Como es archisabido, hay tres principales facciones cristianas: católicos, ortodoxos y protestantes. Dejamos de lado las múltiples sectas del cristianismo: Testigos de Jehová y otras diversas orientaciones anabaptistas, presbiterianas, adventistas, etc. Los católicos, dependientes de un Papa, y los ortodoxos, con patriarcas según dónde, sirven ambos a iglesias católicas (tuvo mucho que ver en esto la separación del hasta entonces compacto Imperio Romano, acabándose a los pocos siglos de nuestra era el de occidente mientras el oriental bizantino pervivió durante mil años más). Si un católico romano asiste un domingo, o día de precepto, a una misa ortodoxa, le vale; pero no si penetra en un culto protestante. El escritor alemán Ernst Jünger, en un párrafo de su espléndida colección de diarios denominada Radiaciones, comenta que la iglesia católica y la protestante no llegarán nunca a reconciliarse, a no ser que la primera canonice algún día a Lutero. ¡Qué lindo disparate!
Hay conceptos, en este sentido, que están confusamente amalgamados, como fe, religión, creencia, jerarquía, predestinación, caridad, y algunos otros. Las riendas de todos los matices resultantes están en manos de las iglesias, las cuales quizá se sitúen en una posición diametralmente opuesta a la genuina divinidad; verbigracia: el propio Cristo no fue el fundador, ni mucho menos, del cristianismo. Si interpretamos alguna nítida secuencia del Evangelio, vemos cómo, de algún modo, Jesús abominaba de los templos y, por supuesto, de los sacerdotes, quienes le llevaron a la cruz. Él, además, provenía de la tribu de Judá y no de los levitas, la casta sacerdotal. Las iglesias ostentan un poder, económico o ideológico, y este poder se ejemplifica a través de sermones, predicaciones y otras chácharas, siempre aspirando a ser, no conferencias objetivas o conversaciones dialécticas, sino discursos donde ha de primar lo convincente. Los que están en contra de ese poder activan en su propio pensamiento ora ateísmo ora agnosticismo; posturas que conducen a parecido resultado, pero que son bien diferentes.
Ateísmo es negar que haya dioses, mientras que agnosticismo es conceder la posibilidad de que los haya, pero reconociendo que el hombre es incapaz de comprender la verdadera entidad divina, negando sus estampas convencionales, creadas solamente para satisfacer a una determinada civilización; de ahí el prefijo negativo a-, antepuesto al lexema gnosis=conocimiento. El agnóstico admite la hipótesis de Dios, pero sosteniendo, en todo caso, que Dios es un misterio. Aprobando que este misterio tenga la suerte de derivar en la opción de que Dios se haga presente en el interior de cada uno, ocurriendo que una intensa y perdurable sensación, proporcionada por un ente superior, se comunique con uno mismo aflorando en una especie de logro armonioso, que llene el ser y que produzca amor. Al cabo, fuera de ignorancias o suposiciones ramplonas, el hombre debe saber que la naturaleza en torno a él es, si bien palmaria en muchos casos, competente, en otros muchos, para atesorar complejos enigmas. Luis Buñuel utilizaba la voz ateo en su conocida frase: “Soy ateo gracia a Dios” o “por la gracia de Dios”, exhibiendo dos cualidades socráticas: ironía y mayéutica. A mí me resulta más exacta esta otra f, también del cineasta de Calanda: “Puede ser que Dios exista, pero es como si no existiese.” Visto lo visto, frente al depauperado panorama mundial, tiene muchísima razón Buñuel.
La creencia, la fe, es subjetiva. Las preferencias, lícitamente, pueden orientarse a unos dioses o a otros, a unas posiciones u otras. Pero los términos más reñidos son el clericalismo y el anticlericalismo, aceptar o disentir. El primero es sinónimo de gran poder y el segundo de libre conciencia. El clericalismo ordena la confesión de los pecados ante sacerdotes. El segundo prescribe que ajustemos, individualmente, nuestras cuentas a solas con Dios. La Reforma iniciada por Lutero es una cuestión anticlerical. Él fue contra las indulgencias, promovidas por la Curia y desempeñadas por la obediente clerecía; las cuales, absurdamente, pretendían librar de las penas del Purgatorio previo pago; en realidad el tributo era para sufragar los elevados gastos de la suntuosa iglesia de San Pedro en Roma. Lutero colgó sus 95 tesis contra las indulgencias precisamente la víspera de la fiesta del 1 de noviembre. Es decir, ¡un 31 de octubre! No hay base bíblica alguna para interceder por los muertos. Y menos aún para pagar con el fin de que salgan del Purgatorio. Es todavía hoy lucrativa práctica romana, con misas funerales costosas.
No todos los católicos ven mal el protestantismo. Un monje trapense, el conocido, y muy prestigioso, escritor norteamericano Thomas Merton, declara: “Seré mejor católico, no si puedo refutar todo matiz de protestantismo, sino si puedo afirmar la verdad que hay en éste y seguir adelante” (la cursiva es suya). Por Calvino sentía Merton una honda admiración: “Leer a Juan Calvino es una experiencia fantástica. Es uno de los más apasionantes; tiene esa terrible, fabulosa prosa francesa del siglo XVI que sencillamente te pone la carne de gallina. Gran parte de su escritura tiene una profunda validez religiosa. Tiene cosas sobre la ira de Dios que son absolutamente demoledoras.” Merton quería culminar su aptitud contemplativa, entre otras cosas, con su vocación de escritor. Escribe: “Si he de ser santo parece que he de conseguirlo escribiendo libros. Puede parecer sencillo, pero no es una vocación precisamente fácil. Poner por escrito todo lo referente a mi vida, con la mayor simplicidad e integridad, sin enmascarar cosa alguna, sin confundir las cuestiones: esta tarea es muy dura porque yo estoy envuelto en ilusiones y apegos. Ser sincero sin resultar pesado.”
Pier Paolo Pasolini no era lo que se entiende por un creyente, ¿quién lo duda?, pero su base en el respeto a la religión cristiana se basa, a la vez, en su anticlericalismo. Así lo dice en la Italia que habitó, grandemente clerical, origen soberano del fenómeno: “Soy anticlerical (¡no me da ningún miedo decirlo!), pero sé que en mí hay dos mil años de cristianismo: yo he construido con mis antepasados las iglesias románicas, después las iglesias góticas y después las iglesias barrocas: son mi patrimonio, en el contenido y en el estilo. Estaría loco si negara esa poderosa fuerza que está en mí: si dejara a los curas el monopolio del Bien.” Esta aparente contradicción se acomoda en la sensibilidad de personas muy receptivas, especialmente dedicadas a los mundos del arte, generadoras de tiernas criaturas, de algún modo personas divinas, por creadoras.
He leído últimamente unas conferencias que protestantes han dictado sobre el posible protestantismo de los miembros de la Generación del 98. Estos mismos conferenciantes reconocen que ninguno de los escritores de esa generación era protestante. Por más que Unamuno se creyese en alguna ocasión, con cierto guiño irónico, el nuevo Lutero hispano, abogando por una Reforma, pero, ¡ojo!, de raigambre absolutamente española. Para el filósofo, poeta, novelista y rector salmantino, nuestra Reforma procedería de los orígenes exclusivos de los místicos españoles; pensaba Don Miguel pensaba que hubiese tenido éxito de no haber existido el gran obstáculo de la Inquisición. Pero en lo que sí están de acuerdo totalmente estos conferenciantes es que todos ellos eran anticlericales. Incluido Ramiro de Maeztu, quien, no muy tarde, dejó que penetrara en él el valor del clericalismo. Si estos escritores noventayochistas hubiesen hecho transcurrir sus vidas en un entorno protestante, seguramente habrían asistido con tranquilidad a los cultos dominicales, asumiendo de buen grado esa costumbre social, en armonía con sus conciencias, y no se hubiesen soliviantado con la clase levítica, precisamente por estar ausente en sus ámbitos vitales. Esa hipotética carencia clerical en el ambiente sería el fundamento de la posible serenidad de ánimo de estos intelectuales. Naturalmente hay excepciones: notables fervorosos católicos como Fauré, Eliot, Graham Greene, Messiaen.
Para Antonio Machado, la Iglesia Católica era una institución espiritualmente huera, pero ¡“con una organización formidable”! Todos los demás pensaban parecido. Sin embargo, no son infrecuentes sus menciones a Dios, dejando exhibir la posibilidad de que al final de la existencia esta simbiosis vivencial entre ellos y la divinidad se cumpliese. Ernesto Cardenal, gran poeta y honrado sacerdote, destaca el ideal de que en nosotros se introduzca un Dios que él califica como Mutuo, valiendo poco, o nada, si ese Dios careciese de esa condición obligatoriamente apta a la reciprocidad. “El catolicismo es carne judía en salsa romana”, escribe con desprecio Baroja. Ganivet vaticinaba, cosa no comprobada todavía, que “de aquí a dos o tres siglos –a diez si quieres- no quedará del catolicismo más que un recuerdo histórico.” En Luces de Bohemia, el gran Valle escribe, poniendo en boca de Don Gay estas palabras: “Señores míos, en Inglaterra me he convertido al dogma iconoclasta, al cristianismo de oraciones y cánticos, limpio de imágenes milagreras.” En fin, todo intelectual que se precie de serlo tiene que rechazar estas, muchas de ellas ridículas, imposiciones dogmáticas; este afán de poder, chabacanamente manifestado en las grotescas vestiduras del bando de Leví. Rechacemos la excéntrica imagen de la denostada Curia. Pero valoremos el sencillo y práctico hábito de los monjes, adecuado a su digno quehacer.
El escritor, el artista, tiende a ser descreído. Emilio Zola, cuando estaba planeando la escritura de su novela Lourdes, la primera de una trilogía, “Tres ciudades”, que se alarga en Roma y París, los que estaban en Lourdes se creían (él era ya muy famoso) que su conversión estaba a punto de acaecer. Esos mismos se sorprendían, según apunta el propio Zola, “de hallar tal firmeza de fe en un intelectual, en uno de esos universitarios tan volterianos por lo general,” Sorprendidos por el solo hecho de que el escritor estaba allí, a la vera de las procesiones de peregrinos, tomando solamente notas para su novela.
No es que el protestantismo sea más progresista que las demás creencias; al ser iglesia ha de ser obligadamente conservador (su idea de la predestinación y el poco aprecio por las obras para salvarse es algo no muy comprensible; al menos yo no lo acabo de entender bien). Pero lo cierto es que el protestantismo atrae más que el catolicismo, en ciertas órbitas, por su actitud de mostrar, en su día a día, una conducta normal, sin ademanes estrafalarios, sin vestiduras talares, sin clerecía, casándose sus pastores, bautizándose la membresía al alcanzar el individuo un completo conocimiento de su fe. Creed y bautizaos, viene a decir San Marcos en su texto evangélico. No al contrario, ser bautizados sin todavía creer. Contraponiéndose al grosero clericalismo (que pasa ilusamente por ser refinado), atrae del protestantismo su prestigioso modo de aconsejar una existencia consuetudinaria sin teatrales extravagancias. Y lo del celibato en los curas, que no es dogma, no es sino un modo de lograr un beneficio monetario, induciendo a que todas las herencias reviertan en la Iglesia.