libro publicado es Capital Sur (Paréntesis, 2011). En su sección Maestros del periodismo en FronteraD han aparecido:

 

Magda Donato en la cola del hambre de 1934

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¡Qué persona, Carmen de Burgos, Colombine!

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