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AcordeónSiria empieza a renacer

Siria empieza a renacer

Cuando a principios de 2011, envalentonados por lo que había pasado en Túnez y Egipto, por los estallidos de libertad y la necesidad de cambio en Yemen, Bahréin y Libia, empezaron a circular los llamamientos a levantarse contra el régimen de Bachar al Assad, las reacciones de los analistas árabes eran de incredulidad y angustia. “No. Esa dictadura es demasiado dura, no se pueden levantar contra el régimen. Les destrozarán”. Los precedentes en los países donde cayeron los dictadores represores y corruptos a principios de la primera década de este siglo eran también terribles, pero en el caso de Siria las posibles consecuencias parecían multiplicarse. Algunos lo achacaban a los férreos servicios secretos, la temida mujabarat que todo lo oye, lo graba y lo puede usar en tu contra, y otros, al apoyo exterior que no dejaría que un país tan geoestratégicamente importante quedase a la deriva, o que, incluso peor, pudiera instaurar una democracia que garantizase derechos a todos los ciudadanos.

Pero lo hicieron, con determinación, venciendo un miedo realista al que situaron en segundo plano, y comenzaron su revolución. Recuerdo las explicaciones que me enviaban para usar una VPN que las autoridades no fueran capaces de detectar. Sólo cuando estabas “al otro lado” te pasaban la dirección en la que podías encontrarles en Damasco, o los mensajes en los que aparecía el nombre de un lugar, una fecha y una hora, y al acudir con exactitud comprobabas que los que unos segundos antes eran ciudadanos ocupados en su supuesta rutina se convertían en opositores al régimen que durante unos segundos circulaban en la misma dirección lanzando gritos en contra del régimen o mostrando una pancarta casera. Y eran, literalmente, unos segundos. Porque cuando habían recorrido apenas varios metros aparecían a toda velocidad las pickups con hombres de negro con el rostro cubierto que intentaban separar a los manifestantes del resto de la población, en lo que había vuelto a convertirse en una calle de la capital con la gente comprando y conversando.

Una de las acciones de protesta secretas que más me llamó la atención fue un mensaje en el que me citaban en una plaza donde me pedían que observase atentamente la fuente a una hora precisa. Di varias vueltas a la fuente, escudriñando a cada persona que me miraba a los ojos, esperando que la escena se convirtiera en una protesta. Me obligaba a mantener una gran concentración para ser capaz de detectar algo. De repente llegó la hora marcada y el agua de la fuente empezó a teñirse de rojo, como símbolo de la sangre que el régimen ya estaba derramando en varias ciudades del país. Perplejos, los viandantes se miraban sin intercambiar palabra, sabiendo que el que estuviera cerca de la fuerte sería detenido, torturado, que podría desaparecer y no volver a ver nunca más a sus familiares y amigos, por lo que, con calma, sin ofrecer ninguna señal de nerviosismo o ansiedad, cambiaban de rumbo para alejarse del lugar.

Todo comenzó en Deraa, una ciudad situada al sur del país, junto a la frontera con Jordania, en la que unos niños y adolescentes hicieron una pintada en la que reproducían la frase que marcó las revueltas árabes: “El pueblo quiere la caída del régimen”. Los menores fueron detenidos, torturados hasta la muerte, y cuando sus padres pidieron que les devolvieran a sus hijos la policía les dijo que se olvidaran de ellos y que enviaran a sus mujeres para que les hicieran otros. Esa respuesta, ese menosprecio tan salvaje con el que las autoridades trataban a la población fue lo que encendió la mecha, lo que provocó –como el vendedor de verdura tunecino que se prendió fuego a lo bonzo en Sidi Bouziz, o el chico egipcio que fue sacado a volandas de un cibercafé de Alejandría para recibir una paliza que le costó la vida– que muchos sirios se plantasen y decidieran dar su vida, si era necesario, para acabar con la represión y el miedo impuesto desde hacía cuarenta años por la familia Al Assad y el Partido Árabe Socialista Baaz.

 

Un 8 de diciembre único

“Buena y feliz mañana. Al Assad ha caído”, escribía junto a tres emojis de celebración Eman, la traductora con la que unas semanas atrás habíamos compartido una intensa investigación viajando por el Nord Este de Siria (NES) para comprender las necesidades y ambiciones políticas de un territorio gobernado por el autogobierno kurdo que incluye zonas de mayoría árabe como Raqa (capital del califato que instauró Estado Islámico o DAESH/ISIS durante más de tres años desde principios de 2014) o Deir ez Zor, junto a la frontera con Iraq. “Finalmente –seguía escribiendo Eman de forma atropellada– todos los sirios están en las calles celebrando el acontecimiento. Sí, Al Assad ha caído, pero lo que vendrá es completamente desconocido”.

Era el momento de celebrar la liberación de un yugo que les había oprimido durante más de medio siglo, tanto en Siria como en la diáspora, donde se encuentra la mitad de los 13,8 millones de desplazados internos y refugiados (según el Alto Comsionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), sobre una población que no llega a los 24 millones. “Celebremos, aunque sea por unas horas… dejad que hoy, este domingo 8 de diciembre sea un día de alegría”, me repetían al preguntarles por el futuro inmediato, por la compleja y ardua tarea que el país tiene por delante. Unanimidad en esa pequeña licencia después de años, décadas de sufrimiento, miedo y desesperación, y también en las respuestas a las felicitaciones enviadas en conversaciones privadas, en las que la euforia era imposible de contener y con mucha incredulidad se agradecía un éxito compartido a la mayor escala.

Nadie es más consciente que los sirios de la realidad que tienen delante, del fruto de trece años de guerra civil, de la división interna, de su devastada economía –el PIB en 2011 ascendía a 67.500 millones de dólares, y en 2023 se contrajo un 85%, siendo 9.000 millones de dólares, según el Banco Mundial, pasando de estar a la altura de países como Paraguay y Eslovenia a equipararse con Chad– y de los intereses exteriores por sus recursos naturales (petróleo y gas), y quizás por eso en este 8 de diciembre se entregaron a la celebración, a ocupar el espacio público sintiendo que les pertenece, y sobre todo a mostrarse orgullosos de haber resistido.

La esperanza, ese inshallah (si Dios/Allah quiere), tan presente en la cotidianidad de los países árabes, suele estar cargado de un pesimismo asumido, de cierta renuncia y mucha sumisión, pero no deja de desprender un hilo de esperanza, un por si acaso la situación cambia radicalmente. Los ciudadanos de esta parte del mundo no se desesperan con facilidad, tienen el don de una paciencia impuesta, que a menudo parece infinita, y la capacidad de sacarle el máximo partido a los acontecimientos.

 

13 años frente a 11 días

La ofensiva terrestre dirigida por Hayat Tahrir al Sham (HTS) desde Idlib, ciudad del noroeste del país que gobiernan desde finales de 2017, y secundada por las fuerzas de la oposición apoyadas por Turquía desde la frontera, avanzó sin apenas encontrar resistencia. Tomaron Alepo, y se dirigieron hacia el sur, Hama, Homs… con el objetivo final de alcanzar Damasco y acabar con el régimen. La determinación de HTS estuvo acompañada por la reacción de miles de sirios en poblaciones donde HTS no tenía presencia, donde, sin esperar a que llegase la milicia, la población decidió salir a la calle y enfrentarse al régimen. Cuando HTS estaba a las puertas de la capital la sublevación se había extendido hasta el sur y el este del país, desde donde se contenía la posible ayuda exterior que, como había ocurrido en tantas otras ocasiones, frustrase el intento de acabar con el régimen.

Y así fue como los sirios, “finalmente”, terminaron con el poder de Bachar al Assad, y lo hicieron al dejarles solos, sin injerencias extranjeras, al margen de las macabras ecuaciones de las grandes potencias mundiales, reduciendo la batalla al contacto directo, sin intermediarios, con la fuerza real de las partes sobre el terreno.

Los oficiales y soldados del Ejército sirio –con salarios que apenas superaban los 30 dólares al mes los primeros y los 10 dólares los segundos– decidieron plantarse, miles de ellos cruzaron la frontera con Iraq, otros se deshicieron del uniforme para volver a vestir de civil, y demostraron que el régimen de Al Assad estaba vacío, hueco, y que su vulnerabilidad era el fruto de años de prepotencia y arrogancia de su líder, quién durante la última década rechazó el diálogo nacional, las negociaciones y sobre todo menospreciando a los que debían defenderle.

El balance de los últimos 14 años será difícil de asimilar: 320.000 civiles muertos (algunas fuentes, como el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos –que desde Londres ha documentado con rigurosidad las muertes, desapariciones y detenciones desde 2011–, aseguran que superan el medio millón de personas), la mayor parte a manos del régimen y sus aliados, y hasta el 8 de diciembre 100.000 presos y desaparecidos. Son los horrores del que se llegó a apelar el “reformador”, que llegó al poder por sorpresa, tras la muerte en un accidente de coche de su hermano mayor, en el año 2000, el heredero de la matanza de Hama (1982) contra los Hermanos Musulmanes –en la que los Al Assad se aseguraron el control del país durante las siguientes décadas matando a entre 10.000 y 30.000 sirios– y que “finalmente”, como decía Eman, huyó de Siria en la madrugada del 8 de diciembre con destino a Rusia donde pidió asilo político para él y su familia.

Además de la entereza de la población siria para enfrentarse al régimen, algo que ya habían demostrado en 2011, han coincidido una serie de circunstancias que esta vez sí jugaron a favor de los partidarios de la caída del sistema. Como la preocupación de Irán, concentrada en los últimos meses tanto en la nueva confrontación con Israel como en evitar el colapso del llamado “eje de resistencia”, mermado por los precisos ataques del Estado hebreo contra Hamás y Hezbollah, que con una Siria liberada de Al Assad deja de tener una vía de comunicación para el rearme de las milicias chíi en Líbano y suní en la Franja de Gaza. De hecho, en la actualidad sólo cuentan como aliados los hutíes de Yemen y los grupos chiíes en Iraq. “Si a largo plazo, el actual conflicto empuja a Irán a la carrera para construir un arma nuclear, no miraremos lo ocurrido hoy como el principio del declive de Irán en su influencia en Oriente Próximo, sino como el preludio de una confrontación mucho más peligrosa con Israel (y con Estados Unidos)”, apuntaba David French el 14 de diciembre en el New York Times en un análisis de la situación en la que llega Donald Trump a la Casa Blanca. También Joshua Landis, experto en Siria y director del Center for Middle East Studies de la Universidad de Oklahoma, asegura que un parlamentario de Irán ha reconocido que su país ha gastado más de 30.000 millones de dólares en Siria desde 2011.

Sin duda, la inacción de Hezbollah, que pocas horas después de la caída de Al Assad abrió sus fronteras para que miles de refugiados sirios pudieran regresar a sus casas, marco la debilidad de un régimen hueco, sin alma.

Aunque quizás la mayor ausencia en el campo de batalla para que, como ocurrió en 2016, el régimen de Al Assad se mantuviera en el poder, fue la de Rusia, que observó desde sus nueve bases militares en el país, cómo avanzaba la ofensiva de HTS e iban cayendo a una velocidad no calculada ni por las propias milicias de la oposición, las poblaciones que dominaba el régimen. La explicación se centra en la guerra de Ucrania junto con las dificultades económicas y el despliegue de recursos militares, pero también, y quizás sobre todo, en la decisión de dejar caer un régimen incapaz de avanzar, convencido de que la dinastía de los Al Assad era inmortal.

“No todo empezó el pasado 1 de diciembre, cuando una organización islamista que muy pocos conocían se apoderó de la ciudad de Alepo. Si no queremos remontarnos al golpe de Estado de Hafez al Asad en 1971, podemos arrancar en marzo de 2011, fecha en la que una revolución popular pacífica reclamó primero reformas y luego, frente a la brutal represión, el derrocamiento de su hijo y sucesor, Bashar al Asad”, recordaba Santiago Alba Rico el pasado 9 de diciembre en Público.

 

Extremistas religiosos “buenos”

Hayat Tahrir al Sham (Organización para la Liberación del Levante), con entre 6.000 y 15.000 miembros estimados, es una milicia suní que nació a principios de 2017 cuyo origen está en las facciones armadas Jaysh al Ahhrar, Jabhat Fateh al Sham, Frente Ansar al Din, Jaysh al Sunna, Liwa al Haqq y el Movimiento Nour al Din al Zenki. Un frente que aboga por la “yihad popular” con el objetivo de lograr que la Revolución Siria termine con el poder del régimen del Baaz y se instaure un Gobierno islamista. HTS lideró la división de Al Qaeda en el territorio y desde Idlib estableció una administración civil a la vez que permitió a las tropas turcas patrullar el noroeste de Siria (a partir de las negociaciones de Astaná, capital de Kazajistán).

Su líder, Ahmad Sharaa, quien ya no quiere que se le llame Abu Muhammad al-Jolani para pasar de combatiente a político (ya ha anunciado que se presentará a las primeras elecciones libres de Siria), ha pasado del extremismo yihadista a una moderación al parecer genuina, enarbolando que HTS se enfrentó a Al Qaeda y a Estado Islámico. La transformación del considerado “terrorista” por Estados Unidos (con un precio de 10 millones de dólares por su cabeza) y Reino Unido, ha moderado sus discursos y mide sus palabras desde lugares tan emblemáticos para los sirios como la mezquita de los Omeyas de Damasco.

Sea cierto o no, la intención de Jolani de liderar la Siria post-Al Assad, corresponde a los sirios juzgarle. Es la población la que decidirá si se fía del que ha liderado el derrocamiento del antiguo régimen y en sus primeras declaraciones repite que cree en una Siria unida, pide a los refugiados y desplazados que regresen a sus hogares para reconstruir el país, y asegura que se respetara a las minorías. “Los kurdos son una parte esencial de la población siria y que no habrá opresión hacia ellos. Los kurdos de Afrin regresarán a sus casas”, declaró Jolani a Al Araby TV.

Aunque la presión no deja de aumentar, porque mientras en Damasco y Alepo celebraban la caída de Al Assad en el Nord Este de Siria (NES), bajo el Autogobierno Democrático kurdo (DAANES, en sus siglas en inglés) la tensión no ha dejado de crecer. Por un lado, porque alberga la mayor cárcel de ex miembros de DAESH/ISIS en Hassakeh, y el campamento Al Hol, donde permanecen vigiladas sus familias (alberga a más de 11.000, un total de 39.900 personas, incluidos sirios, iraquíes y de otras nacionalidades), y hay constancia de células durmientes de DAESH en Raqa y Deir ez Zor (con mayoría de población árabe), que se están reactivando para intentar entrar en la ecuación y formar parte de la negociación que acaba de comenzar. Y por otro, porque Turquía ha aprovechado para bombardear las posiciones que considera pueden ayudar al PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán turco) a mantener su oposición al presidente turco Recep Tayyip Erdogan.

El límite, tal y como anunció la Administración estadounidense, que cuenta con 900 soldados en Siria y capacidad para desplegar su aviación de nuevo en NES para apoyar a las milicias kurdas (que son las que mantienen a raya a DAESH), está en el río Eúfrates. Lo que ha provocado en los últimos días un enfrentamiento entre varias facciones con los kurdos en Manbij, sin que llegue a la mítica Kobane (famosa por haber logrado frenar la expasión de DAESH en 2015 desde Raqa) por encontrarse al este del Eúfrates.

 

“¡Una, una, una Siria!”

Es el principal cántico de las personas que se manifiestan en diferentes puntos del país. Es un reconocimiento sin paliativos a la diversidad y riqueza de un país que los expertos aseguran no llegará a recuperar su nivel de PIB hasta dentro de diez años y necesitará el doble de tiempo para reconstruir sus infraestructuras. Se trata de un rechazo manifiesto a que se les siga dividiendo por etnia o religión.

Por el momento, además de asimilar la euforia por la caída de Al Assad, los sirios están atentos a los gestos y pasos del Gobierno de transición que lidera Mohamed Al Bashir, que durante los últimos años ocupó un ministerio en el Gobierno de Salvación Sirio de Idlib.

No ha habido venganza en Latakia, el feudo de la familia Al Assad con mayoría alauí, los privilegiados que durante las últimas décadas no sufrieron las atrocidades del régimen. Es un ejemplo no menor de que Siria no es Libia, o de que la cercanía de lo ocurrido en Iraq desde la invasión de Estados Unidos (donde más de veinte años después sigue habiendo una fuerte injerencia de esta potencia), son lecciones que pretenden no repetir.

Tampoco hay que olvidar el momento de impunidad absoluta que se le está otorgando, por parte de la comunidad internacional, a Israel tras el ataque terrorista del 7 de octubre perpetrado por Hamás en el sur del país. Una situación que está permitiendo al Estado hebreo ejecutar un genocidio sobre el pueblo palestino desde hace más de un año con casi 45.000 muertos, y que pocas horas después de la caída de Al Assad no les impedía ocupar parte de los Altos del Golán y bombardear aeropuertos y almacenes de armas para que no caigan en manos de los islamistas radicales que sigue albergando el país. No parece que la comunidad internacional, las potencias extranjeras que también son responsables de la prolongación del conflicto en Siria, vayan a redimir su culpa enfrentándose a una potencia invasora como está siendo Israel.

“Hay muchos tipos de sirios y muchos intereses internacionales volcados en la zona, pero el rapidísimo derrumbe de un régimen sanguinario que, con la colaboración rusa e iraní, parecía haber consolidado su poder (y que estaba a punto de normalizar sus relaciones con Europa), demuestra que la caída de Damasco no estaba en ninguna agenda; y debería obligarnos, por eso mismo, a rebajar la arrogancia de todos nuestros esquemas. Tal y como sucedió durante las revoluciones árabes, muchos actores se verán constreñidos a reacomodar sus estrategias, pero tendrán que hacerlo a partir del reconocimiento de la autonomía relativa de las fuerzas locales (islamistas, kurdos, ENS, oposición democrática, restos del régimen) y, sobre todo, a partir de la existencia inesperada (tras tantos años de suplicio) del pueblo menudo, sus ambiciones y sus resistencias”, concluía Alba Rico su artículo.

Siria tiene por delante una ardua tarea de reconciliación, reconstrucción y reeducación, pero su población está dispuesta a intentarlo. En cambio, algunos países europeos se apresuraron a congelar las peticiones de asilo para empujarles a regresar sin opción de que decidan si quieren hacerlo ahora o más adelante, o incluso algún país ha planteado la revocación de esta protección internacional cuando son personas que han rehecho sus vidas durante años fuera de su país.

Hay que estar a la altura del momento histórico que comenzó a vivir el pueblo sirio el pasado 8 de diciembre. Y apoyar, sin límite de tiempo, a los sirios para que logren sacar su país adelante. Deberíamos seguir el camino de la determinación con la que han demostrado que no se rindieron nunca.

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