

Es 11 de noviembre, aniversario del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial; ha oscurecido sobre Belgrado y llueve. Una pequeña multitud, armada de paraguas e impermeables, se concentra en el cruce de las calles Nemanjina y Kneza Miloša, ante la sede del Gobierno; a nuestras espaldas, la antigua sede del ministerio yugoslavo de Defensa sigue luciendo los estragos de los bombardeos de la OTAN de 1999, un cuarto de siglo después. Es la primera concentración en la capital para exigir responsabilidades públicas por el drama de la estación de Novi Sad — el derrumbamiento, en una zona muy concurrida, de una marquesina recién reconstruida ocurrido a principios de mes, que segó la vida de 15 personas. Lo que podría parecer simplemente un trágico accidente ha sido en Serbia la (enésima) gota que colma el vaso de la impunidad y el oscurantismo, la negligencia y la obscena corrupción del régimen, en este caso con consecuencias mortales. Un par de manifestantes pasan con banderas europeas, pero la inmensa mayoría no lleva enseñas de ningún tipo. J. bromea: “Hay un sesenta o un setenta por ciento de probabilidades de que no nos pase nada”. Una semana antes, una decena de manifestantes habían sido arrestados en Novi Sad, en las primeras protestas tras la tragedia. Algunos pasarán semanas en prisión preventiva antes de ser liberados sin cargos, y en las manifestaciones subsiguientes se mezclarán los eslóganes anticorrupción y las exigencias de responsabilidad gubernamental ante el drama, con el clamor por la liberación de los estudiantes detenidos, “mientras los responsables de la tragedia siguen libres”. Pero el día 11 no (nos) pasa nada, y si hay policía infiltrada entre los manifestantes, no se hacen notar: sólo llovizna en un Belgrado otoñal, anochecido. El edificio que tenemos enfrente, ante el que la multitud se concentra, parece vacío: no hay ninguna ventana con la luz encendida. Tan sólo la majka Srbija (madre Serbia), la majestuosa escultura de Đorđe Jovanović (un ilustre escultor decimonónico, por cierto natural de Novi Sad) que trona desde la cúpula de la sede gubernamental, con aires de estatua de la Libertad, nos mira silenciosamente; a nosotros o a nuestros paraguas. Quizá —no hay nadie a su lado para desmentirlo— se sonría para sus adentros, resguardada entre las tinieblas de las alturas.
Se suceden unas cuantas intervenciones, que no entiendo, desde un atril improvisado, que tampoco veo; después, la multitud da por terminada la concentración y empieza a desplazarse pesadamente hacia la sede de la RTS (Radio-Televizija Srbije, radiotelevisión pública), que está a algo más de un kilómetro de allí, calle arriba. Las coberturas de la RTS son tan sesgadas y resultan tan descaradamente propagandísticas, que su sede en el centro de Belgrado se ve frecuentemente incluida en el circuito de protestas e interpelaciones, las equivalentes al “Luego diréis que somos cinco o seis” español. Aparentemente, han dejado de llover; algunos paraguas se cierran. Nos precipitamos a nuestros teléfonos; al fin y al cabo el objeto de la concentración no es tanto el edificio vacío, como la opinión invisible: qué eco ha tenido la protesta, cuánta gente ha congregado. La manifestación no ha sido realmente multitudinaria, pero tampoco esperaban que lo fuera. Había que hacerla, no por el éxito sino por el deber; no ha ido realmente mal, pero tampoco demasiado bien, tako-tako, así-así. Quizá un millar de personas. Tal ha sido la impresión desde nuestro bosque de paraguas, de la que buscamos confirmación en el mundo exterior: dicen que de lejos se ve más claro. En el aire mojado flota esa mezcla tan balcánica de fatalismo y determinación. Los elementos no acompañaban: es festivo en Belgrado, y mucha gente se ha ido de fin de semana largo; la hora de la convocatoria —me explican— tuvo que cambiarse en el último minuto. Y llueve. El gobierno de las luces apagadas contaba, quizá, con que las protestas morirían lentamente con el paso de las semanas; que la gente se desanimaría, que la resignación y el cansancio se acabarían imponiendo.
Pero no ha ocurrido así, y la habitual estrategia gubernamental de despiste, palo y zanahoria (más palo que zanahoria) ha inflamado los ánimos más que apaciguarlos: desde mediados de noviembre, y contra las expectativas de muchos (también de muchos manifestantes), las concentraciones e iniciativas han ido a más, no a menos. Los bloqueos de facultades se han ido extendiendo por todo el país, de Novi Sad y Belgrado hasta otras ciudades universitarias: Niš, Kragujevac, más tarde Novi Pazar. El 22 de diciembre, la gigantesca plaza Slavija de Belgrado congregaba a más de cien mil manifestantes, no sólo estudiantes; una multitud no sólo mucho mayor que la que modestamente se concentró ante la sede del gobierno un mes y medio antes, sino también mayor que las registradas durante las masivas concentraciones contra Milošević a finales de los años noventa. Y los sectores movilizados van progresivamente ensanchándose, superando así los estrechos límites de la juventud estudiantil, diplomada y urbana que constituye históricamente el núcleo de la oposición democrática: la orden de abogados y numerosos profesores, universitarios y de enseñanza secundaria; pero también los agricultores y los trabajadores de la compañía eléctrica serbia (Elektroprivreda Srbije, EPS), la mayor del país, se han sumado a las diferentes iniciativas, paros y movilizaciones lideradas por los estudiantes.
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M., que camina a mi lado al término de la manifestación del día 11, lo reconoce con naturalidad y sin ambages: “sí, apoyo el uso de la violencia contra este gobierno”. Lo dice sin afectación y sin rabia, con una frialdad reflexionada que resulta un poco inquietante. No tiene nada de una activista profesional, ni de una fanática de la violencia; es una afable investigadora universitaria. Le respondo que las capitales europeas occidentales, abonadas a la llamada estrategia “estabilocrática” en los Balcanes, y por tanto ya recelosas del riesgo de desestabilización que asocian al movimiento estudiantil serbio, se cuidarán mucho de apoyarlo si se produce un giro violento en las movilizaciones —que por otro lado el régimen intenta provocar mediante provocaciones y tentativas de infiltración en las organizaciones estudiantiles, sin éxito hasta la fecha—. M. asiente distraídamente a mi observación, que obviamente no le sorprende: no cuentan con el apoyo occidental, ni europeo, ni de nadie. Tampoco esperan por él antes de salir a la calle. Quizá, ni siquiera esperan tener éxito frente a un régimen que maneja con soltura los medios de intimidación, acoso y violencia contra los disidentes, captura sin escrúpulos los aparatos y los recursos públicos, y copa desde hace más de una década todos los cauces de representación, de información, de comunicación. Pero eso no les detiene a la hora de movilizarse.
Lo cierto es que, en la memoria serbia, yugoslava, balcánica, las caídas de regímenes autocráticos de mayor o menor intensidad van asociados a la violencia; el planteamiento de M. tiene, en realidad, una base histórica. En Serbia y en la antigua Yugoslavia no hay recuerdo —como sí lo hay en España: la Transición de 1978, pero también la llegada de la República en 1931— de restauraciones democráticas “de la ley a la ley”, o al menos, sin revueltas y derramamiento de sangre. La caída del débil gobierno monárquico que intentó pactar con la Alemania nazi en marzo de 1941 se produjo por una combinación de golpe de Estado militar e insurrección popular; el alumbramiento del nuevo Estado federal socialista sólo fue posible en 1945, al término de una Segunda Guerra Mundial que se cobró la vida de un millón de yugoslavos (sobre una población de 15 millones), en la que se incrustó una cruenta guerra civil entre nacionalistas croatas, monárquicos nacionalistas serbios, y partisanos de Tito. La sangrienta desintegración de la federación socialista balcánica en los años noventa se produjo bajo el férreo control en Serbia del régimen de Slobodan Milošević, que consiguió sobrevivir al tránsito del comunismo al capitalismo a costa de la persecución del pluralismo en el interior del país, y de los graves conflictos desencadenados por el régimen y sus aliados en Croacia, en Bosnia y en Kosovo. El régimen sólo llegó a su fin en 2000, cuando los bombardeos de la OTAN de 1999 y las manifestaciones masivas —de nuevo, lideradas por los estudiantes—, por momentos violentas (que incluyeron, entre otros episodios, la toma y el incendio de dependencias de la Skupština (Asamblea Nacional), consiguieron debilitar, y en última instancia derrocar, a Slobodan Milošević, revirtiendo la manipulación electoral con la que éste pretendía mantenerse en el poder, tras perder las elecciones ante la coalición democrática opositora (Demokratska Opozicija Srbije, DOS) de Zoran Đinđić y Vojislav Koštunica.
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S. me recuerda la historia de Fata, hija de Avdaga, que Ivo Andrić narra en El puente sobre el Drina (Na Drini ćuprija, editado en España por DeBolsillo, en 2003). La bella Fata Osmanagić, de la aldea de Velji Lug (Bosnia oriental), se burla del joven Nail-Bey, de la cercana aldea de Nezuka, cuando éste le requiere en amores, y altivamente rechaza su petición de matrimonio. Pero el muchacho y su familia persisten, y Avdaga acaba concediéndole la mano de su hija al impetuoso Nail-Bey. Obligada a honrar la palabra de su padre, a quien respeta profundamente; e igualmente empeñada en respetar su propio juramento de no ser la esposa de Nail-Bey, Fata prepara obedientemente su boda, y se casa en la mechchema (tribunal musulmán) el día convenido. Pero una vez desposados, pide al cortejo nupcial, que la traslada a su nuevo hogar, que se detenga un momento en la kapija (entrada) del puente; desde allí se lanza al río Drina, donde muere arrastrada por la corriente. “Lo que los occidentales no entienden de nosotros [los balcánicos]”, filosofa S., con ese hábito serbio de hablar de Occidente en tercera persona, “es la importancia de la noción de inat”. Inat, una palabra de origen otomano, se traduce en ocasiones como despecho o rencor, pero corresponde más bien a obstinación o a cabezonería, a la terca determinación belicosa de hacer algo, o de impedir que algo se haga, a toda costa y por todos los medios, más allá de todo cálculo racional sobre el éxito de la tentativa, sobre su precio o sus consecuencias. Por orgullo, por respeto o por despecho, por un desaire o por sostener —y no enmendar— un juramento que nunca debería haberse hecho, hasta sus últimas consecuencias: la satisfacción simultánea del juramento de Fata, de la palabra dada por Avdaga, y del deseo de Nail-Bey, se salda con una tragedia que se abate sobre los tres.
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Milica (pronúnciese Militsa) y Aleksa, estudiantes en Novi Sad, participan en una mesa redonda en el Centro Marius Sidorbe de Arcueil, en las cercanías de París, con ocasión de las Jornadas literarias anuales de Le Courrier des Balkans, medio francófono de actualidad balcánica. Vienen a hablar, claro, de las revueltas estudiantiles que sacuden Serbia. Precisan, primero, que no hablan «en representación» de los estudiantes serbios, porque tal cosa no tiene sentido en la organización horizontal por la que se rigen: en cada centro universitario, un Plenum (asamblea) que incluye a todos los estudiantes adscritos que quieran participar, y que adopta las decisiones por mayoría. Sin líderes, sin representantes, sin portavoces. Son meramente estudiantes de Novi Sad, que hablan por ellos mismos, y vienen a compartir su experiencia. En la cuidadosa aclaración sobre la horizontalidad y la radicalidad democrática del movimiento estudiantil resuena, me digo, la tradición autogestionaria del viejo socialismo yugoslavo. Y hay más cosas que resuenan: hace unos años, tuve ocasión de cambiar impresiones en París con Srbijanka Turajlić, profesora de ingeniería eléctrica que tomó parte, a través del movimiento Otpor! (“Resistencia”) en las movilizaciones estudiantiles y democráticas que llevaron al derrocamiento de Slobodan Milošević; Turajlić sería brevemente ministra delegada de Educación y Deportes en el primer gobierno democrático de la DOS. Cuando la conocí, en el marco del festival Un Week-end à l’Est de 2019, le pregunté qué quedaba, a su juicio, del movimiento democrático, de Otpor!, de la lucha por las libertades democráticas en una Serbia ya entonces dominada por el régimen de Vučić y de su Partido Progresista Serbio (SNS). Me respondió austeramente, con un gesto desengañado, de persona que no acostumbra a embellecer la realidad que percibe ante los ojos, por decepcionante que resulte: “Nada. No queda nada de aquello”. Afortunadamente, se equivocaba. Ella ya no lo verá —falleció hace un par de años—, pero su legado vive en las revueltas hoy retomadas de los estudiantes.
Otros sí viven para verlo. Dos serbios de edad avanzada, residentes desde hace años en París, toman la palabra —una palabra puntualmente quebrada por la emoción— tras la exposición de los estudiantes novisadinos en las jornadas de Arcueil. La primera agradece a Milica y Aleksa que la hayan sacado de su depresión: con la notable excepción del movimiento estudiantil en curso, incierto pero enérgico y con margen aún para el optimismo, las noticias políticas de los Balcanes (y, en realidad, de casi toda Europa) resultan más bien desoladoras. El segundo tomó parte en las marchas contra Milošević, hace veinticinco años; y experimentó, como Turajlić, la subsiguiente decepción tras la rápida desintegración de la coalición opositora triunfante. Además del reconocimiento a los estudiantes que toman la alternativa, tiene una recomendación para ellos: “Pensad en el día después. En el año 2000, muchos altos cargos del régimen de Milošević escaparon de la justicia. Como su ministro de información. Unos años después… se convirtió en presidente”. Aleksandar Vučić, entonces un dirigente entonces particularmente extremista del siniestro Partido Radical Serbio (SRS) de Vojislav Šešelj, fue en efecto el último ministro de Información de Milošević, el que le acompañó en su caída. Unos años después, se reinventó como el garante de la moderación, la estabilidad y la integración europea de Serbia, antes de presidir la mutación de la frágil democracia de su país en el régimen híbrido, represivo, autoritario y paranoico, que es a día de hoy. La intervención de este último asistente apunta, quizá inadvertidamente, a un ángulo muerto del actual proceso político: la constatación, un poco amarga, de que esta secuencia, o una muy parecida, ya se vivió hace un cuarto de siglo, con un potente y prometedor movimiento opositor, democrático y estudiantil, que sin embargo no consiguió sobrevivir al día después de su éxito.
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Quizá porque ese espectro de fracaso democrático no ha abandonado totalmente la sociedad serbia, no todos en la región son tan entusiastas sobre las perspectivas de éxito de las protestas estudiantiles como el rendido público “occidental” y parisino que abarrota (que abarrotamos) la majestuosa, aunque algo decadente, sala de actos del centro Sidorbe de Arcueil, tan aficionados siempre (me incluyo) a las revoluciones estilizadas que se pueden ver, saludar y comentar desde la platea. A., por ejemplo, madre de familia y empleada de una empresa gubernamental en Belgrado, observa con nerviosismo y aprensión las revueltas estudiantiles en la capital. Las marchas visibles y los eslóganes coreados que se escuchan desde su oficina. Los despliegues de la policía militar, uniformada, en los accesos a los puentes sobre el Sava, para impedir su bloqueo por parte de los estudiantes. Trabajando en una compañía propiedad del Estado (que en Serbia, quiere decir controlada por el gobierno, es decir, por el partido dominante: no hay distinción clara entre partido, Estado y gobierno), teme comprensiblemente por su empleo. Y no sólo: la Historia, la misma Historia que hace a M. considerar la violencia como única posibilidad para doblegar al régimen, no la tranquiliza. Por las mismas razones; porque teme que la violencia se adueñe del proceso, como se adueñó en los años noventa, en los dos mil… Sin ser partidaria del gobierno, y estando estomagada por la misma degradación cívica y la misma corrupción que hace salir a los estudiantes a la calle, no está convencida de que el derrumbe del régimen vaya a mejorar su situación, ni la de sus hijos. La épica no le alcanza, y le desesperan la vaguedad de las reivindicaciones y la falta de un programa claro por parte de los estudiantes que desafían al gobierno: “Era una protesta contra la corrupción; ahora el discurso se dispersa… [los estudiantes] gritan ‘libertad’ por las calles… ¿y eso qué quiere decir?”.
Esta indefinición ideológica y programática de las protestas estudiantiles se acaba haciendo sentir también sobre la sala de actos de Arcueil. Alguien acaba haciendo la pregunta, que reciben todas las revueltas y revoluciones en curso y que ninguna puede, en sentido estricto, responder: más allá de la lucha contra la corrupción, por el Estado de Derecho y por la justicia, ¿qué queréis hacer?, ¿cuál es el plan? La respuesta es, también, más o menos edulcorada, la de todas los procesos políticos reales, no orquestados, que se forman a la misma velocidad a la que se despliegan, y que transformándose, se crecen, por decirlo con Celaya. Evitan cuidadosamente la ideología porque integran en su seno a corrientes ideológicas distintas; porque su combate —se aventuran a argumentar Milica y Aleksa, con éxito relativo ante la audiencia parisina en este punto— no es ideológico, sino universal y apolítico; porque no combaten “al régimen”, sino “al sistema” —una distinción difícil, sólo inteligible en términos estratégicos—. “No queremos cambiar el régimen”, llega a decir Aleksa, con falsa ingenuidad pero auténtico sentido práctico de las condiciones políticas en la que se desarrolla su combate, “exigimos que se cumpla la Constitución”; una reivindicación tan aséptica satisface a medias a la audiencia parisina, habituada a un imaginario dominado por la Revolución francesa. Pero, si el movimiento estudiantil quiere ser el núcleo de una fuerza realmente nacional en Serbia, que permee todas las capas de la sociedad, tienen que abandonar el tablero “político”, del que cada vez más ciudadanos reniegan y se sienten desconectados, disgustados con una clase política particularmente corrupta e incompetente; para situarse en otro plano, el de los estudiantes: tal parece ser el análisis subyacente, que no tiene nada de espontaneísta. “Todo el mundo conoce a un estudiante”, resume convincentemente Milica; no hace falta estar de acuerdo con su ideología (y no todos los estudiantes tienen la misma ideología) para tenerlo personalmente cerca —un hijo, un nieto, un sobrino— y al menos comprender y empatizar con sus inquietudes expresadas en las calles, en las pancartas, en los bloqueos, en las huelgas, en las manos ensangrentadas convertidas en símbolo de la revuelta. Estamos en los parámetros del populismo pospolítico teorizado por Chantal Mouffe y Ernesto Laclau; y también en el tipo de movilización posmoderna, apolítica o apartidaria y líquida (con guiños, que alguien destacó en la audiencia, a las protestas de Occupy Wall Street y Nuit Debout; podría haberse añadido, quizá, al primer 15M español), sin un perímetro político reconocible pero —quizá, por eso mismo— con gran capacidad de infiltración por las grietas del poderoso aparato político, social e institucional, autoritario pero también posmoderno, que pesa sobre la sociedad serbia. Uno se pregunta si sólo el populismo de resistencia permite combatir eficazmente a regímenes que han hecho de la estrategia nacional-populista su marca de fábrica.
A. también apunta a una dirección más controvertida de las protestas: “los profesores [de secundaria, no todos, pero sí algunos] incitan a sus alumnos, menores de edad, a apoyar las protestas”. Milica, que podría ser su hija, ha abordado sobriamente la misma cuestión durante la mesa redonda de Arcueil: el cuerpo de profesores está efectivamente dividido; algunos apoyan y favorecen las protestas —también entre sus estudiantes menores de edad—, otros no. Como lo están los padres: algunos han participado en bloqueos de colegios e institutos, y llevan a sus hijos a las manifestaciones; otros —como quizá A.— no ven claro que sus hijos menores tengan nada que hacer en protestas que pueden degenerar en choques con la policía, y en las que se sabe que agentes del régimen intentan infiltrarse, justamente, para azuzar la violencia. Pero A. ya ha vivido esto, se dice, y una parte de ella no quiere volver a vivirlo: “si no tuviera a mis hijos aquí”, suspira, “me iría de este país…”. Como S., que sigue las protestas con entusiasmo; como tantos otros.
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¿Saldrá bien o mal? Too early to say. Y quizá, ni siquiera es la (única) pregunta adecuada. En un pasaje del excelente documental Druga strana svega (“The Other Side of Everything” o “El otro lado de todo”; disponible en España en Amazon Prime), realizado por su hija, Srbijanka Turajlić comenta que, de haber estudiado mejor la Historia, sabría (habría sabido antes de embarcarse en la oposición a Milošević) que todas las revoluciones fracasan. Todas fracasan, porque todas hacen vislumbrar una utopía que no puede materializarse, que necesariamente encalla antes de llegar a puerto. Pero hasta entonces, avanzan más o menos; incluso cuando encallan, permanecen en el recuerdo, latentes, de lo que (pareció que) pudo ser y no fue, pero debió ser, debería haber sido. Los discursos de Turajlić en los mítines ante los estudiantes de entonces, sus reivindicaciones, sus exigencias de una Serbia libre, democrática, europea, donde la corrupción no quede impune, donde el gobierno rinda cuentas de sus actos, en vez de inspirar terror entre sus ciudadanos, siguen hoy vivas en las pancartas y las proclamas de los estudiantes novisadinos y de todo el país. También su exigente moral cívica: “Corresponde a tu generación”, dice dirigiéndose a su hija, nacida en 1979, “cambiar las cosas. No a la mía. (..) Es tu elección… alguien tendrá que hacerlo”. La decidida mirada clara, sin concesiones, de la profesora Turajlić se clava en la cámara; está hablando directamente al espectador. Corresponde a la generación de su hija, o a la siguiente, que se manifiesta en estas semanas, o a la que venga después, nutrida de una inat invencible… Puede que todas las revoluciones fracasen, pero algunas resultan necesarias, forzosas. De vegades és necessari i forçós, recuerda el poeta Maragall, que un home mori per un poble; y ese es el momento o el sacrificio revolucionario; però mai ha de morir tot un poble per un home sol.
De momento, las protestas llevan tres meses sin desfallecer, sin ceder a las provocaciones, ni al desaliento, ni a la tentación del nihilismo o la violencia. Se empiezan a extender más allá de las fronteras serbias, por el espacio posyugoslavo: se producen manifestaciones de solidaridad en Zagreb, en Rijeka, en Banja Luka, en Sarajevo. Y más allá: los estudiantes, los intelectuales, los artistas, los profesores demócratas serbios se dirigen a toda Europa —extrañamente silenciosa, aparentemente ausente en todo este proceso—, con sus palabras y con sus actos, y le piden —nos exigen— que sea fiel a ella misma, que esté a la altura de su propio mito, de los principios que dice —que decimos— defender. Nos interpelan a todos en nombre de los valores que consideramos europeos; nos reclaman fraternidad y unidad en la defensa de esos valores que queremos para nosotros, de los que presumimos, y que reivindican también para ellos. Fraternidad y unidad europea, que en su lengua —esa lengua que comparten los eslavos del sur, naš jezik, “nuestra lengua”, a falta de acordar un mejor nombre para ella— se dice Europsko bratsvo i jedinstvo. La historia no se repite, pero rima, dicen que decía Mark Twain; así lo prueba la larga sucesión de guiños y espejismos, revoluciones y regresiones que sacuden desde hace siglos los Balcanes, y con ellos toda Europa.