Sabido es que la vida está hecha de contradicciones, así que no debe sorprenderme tanto que aquel santo que practicó la pobreza de forma voluntaria, Francisco de Asís, viniera a activar mi voluntad de querer gastar, en cuanto haya oportunidad y con poco miramiento, el dinero que haga falta en un periplo por la región italiana de la Umbría. Lo haré con la disposición de ánimo que requiere acercarse a un lugar que ofrece a manos llenas espiritualidad medieval, pero también será una excursión que incluya un buen alojamiento y me permita alternar las caminatas por catedrales, palacios o monasterios con frecuentes paradas para adquirir libros en italiano que nunca leeré y para degustar platos de pasta con trufa negra y vinos elaborados con la uva sagrantino, la variedad autóctona de la zona a la que solo conozco de oídas.
El culpable de objetivo tan terrenal como escasamente místico es la última obra del poeta y novelista Vicente Valero (Ibiza, 1963). El tiempo de los lirios es a la vez un diario de quince días con entradas de extensión generosa y un libro de viajes cargado de referencias literarias, pictóricas, cinematográficas, gastronómicas o religiosas que nunca abruman.
Valero nos va contando en pequeñas dosis la peripecia vital del que fue bautizado Giovanni di Pietro y al que luego llamaron Francesco: que murió en 1226 y tardó poco en ser canonizado (1228); que fue hijo de ricos mercaderes y hoy es patrón de los mercaderes pese a que ésta fue la profesión que rechazó con acritud; que también es patrón de los animales y los veterinarios; que renunció a lo que le correspondía para convertirse en un “vagabundo espiritual al principio tomado por idiota o borracho y, finalmente, no muchos años después, venerado en vida como santo”; que en su juventud participó en varias guerras; que le gustaba retirarse a lugares solitarios de la naturaleza; que fue un ejemplo para Santa Clara, fiel seguidora, con la que fundó la orden de hermanas clarisas; o que inventando una nueva forma de vivir la religión vino a corregir en el siglo XIII la percepción de que la Iglesia se estaba alejando de la comunidad cristiana primitiva.
El atractivo de la vida y del mensaje transformador de san Francisco ha seducido a todas las artes sin excepción. En el caso del cine, el arte de nuestro tiempo, leemos en 100 películas cristianas, de José María Pérez Chaves, que seguramente sea el santo que más veces haya sido llevado a la gran pantalla. Entre unas cuantas, suelen ser las más citadas –y también las recoge Valero– Francisco, juglar de Dios (1950) de Roberto Rossellini y Hermano Sol, hermana Luna (1972) de Franco Zeffirelli.
No cuesta coincidir con el gran José Luis Guarner que en su biografía de Rossellini decía que su película es de una armonía perfecta, a la vez muy simple y muy compleja, muy religiosa y muy material, muy sabia y muy delirante, pero, peliculero que es uno, me quedo con los minutos finales de la cinta de Zeffirelli (tan criticada por su tufillo de estética jipi). Hablo de cuando Francisco y sus discípulos se plantan en Roma con la idea de poder preguntarle al papa Inocencio III si su fe es o no correcta. Consiguen que se les dé audiencia y para los espectadores es visualmente formidable ese contraste apabullante de colores entre los hábitos marrón sucio de los franciscanos descalzos y las ropas de los demás en rojos bermellón, dorados, azules, morados y el blanco inmaculado de su santidad. Allí suelta Francisco su discurso y cada frase tiene la contundencia de un puñetazo en el estómago: “¿Por qué ese apego a las riquezas?”. O bien “almacenad vuestro tesoro en el cielo donde no hay herrumbre ni polillas ni ladrones que lo roben”. O eso de “ningún hombre puede amar a dos amos: no se puede servir a Dios y al dinero a un tiempo”. Impagable el rostro de Alec Guinness como Sumo Pontífice recibiendo la lluvia de golpes sin dar crédito y acabando por admitir, para escándalo de su corte, que “estamos incrustados en las riquezas y el poder. Con vuestra pobreza hacéis que nos avergoncemos”. Por cierto, ¿habrá visto y le gusta esta película al actual papa Francisco?
Con fina erudición Valero no solo se detiene en el cine, persigue pinturas concretas de Cimabue o de Giotto y repasa el interés literario que el santo despertó en novelistas, poetas y pensadores como Chesterton, Rilke, Dante, Stendhal, Herman Hesse, lord Byron, Saramago, Rubén Darío o Simone Weil, pero también en compositores de ópera (Olivier Messiaen) o músicos como Franz Liszt. Tampoco pasa por alto a los españoles que como Emilia Pardo Bazán o el pintor José Benlliure quedaron seducidos por las enseñanzas de Francisco. Y nosotros, los lectores culturetas en español, fundamos, nos apuntamos y lo que sea menester a esta nueva orden sin que semejante galería nos cause empacho porque todo se cuenta sin gravedad, sin renunciar al humor cuando toca: cada cita, cada nombre, cada pista nos llega mientras paseamos con el autor por parques y plazas, lagos y tumbas, ríos y callejuelas, cafés y trattorias. Y como la Umbría es mucho más que Asís y Perusa, vamos apuntando nombres: Espoleto, Todi, Montefalco, Bevagna, Cannara, Campello… A ver si da el presupuesto para todos.
Lo cierto es que apenas escribe Valero sobre lo que es o ha sido su relación con la fe. Dice que la perdió de joven, y deja en el aire algunas preguntas dirigidas a los que somos culturalmente cristianos lo queramos o no: “¿quién, si ha tenido una infancia católica, no piensa muchas veces en ella mientras pasea tranquilamente por las calles de Roma? ¿Y quién no ha acabado también preguntándose alguna vez si perder la fe significó en verdad entrar en razón y un acto de madurez, o simplemente una consecuencia más de la desidia y el aturdimiento con que inauguramos la vida adulta?”.
Pero hay algo que hermana al santo y a la escritura de Valero: en tiempos de ansiedad, narcisismo, velocidad y tontería, una obra de apenas doscientas páginas nos reclama paciencia, nos habla con voz clara y sin aspavientos. La misma voz que en un momento del libro nos advierte de la tristeza que baña esta región italiana, “una tristeza que aun así consigue atraparte, que se convierte poco a poco en una melancolía dulce como la de los rostros amorosos de las vírgenes prerrenacentistas o la de las ermitas perdidas en un bosque alto y húmedo. Una tristeza en la que se está altamente feliz”. Deseando confirmar que es así.
El tiempo de los lirios, de Vicente Valero. Editorial Periférica