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AcordeónLos extrañados. El arte de quedarse solo (José Bergamín)

Los extrañados. El arte de quedarse solo (José Bergamín)

José Bergamín interpreta la realidad española como un relato de terror. El “hecho sucesorio” que comenzó cuando hospitalizaron a Franco en verano del 74 fue una suerte de “suspense cinematográfico” operado por la “camarilla del Pardo”. Durante el “entretanto o tiempo intermedio en que la gusanera de la putrefacción se devora a sí misma”, con el dictador agonizante en el Hospital de La Paz, asaeteado por decenas de agujas hipodérmicas y rodeado de máquinas que lo mantienen artificialmente con vida, con la intención de dar tiempo a organizar el reparto, unos “entretantistas” planifican la imposición de la monarquía. Reformistas, falangistas, tecnócratas y ultras andan a la gresca mientras el Régimen se descompone. Por eso, cuando muere Franco lo interesante no es el cadáver, sino la “obra de los gusanos”.

Y así se fue y se quedó.
(Desyugado y desflechado).
Pero nadie lo ha matado.
Y él solo no se murió.

Había comenzado en 1973 una productiva colaboración con Sábado Gráfico, la revista de gran formato en la que publicaban primeros espadas como Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro, Edgar Neville o Dionisio Ridruejo, así como jóvenes promesas como Antonio Gala o Alfonso Ussía. Su editor, Eugenio Suárez, había sido censor durante varios meses en el Ministerio de Información y ahora, como “franquista arrepentido”, buscaba las cosquillas al sistema. Suárez había fundado El Caso con un éxito inaudito y tenía en el despacho una enorme pecera en la que nadaba un cocodrilo. En un cajón del escritorio, junto con los bolígrafos y los clips, guardaba una pistola. En más de una veintena de ocasiones hubo de comparecer ante los Juzgados de Orden Público por algo que había publicado en Sábado Gráfico. Eran, al fin y al cabo, los riesgos de ir a la contra en plena dictadura.

Pero ahora estamos en 1977 y el dictador lleva dos años muerto. ¿Cómo explicar que Bergamín tenga que acompañar a Suárez a declarar a los juzgados? Ese mismo año se ha aplicado la llamada “ley antilibelo” que endurece las penas por delitos de calumnia y Bergamín, que no puede dejar de meterse en líos, se ve de nuevo en el tribunal; en una escena tragicómica, el editor Suárez, que dice estar enfermo, aparece en camilla. Les han citado a declarar por un artículo titulado ‘El franquismo sin Franco’, donde Bergamín afirma que el franquismo sigue vivo. ¿Y acaso los hechos no le dan la razón?

No hay animal más inoportuno que el pájaro. Puede arruinarte una comida al aire libre con sus graznidos. Si te sientas en una plaza, es probable que se te acerque con insolencia, como si reclamase un territorio que es suyo, y si te descuidas es capaz de robarte el bocadillo. Puede romper la apacibilidad de una tarde de otoño batiendo las alas y cazando insectos a voz en grito. El pájaro nos recuerda que, incluso en medio de la quietud y el sosiego más muelle, puede brotar lo imprevisible.

El “inoportunismo político” de Bergamín sirve de excusa al diario estandarte de la Transición para vetar un artículo suyo en 1978. En él critica “la coronación referenduménica constitucional que al parecer se nos impone a los españoles tramposamente”. Por resonante que sea el “vociferío palabrero” que sucede a cuarenta años de “sordomudez total”, algunas cosas seguirán siendo “materia reservada”. Grave problema, pues si algo define la querencia política de Bergamín es su antimonarquismo.

Se había hecho un hombre en la conspiración contra Primo de Rivera, cuando la corona no era más que una reliquia fosilizada, y había ocupado puestos de responsabilidad en la Segunda República. Por aquel entonces, los intelectuales cortaban el bacalao en los ateneos y en torno a las revistas crecían círculos de poder. ¡Qué tiempos! Claro que Bergamín no era un republicano al uso: como ave rara, su romanticismo lo llevaba a de- fender el analfabetismo, negando la confianza ciega en la razón y el progreso humano de sus conmilitones, que no terminaban de entender su catolicismo. Pero compartía con todos ellos el rechazo a la monarquía, que en su caso adoptaba el cariz de un odio acendradísimo.

El consenso de la Transición establece que las aguas deben fluir tranquilas, como un mar en calma. Pero Bergamín solo trae olas bruscas. ¿No dice el Eclesiastés que el leopardo es incapaz de renunciar a sus manchas? Pues Bergamín tampoco puede borrar el sello de la discordia que porta consigo. Como todos, observa los cambios que se van obrando: se fundan medios plurales como El País o Diario 16; se garantiza la libertad de asociación y se legalizan los sindicatos, creándose Comisiones Obreras y UGT; se legaliza el divorcio y se derogan las leyes que penalizan la homosexualidad… Eso lo ven todos, incluido Bergamín, pero solo él observa una escena espantosa. Unos huesos carcomidos y unos jirones de carne que son cada vez más grandes, merced a un extraño proceso autolítico en que poco pueden hacer las bacterias y los hongos. Sobrenadan los despojos en un charco viscoso que huele a amoníaco y a flor de lis. El cadáver de Franco crece más y más.

Bergamín es como la niña del cuento de Bram Stoker que avisa de que un gigante imperceptible para los demás se acerca amenazante y nadie la toma en serio. Y así, abandonado a su lucha contra monstruos invisibles, se va quedando solo. Monstruoso es, a su juicio, que en los Jerónimos el cardenal arzobispo de Madrid celebre, con su solideo negro y su faja de moaré, una misa por la entronización del rey Juan Carlos. ¡Qué sonrientes salen en las fotos Carrillo y Suárez! ¡Qué buenos amigos! “Tarancón al paredón”, gritan al mismo tiempo los ultraderechistas. ¿Acaso él cierra filas con ellos sin saberlo? Tampoco sus críticas a la “traición de Suárez” y su demolición controlada del Régimen son muy diferentes a las que, por motivos opuestos, blanden los franquistas a los que la reforma ha pillado a contrapié.

La vida en sociedad se explica por los gestos que ejecutamos. Y entre los lectores de Bergamín se cuentan quienes se llevan las manos a la cabeza, moviéndola de izquierda a derecha; quienes niegan al mismo tiempo que sonríen, como diciéndose que el empecatado escritor no tiene remedio; y una minoría que cabecea en señal de asentimiento: son los viejos amigos que lo convencen de que vaya como candidato al Senado por Madrid con Izquierda Republicana. Se trata de una coalición que reúne a Convención Republicana, Independientes, Izquierda Republicana y a la escisión marxista-leninista del Partido Comunista de España, organizaciones legalizadas en 1977 y que, en consecuencia, afrontan en 1979 sus primeras elecciones. Bergamín no es comunista, y comparte poca cosa con la dirección del Comité Central del PCE y su “neurocomunismo”, de cuya “reconciliación nacional” abjura. Pero simpatiza con sus antiguos aliados de bando: “Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más allá”. Sobra decir que hay un tiempo para cada cosa y, si no conviene leer el Ulises con diez años, aficionarse a los cuentos infantiles con cuarenta o iniciarse en los deportes de riesgo con sesenta, a nadie se le ocurriría meterse en política con ochenta y cuatro años. Sea como fuere, es una aventurilla breve que no pasa de anécdota. Contra todo pronóstico, obtiene más de 26.000 votos.

—¡Ignoraba que tuviese tantas admiradoras! –dice al enterarse.

Y algunas tenía, en efecto. A su edad seguía cortejando a muchachas jóvenes y, cuando algún periodista le pedía entrevistarlo, solía aceptar a condición de que trajese amigas guapas. La leña, cuanto más vieja, más arde. La candidatura, en cualquier caso, es un mero divertimento. Bergamín solo es escritor y, después de seis décadas publicando artículos, se encuentra inopinadamente vetado por la prensa madrileña. Sus gallináceos enemigos, temerosos de que despliegue las alas, han conseguido encerrarlo en una jaula.

¿Por qué España es tan ingrata con él? “Lo más español sería, paradójicamente, dejar de ser español. Quemarse en esa llama viva del fuego prometeico. Dar fuego contra la luz y para la luz. ¿España es anti-España?”. Justo cuando, entre la espada y pared, ha de tomar una decisión perentoria, le ofrece una colaboración Egin, el diario abertzale por excelencia. Para entonces, Bergamín ya se ha persuadido de que la única resistencia al “franquismo borbónico” está en el País Vasco. Las piezas encajan de golpe. Le espera el último de sus exilios, el más determinante de todos ellos.

Rara avis para unos, pájaro de cuenta para otros, Bergamín ha pagado su regreso a España con el ostracismo. Dicha palabra, ostracismo, viene de la teja con forma de concha, ostrakon, en que los antiguos griegos escribían el nombre de los desterrados. Después de desterrarlo unos cuantos años, ahora el franquismo lo ha condenado a aburrirse como una ostra, pero “el aburrimiento de la ostra produce perlas”. ¿Ostracismo? En efecto, los escritores del Régimen pronuncian su nombre por las comisuras de los labios. Pero son ellos, duros por fuera y viscosos por dentro, los que se resguardan tras una coraza de biso y de orgullo. Bergamín sabe que viviría mejor abandonándose a la solidificación calcárea, como tantos seres larvarios que sobreviven bajo un caparazón, pero prefiere llevar la concha colgada del pecho, como un peregrino.

España peregrina… Así se llamaba la revista que había fundado para evitar que los vencedores de la guerra adulteraran el legado del exilio. En ella dio espacio a gente como Sender, Cernuda, Max Aub o León Felipe. Casi todos parecían haber encontrado su sitio extramuros de la patria, pero Bergamín ni siquiera lo habría logrado en España.

Fui peregrino en mi patria
desde que nací:
y lo fui en todos los tiempos
que en ella viví.

Por los huecos de la persiana se filtran puntitos de luz naranja y el hombre pájaro va empollando ideas que levantan el vuelo y picotean a quien no deben. Ya le había advertido Azorín de que volvía a España como réprobo tolerado, pero eso duró muy poco. ¿Por qué el poder lo odia de forma tan acerba? Al fin y al cabo, Pepe Bergamín es un niño bien criado en el cogollo del sistema. Hijo de un ministro monárquico, había nacido en la madrileña plaza de la Independencia y prácticamente había echado los dientes en los ministerios de la Restauración. Era, en principio, el tipo de persona que siempre cae de pie. Para muchos, Bergamín había sido el gran intelectual de la República y, por tantos motivos –el magisterio de Juan Ramón, la amistad con Lorca, el trato con Azaña–, personificaba la experiencia del exilio. El sistema lo habría tenido muy fácil para apuntarse un tanto, paseándolo como reliquia venerable, pero Bergamín no se deja comprar. ¿Qué le habría costado aceptar la oferta que le había hecho el editor de Pueblo? Al parecer, demasiado. Habría vivido con holgura, en efecto, pero al precio de convertirse en un intelectual del Régimen. En realidad, Bergamín había asumido su desclasamiento, y solía repetir que había dejado de ser burgués con la guerra civil: “a partir de los cuarenta años no tuve donde caerme muerto y por eso estoy vivo”. Acuciada por las deudas, la revista Sábado Gráfico, que llevaba siendo su principal sostén económico más de un lustro, y en la que había publicado casi doscientos artículos, tuvo que despedirlo. Sus amigos lo veían muy bajo de moral y trataban de mediar con otros editores, sin éxito.

“Yo me encuentro tan solo, tan perdido / ignorado, aburrido, / oscuro y errabundo / y tan desconocido”, escribe en una carta a Rafael Alberti. La correspondencia entre ambos es, en este momento, un pugilato epistolar en que amagan sin llegar a darse. A Bergamín le asquea que su viejo amigo Alberti se haya prestado a jugar un papel “totémico y fosilizado”, paseando su figura de exiliado por las televisiones y haciendo de su luenga cabellera blanca el símbolo de la reconciliación nacional. Le ofende ver que quien salió de España con el puño cerrado vuelve ahora con la mano abierta; que quien luchó a su vera por la República hoy estrecha la mano de Juan Carlos I en la Embajada de España ante el Vaticano. Así y todo, Alberti aprovecha la ocasión para entregar al rey un manifiesto de los exiliados en que piden la amnistía para los presos que aún siguen en las cárceles españolas. Pero eso para Bergamín es como suplicar un “gracioso olvido”.

Ejercitándose en el “arte de quedarse solo” al que ahora le aboca el ostracismo que el sistema le ha impuesto –a la fuerza ahorcan–, Bergamín alterna el resentimiento con el entusiasmo por esa Ultima Thule de la liberación popular. Como si de un test de Rorschach se tratase, Bergamín proyecta sus obsesiones en el País Vasco, que a su juicio libra una guerra de independencia contra la monarquía putrefacta. En San Sebastián no tiene vínculos familiares; solo algunos amigos con los que se reúne en la parte vieja, en el Bodegón Alejandro que andando el tiempo alojaría el restaurante de Martín Berasategui. Hay algo en ese figoncete popular que le reconforta. Las mesas de bancos corridos y el suelo de baldosas envejecidas, el chisporroteo de las sartenes en la cocina y el tintineo de los platos, las botellas de vino local apiñadas en las ringleras de color caoba y las frascas de txakolí. Empieza a abrigar la fantasía de que finalmente ha encontrado su lugar. Tiempo atrás había escrito que “buscar raíces es una manera subterránea de andarse por las ramas”. Y ahora el hombre pájaro ya no mira arriba, al cielo etéreo por encima de las copas de los árboles, sino a las raíces subterráneas con las que, después de años mecido por el viento, urdir su último nido.

—Fuera de carta tenemos cocochas pilpil, pollo de baserri al vino, callos con morros y rodaballo estilo Guetaria.

—¿Elegir de qué? –responde uno–. ¡Mejor me los pondrías todos y allá hostias!

La bandada de risas se eleva por las vigas de madera y deja un eco leve como un aleteo. Le han preparado una cena de bienvenida por todo lo alto en el Arzak.

—¡No se haga preocupación, don José! ¡A ver si se pensaría que en la comida veneno van a poner! –dice otro. Es septiembre del 82 y Bergamín acaba de trasladarse a San Sebastián con su hija Teresa. Siente que ha arribado a la “Marca Euskalduna”, un intersticio entre España y Francia, distinto de las dos. Se instalan en un pisito de Pedro Egaña, la calle más pequeña de San Sebastián, a orillas del Urumea. Pocos ríos hay tan cortos en Guipúzcoa. Pero, a diferencia de casi todos los demás, que suelen discurrir por áreas rurales, este es un río urbanita. De ahí que los foráneos lo tomen por una parte más del paisaje, un complemento del paseo marítimo, como los puentes y las pasarelas, sometido al dominio humano. Que fluya a través de una ciudad como San Sebastián hace que sus aguas estén más contaminadas por los residuos industriales o por la escorrentía urbana. Los usos recreativos las hacen menguar. Porque volverse urbanita es domesticarse. Pero, cuando las mareas colman su tramo inferior, el Urumea despliega su trapío de montaña, una reciedumbre montaraz que lo hace arremeter contra los muros de contención, repentinamente sorprendidos ante los arranques de un río que parecía pastueño y que ahora embiste a topacarnero.

Desde la altura de su cuarto, cuya ventana da al puente María Cristina, pues Bergamín es uno de esos pájaros que, incapaces de alzar el vuelo en llano, precisan de una cierta altura para echarse al aire, se deja vencer por la luz opalina de la tarde.

Aquí he encontrado mi mar, la mar poderosa y fuerte, aquí encontraré mi muerte sin tenerla que esperar.

Idealiza al pueblo vasco por valeroso, por no haber votado la Constitución, por resistir a la uniformización estatal, pero apenas trata con vascos. Sus relaciones se reducen a su estrecho círculo de amigos: Azurmendi, el director de Egin, y Erauskin, director de Punto y Hora, medios en los que colabora sin cobrar un duro. Se deshace en elogios al euskera, que sin embargo no entiende. ¿No decía un poeta romántico que todo es del color del cristal con que se mira? Pues Bergamín, todavía deslumbrado con los fulgores rojizos de su juventud, ve en Euskadi lo que quiere ver.

Cuando regresa de la prisión de Nanclares, adonde ha acudido para visitar a Erauskin, que cumple pena por “delitos de opinión”, se detiene a comer en Legutio y recala en la taberna de Nicasio, un viejo gudari del 36. La mayoría de los viejos que potean en cuadrilla no parecen comulgar con la idea de meter en el mismo caso la causa patriótica y la ideología marxista.

—Ser vasco de raza –sentencia en la barra uno que es bertsolari– es dar orgullo a nuestros ancestros como si todavía vivirían entre nosotros.

Hori da! –responde otro sin quitarse la colilla de la comisura–. Ya raro parece vestir como los padres, elegante. Vas domingo a frontón y hay más belarritzmotas y melenudos que txapelas…

Automáticamente, Nicasio y Bergamín hacen buenas migas. El viejo gudari le suelta una perorata racista acerca de las “gentes que vienen de fuera” que hubiera debido ofenderle. Pero Bergamín cabecea y se va zampando unas alubias rojas y unos chipirones en su tinta, mientras beborrotea a pequeños sorbos un vino del país. De vuelta a casa no puede dejar de repetirse lo interesante que le ha parecido ese hombre.

Sus amigos cargan con el mismo equipaje: los años azules a ritmo de txistu y tamboril, el paso por el se- minario, las dudas persistentes del alma juvenil y, un día determinante, la toma de conciencia política. Pocos eran los alicientes de todo joven euskaldún hasta que irrumpió en su vida la mística redentorista, otorgando un papel en la Historia tanto al adolescente que ponía en marcha la multicopista como al adulto que empuña- ba el parabellum de nueve milímetros.

Ya no hacía falta esperar al partido de pelota o a las fiestas patronales para sentir cómo palpitaba el corazón en el centro del pecho, porque se subía hasta la garganta al entonar el Eusko gudariak (Soldados vascos) en las tabernas. Las salvas de los alardes y los truenos de las tamborradas eran seguidas por los atentados y las ejecuciones, y la pólvora ya no venía acompañada solo de vino, sino también de sangre.

Rodeado de excuras obreros, Bergamín se deja vencer por una cháchara que amalgama la defensa de los derechos humanos con la necesidad de socializar el sufrimiento y el rechazo de la pena de muerte con la defensa del tiro en la nuca a los cuerpos represivos. Bergamín se deja convencer, pues no olvida a los sacerdotes vascos fusilados por Mola en el 36 y a aquellos que, salvando el pellejo, se mantuvieron leales a la legalidad republicana. Claro que entonces latía en el nacionalismo de Aguirre o Irujo, primeros espadas del PNV, aquel catolicismo progresista que había descubierto en las lecturas de Mauriac o Maritain. Ahora las cosas han cambiado y a Aguirre se le recuerda como un traidor que en el exilio evitó educar a sus hijos en vasco. ETA se cocina a fuego lento en monasterios, rectorías y Casas de Ejercicios ignacianos. Hay zulos en parroquias y entre sus activistas se cuentan sacerdotes y hasta frailes capuchinos. Bergamín no se percata de que el catolicismo progresista ha cedido su lugar a un carlismo redivivo que hace del euskera un amuleto con que espantar el diabólico liberalismo.

Es un culto primitivo que tiene como objeto el árbol del Gernika. Bajo su advocación se producen sacrificios rituales y holocaustos, pero también fiestas y actos de fertilidad. El héroe solar retorna cada cierto tiempo, protagonizando un jubiloso ongi etorri. Al rescoldo de ese árbol, que solo se riega con sangre, encuentra Bergamín el arraigo que llevaba tanto tiempo buscando, como si sus raíces conectaran con las fuentes primordiales.

Participa en Oiartzun en un acto de solidaridad con Herri Batasuna. Visita la tumba del Telesforo Monzón, católico practicante que veía en los militantes de ETA una suerte de nuevos gudaris junto a los que convenía hacer un frente abertzale. Acude al Aberri Eguna. Es fácil atribuir a la demencia las decisiones de Bergamín: ser viejo es capear despistes, sobrellevar cambios de humor y, poco a poco, perder comba. No obstante su desarraigo viene de lejos. A medida que se aísla, sus amigos van ganando una mayor influencia en sus decisiones. En un mitin de Herri Batasuna en el polideportivo de Anoeta, lleno hasta la bandera, lo colocan en el lugar más visible, pero en ningún momento se imagina que lo estén utilizando. En otro mitin, en este caso en Estella-Lizarra, lo reciben con un resonante “Bergamín, herria zurekin” (el pueblo está contigo) y, en efecto, Bergamín se siente acompañado por primera vez en mucho tiempo.

A su vuelta, hace parada en uno de esos bellos pueblos guipuzcoanos que hacen frontera con Navarra y acude a una herriko taberna. En un rincón, un parroquiano todavía más viejo que él trasiega un vinazo. Bergamín pide permiso para sentarse a su lado y observa que son tantos los surcos que acanalan su faz que casi parecen dibujados, como la máscara de una tribu indígena. El nonagenario, acaso centenario, no habla castellano, así que alguien se ofrece de intérprete. Se pasan un rato hablando, con traducción simultánea, de los consabidos e inevitables achaques. Es la misma conversación fática que podría haber tenido con cualquier anciano de Castilla: el dolor en la rodilla cuando hay cambio de tiempo, lo mal que oye uno, lo poco que ve el otro, los alifafes que ambos comparten. ¿Qué interés tiene eso? Pero Bergamín sale henchido, exultante, como si el sol emergiera de entre las nubes. Ha encontrado en el alma vasca lo que llevaba tanto tiempo buscando. Lleva toda la vida sintiéndose fuera de lugar y ahora las piezas encajan de golpe. El rompecabezas de su existencia ya no es un caótico totum revolutum y, como por arte de magia, cada tesela encuentra el lugar apropiado en el mosaico, formando bellos y armoniosos patrones. Nada queda al azar. Pero ¿de verdad es eso posible? ¿Después de tantos años haciéndolo danzar y danzar, ahora la urdimbre invisible del universo revela su orden secreto, encaminando sus pasos?

Incluso para muchos de los que habían justificado a ETA durante el franquismo era ridículo defender la legitimidad de la lucha armada en democracia. Salvo que, como opina Bergamín, haciendo el caldo gordo al terror abertzale, la nueva democracia no sea sino una mera mutación del franquismo. Bergamín señala con el dedo el traje nuevo del Leviatán y rememora lo que sucede a la mona cuando se viste de seda. Envalentonado, certifica la ocupación policíaca de Euskadi (“independiente pero no libre, como Cervantes en Sevilla”) y, asumiendo a manos llenas toda la chatarra batasuna, afirma que “lucha no es terrorismo” y que “el terrorismo lo provoca ese Estado que vive del terror”. La cultura sedimentada a lo largo de varias décadas no lo protege del más ramplón argumentario.

¿Qué tiene que decir Bergamín sobre el terrorismo de ETA? La ilegitimidad del franquismo, que a su juicio permanece en democracia, le impide hablar de “violencia legítima del Estado”. Igual que “el terrorismo jupiterino que viene de arriba es la violencia plutónica que emerge de la tierra”. De ahí que en las postrimerías del franquismo se negase a condenar la violencia revolucionaria por parte del PCE y que defendiera aprovechar la debilidad del Régimen para luchar:

Decís: “¡La que se va a armar!”.
Os diré que ya está armada
con armadura cerrada
difícil de desarmar.
No os dejéis alarmar,
que a golpes –y no de dados–
se forjan tales Estados
de razón, y sus alarmas
las arman los que tienen armas,
no los que están desarmados.

Más que lo que hagan los terroristas, a los que llama “guerrilleros”, le preocupa lo que haga el Estado. Encabeza un manifiesto en Egin pidiendo la dimisión del ministro del Interior, Barrionuevo, después de la muerte de un niño de dos años en un control de carretera de la Guardia Civil en Toledo y, haciendo uso de un viejo concepto de Unamuno, alerta de la “guardiacivilización” del país. De las trescientas personas asesinadas por ETA desde la muerte de Franco, nada opina. Corre la voz de que Bergamín simpatiza con los etarras, pero este, en su eterno afán de contradicción, dice estar buscando la esencia de España en sus confines, en su propia negación: “¿Lo más español sería, paradójicamente, dejar de ser español?”.

Leemos en La cabeza a pájaros, su primer libro y el mejor de todos ellos: “Un laberinto no es un lío: es todo lo contrario. Es muy fácil hacerse un lío; pero no es fácil hacerse un laberinto, (…) De un laberinto no se puede salir de cualquier manera, sino de una sola manera: la de haber entrado”. Desentrañar este enigma –y entender, sobra decirlo, no es justificar” exige recorrer un dédalo de contradicciones sin hilo de Ariadna que nos rescate. No es fácil comprender qué hace ese niño bien de la burguesía malagueña, ahora ya casi nonagenario, taurómaco acérrimo, españolazo hasta las cachas, alzando el puño en un sarao de la izquierda abertzale durante los años del plomo. Ahora bien, ¿comprenderlo todo es, como decía Tolstói, perdonarlo todo? No necesariamente. La literatura no es confesonario ni proceso judicial.

Pinchan en hueso quienes definen a Bergamín como un rebelde sin causa. ¿Cuál era la suya? Sin duda, la República, si bien una versión idealizada de esta. Recuerda que “llegó de un modo sorprendente, mágico o milagroso al parecer, como saliendo del cucurucho de la Fortuna por arte de Birlibirloque”, y al recordarlo se hace trampas al solitario, pues había conspirado por ella y de sobra sabía que no había llegado por medio de un truco de magia, precisamente. Convertido en torero sin un toro que lidiar, en expresión de Umbral, Bergamín sigue guerreando como el maquis que no quiere persuadirse de que la guerra terminó hace años, porque sin ella se queda en nada:

Si no hay Diablo, no hay Dios,
y si no hay Dios no hay Diablo.
Solo gracias a los dos
podemos seguir soñando.

Como un marinero obsesionado con fondear el barco, ha activado el cabestrante y la cadena del ancla va devanándose poco a poco, poniendo a prueba su paciencia. Tal es su premura que no ha reparado en que amara el navío en un lecho de sedimentos fangosos. Un monstruo de barro y limo, algas y sargazos envuelve el áncora con sus tentáculos abisales, apéndices fangosos y movedizos que le otorgan una falsa promesa de estabilidad. ¿Arraigar? Qué más quisiera. En su estúpido quijotismo, Bergamín lucha con fuerzas que rebasan su comprensión.

En Euskadi no todo son mieles. El 30 de diciembre del 82 se ve obligado a declarar en la Audiencia de San Sebastián por un artículo firmado con seudónimo (Aviraneta) que no era suyo, sino de Erauskin. Con ochenta y siete años pero la cabeza aún despejada, afirma ante el juez que es uno de sus mejores textos. En mayo del 83, ya irremisiblemente enfermo, vuelve a comparecer por otro artículo. El rostro de Bergamín prescinde ya de toda carne superflua y su calavera va recubierta por una piel tan veteada como el mapa en relieve de una cordillera. Tras conocer que el fiscal pide ocho años de cárcel, responde que le alegra saber que vivirá tanto tiempo.

La Transición es un baile que Bergamín observa desde fuera. En la pista cree distinguir la brillante sonrisa de Suárez. Relumbran la cabellera de Felipe y el peluquín de Carrillo. La corbata le ciñe tanto el cuello a Fraga que parece que lo vaya a estrangular, y Bergamín lamenta que no lo haga. ¡Cómo bailan al son que el progreso toca! Se mueven con armonía y gracia, sincronizados, al ritmo que marcan los nuevos tiempos, intercambiando sonrisas pero sin verlo a él. Nadie lo ha invitado a entrar. Parado en el umbral del elegante salón, se mira los zapatos gastados. Encorvado sobre el bastón, como un golfista en pleno swing, ¿acaso está para muchos bailes?

A lo lejos resuenan los primeros compases de una melodía y la percusión hace retemblar los cristales. Los bailarines se adaptan rápidamente, pues adaptarse es lo que mejor se les da. El viejo se tambalea con ligereza al ritmo de la música. Luego llegan las fanfarrias de los trombones y se percata de lo que está sonando: con los ojos como platos reconoce la Marcha Real. Exhala un suspiro resignado y se aleja poco a poco, dejando a su espalda las risas y la música hasta que se desvanecen por completo.

La democracia se ha puesto de largo y nadie le ha invitado a la ceremonia. Aunque ahora llega a sus oídos que el triunfo arrollador de los socialistas podría cambiar las cosas. Quien pueda entender… Sus amigos, conscientes de su soledad y de sus estrecheces económicas, le sugieren que se le podrían abrir algunas puertas si no fuera tan intransigente.

Una mañana se presenta en el piso de la calle Egaña un personaje muy singular. Es el director general del Libro y Bibliotecas y el hombre fuerte del ministro de Cultura. Responde al nombre de Jaime Salinas y Bergamín se ve obligado a recibirlo, pues medio siglo atrás había mantenido una estrecha amistad con su padre, el gran poeta Pedro Salinas. Entre bromas y veras, Jaime lo reconviene por su cerrazón y le recuerda que los tiempos han cambiado. Según Azurmendi, director del Egin, que está presente en la conversación, hasta llega a deslizar la posibilidad de optar al Premio Nacional de Literatura. Y le hace saber que unos días después el ministro tiene un compromiso oficial muy cerca de San Sebastián, ocasión que ni pintada para conocerlo. Bergamín, haciéndose el duro de oído, pregunta varias veces la fecha y luego mira con picardía a su amigo Azurmendi:

—Pero, José Félix, ¿ese día no teníamos un compromiso?

No va a morder la manzana. Toda anuencia con la España democrática es una traición. ¿Acaso el enemigo no luce txapiri isabelino o camisa azul, sino chaqueta de pana y patillas largas?

Bergamín se abstiene de decir a Salinas que había llevado con auténtico fastidio los reconocimientos a posteriori a la Generación del 27. Los fastos de su cincuentenario, que coincidieron con el Nobel a Aleixandre, le habían parecido inconvenientes; él habría preferido conmemorar los cuatro siglos del Renacimiento español: Garcilaso, Santa Teresa, Aldana… Bien mirado, ¿él qué tenía que ver con esa generación? La suya no era la de los libros de texto sino, más bien, la de los dispersos por la guerra, la desaparecida. Y, sobre todo, ¿qué tiene que ver con todos aquellos que, con fajines y entorchados, se avienen a la farsa de la pompa, el besamanos y el rigodón?

Probablemente le irrita quedarse fuera de todo reconocimiento. Cierto es que las academias uruguaya y mexicana lo proponen para el Cervantes –jamás la española– pero finalmente se lo lleva Rosales. Casi todo el 27 lo ha obtenido: Guillén, Dámaso Alonso, Alberti y Ayala lo tienen ya, y en unos años lo obtendrá Zambrano. Prácticamente todos, ¡menos él! Por supuesto, no habría aceptado el premio, aunque no le habrían venido mal los diez millones de pesetas:

—Soy débil pecador, susceptible como cualquier mortal de haber caído en esa tentación deslumbradora…

Las arrugas de su rostro son como las marcas en la corteza de un árbol anciano, pero sus ojos vivaces y pícaros son los de un niño. Si no se afeita en varios días, la barba rala y blanca le da apariencia de búho viejo; si no se peina, sus escasos cabellos son las plumitas de un gorrión en época de apareamiento. Ora es un sabio provecto que asume con senequismo la suerte que le ha tocado, ora un mocoso impaciente que procede por impulsos y arrebatos. ¿Será cierto que la vejez es un retorno a la infancia?

Ya se ha cerrado su historia, inconcreta como el huidizo contorno de un ave, cuando recala en Hondarribia para participar en un debate con el dramaturgo Alfonso Sastre. Paseando por la playa con Azurmendi, recuerda los veranos que pasó allí muchos años atrás, cuando Rosario y él todavía eran novios, y decide que quiere ser enterrado ahí.

A estas alturas, Bergamín es poco más que un esqueleto encorvado sobre la empuñadura del bastón. Muchos años atrás había escrito que fue en su infancia cuando tuvo conocimiento de su osamenta: una dura caída le hizo descubrir que ni el cuerpo ni la tierra eran blandos, y que los huesos “se hacen duros para durar”. Desde entonces no ha dejado de “endurecer”, de “esqueletizar”. “Yo soy yo y mi esqueleto”, dice parodiando a Ortega; un esqueleto con una espalda demasiado curva y unas manos demasiado largas que, al apoyarse en el báculo, componen la forma cómica de una alcayata. Otros viejos se ablandan con los años, pero Bergamín, endurecido, esqueletizado y convertido en hueso duro de roer, rehúye la paz, que es peor que morir.

Si le temes a la muerte
no es porque temes a Dios
ni al Diablo; lo que temes
es muchísimo peor;
temes no encontrar en ella
a ninguno de los dos.

La muerte de Bergamín el mediodía del 28 de agosto de 1983 coincide con un temporal de lluvias e inundaciones que hace que la noticia pase inadvertida. Poco antes, había escrito:

Cuando me haya ido
olvidadme pronto
con piadoso olvido.
Y los españoles, obedientes, le tomaron la palabra.

 

Este fragmento pertenece al libro Los extrañados, que ha publicado Libros del Asteroide.

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