I
Por aquel entonces, había regiones enteras de mi psique a las que no podía ni acercarme.
“Todos eran amigos de John”, dijeron algunos de mí cuando ya estaba muerto.
Otros, sin embargo, más refractarios a mis encantos afirmaban: “Muestra mucho orgullo y grandilocuencia”.
Los que albergamos una tendencia irresistible a la autocompasión –“Estás llamado a un destino beodo y trágico, etcétera”–, pero no olvidamos que lo importante es el bienestar de la comunidad, sabemos que el pecado, la desviación de la norma establecida, es algo que está de más, que afea –por así decirlo– el ordenado equilibrio suburbano de nuestras casas con jardín “menos vividas que la jaula de un pájaro”.
¿Reconocemos una limitación en nuestro incansable repudio del Diablo? Por supuesto.
Y tampoco se nos escapa que los puritanos nos distinguimos por los escrúpulos, que también nos atormentan.
“¡La vida es una infeliz improvisación!”, exclamé hace años en una entrevista.
Al releerla tiempo después, me sorprendí pensando: “¿Y a mí qué carajo me cuentas?”.
II
Madre, Santísima anciana, sabes tan bien como yo que el vulgo tiene derecho a murmurar de nosotros “oh, todos saben que son una familia con muchos esqueletos en el armario”.
¿Vas a culparme por haber exagerado la importancia del Sr. Benjamin Cheever, célebre capitán de barco, que navegó en la última nave que se construyó en los astilleros del puerto de Newbury?
¿Supiste alguna vez que yo contaba, a quién quisiera escucharme, que mi bisabuelo había sido Sir Percy Devereaux?
¿O que la tía Anne, nuestra insustancial tía Anne, era una mujer inglesa muy bien educada que, antes de servirme, siempre me preguntaba si quería coliflor?
En todos los álbumes de fotografías familiares aparecemos con esas rancias sonrisas, nada gramaticales y… vulgares. Suntuosas puestas de sol tras las cotidianas lluvias tormentosas.
Aunque no tengo memoria para el dolor, conservo un recuerdo al que doy crédito: Papá como un viejo desastroso y mal hablado, arruinado y olvidado por todos nosotros.
¿Comprendiste alguna vez quién era Papá? ¿Lo intentaste siquiera?
Recuerdo también cuánto me detestaba el viejo, intuyendo tal vez que un chico necesita crecer afrontando experiencias que le sirvan para curtirse.
“Siempre estaba besando a su madre”, dirán de mí. “Y eso que la vieja era una madre modelo señora presidenta. (Sin saber que el contacto físico no era algo que se fomentara en la familia. Al despedirnos, besábamos el aire junto a las mejillas: una ausencia).
Me gustaría evitar el dramatismo, pero cuando creces en un ambiente semejante…
Mi hermano, tu otro hijo, piensa igual que yo: nuestra conciencia acerca de todo el dolor que había experimentado el viejo tuvo que conformarse a partir de insinuaciones, de sobrentendidos siempre dolorosos –si las palabras hieren, los silencios…–.
“Exageraciones”, “absurdas falsedades”, pensarás con tu típica frialdad altiva, incapaz de reconocer ni por error ningún acontecimiento vergonzoso.
Con todo, supongo que entenderás que no digan de nosotros: “Eran gente bondadosa y original”.
Intuyo que no te puedo reprochar que no nos educaras en “una bulliciosa alegría de vivir” y que mi hermano y yo –¿como cualquier niño?– albergábamos sentimientos que eran… ¿demasiado tiernos y profundos para ser mencionados?
Recuerdo con cariño las veladas leyendo a Dickens –todo Dickens, de principio a fin– pero ¿es eso suficiente? Aceptarás que mi veredicto ha de contener, por fuerza, una clara distinción entre la leyenda y la realidad.
Por eso, Madre, Santísima anciana, tienes que entender que, ya adulto, me empeñara en repetir: “A mí me cosecharon”.
Y también: “Carezco de biografía”.
III
La mayoría de los discursos sobre la ingratitud humana –como, por otra parte, las comedias de Shakespeare tienden a esclarecer y distinguir– parecen la excrecencia de un delirium tremens inducido por el opio y el alcohol.
Salvo cuando –sobra decirlo– quien los pronuncia habla en primera persona.
Lo que importa es el relato. Por más que una página de buena prosa –en la que es posible oír la afilada lluvia invernal– no pueda conseguir la salvación de los condenados, etcétera.
IV
La vida es melancolía. Y no puedes evitarla aunque intentes escapar deslizándote por la placentera superficie de la existencia.
“Siempre tuve la impresión de que había un vacío dentro de John”, dijeron algunos.
¿Qué esperaban, si carezco de la herencia de una espléndida sangre ardiente?
Lo alegre y lo siniestro han pugnado desde siempre dentro de mí por conquistarme abiertas las puertas, derruidas las murallas.
Con todo, creo en la reencarnación de los buenos propósitos.
Cuando fui a alistarme, y el agente de reclutamiento me extendió el formulario, a punto estuve de escribir: “Ocupación: buscando maneras de mejorar”.
Algunos dirán: “¿Es que nunca logrará dejar atrás su pasado?”.
Yo me defiendo afirmando –con la autoridad de un verdugo–: “Al diablo, es lo que pienso de la vida”.
“Cuando era pequeño ya tenía tendencia a ver el lado malo de las cosas”, añado sin pretender justificarme.
El Coro responde: “Vaya con el muchachote, un americano incapaz de jugar al béisbol”.
Tampoco me esfuerzo en explicar que, en mi opinión, la literatura es una fuerza de la memoria.
Era otoño: caminar sobre hojas muertas –y su crujido funerario–, colocar dobles ventanas, amontonar las facturas del año anterior y encender una hoguera en el jardín…
Me sentía tranquilo, relajado.
Escenas sueltas:
“Ella cogió el cinturón y le azotó hasta hacerle sangrar”.
¿De veras?
“Oh, sí, mi madre en persona me indicó que se lo dijera”.
A menudo me pregunto: “¿Comprendió que había engendrado a un mariquita?”.
(Partida en dos, de ser así).
“Nos parece bien que quieras convertirte en escritor”, dijeron, “siempre que no busques la fama y la fortuna”.
Releo mi diario íntimo y me doy cuenta de que, a diferencia de lo que suele ser habitual en la mayoría de dietarios, el mío no comienza como debería: “Aparece en el río un esturión y comienza a remontar las aguas turbulentas”.
V
Aquel muchacho, que me descubrió la luminosa y sucia costumbre de la masturbación, me ofreció también la amistad más gratificante y desprendida que jamás conocí.
Un espejismo, tal vez.
Años después, consiguió localizarme y me telefoneaba algunas noches borracho y patético: “¿Acaso no fuimos felices, Johnny? ¿Acaso no fuimos realmente felices?”.
VI
El socio de Papá, el Sr. Forsyth –alias Harry Dobson– se ahorcó colgándose de la rama de un manzano situado al borde del campo de golf en el que Papá jugaba sus cuatro hoyos diarios.
“Entonces me sentía bien siendo el que traía las buenas noticias”, afirmé en una carta escrita hace algunos años.
La verdad es que aquello afectó mucho a mi padre.
“El Sr. Forsyth –alias Harry Dobson– no fue capaz de dar con la compra adecuada”, dijeron algunos justificando su acción.
Repito: aquello destrozó a mi padre, se convirtió en un espantajo.
Dicen que un hombre decente ha de poner todo su ser en los negocios incluida, claro, su reputación. Como si supieran de lo que hablan…
Me recuerdo caminando por una calle de Boston pensando: “¡Sácales brillo, Papá!”.
Pero no fue capaz de soportarlo. Y se quebró.
Si pudiera volver atrás les diría: pueden meterse donde les quepa toda su aburrida respetabilidad bostoniana.
Papá se convirtió en una sombra. Mamá, en cambio, comenzó a exclamar con cada una de sus acciones: “¡Soy una mujer de negocios!”.
Resulta indudable que los roles no pueden intercambiarse de un día para otro sin consecuencias desastrosas. No al menos en aquel tiempo.
Mamá solía decir: “Tengo la implícita impresión de que todo Cheever, etcétera”, como quien recita su rango y graduación en el ejército de un país extranjero.
Mientras, Papá, convertido en un personaje sin frase, era la viva imagen de esa certeza ampliamente aceptada en determinados círculos: “No se puede aspirar a vender la belleza, el talento y la exclusividad por mucho que todos quieran comprarlos”.
VII
¿Debería?, ¿pedir perdón por ser un narrador de historias sobre sucios marginados cuyo destino es vestir esmoquin –de segunda mano– en tediosas fiestas de sociedad mientras sonríen con una de esas sonrisas sostenidas con pinzas?
Sonará de una precocidad repelente, pero he de decir que ya en mi primera lectura de Madame Bovary pensé acerca de su autor: “Es el primer caso conocido de esquizofrenia controlada”.
“Poseía una enorme confianza en su propia genialidad”, decían de mí.
C’est moi. Aunque en el fondo –el buey abierto en canal desangrándose ¿mi retrato?–, no he dejado de ser el adolescente rijoso que nunca consiguió cambiar nada, ni siquiera su propio desconcierto.
Varios estudiantes airados –cachorros biempensantes de una de esas floridas universidades de la Costa Este– me dijeron en una ocasión: “¡Por el amor de Dios, Cheever!”.
Sea.
“Extremadamente comprensivo y de una vasta inteligencia”, decían también algunos de mis conocidos.
“Oh, no, no”, concluí en una entrevista a modo de explicación.
Darle un poco de forma y conferir algo de vitalidad a cada rostro desconocido, ese es mi trabajo.
No voy a negar que en más de una ocasión mis amigos pensaron de mí: “un chiflado total”.
En un Manhattan que aún gozaba de la visión de la luz descomponiéndose en las suaves ondulaciones de un río Hudson en calma, alguien me preguntó:
“¿Qué ha aprendido usted de Mr. Ernest Hemingway?”.
“A no volarme la cabeza con una escopeta de caza”.
VIII
La playa estaba desierta.
Borracho, envilecido y desnudo –a excepción de un collar hecho con tapones de champagne– lloraba por un amor perdido. O tal vez, quién sabe, por un amor nunca encontrado. “El romance erótico de su vida”.
¿No habíamos dicho sin dramatismo?
“Sólo añadiré que el retrato que hizo de ella aún sigue escandalizándome”.
“No puedes vender eso”.
“Lo sé, por eso en aquel momento me sentí como una especie de Charlus fuera de lugar”.
IX
Y es que, pensándolo bien…, menudo era yo en aquellos tiempos: uno de esos tipos con sonrisa de triunfador y mandíbula tozuda que diferenciaba –con profusión de detalles– el monismo del amor.
Ella, perfecta ejemplar de wasp: una mujer siempre impecable –en cuerpo y alma– con la que fornicar una vez a la semana –hasta que la muerte nos separe– sin esperar que vayan a temblar ni los suelos y ni las vigas.
Mi lengua se fue soltando mientras bebía una copa tras otra (era evidente que se trataba de ginebra casera).
Yo decía: “¡Un escritor es un príncipe!”.
Ella escuchaba atentamente. Sin interrumpirme.
Con el corazón en la mano os digo que aprecié su comprensión (aunque pronto descubriría que su amabilidad era… exhaustiva).
Desarmantemente madura, sentí que me entendía –absolutamente– cuando le dije que a los diecisiete años lo tuve claro: “¡Lárgate de Boston, Joey!”.
(“Me voy, Fred”, le dije a mi hermano sin más explicaciones).
La expresión de su rostro tampoco mostró desagrado alguno cuando le confesé: “No creo que consiga escribir nada digno de ser publicado antes de cinco años”.
Aquella fue nuestra primera cita. En un local elegante próximo a la Quinta Avenida: “¿Qué desean los señores? ¿Café? ¿Té? ¿Cáncer?”.
Si no hubiese estado tan atento a los saltitos que daba mi entusiasmo –“Es ella, estoy seguro, es ella, etcétera”–, habría comprendido que aquella misma tarde comenzó “un clima de represión no tan sutil”.
(Antes de continuar: no se me escapa que sería muy injusto si únicamente la culpara a ella de nuestras “relaciones insensatas”).
“Eres un liberal, un caballero y un romántico”, me dijo antes de despedirnos, con ese tono de voz que, luego lo supe, empleaba sólo con los perros, los criados y los niños.
X
En su momento tuve que asumirlo: mis primeras obras nunca pasarían de ser notas a pie de página en la historia de la erudición.
“Su único capital es una máquina de escribir”, decían de mí.
Como otros tantos jóvenes, caminaba sobre pezuñas de fuego –moviéndome, eso sí, con un supremo gracejo–.
Atravesé también, creo recordar, una fase de “conservador sensato”: los trenes que llegan y parten a su hora, el césped de un verde intenso segado con ética precisión, la sabia disposición de las botellas en el viejo mueble bar de nogal barnizado, etcétera.
A decir verdad, me molestaba el aturdimiento que provocaban en mí todas aquellas dulces y espumosas chácharas de mis amigos revolucionarios (de salón)…
Aunque no niego que fueran todos ellos gente estupenda para tomar cerveza –e incluso bourbon– un sábado por la noche.
XI
“Hay algo inmenso en la culminación sexual de una romántica amistad triangular”, les dije a aquellas dos jóvenes poetisas que retozaban casi desnudas sobre mi incómodo colchón.
Una de ellas exclamó: “¡Venga, hombre, sigue tus instintos!”.
En verdad os digo que uno no sabe cuál es su lugar en este mundo hasta que la fortuna te sonríe y te descubres de pronto en el lugar equivocado.
“Si no te sumas, tal vez sería mejor que te fueras”, añadió con una ofensiva sonrisa sarcástica.
“Si siguiera mis instintos…”, pensé mientras me desnudaba.
Lo confieso: siempre he odiado que me comparen con uno de esos intelectuales decadentes. La república de las ideas vs. la dictadura de los sentimientos y toda esa palabrería de mercadillo dominical en el patio de una iglesia protestante.
“Querido, ¿no vas a ofrecernos una pequeña contribución? Ser es poder, ser es atreverse…”, dijo la otra. Los contornos de su boquita apeteciblemente manchados de carmín.
Aquel era yo: quería entender el mundo –¿quería?– pero evitaba a toda costa escudriñarme a mí mismo.
Qué puedo decir: La noche se nos fue en alegres juegos, etcétera.
Antes de dormirme, rendido, me dije: “No estoy llevando a cabo el trabajo para el que, sin lugar a dudas, estoy destinado”. Y eso me entristeció.
Aunque, por suerte, mi último pensamiento antes del sueño lo dediqué a deleitarme en las palabras de la joven más parlanchina, poseedora de unos pechos jugosos y exuberantes como nubes de verano: “¡Vamos, Cheever, súmate a la causa!”.
XII
Yo: “No sé cómo voy a salir adelante si no consigo vender un relato”.
El Coro: “Mañana intenta escribir un relato, ¿vale?”.
Refinamiento, discreción, excesivo detallismo y falta de acción. ¿Se trata de eso? ¿De enaltecer los amables símbolos de la clase media?
Los propósitos se enredan con las definiciones y hacen que el orden de las cosas se tambaleé al borde de su resistencia y de su propia comprensión.
Lo admito, muchos días nada se reflejaba en mi rostro sino el amor al dinero. La vieja Dorothy siempre decía que las palabras más hermosas de cualquier idioma son “Vea el cheque adjunto”.
Voz en off: “Me gustaría saber cómo trabaja el señor Cheever”.
Pobre Peggy, se murió. Y con ella…
Yo: “Nunca pensé que me ganaría la vida con una máquina de escribir”.
Primera línea: Aquella isla, desamparada y azotada por el viento. Y nosotros…
Voz en off: “Señor Cheever, no creemos que su historia sea adecuada para nuestra revista”.
Yo: “Estoy convencido de tener una voz propia”.
Voz en off: “¿Y quién no? Es algo tan banal como el saludo de un camarero”.
Cowley negaría posteriormente haber visto “alguna señal”.
Conversaciones sobre el descontento y la sed de cócteles sofisticados. Qué días tan hermosos…
Personaje desconocido: “Es usted John Cheever, ¿no?”.
Deseaba enormemente ser respetado. Mudarme a Maine y tener un barco, una chica.
Cuando era joven desperté una mañana con resaca y sin un céntimo.
Voz en off: “¿Y qué más?”.
El Coro: “En mi opinión, el problema español ilumina realmente la escena contemporánea”.
Papá no paraba de decirme: “Espero que no nos hayas abandonado del todo”.
Era una época de lo más idílica: la diferencia entre el entonces y el ahora.
Maldito Walker (Evans), ha olvidado pagar la factura de la luz…
Voz en off: “Pues habrá que hacer algo al respecto. El pobre John no puede quedarse así, completamente a oscuras”.
XIII
La anciana que preside la mesa me pasa de vez en cuando a escondidas un billete de diez dólares.
Y aunque no soy el único literato ávida dólar de la sala, eso no impide que confunda mi precariedad con la vergüenza, y que me ruborice.
Mi carrera literaria boqueaba, sin aire ni alimento: me limitaba a poner en orden frases –que no parecían ni interesantes ni útiles– bajo la influencia de Scott Fitzgerald, el pobre Scott…
Con “claridad, facilidad y contenido”.
Fue como arrancarme un diente. Algo parecido a un estigma.
XIV
Cautivado por el inmenso encanto de la luz grisácea de los apartamentos neoyorquinos, donde hombres y mujeres emiten suspiros de alivio ante su ausencia de significado crediticio, esto es más o menos lo que me gustaría: reducir aún más mi menguante personalidad –“era bajito incluso sin agacharse”–, contar historias obscenas y absurdas sin venir a cuento.
“Tendremos una buena vida, cariño”, le dije.
“Es una oferta muy amable, pero imposible”, dijo ella, “implicaría llevar a cabo un trabajo deliberadamente moroso, episódico y vanguardista”.
Si hubiera algo en mi memoria relativo a los escritores y sus dificultades que pudiera usar en mi defensa, tal vez asumiría mi talante “con más deportividad”. Incluso sabiendo que aceptar implica rendirse: ¿de qué sirve un carácter irredento si, en lo más crudo del invierno, uno se encuentra lejos de una chimenea encendida?
Pienso: la alegría de los tontos, quedarse ahí sentados por carecer de intención y propósito. Aspiro a ser un hombre de acción, todo dinamismo: “Da un paso. Y luego otro. Etcétera”.
Mientras, en mi cabeza, diálogos innecesarios fluyen como la multitud en día de rebajas
Ella: “Ya por aquel entonces nos sacábamos mutuamente de quicio”.
El Coro: “¿Qué pasa con John Cheever?”.
Yo: “¿Que quién soy yo? Pues un impostor, un usurpador, un alcohólico hecho polvo. Soy tu marido, le digo”.
En mi defensa puedo afirmar que había sido enviado al matadero y llevaba el jersey al revés.
“¡Qué tiempos, derramando martinis por todo el Brevoort!”.
“Siento de veras no recordarlo”, les digo. “Papá insistió en hablarme del glorioso puerto de Newbury durante todo el viaje de regreso a casa”.
XV
El relato es deslavazado y –algunos lo creerán así– demasiado auto indulgente:
Consigue salir. Farragut consigue salir. Un poco más y lo atropella Donald Lang.
El tipo (Farragut) grita mucho. Dice: bla, bla, bla.
No sabe que en países como Rumanía uno ha de circular principalmente por esas inquietantes carreteras: no tienes alternativa.
Farragut es un vecino amigable. Le gusta nadar, beber ginebra y jugar al backgamon.
“¡Joder!”, dice el taxista pisando a fondo el freno.
“Al esquivar un peligro, otro se cernirá sobre ti”, se dice Farragut antes de ser embestido.
Entrevistador: “Todos los escritores están aquejados de delirios, ¿no cree?”.
“Puede ser”, responde Cheever. “Bueno, si le soy sincero, me importa una mierda. Además, nunca he tenido la tentación de ser yo mismo”.
Farragut sale despedido por encima del manillar.
Menudo día, piensa. Ha completado un paseo de quince kilómetros en bicicleta y el tío de las Aduanas ha intentado confiscarle unos huevos de Pascua, y ahora esto, un maldito taxista que no ha podido frenar a tiempo…
Entrevistador: “Un ejemplo tan brutal de egocentrismo tal vez no resulte fácil de apreciar por una gran audiencia, ¿no cree?”.
“Cuando estás lanzado puedes escribir cualquier cosa: horarios, listas de la compra, lo que sea”, responde Cheever.
Mientras vuela por los aires, Farragut se dice que debería hacer las paces con Tom Glazer por haberle partido un plato en la cabeza. “Tengo que remediar la manera tan descortés en que me despedí”, promete.
“¿El señor Farragut?”, pregunta un cartero.
“Sí, soy yo”.
“Aquí tiene”, dice entregándole un sobre.
Aún en caída libre, Farragut lo abre y lee la carta contenida en su interior: “Sr. Farragut, siento decirle que el protagonista del relato que estoy escribiendo, o sea usted, morirá. No se lo tome a mal. Pertenezco a ese tipo de iconoclastas. Firmado: John”.
Entrevistador: “¿Se cree usted un poeta?”
Cheever: “Digamos que me dedico a escribir entre líneas”.
XVI
En las conversaciones se percibe el desconcierto. Algunos dicen que es algo “realmente nuevo”. Otros que es un viejo problema: cada generación ha de asumir que existe una cierta dificultad a la hora de establecer quién fue el auténtico Karl Marx, y si debemos atenernos a la letra o al espíritu de las plegarias del Dow Jones.
Cheever sale de un seminario sobre literatura contemporánea a las dos en punto. Reconoce haber fingido. “No quería que pensaran que era un palurdo. Además, la lección de que hay que ayudarse mutuamente no es útil en estos tiempos, le tomarían a uno por un ingenuo optimista”.
Repasa el catálogo de buenos modos –“amarás a tu vecino” (una supuesta virtud), “un hombre que ya no era joven” (una implícita condena), “el mejor roastbeef que he comido en años, querida” (¿un aforismo?)– y se dice que un horizonte despejado no nos permite en-ningún-caso ver más allá de nuestras propias incertidumbres.
En los periódicos, en la radio y en la televisión se acumulan los argumentos en favor de la Bomba.
Desde los púlpitos, predicadores con corbata –el nudo estrecho– y cuellos de camisa almidonados vociferan que la culpa ha condicionado nuestro pasado, condena nuestro presente y engendrará un futuro irredimible: cada uno de nuestros sentimientos teñidos por el temor, como lienzos blancos sumergidos en cántaros llenos de sangre.
—I say, don’t you think destiny laughs at us?
—Perhaps, sir. Who Knows…
Leo en el devocionario: Parece estar perdido, como la mayoría de la gente que he amado, parece estar sufriendo una soledad más dolorosa que todos los males que le ha infligido la vida.
A la mañana siguiente, despierto y siento una pena visceral, y sé que me lo merezco. ¿Me creerían si les dijera que me metí en la bañera y lloré con tanta fuerza y desconsuelo como un niño aquejado de urticaria? Es tan fácil perder el equilibrio cuando se camina sobre la cuerda floja de la pulcritud…
Anoto: “Debería escribir una historia sobre un hombre con una indefinida torpeza espiritual descrita por un narrador infectado de un extraordinario detallismo”.
Está seguro: ella “se volvería completamente loca” si supiera cuánto recuerda el sabor del pintalabios de Hope (y el pensamiento le excita).
No le acaba de convencer, sin embargo, su burocrática afición a seguir viejas recetas que, además de “no suponer nada nuevo”, ni siquiera satisfacen su paladar presuntuoso.
Así que termina desistiendo. “Por el momento”, se dice, “me conformaría con un billete de autobús que me sacase del maldito centro rumbo a las afueras”.
XVII
El hecho de estar en conflicto con uno mismo dándole vueltas, como es mi obligación, al tema de la sexualidad –y a sus corolarios– resulta extenuante.
“Con la polla tiesa, puedo leer”, le dije a mi psiquiatra para explicarle que, en mi opinión, no siempre es necesario poner punto final a un capítulo antes de comenzar el siguiente.
XVIII
“Querida, estoy decidido a que esto acabe bien. Alquilaremos una coqueta granja en Vermont y dormiremos abrazados cada noche bajo gruesos edredones, lejos de personas didácticas que no dejan de buscar un sentido político a la codicia, la estupidez, la torpeza y la brutalidad.
“Por descontado, tu psiquiatra y el mío no pueden seguir siendo el mismo.
“Sé que fui yo el que te dijo ‘Si te parecí siniestro ayer por la mañana, ya verás cuando descubras el desprecio que reservo para mis personajes’.
“Lo sé, y no lo niego. Pero soy también yo el que ahora te confiesa: ‘Cualquiera que haya acariciado esos muslos…’. Bueno, eso se me ha quedado clavado en la memoria.
Tuyo, John”
“p.s.: ¿sabías que Max está recibiendo sesiones de electroshock?”.
“Tu carta era tan circunspecta…”, me reprochaste.
Pienso: si ella supiera que aquel viaje, al otro lado del Telón de Acero, estuvo a punto de agotarme.
Me decías: “Cada vez que mordisqueo la aceituna de un Martini, me pregunto qué se siente al morir”.
“Entenderás que estuviese preocupada”. Y añadías: “Lo de Bulgaria tiene muy mala pinta. Como vuelque el coche en el que viajamos, la prensa búlgara sólo hablará del paródico final del primer escritor occidental en pasarse al Este”.
John Cheever: la persona de carne y hueso.
XIX
Nunca he sido gran cosa como pensador –un perro revoltoso, zanquilargo y mal criado con la cabeza cuadrada–, pero si hablamos de “cosas espirituales” creo poder afirmar, sin temor a equivocarme, que existe gente con un fastidioso don para catalogar a los autores en edad fértil.
Yo, que he desarrollado una sonrisa especial para las cámaras –sin ir más lejos el viernes pasado grabé un programa para el canal ABC–, creo que no soy especialmente susceptible a la repugnante invasión publicitaria que nos convierte a todos en espectadores entusiastas de deseos no realizados.
Con todo, intuyo que mis gustos me hacen incompatible con según qué actitudes y según qué prendas de lencería. O mejor: hay días para encajes y satenes y días más propicios para esa desnudez que reclama un espíritu “esencialmente inquisitivo”.
Ser, estar, fingir…, recito mientras mastico un antidepresivo.
Si algo tiene algún sentido, tal vez sea: hay que recomenzar siempre de cero. El fin es el principio: retomar el control de tu vida y estar listo para perderlo de nuevo.
En ocasiones, cuando me despierto muy avanzada la noche, pienso –con bastante desagrado– en el lugar del que provengo: “Si hicieras tus putos deberes…” y cosas así.
“John”, suspira finalmente mi esposa, “podrías apagar la maldita luz y dejar ya por esta noche ese rollo de la poesía”.
XX
Vemos un partido. Follamos (Mary se ha ido con los niños a la costa). Nada que objetar.
Entonces inicia un ataque en su estilo puntilloso: “John, ¿de verdad no has plagiado alguna vez?”.
Melancólico, pero también algo aliviado –como siempre que descubro esas máscaras menos favorecedoras que todos reservamos para nuestros seres más queridos–, le digo: “¿Sabías que sufro de epilepsia?”.
Que Dios se apiade de nosotros, querida –“querida” es la palabra que utilizo–, le dije más tarde a mi mujer al explicarle cuánto afectan a mi perspectiva los ataques personales. Destruyen mi famosa tendencia a la ecuanimidad: la nada pura y dura es una niñería comparada con…
“Querido”, dijo ella, “todo cuanto hagamos no pasará de ser un cobarde remedio paliativo contra el vacío si antes no nos deshacemos los malentendidos que están detrás de nuestro relato personal”.
“Oh, son cosas de Mary, usted ya me entiende”, le dije a mi biógrafo.
XXI
“Hay autores más grandes que Cheever, el típico asalariado de la escuela literaria del New Yorker. Me pregunto si te diste cuenta”.
Comentarios así. Bueno, la verdad es que nunca mantuve una conversación “a calzón quitado” conmigo mismo sobre mi propia valía. Mentiría si dijese lo contrario.
Mi psiquiatra dice que estaba decidido a escribir una obra que hiciese que la gente quisiera a mi padre.
Lo reconozco: no quería ser yo.
“Casi eufórico ante la perspectiva de una cara, larga y desagradable batalla moral consigo mismo, Cheever dedicó casi una hora a buscar maneras de entender esa cualidad a la que Walt Whitman se refirió en cierta ocasión: la podredumbre”.
Y es que si uno tratase de valorar en su justa medida la importancia de ser un personaje secundario en su propia biografía –alguien que nunca se tuvo ni el más mínimo aprecio, piensa John– los días, los meses y los años se pasarían tan deprisa…
XXII
Fue el año en el que todo el mundo partió hacia China y yo no encontraba nada de Chéjov digno de citar.
Durante una de aquellas noches de sábado que precedían a domingos interminables en los que uno no paraba de repetirse “Anoche bebí demasiado”, alguien dijo: “Os quedáis ahí sentados como si no hubiera pasado nada. Pero sí que ha pasado. Nuestro mundo ha terminado”.
“¡Poldark! ¡Poldark!”, exclamaba ella.
Y yo: “Oh, querida, claro que tienes razón. Parece que el alcoholismo es una enfermedad. Ma non posso, cara. Non posso stare qui. ¿No entiendes que eso es lo que quiero? Martinis gigantes servidos en tarros de mermelada vacíos”.
Para entendernos: si el ayer es un recuerdo, el hoy es una emoción a punto de estallar. ¿Digo bien? (confieso estar cansado de toda esa basura dialéctica que obtura los sumideros de mi conciencia, y aún así, aquí sigo, juntando palabras como quien recoge manojos de ortigas para trenzar un ramo nupcial).
Una especie de pesadilla, dirán algunos: un psiquiatra que corre tras quince pacientes mientras grita “¡La botella de ginebra! ¡La botella de ginebra!”.
He cambiado enormemente, ahora llevo mocasines bien lustrados y un traje de paño inglés que –a decir de los entendidos– me sienta fatal.
Me inclino para que me dé un beso. Nada.
“Querido, me parece que magnificas las incongruencias del bienestar matrimonial”.
Anoto: La verdad es que me encuentro bien, pero no me atrevo a decirlo en voz alta.
Desayuno whisky y Librium porque no sé qué hacer en esta casa. (Habitaciones vacías, persianas rotas, atisbos de vejez…).
¿Una manera de saber si me gusta algo? Pues no lo sé. Aunque he leído que todos los cardiólogos e internistas de prestigio coinciden al señalar que una felación es la cosa más bonita –un refinado gesto de amor altruista– y que la ronquera no es, gracias a Dios, un síntoma de Clapp –tal y como se creía–.
XXIII
El caso es que tenía preparado un discurso que contenía exactamente veintisiete detalles:
algo sobre las rebajas de Lord & Taylor;
el deseo de una nueva cadencia, de una nueva perspectiva;
no fui a Sing Sing en busca de material;
bebo demasiado;
aguante y dolor;
pero qué hijo de puta más cool era el Maquiavelo ése;
Paranoia: el nuevo estilo de vida urbana;
Saul apareció de entre las nubes de su fama;
Oh, sí, confiaba en hacer algo en plan Camus;
¿un ejercicio de comprensión?:
cuando monté a mi amada;
la mujer más guapa (e insufrible) del mundo;
no trabajo con tramas;
una red muy ancha para peces tan pequeños;
¿Pero qué estoy haciendo con una corbata roja?;
“De repente, mi padre pareció hundirse”;
a vueltas con la vulnerabilidad;
¿no se puede pedir más?;
¡No sabes nada hasta que te zurra el sistema!;
creo que algo salió mal;
primer trago a las nueve y media;
Estoy preocupado por ser un muchacho de cincuenta años;
todos los motivos (importantes) que no recuerdo;
una carta al Obispo de Nueva York;
tópicos de la vida en las afueras;
¿de veras no se puede pedir más?;
“esa perra vieja, mi amor”;
graznar como un pato;
todos tenían un tenedor, menos yo;
yo en tu lugar no haría mucho ruido en la ciudad;
¿Debo explayarme sobre la crucifixión?;
¡sus manos parecían desprenderse!;
hace tiempo que hay una guerra en curso y yo…;
no parezco ni lo suficientemente cuerdo ni lo suficientemente loco;
internarse en un laberinto y…,;
el caos en el que hemos convertido nuestras promesas;
también podría, claro está, ser más aterrador;
observarán que es un sueño, etcétera.
Pero, seamos sinceros, ¿de qué sirve llegar a una conclusión? Los lirios de agua seguirán creciendo a las orillas de lagos románticos en cualquier caso, ajenos a nuestras pueriles turbaciones.
“¿Y los jacintos?”.
“Sí, querida, también los jacintos”.
Y además: ¿es urgente lo que tengo que decir?
Por ejemplo: el sombrío y misterioso viaje a Rusia del pasado octubre. Todos decían que los rusos son un pueblo sumiso, proclive a soportar las tiranías –aunque nadie supo responderme a la pregunta: ¿y nosotros qué clase de pueblo somos?–.
Me dijeron también que mi libertad se vería amenazada.
Sin embargo, me ofrecieron una acogedora hospitalidad mundana: “¡Bebes como un obrero siberiano!”, me felicitaban.
No lo niego, me gustaría vivir en un mundo: a, b, c, d, e, f, g, h, i…
“¡Bienvenidos a la morada de Anton Pavlovich Chejov!”. Me sentí como un peregrino que sabe que nunca alcanzará su santuario.
Es tarde, y creo que me estoy acostumbrando a los anuncios sin apenas oponer resistencia a su persuasivo y fosforescente magnetismo.
“Oh, no te preocupes por mí, querida. Todo esto supera también mi capacidad de comprensión”.
Hace unos meses la editorial Duomo publicó Cheever: una vida, biografía del escritor estadounidense John Cheever escrita por Blake Bailey, biógrafo de Richard Yates. Este collage –elaborado en gran medida a partir de escenas, diálogos y comentarios contenidos en esa biografía– pretende ser uno de los muchos retratos posibles de John Cheever.
Lino González Veiguela es periodista. Sus artículos más recientes en FronteraD han sido Siria en llamas: ¿anticipo de una nueva guerra fría?, Diccionario de la crónica hispanoamericana, República Centroafricana: el Estado inexistente refugio de Joseph Kony, Siete consejos de Charles Simic a los jóvenes poetas y Wojciech Jagielski, la complejidad del mundo. En FronteraD mantiene el blog El mundo no se acaba