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ArpaPostalesKafka era un emigrante gallego

Kafka era un emigrante gallego

En el Museo de Bellas Artes de A Coruña hay un grabado de Luis Seoane que representa a un Kafka desafiante. Hay una foto de Kafka con sombrero. Pero el sombrero apenas destaca.

Y su mirada es desvanecida y algo angustiada. En el grabado los ojos nos miran con fuerza y nos desafían. El sombrero destaca mucho y nos quiere impresionar. El hombre tiene una pajarita satisfecha y está elegante.

Parece un empresario norteamericano intrépido. Incluso parece el presidente Lincoln con su sombrero. Ya no es el Kafka abrumado de sus obras más conocidas. No es el Joseph K de El proceso al que empapela la burocracia todopoderosa y acaba liquidando.

No es el Agrimensor de El castillo al que han llamado, pero no escuchan. Ni es el Gregorio Samsa de La metamorfosis al que han encerrado dentro de un insecto sin poder expresarse.

Seoane tal vez plasmó a Kafka como Karl de América, que también se tituló El fogonero o El desaparecido. Ese Karl al que su familia envía a América para alejarlo de un problema con una criada. Ese Karl que se pierde en el barco pero se encuentra, pierde su paraguas pero lo busca con tesón.

Ese Karl que defiende con ánimo los derechos del fogonero ante el capitán del barco. Y luego se pierde en la mansión del millonario en Nueva York, pero se busca con tesón y después pelea por conseguir un buen puesto en el Circo de Oklahoma.

¿De dónde salió el barco en el que viaja Karl hasta Nueva York? Tal vez salió de Coruña o Vigo, muchos barcos de emigrantes hacia América salían de Galicia. Y llevaban personas intrépidas, que estaban dispuestas a todo, en el buen sentido, por salir adelante. Como mi abuelo cuando se fue a Buenos Aires y allí fundó periódicos. Como mi tío cuando se fue más tarde.

Iban exiliados y solos, pero iban llenos de fuerza. Tal vez Seoane retrata a ese Kafka de América. Que busca oportunidades y que encuentra recursos en sí mismo. Que nos dice: aquí estoy. Que está solo, pero en el buen sentido, en el sentido de libre y disponible.

Quizá es cierto que en América haya un Kafka optimista y animoso. Que ya no se reconoce culpable ante su padre en La condena y se tira al río. Que ya no patalea impotente en La metamorfosis porque no lo entienden, sino que rompe el caparazón. Que sueña con irse por el mar muy lejos y dueño de sí mismo.

Me llama la atención ese Kafka desafiante de Luis Seoane. Tal vez en ese grabado Seoane retrató a un emigrante gallego. Lleno de soledad y coraje, dispuesto a surcar los océanos.

Ese Kafka de Seoane nos mira directamente con ojos enormes. Incluso las orejas destacan con atrevimiento. Y se nos coloca elegante con pajarita diciendo: aquí estoy yo.

Tal vez es verdad que hubo un Kafka animado y vitalista, no el Kafka abrumado y con angustia de las grandes obras. El mismo Kafka que encontró a una niña llorando en Nueva York porque había perdido a su muñeca y le dijo que la muñeca estaba de viaje y le escribía cartas a él para que se las pasara a la niña. Y escribió esas cartas para que la niña lo creyera. Paul Auster recrea ese episodio en Brookyn Follies.

Kafka estaba harto de la burocracia del imperio austro-húngaro. O sea, de la vieja Europa oxidada e inmóvil. Igual que los gallegos estaban hartos de la España de la Restauración, con sus diputados por un pueblo que nunca habían pisado ese pueblo, con sus caciques que funcionaban como en la Edad Media.

Para ellos entonces Europa era un sueño de dinamismo y de cambio, de poder salir del marasmo que los condenaba durante siglos. El sueño americano era un sueño de dinamismo y de intrepidez, de que muchas cosas eran posibles.

Kafka tuvo su sueño americano y los emigrantes gallegos también lo tuvieron. Karl se sube ilusionado en América al barco que tal vez sale de Vigo o de A Coruña. Y aunque ya en el barco pierde su paraguas y se pierde él mismo, no duda en defender los derechos del fogonero y en enfrentarse a los poderes para reclamar.

Ya en el barco, aunque perdido y angustiado como en las oficinas de Praga, cree que las cosas se pueden cambiar.

Que no todo es una burocracia como un gigantesco brontosaurio que nunca puede moverse. Como la que sufrimos nosotros ahora. Kafka se soñó con actividad y sin burocracia, con posibilidades de cambio. Sin que tener que aguantar la misma oficina durante miles de años.

Y eso mismo soñaban los emigrantes gallegos también hartos de burocracia y caciquismo lejano, que decían “me cago en la contribución”. Los impuestos para pagar funcionarios que no funcionan. Ellos sí querían funcionar y tomar sus vidas en sus manos.

Y esa intrepidez es la que refleja Luis Seoane en su grabado. Un Kafka que se parece un poco a Lincoln. Atendiendo a la llamada de Lincoln en el sueño inicial de América: Eh tú, sí, tú, te llamo a ti. Esa llamada de Lincoln como un capitán de barco que retoma entusiasta Walt Whitmann en su poema que añadieron a Hojas de hierba: “Oh capitán, mi capitán”…

Kafka estaba agobiado por la burocracia. Y por el estado austro-húngaro que lo hacía sentirse culpable de todo como ese padre que lo obliga a tirarse al río en La condena. Igual que los campesinos gallegos hartos de los impuestos de los burócratas lejanos buscando un sueño lejano pero palpable.

Luis Seoane en su grabado supo unir las dos cosas. Supo darle un sentido a esa semejanza. Y encontró un Kafka desafiante igual que miró a los emigrados desafiantes. La vida sería un exilio, pero al menos en el exilió las cosas se movían.

(Sin embargo, mejor que irse era usar ese entusiasmo y hartura para cambiar las cosas aquí. La burocracia austro-húngara se rompió en mil pedazos y la gente despertó de mil años. Y en Galicia también cambió aquel caciquismo que duraba desde la Edad Media. O al menos así lo deseamos).

(En mi opinión, emigrar no es lo mejor, sino desafiar en tu propia tierra. Emprender y moverse en tu tierra).

 

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