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Mientras tanto¿Regresar al hombre paleolítico?

¿Regresar al hombre paleolítico?

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Releyendo a Félix Rodríguez de la Fuente me ha llamado la atención un rasgo de su pensamiento. Es curioso que diga “releyendo” porque aunque leí sus cuadernos de campo y algunos de los capítulos de sus enciclopedias, Fauna ibérica y europea y la iniciada ya después de su fallecimiento, La aventura de la vida, no puedo decir que yo fuese —ni nadie— un lector de su obra porque, en realidad, lo que a mí me fascinaba todos los viernes a la noche, como a muchos niños españoles y de otros países del mundo, y no tan niños, era ver su programa El hombre y la Tierra. Yo le escuchaba, en silencio, junto a mis padres y a mi hermano, en el salón familiar, apenas iluminado. Félix fue una especie de Sócrates del medioambientalismo. Dialogaba con la naturaleza y dialogaba, a solas, con cada uno de nosotros.  No sé si es su hija la que ha hablado de él como un chamán, que convocaba a los telespectadores al son de los tambores de la magnífica música de Antón García Abril. Él mismo reconoció en alguna que otra ocasión su inmenso respeto y admiración por los chamanes de las culturas que tan injustamente hemos llamado « primitivas ». Creo barruntar que es de Félix de donde me viene mi naturaleza “bipolar”, por así decirlo, que extraña a algunos que me siguen en Twitter, la de interesarme por la ecología y la de interesarme por el arte y la filosofía. Por un lado me maravillaban, en su programa, las escenas de animales que mostraba con especial primor e ingenio y, por otro lado, me quedaba magnetizado por su lengua castellana, tan científica y rural, tan biológico-ecológica y tan poética. Todo manaba, de la tierra y de la lengua, de la fuente, de la fuente de la vida, por hacer un juego de palabras con su apellido. No he podido nunca zafarme de ambas realidades, ni de la naturaleza en todas sus facetas, ni de una lengua recreada y prístina, literaria, ensayística en cierto sentido, y diamantina. No me es ajeno ni la forma extraña de un minúsculo musgo ni un poema fluvial de Walt Whitman. No puedo ser ni un botánico ni un poeta, aunque ambas cosas me apasionen.

Si decía que estoy releyendo a Félix es porque estoy leyendo la cuidada e interesantísima edición de su hija, Odile Rodríguez de la Fuente titulada Félix, un hombre en la tierra. No es un libro escrito por Odile, sino una antología de muchas intervenciones del cetrero burgalés, tanto las televisivas como las radiofónicas, eso sí presentadas y ordenadas con mucho gusto e inteligencia por su hija. También hay que subrayar la calidad de las ilustraciones, los comentarios de los que le conocieron y la tapa dura, de diseño tan elegante. El libro engrandece a su padre pues adquiere gracias a esta compilación estatura de escritor, de narrador, de ensayista, de fabulador, de científico, de filósofo, de comprometido alertador, de un poco de todo ello a partes iguales. ¿Y cuál es ese rasgo que me ha llamado la atención? La de veces que menciona al hombre prehistórico, al hombre, para ser más exacto, nómada cazador, el del Paleolítico, el del Magdaleniense. Por un lado, Félix se identificaba con este periodo de la humanidad en el que el hombre comulgaba, de alguna manera, con la naturaleza, la hacía suya, siendo él propiedad de ella. Es la naturaleza que María Zambrano llama lo “sagrado”, aquella que no es conceptualizada aún como tal “naturaleza”, en que los aullidos de los lobos, la luz refulgente de la luna y el balanceo sutil de las hojas de los árboles bullían en el corazón de nuestros ancestros. Eran —dice Félix, aunque podría ser María la que lo dijese— los tiempos de la “hermandad cósmica”. Robert Hainard sostenía que “la religión es la plenitud de nuestro contacto con el mundo”. Él también sostenía que había que desproveernos de la escoria, de la roña, que ha entumecido nuestra piel sensorial, comunicativa —en el sentido noble del término—, con la naturaleza. Sentir de manera inteligente el cosmos es saber conciliar la razón con la materia.

Por su parte, Félix recordaba, ante la vista de un roquero rojo, que “el niño montaraz y solitario se queda quieto, como transfigurado. Algo así debió de sentir el hombre de Altamira”. Transfigurados nos quedamos así, más si cabe, cuando el azar nos proporcionó, de niños, la posibilidad inaudita de tener entre nuestras manos un verderón y sentir su corazón latiendo o de cuidar de un buho chico…El hombre ha dejado de transfigurarse con la contemplación de los animales, de las plantas; se ha vuelto “genio y figura”, como un presuntuoso delante de una inmensa jaula de zoológico. Y en otro lugar, Félix apuntaba que en “los primeros días y las primeras semanas de nuestra infancia somos paleolíticos” y, poco a poco —añado yo—nos volvemos o nos vuelven hombres-de-pantallas. Así mismo, cuando estuvo en África, aprendiendo de los pigmeos y los bosquimanos, hablaba de su cultura como la “del más puro periodo paleolítico”. Incluso en Europa, cuando oía en Castilla el aullido del lobo se le antojaba que era “como si nuestro planeta no hubiera perdido su espíritu salvaje”, “como si la Tierra conservara todavía algo del lejano Paleolítico y estuviera viva, lozana y palpitante”. Y en un tono más crítico, en uno de sus viajes por el prodigioso Serengueti, hablaba de como recorrer aquel inmenso territorio era “como volver a nuestro pasado, es como agarrarse desesperadamente al cuerpo de una madre que agoniza”. Y añadía con sumo olfato intelectual, casi visionario: “Nosotros estamos exactamente entre el animal y el hombre. El hombre, ese ser inteligente, equilibrado, caritativo, magnánimo, que no ha llegado aún a la tierra; el animal ya se está terminando. En medio, estamos nosotros, que añoramos la serenidad infinita del animal y no comprendemos la grandiosidad fría del hombre futuro, una posición verdaderamente incómoda”.  Este hombre del futuro, soñado, entrevisto a veces, parece alejarse. Podría asemejarse al —mal llamado— superhombre nietzscheano, al hombre que se aúpa encima de sus hombros para volver al niño primigenio; podría ser el hijo del hombre, del que hablara Zambrano, bienaventurado.

Cuando la naturalista y pionera del ecologismo —como Félix— Rachel Carson, estudiaba la riqueza marina, en las costas de la otrora Nueva Inglaterra, y se quedaba absorta ante la inmensidad y antigüedad del mar, se retrotraía a la “era Paleozoica”. Al mirar atentamente los movimientos de los cangrejos herradura, consideraba que hacían lo mismo que otrora, hace millones de años, que su curiosidad y embelesamiento era el mismo que el que podía tener un hombre de hacía 15 000 años, mirando al mismo animalito. Cuando vemos atenta, amorosamente una planta, un animal, incluso un paisaje —aunque sea éste, en cierto sentido, una reconfiguración cultural, una especie de pantalla— no es que nos sintamos como el hombre de Cromagnon, es que lo somos, de alguna manera. “¿Es realmente hoy? ¿O es hace un millón de años, o cien millones de años?”. Y añadía: “Cuando el lugar y el estado de ánimo son los adecuados, y el tiempo no cuenta, es el propio mar de los primeros días el que vislumbramos. Recuerdo haber sentido una vez cómo era la Tierra en su juventud”.

¡Qué magnífica hermandad y sororidad —porque cuando una mujer y un hombre son amigos se trata de ambas cosas—la de Félix y Rachel! ¡Qué inmensa coincidencia filosófica tan importante! Volver a la naturaleza no es ponerse florecitas en el sombrero y pretender un modo de vida, supuestamente de nuestros ancestros, anti-tecnológico. Volver a la naturaleza es, sencillamente, cambiar nuestro modo de ver el mundo, nuestro planeta Tierra, verlo y sentirlo “paleolíticamente”, abrir un paréntesis, como una especie de epojé hussserlina, a toda nuestra visión adocenada y “apantallada” y ver de verdad. Y ver de verdad es sentirnos también corresponsables de todo lo que nos rodea.

Durante estas Navidades he estado bastantes días sin pantallas y me ha sentado muy bien. Unos cuantos paseos por el bosque han sido una bendición. Ni mails, ni Twitter, ni televisión, ni casi nada… He realizado un ayuno y como en todo ayuno las suciedades que se incrustan en nuestras gafas se van limpiando y se ve todo más diáfano, la vida de cada cual, la de todo lo que quieres y amas, y al margen, muy al margen, la furia y el ruido cada vez más atronador. Las finanzas desbocadas y las redes sociales sin riendas, la mentira, el insulto y la ignorancia, parecen querer cegar a toda la humanidad, parecen cabalgar como nuevos jinetes del Apocalipsis. El reino del dinero, del espectáculo, de la mentira, es, probablemente, la principal amenaza contra la ecología mental del planeta. Saquemos la bayeta de nuestras gafas y veamos la naturaleza y el mundo.

Lévi-Strauss elogiaba a Rousseau porque veía en él el pionero de la etnología. Para que ésta se pusiese en pie hacía falta una “identificación” con el prójimo, con otras culturas, una identificación —afirmaba él— “primitiva”. Rousseau, en su sexto paseo, se extasiaba cuando ponía precisamente entre paréntesis toda la jauría social que no cejaba de criticarle y de denigrarle —¡existían ya, a otra escala, las “redes sociales” en el siglo XVIII!—y, al borde del lago Bienne se fundía él con todo “el sistema de los seres”. Maurice Blanchot, en una reseña poco conocida de Tristes trópicos comentaba las contradicciones de todo etnólogo que, al mismo tiempo que piensa que se encuentra con el “hombre en el punto cero”, se da cuenta de que esas tribus ya han sido aculturizadas por la sociedad moderna y lo serán aún más en el futuro. Es más, se da cuenta de que su propia mirada, su propia presencia, va a influir en esas culturas, transformándolas. Blanchot nos advertía del peligro epistemológico de pensar que hay un “punto cero” al que podamos volver, regresar.

El pensamiento postcolonial parece ser partidario de una nueva especie de edad de Oro, que sería la etapa pre-Neolítica, la de un matriarcado igualitarista. En eso no coincide con Lévi-Strauss para quien la etapa neolítica, la de los útiles, la de los mitos, la de la alfarería, encarnaba “el pensamiento salvaje”. Claro está, el pensamiento post-colonial no habla de percepción, de sentimientos y emociones, de contemplación, de inteligencia, de corresponsabilidad con el planeta. Le interesa el presente y las batallas culturales del presente. Pero a mí ­—y me atrevería a decir— a Félix, a María, a Rachel, no me interesa, no nos interesa solo el presente, sino el futuro. Nos preocupa que el hombre­—como ha dicho recientemente un científico español afincado en los EEUU— desee salir de lo que llama él su “cárcel biológica” para liberarse de la supuesta esclavitud animal, que identifica con la insolidaridad, el racismo y el machismo, ni más ni menos, porque, en el fondo, aunque no lo diga, comparte así el “sueño” transhumanista de muchos científicos y millonarios iluminados de llegar a ser no un hombre pleno, como Félix barruntaba, sino un —esta vez, en un sentido propio de la palabra— un superhombre inmortal, hiperconectado con chips, pantallas y redes comunicativas, y completamente separado de la materia, viva y no viva, del planeta Tierra, que considera como un enorme pedrusco —Groenlandia no es sino una metonimia de su concepción— explotable hasta el infinito.

No, sepamos a donde queremos ir. Queremos ir a un mundo que ni vaya en esta dirección ni tampoco regrese a una comunidad paleolítica, sino a una fraternal comunidad humana que aprende e interiorice, que recupere todo lo que el hombre paleolítico, incluso todo lo que el hombre neolítico, por mucho que alterase su medio ambiente aunque alterándolo siempre con suma prudencia, nos enseñan en su escucha callada y respetuosa de la naturaleza.

Le Mans, a 12 de enero de 2025.

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