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Mientras tanto100 años de edad

100 años de edad


Más de una vez les he dicho a mis nietos: “Posiblemente, iréis a vivir 120 años, porque la ciencia médica ha avanzado mucho”. Ellos, naturalmente, de momento se encogen de hombros. Noventa ya va siendo una edad corriente. Hasta hace poco, los hombres y mujeres centenarios salían en la prensa. La mayoría, que yo recuerde, eran individuos de las islas Baleares, no sé por qué. Ahora, ya tengo algunos conocidos cercanos, alguno de ellos a su vez anciano, que sigue cuidando de los padres que han alcanzado la centena. Hace poco asistí, en Cuenca, a un acto que cerraba los efusivos eventos conmemorativos que se han celebrado en la ciudad de las Casas Colgadas por el centenario del nacimiento del artista Fernando Zóbel, que en 1966 instaló su colección de arte en la ciudad convirtiéndola en el Museo de Arte Abstracto Español, el pequeño museo, como afirmó uno de los directores del MOMA de Nueva York, más bello del mundo. En dicho acto, creo que fue el alcalde de Cuenca quien dijo que en el año que está al caer, 2025, se celebrará el centenario de otro artista, Gustavo Torner, íntimo y efectivo colaborador de Zóbel. Torner, conquense, que reside en Madrid, todavía está vivo, puede andar y está totalmente lúcido. En ese acto, yo estaba acompañado de mi amigo, el escritor y periodista José Ángel García, biógrafo de Gustavo Torner. El pintor había tenido múltiples y merecidas menciones en los festejos referidos a Zóbel. Le pregunté a José Ángel si no lo podían coger a Torner, sentarlo en un taxi y trasladarlo cómodamente a Cuenca. Mi amigo me respondió: Por lo visto no se tienen ganas de nada a los 100 años, si acaso de morirse uno.

Ernst Jünger en 1978

Ha habido escritores que rebasaron los 100 años. Nombro tres: Ernst Jünger, Nicanor Parra y Victoriano Crémer. El primero, alemán, nacido en 1895, estuvo a punto de cumplir 103 años; el segundo, chileno, de 1914, cumplió los 103, y Crémer, español, de Burgos pero, en realidad, leonés, nacido en 1906, llegó a los 102. Jünger participó en los frentes de las dos guerras mundiales. Sobre todo en la primera, fue feliz en los combates. El 4 de enero de 1915 escribe: “En realidad, la guerra me parecía más horrible de lo que en realidad es. El espectáculo de los que estaban destrozados por las granadas me ha dejado completamente frío, y asimismo todo este pim pam pum, aunque varias veces he oído silbar muy cerca las balas.” En la Segunda Guerra Mundial era capitán, y ya era un escritor famoso. No fue nazi. Pertenecía al ejército, a la Wehrmacht. En el París ocupado, él estuvo como oficial. Lo que hacía, mayormente, era entrevistarse con artistas. Salvó a judíos del exterminio. Hitler, al que los que disentían le llamaban Kniébolo, fue para Jünguer el responsable del desastre que previó este autor, y que iba, como sucedió, a llevar a Alemania a la catástrofe. Había que acabar con Hitler como fuera, aunque no hubo manera. Fue un prolífico novelista: Sobre los acantilados de mármol y Tempestades de acero son dos obras suyas muy conocidas. También frecuentó mucho el género diarista. Uno de sus títulos es Radiaciones, que recoge sus anotaciones en la Segunda Guerra Mundial. Jünger, toda su vida protestante, al final se convirtió al catolicismo. Escribe que protestantes y católicos no se van a reconciliar nunca, salvo que la iglesia católica santifique a Lutero. ¡Qué gracia! En otra ocasión cuenta que en un permiso volvió desde París a su tierra, Heidelberg, y allí se encontró a un campesino viejísimo que se encontraba muy bien. Le pidió el secreto: “Muy sencillo –le dijo el hombre-: cada mañana una cagadita; cada semana, un polvete y cada mes una cogorza.”

Nicanor Parra

Nicanor Parra es muy conocido por ser autor de lo que él llamaba «antipoemas». Un nombre como otro cualquiera, porque la verdad es que toda poesía está dotada, verdaderamente, de ese prefijo anti-, pues pretende siempre ir en contra de alguna norma, sobre todo contra una norma del lenguaje, la del lenguaje convencional, o conversacional. Lo que no atañe a la prosa, que se puede desarrollar, perfectamente, como habla coloquial. De forma que, aunque pueda parecer paradójico, antipoético sería aquel discurso que se atuviera al lenguaje normal, simplemente comunicativo. Lo que quería expresar Parra con esta denominación creo que sería, como afirma el crítico José Miguel Ibáñez-Langlois, editor y prologuista de una de sus antologías, publicada por Seix Barral, sería «la [toma de] conciencia de que -¡una vez más!- todo puede decirse en poesía.» Obvio.

El antipoema posee, entre otros recursos, el prosaísmo que Parra toma de Walt Whitman, como podemos ver en estos versos, inconfundibles versos (endecasílabos para más inri), que riman, por encima de la llaneza expresiva: «A recorrer me dediqué esta tarde / Las solitarias calles de mi aldea / Acompañado por el buen crepúsculo / Que es el único amigo que me queda». Tomemos un segundo ejemplo: «Qué es un antipoeta: / Un comerciante en urnas y ataúdes? / Un general que duda de sí mismo? / Un sacerdote que no cree en nada? / Un bailarín al borde del abismo? / Un poeta que duerme en una silla?». Evidentemente, esta estrofa es poema, sostenido en una correcta sintaxis y un ritmo muy convencional: cinco endecasílabos precedidos de un heptasílabo; versos de una escansión tradicional. Lo que quiere el fragmento es contrastar con otro tipo de poeta posible que comercia en negocios más corrientes, generales-poetas seguros, sacerdotes-poetas creyentes, bailarines-poetas que no salen del escenario plano o poetas que duermen en un lecho. Parra, en su teoría, se inclina hacia la imagen estrambótica: «Un temporal en una taza de té», «Una mancha de nieve en una roca», «Un ataúd a gas de parafina», «Una capilla ardiente sin difunto». Imágenes grotescas, mas que no experimentan con la construcción normativa hablada. «El antipoema -sigue aclarando Ibáñez-Langlois- no es, por supuesto, otra cosa que un poema: debe eliminarse cualquier mitología al respecto.»

Parra es irónico. Y en la ironía posiblemente se base toda la fuerza argumental de su antipoesía. Sospechamos, pues la ironía siempre es enigmática, que al término de cada verso se halle camuflada una mueca, un ademán extremadamente sardónico, aunque no se pueda apreciar a las claras. No conozco mejor definición de la ironía que la de Fernando Pessoa: «La esencia de la ironía consiste en no poder descubrirse el segundo sentido del texto por ninguna de sus palabras. Deduciéndose, sin embargo, ese segundo sentido del hecho de ser imposible que el texto deba decir aquello que dice.» Definición traducida del portugués por Ángel Crespo. Así, estos versos: «Una noche me quise suicidar / El ruiseñor se ríe de sí mismo / La perfección es un tonel sin fondo / Todo lo transparente nos seduce: / Estornudar es el placer mayor / Y la fucsia parece bailarina.» José Miguel Ibáñez-Langlois analiza bien: «El endecasílabo es una parodia del endecasílabo; los dos puntos al final del cuarto verso son una parodia de puntuación; las afirmaciones son una parodia de afirmaciones.» Como afirma el crítico, hay mordacidad, espacio para la burla y para la trivialidad cotidiana, ironizando, en suma, la realidad.

Victoriano Crémer

El poeta Victoriano Crémer, que fue galardonado con el Premio Castilla y León de las Letras en 1995, era tipógrafo de profesión, y sufrió un duro encierro nada más estallar la guerra civil y haber sido conquistada de inmediato la ciudad de León por los rebeldes. Él cuenta que los curas y religiosos leoneses iban ataviados con cinchas encima de sus hábitos y portaban pistolas; a la vista de todos. Izquierdista, acabó apresado en el antiguo convento y hospital de peregrinos de San Marcos, hoy convertido en Parador de Turismo. Fue una durísima prisión. En las celdonas, como las llamaban, convivía apiñada mucha gente, pasando frío, comiendo mal, oliendo mal, sucios, rodeados de sus propios excrementos. Cuenta todo en El libro de San Marcos, publicado por la Editorial Nebrija en 1980. Los que mandaban en la cárcel a veces se divertían simulando ejecuciones, fusilamientos con balas de fogueo. Victoriano Crémer así lo narra: “La primera vez que me sacaron de la Celdona para fusilarme en compañía de varios compañeros de destino, registré perfectamente los datos de la muerte: Nos habían  colocado contra una de las tapias del patio, uno al lado del otro, formando un friso de silenciosos fantasmas, de acongojados pre-muertos.” Sonó la descarga: “Y fue entonces, en esa rapidísima porción de tiempo, que no es ni tiempo siquiera, desde que sonó la expresión de los fusiles hasta la muerte prevista, cuando se me proyectó la estampa completa, agitada, de mi vida.” El simulacro concluyó: “La tragicomedia había terminado. Nos volvían a las celdas como resucitados.” Uno de los presos sí murió de verdad, fatalmente afectado por el gran susto que había sufrido.

Ya en libertad, Victoriano Crémer, compaginando su profesión de tipógrafo, no muy alejada de la escritura literaria, se dedicó de lleno a la poesía. En esos años de posguerra, el panorama poético estaba estéticamente dividido, aunque los poetas, fuesen de un bando o de otro, siempre se llevaban bien, y esto es algo modélico que yo creo que no ocurría en otros ámbitos, sino nada más que en el de los poetas. En Madrid se había fundado en 1943 la revista Garcilaso, dirigida por José García Nieto, y un año más tarde, en León, la revista Espadaña, codirigida por Eugenio de Nora, el sacerdote Antonio González de Lama y Victoriano Crémer. La primera abanderaba, de algún modo, la poesía oficial que propugnaba el Régimen (aunque el régimen cuartelero de Franco, en verdad, en poesía no propugnaba nada), promovía una poética de corte sereno, verbalmente apacible, no olvidándose de un casto amor ni de Dios. La segunda defendía una poesía más vibrante, contestataria (dentro de lo que las circunstancias permitían), con un verbo más palpitante. Bien es verdad que en cada número de las dos revistas siempre había colaboraciones de una u otra tendencia. Estas perspectivas se correspondían con la partición que estableció Dámaso Alonso en la visión de la poesía de entonces. Un enfoque partía de la poesía arraigada, que significaba, globalmente, aceptación, y el otro arrancaba de la poesía desarraigada, una poesía rebelde, tanto en su contenido como en su continente. Un talante específico de la poesía desarraigada se constituyó en el llamado tremendismo, del que Crémer fue su principal cultivador. Juan Eduardo Cirlot, en su Diccionario de los Ismos, lo define como “una tendencia literaria fundada en la exageración de los aspectos dinámicos de la vida y en la acumulación de acaeceres trágicos.”

Accionado por el tremendismo, Victoriano Crémer escribió una poesía que él consideraba motivada por un trance, acorde con los latidos del corazón, a veces desacompasados al hilo del estado de ánimo. Para él, la obra poética consistía en una “crónica apasionada de la vida del poeta”: su inestabilidad biográfica, su agitación vital, en suma, comandada por las caprichosas circunstancias. Su poesía está repleta de inequívocas expresiones tremendistas, como muestra la siguiente estrofa (las cursivas, para resaltar esas expresiones, son nuestras): “De Gólgotas y espinos he sembrado / el sendero que sigo; el que me clava / a esta cruz del vivir, día por día, / contemplando el que fui, rabiosamente… / Pero vivo, pues sufro y amo y odio, / y tengo un corazón y me conmuevo; / vivo, viviendo en mí, siendo tristeza / y tierra de esperanza, compartida…” Hay un sintagma, en la poesía de Victoriano Crémer, deliciosamente tremendista: “desazulado espanto”, dotado de briosa antítesis, mostrando esa negación del afable color en paradoja con el consternado sentimiento.

Esta forma de abordar la poesía duró mucho. Prácticamente en todo el periodo franquista, si exceptuamos el afán rupturista, tanto en el concepto como en la forma, que los novísimos afrontaron. Escojamos un poema de Crémer de su libro Nuevas canciones para Elisa, publicado en 1972. Precisamente el que abre el libro:

Traspongo las fronteras federales
erizadas de flores y cuchillos…
Al otro lado ¿el mar, el hombre oscuro
o el mugiente silencio embravecido?

¡Que la Comedia empiece!... Nos separa
la cortina; mal paso decisivo
que hay que salvar sin miedo ni encomiendas.
¡Fin del misterio y alabado sea Cristo!

Enmudece la fiera agazapada
en la sombra. Resumo los mil filos
de la luz expectante y sin arraigo.
El patio es como un inmenso Limbo.

¡Repitamos las letras consabidas!
¡Por favor! Cantemos al unísono.
El mundo es un gran coro, combinado
para medir exactamente el grito.

¡Adelante!... La farsa da comienzo.
Se trata de un asunto bien sencillo.

“Érase un tiempo que tenía
miedo y asco de sí mismo…”

El poeta exhibe moldes habituales en la poesía que podríamos llamar de posguerra. Se compone de estrofas regulares, salvo al final, para conformar una especie de estribillo. Tiene rima, Los versos son endecasílabos. Hay uno, sin embargo, el décimo cuarto, que es dudoso, pudiendo considerarse una licencia, pero es realmente un decasílabo. Hay también una forzada sinalefa en el verso octavo: método acostumbrado para cuadrar el ritmo canónico. En la tercera estrofa nos encontramos con un claro tremendismo, una manifiesta agitación verbal. En la cuarta estrofa se da una abrupta paradoja, mostrando el, en principio, armonioso coro con el estridente grito. El texto expone, al cabo, una conclusión deprimente. Pero el balance final es que este poema se constituye como una buena canción.

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