De las víctimas
Hemos visto, hace semanas, escenas de verdadero heroísmo, protagonizadas por hombres y mujeres, en muchos pueblos de la provincia de Valencia, a raíz de la terrible DANA. Las situaciones extremas es el caldo de cultivo de ramalazos inusitados de coraje. Hay algo en nosotros que se despierta inmediatamente en esas situaciones, como una chispa que desconocíamos en nosotros, y que nos vuelca a la acción, a la ayuda desinteresada, incluso, y esto es lo más conmovedor, cuando está en riesgo nuestra propia vida. En las últimas décadas, el heroísmo se ha pacificado y desmilitarizado mucho. Celebramos más el arrojo de un bombero o de un militar de la UME, o, en general, el de un ciudadano o ciudadana de a pie, que el combate de un oficial en una guerra, hoy en día cada vez más despersonalizada y automatizada, aunque siempre con un inmenso y trágico balance de vidas, día a día. Si ya estamos descorazonados por lo que sabemos en este sentido de los muertos en Israel y sobre todo en Gaza y Ucrania, cuando sepamos las cifras de fallecidos, no diré definitivas, pero sí las más cercanas a la realidad, se nos caerá el alma a los pies…
François Azouvi, de quien hablaba al final del anterior capítulo, no habla en su último libro, Del héroe a la víctima: la metamorfosis contemporánea de lo sagrado, de todo lo que he comentado en el primer capítulo de este ensayito. Se concentra en todo lo ocurrido en Francia en el siglo XX. Y empieza precisamente en la Primera Guerra Mundial. Señala que el heroísmo fue valorado entonces tanto por intelectuales católicos como por no creyentes. El sacrificio de sí mismo, la entrega y la dedicación a la patria, fueron encomiados por ambos grupos, de orientaciones políticas distintas. Los primeros acercaban el heroísmo a la santidad y los segundos al patriotismo y la defensa de la democracia. No obstante, ambos compartían la idea de que se luchaba por una entidad que superaba a cada uno de los individuos: la patria, la paz final, la civilización, la integridad territorial. Incluso los pacifistas consideraban que la guerra desviaba violentamente un sentimiento de sacrificio a los demás que en sí mismo era positivo. La guerra podía ser criticada, eso sí con grave menoscabo de la reputación pública del que lo hacía, pero siempre se elogiaba a los héroes, fuesen los que fuesen. Las víctimas, en aquel entonces, eran honradas como “caídos por la patria”, pero sin ninguna visibilidad personalizada, a no ser que fuesen héroes de la guerra. Eran anónimas. Los desertores eran asociados con la cobardía, la desobediencia y la traición, por lo que eran enviados al pozo negro del olvido. Azouvi no comenta esta cuestión, pero hubiera sido interesante estudiarla, máxime teniendo en cuenta que la extraordinaria película de Kubrick, Senderos de gloria, no pudo ser vista en Francia hasta 1975, una década durante la cual, según Azouvi, las víctimas empezaban a tener voz y los héroes a dejar de tenerlo. Volveremos poco más tarde. Pero me gustaría aprovechar la ocasión para sugerir qué es lo que pasaría en España si una asociación de recuperación de la memoria homenajease a los desertores del Ejército republicano y a los del Ejército nacionalista, mal llamado “nacional”…
Volviendo a Francia, en el periodo de entreguerras, el pacifismo generalizado de la opinión pública mitigó el culto a los héroes, pero no lo suprimió. Hubo que esperar a la Segunda Guerra mundial para que se reactivase éste, para enseguida ser desactivado. De hecho, en 1944, en el momento de la Liberación, no todos ya creían que la heroicidad podía otorgar por sí misma la vida eterna, en el cielo o/y en la historia de la inmarcesible patria. Es tal vez por ello, considera Azouvi, que los héroes empezaban a ser más frecuentemente identificados con mártires que con santos. Se pretendía así recalcar la magnitud de su sufrimiento. Incluso los judíos eran considerados héroes, héroes-mártires. Se elogiaba su combatividad y resistencia, por ejemplo, en el levantamiento de los judíos del gueto de Varsovia en 1943. No obstante, a partir de mediados de los años cuarenta, la moral heroica empieza a declinar. Como lo testimonian ya declaraciones de Merleau-Ponty a propósito de la muerte de Saint-Exupéry, se empieza a alabar el “oficio de ser hombre” antes que el del sacrificio a una instancia ideal. El mismo Camus prefiere el término de “coraje” y “solidaridad” al de heroísmo. Se guarda del heroísmo una exigencia de fidelidad consigo mismo, hasta el fin de la vida, pero se va dejando de lado, poco a poco, la centralidad de los monumentos y actos conmemorativos, el relumbrón y la fastuosidad, como si nada de ello impactase ya en el corazón de la gente, como si los sufrimientos de todos, en especial de determinados colectivos, anegase todo tipo de diferenciación de unos con respecto a los demás. En 1945, concluye el autor, “el asco que da la guerra conduce al asco que produce todo lo que se refiere al heroísmo”, un fenómeno que no había pasado precisamente después de la Primera Guerra mundial.
La puntilla a la hegemonía de la moral del heroísmo la darán los juicios a los responsables nazis del genocidio judío que se irán sucediendo desde los años sesenta. Pero ya anteriormente, el artículo de André Schwarz-Bart de 1956 y la novela que publicará en 1959, El último de los justos (Le dernier des justes), sobre la historia de un judío, llamado Lévy, que decide ser víctima entre las víctimas del holocausto, habían provocado, a veces contra la voluntad del autor, una primera valoración de la “víctima”, como alguien confrontado a una fatalidad, sin armas, un ser humano sin más. Schwarz-Bart había sido resistente contra la ocupación alemana. Su familia era de la Lorena y su lengua materna el yiddish. Para escribir su novela, se basó en su experiencia familiar y en mucha documentación que consultó en bibliotecas.
El juicio en Israel, en 1961, contra Eichmann, un funcionario que cumplió con su “deber” de funcionario, pero no con su deber de ser humano, de ciudadano, pues con sus actos administrativos, miles de judíos fueron asesinados, es una etapa fundamental en la valoración de la víctima anónima. Hannah Arendt dirá en un libro tan célebre casi como el propio juicio, que éste mostraba a todas luces que la “falta” de los nazis iba más allá del crimen y que la “inocencia” de los judíos masacrados se situaba “más allá de la bondad y de la virtud”, fin de la cita. En 1964, Francia vota la imprescriptibilidad de los crímenes nazis. Desde los años 70, se irá abriendo paso, poco a poco, la idea de la singularidad absoluta del genocidio, de lo que llamará Lanzmann la “Shoa”. Las víctimas judías serán, así pues, dada la dimensión inconmensurable del crimen colectivo, las víctimas en su grado mayor, más genuino. Ahora bien, este “privilegio” de las víctimas del genocidio nazi, si se puede decir así —fue de hecho Jankélévitch el que habló de “víctimas privilegiadas”— va a ir provocando, conforme pase el tiempo, una especie de “competitividad” en crueldad y magnitud, en busca de otros genocidios cometidos, tan espantosos o casi tan espantosos como la llamada “solución final”, solo que la propia idea de “genocidio” y, sobre todo, la de Shoa indicaban ya una especie de absoluto en el horror, difícil de comparar. Azouvi menciona las masacres contra los indios de Norteamérica como uno de los primeros casos en que se comparó con el genocidio nazi. Poco a poco, fueron apareciendo en la palestra el genocidio armenio, la esclavitud y la trata negrera, el colonialismo, etc.
En el libro de Azouvi, mención aparte merece el caso de la toma de conciencia progresiva de las agresiones sexuales contra las mujeres. Comenta el caso de una chica violada, en 1959, por cuatro chicos, en un bosque, y cómo el tribunal tuvo más en cuenta la imprudencia de la víctima (¡y su falta de virginidad!) que el delito en sí mismo. Incluso los planteamientos de Simone de Beauvoir contrastaban con el de buena parte del feminismo actual. Ante la reclamación de los mismos derechos para las mujeres que para los hombres, la autora de El segundo sexo se mostraba escéptica porque esos derechos eran abstractos y solo en una sociedad socialista las mujeres tendrían los mismos derechos reales que los hombres. Y, añadía, que, de cualquier forma, las mujeres eran “medio víctimas, medio cómplices, como todo el mundo”. Por lo demás, en los años sesenta, el feminismo utilizaba poco el término “víctimas” para calificar a las mujeres en su conjunto. Prefería términos como el de “oprimidas”, resaltando que eran susceptibles de emanciparse, de liberarse. La tesis de Azouvi, que me parece muy convincente, es que solo cuando la idea de revolución dejó de ser el combustible principal de las izquierdas, a partir de los años ochenta, sobre todo en su versión comunista, las que eran sujetos revolucionarios potenciales fueron apareciendo como víctimas potenciales.
Aprovecho para señalar que Rosa Chacel, que podríamos, con toda la prudencia del término, adscribir a un feminismo de la diferencia, y no de la igualdad, como Simone de Beauvoir, consideraba que la mujer solo era distinta del hombre, metafísicamente hablando, en dos cosas: en el hecho de saber que puede ser madre y en el hecho de ser vulnerable (porque puede ser violada). Pienso, no obstante, que la vulnerabilidad es algo que radica en todo ser humano porque puede ser chantajeado, presionado, asesinado, puede sufrir desgracias, puede quedarse abandonado, pobre, solo y enfermo, inculpado por todos. Eso sí, a la vulnerabilidad propia de la condición humana, la mujer añade otra vulnerabilidad, señalada por Chacel, de la que somos especialmente conscientes cuando somos padres de una hija. Ser vulnerable incita a una prudencia, a una toma de conciencia, a un cuidado de sí y de los demás que me parece especialmente importante como componente ético de la comunidad humana. La vulnerabilidad es algo que todos compartimos y es porque todos la compartimos por lo que podemos ser especialmente vigilantes en el caso de la mayor vulnerabilidad específica femenina.
En 1981, se publica un libro en inglés de Susan Brownmiller, Contra nuestra voluntad, absolutamente pionero y que es, sin duda alguna, el libro que inspira a buena parte del feminismo actual y en concreto al movimiento #Metoo. El libro tuvo la fortuna de visibilizar muchas situaciones desdeñadas hasta entonces, de verdadera injusticia con respecto a mujeres violadas, pero difundió lo que en 1995 la historiadora francesa Mona Ozouf calificó de “religión feminista”: la idea de que toda mujer por ser mujer era víctima y que todo hombre, por ser hombre, era verdugo. Frecuentemente oímos la expresión “cultura de la violación”, como si todos los hombres formasen parte de esa supuesta “cultura”. La violación no puede ser cultura bajo ningún concepto. La inmensa mayoría de los hombres no la alimentan. Seguramente la subestimen, pero, desde luego, no la generan. Leo, por ejemplo, en Twitter que “los agresores son nuestros padres, nuestros maridos, nuestros hermanos” (¡!). No pongo en duda las inmensas conquistas feministas desde los años 70 (faltaría más), pero, desde luego, constato, como Ozouf y Azouvi, que la hipervictimización de las mujeres hace un flaco favor a las propias mujeres y alimenta en no pocos hombres una búsqueda de un “refugio”, este sí que se puede calificar de patriarcal, en tierras de la extrema-derecha. ¡Incluso, he llegado a oír en Francia que a Gisèle Pélicot tendría que otorgársele el Premio Nobel! Su coraje es indudable y el oprobio en el que han caído sus violadores, pero hay que subrayar que ser víctima, por sí mismo, no es de ningún modo, ni un mérito ni una prueba de un empeño en algo. Ser víctima es muy triste y, a veces, realmente dramático, trágico. Se padece. No hay voluntad ninguna en ser víctima. Y solo se puede dar premio a lo que lleva en sí no pocos quilates de talento y, sobre todo, de trabajo por detrás. Gisèle —a la que no me atrevo a ponerle el apellido de su “marido” Pelicot—ha tenido, de cualquier forma, mucha valentía y se ha empoderado con un juicio que, hace décadas, habría envuelto de vergüenza su vida. Las víctimas de feminicidios tienen hoy en día nombres, rostros, pero no me parece que todas las víctimas lo tengan. ¿Los tienen las víctimas del franquismo? ¿Las víctimas de ETA? ¿Las del GAL? ¿Las de los mal llamados “abusos” policiales durante la Transición política y los años 80?
Otro colectivo humano merece el interés de Azouvi, en menor medida que el de las mujeres, pero de especial importancia hoy en día: el de los exiliados. Cuando se produce el éxodo de los boat-people vietnamitas, que huyen del régimen comunista, una campaña sin precedentes destinada a ayudarlos se organiza en Francia, la cual reúne a personalidades tan diferentes como Michel Foucault, el rabino Eisenberg, el cardenal Marty y Jean-Paul Sartre. Es significativo que los maoístas, con los cuales simpatizaba por cierto Sartre, no quisiesen apoyar la campaña porque, de alguna manera, ponía entre paréntesis la idea de la heroicidad del pueblo vietnamita, convirtiéndolos para ellos en víctimas. En realidad, si algo tenían en común todos los que apoyaron la campaña es que reivindicaban el derecho de asilo. Sin embargo, no creo que victimizasen a los exiliados vietnamitas. Darles visibilidad y ayudarles no es victimizar. Con los exiliados es difícil victimizarlos pues, de manera “lógica”, eso entraña culpabilizar a los responsables de su exilio y condescender con el destino de aquellos, mirarlos no desde arriba, pero sí desde cierta distancia. Me llamó la atención que hace unos meses, en un acto homenaje al exilio republicano español, el presidente del Gobierno españoles los tratase de “víctimas”. Mi tío exiliado, socialista como él, por cierto, socialista de los de entonces, rectifico, nunca se hubiera considerado una víctima. Su vida es todo menos una vida pasiva y resignada. Un perdedor de la Historia, como todos los exiliados, tal vez, pero no una simple víctima. No es la «victimidad», si se me permite la expresión, lo que les define únicamente. Ni mucho menos. Es la solidaridad, las hebras de solidaridad que tejen, como explico en un libro, Exitus, que espero no se quede, una vez más, en el cajón de los olvidos. Su capacidad de trazar una línea de fuga, como diría Deleuze, de afirmación de la vida. Yo veía intrigado a mi tío, o más bien con mucha atención, con casi la misma curiosidad afable e inteligente con la que nos miraba a todos los que no éramos exiliados en la familia. Se sentía orgulloso de haber luchado en favor de la República, se sentía un superviviente, una afortunado por ello, mantenía una mirada lúcida aunque también confiada en el futuro de la humanidad. No nos miraba por encima del hombro, ni tampoco buscaba nuestra compasión. Creo que victimizar es reducir a alguien a su sola condición de víctima, extrayendo todos aquellos elementos que no tienen nada que ver con ello.
François Azouvi subraya una tendencia a la radicalización de la victimización que tiene como corolario que la víctima, si sigue en vida, es decir, si ha sobrevivido a una violación, a una agresión sexual, si es descendiente de un colectivo humano definido como víctima, del imperialismo, de una conquista, de un exterminio, tenga que ser siempre escuchada con gran veneración y respeto, lo que el autor y el que escribe estas líneas considera un progreso sumamente positivo en nuestras sociedades. No obstante, considera que esta centralidad de la voz de la víctima se vuelve tan absoluta que se convierte en el alfa y la omega de la verdad, como si ninguna instancia exterior (historiadores, jueces, etc) pudiese ya instituir sobre la verdad. Se produce así —Azouvi señala casos de pederastia en Francia, en los que algunos casos, se demostró posteriormente que los inculpados eran inocentes— una distribución de roles en que la víctima posee por definición la única verdad y el culpable es de entrada culpable. Algo parecido ocurre, dice él, en el pensamiento postcolonial más radical: el varón blanco es, por definición el culpable de la opresión de los “racializados” y en el pedestal del “Olimpo” de las víctimas se encuentra la mujer racializada, colonizada. El problema de tal planteamiento se amplifica aún más si cabe porque los descendientes de los colonizados ingresan, por capilaridad filial, en ese rango de víctimas, ocupen la situación de poder o de clase que ocupen. El varón proletarizado ya puede ser el más explotado de su país, que será siempre considerado por estos planteamientos radicales como el opresor. ¿Extraña todavía hoy en día que no pocos de ellos se pasen al populismo de extrema derecha?
Azouvi piensa que lo que ha ocurrido en estas últimas décadas no tiene vuelta. Se ha producido, según él, una “dinámica victimizadora”, un “doble frenesí”, que conduce casi de manera ineluctable a las posiciones más absolutizadoras. Y esta dinámica afecta tanto a los “verdugos” como a las “víctimas” pues éstas quedan encerradas, lo quieran o no, en su papel de víctimas y tienen que arrastrar siempre su pasado de víctimas. La remisión, perdón o absolución en términos cristianos no existe. Tampoco la transformación, la emancipación, la metanoia, como diría Sloterdijk. Azouvi no es en absoluto nietzscheano —más bien un liberal en un sentido amplio del término— pero se podría añadir que este proceso victimizador es un generador potentísimo de resentimiento. Los corderos se vuelven lobos y los lobos de verdad…siguen siendo lobos. La “fragilidad blanca” del varón —como afirma la feminista radical, Robin DiAngelo— es un racismo que él mismo no ve. Hay que ser, por lo tanto, “menos blanco”, afirma ella…
Para Azouvi estamos ante una “transformación antropológica”, un gran giro que, ante la pérdida de la sacralidad en el mundo, o como diría Gauchet, del desencantamiento del mundo, transfiere lo sagrado de las religiones establecidas a la víctima. El sufrimiento de ésta se ha vuelto tan “insoportable y escandaloso” (son palabras de Guillaume Erner), satura hasta tal punto toda escala de valores que deja literalmente sin habla todo tipo de matización ante su palabra “casi oracular”. Para Azouvi, el discurso victimizador, hegemónico hoy en día, no es ni ultra-cristiano ni anticristiano porque en el cristianismo la víctima era ante todo mártir y testigo. Sin estas dos características, no queda rastro ya del cristianismo.
Apoyándome en Badiou, esta vez, añadiría también que el testigo, sea testigo o no, transmite una verdad, la de un acontecer, pasado o por venir, la de una liberación, mientras que la víctima clama, pero no como Job, en su soledad ante Dios. Clama al “cielo” mediático, que, en general la aplaude y la vitorea, como si de una estrella de Hollywood se tratase. El vitoreo será efímero…Porque nada en la sociedad del espectáculo permite que el testimonio de una verdad dure. Personalmente, no estoy convencido de que el término “sagrado” sea lo más apropiado para calificar a la víctima en la era de la victimización. ¿Es una especie de tabú que impide toda toma de palabra que no vaya en el sentido de lo que afirma la víctima? ¿Alguien intocable? No, porque todo el mundo quiere entrevistar, hablar e incluso pedir autógrafos a una víctima destacada. En la víctima victimizada todo el mundo parece verse a sí mismo herido y reconfortado, humillado, resentido e infinitamente indignado. La víctima permite al hombre y a la mujer de las redes sociales un resentimiento vivificante —valga la paradoja— con el que echar en cara al mundo todo lo que en nuestra vida no va bien.
Ahora bien, creo que la paradoja mayor de esta “dinámica” es la de que toda víctima, por su refulgencia, casi deslumbrante, esconde siempre otros sufrimientos, esta vez invisibilizados. El foco puesto en ella es «absoluto», pero, precisamente por ser foco, deja sombras, muchas sombras. No hay nada absoluto, al contrario de lo que piensa Azouvi. Un programa, muy valiente, de la televisión francesa —es raro encontrar hoy en día, programas a contracorriente— se atrevía a hablar hace poco de los familiares de criminales; familiares, sobra decirlo, que no tenían ningún tipo de responsabilidad en el crimen. Es más, les había dejado anonadados el crimen, hasta tal punto no entraba aquello en la esfera de lo imaginable, de lo concebible. Los familiares tenían el coraje de hablar ante las cámaras, con una enorme dignidad. En algunos casos, eran familiares de víctimas y, al mismo tiempo, del propio criminal: hermanas y hermanos, padres…Su sufrimiento era pavoroso; su entereza admirable. Víctimas invisibilizadas. Víctimas con entereza. Me quedo con la entereza, que es la que tendremos que tener para transitar por estos tiempos oscuros que estamos atravesando y que atravesaremos, entereza que acaso sea, tal vez, una forma de valentía que va más allá de ser víctima o héroe…
Le Mans, a 12 de enero de 2025.