Pepe Ribas, uno de los fundadores de la icónica Ajoblanco, en sus memorias Los 70 a destajo, describe sus paseos al final de la tarde al famoso drugstore del Paseo de Gracia de Barcelona, donde coincidieran alguna vez Pijoaparte y Teresa Serrat. “Era la única librería abierta a aquellas horas, un recinto sin tiempo, […] y oh sorpresa, en un estante largo y bajo situado en la pared del fondo encontrabas los libros prohibidos editados en México, Buenos Aires o Bogotá”. De esas estanterías se nutrían jóvenes inquietos como Ribas, muchas veces “tomando prestadas” las lecturas que marcaron una época: El nacimiento de una contracultura, de Theodor Roszak, obras sobre religiones orientales, Madame Blavatsky o Krishnamurti; de Timothy Leary sobre las drogas de la psicodelia; de la nueva izquierda. Era la heterogeneidad hecha imaginario, donde entraba el anarquismo, las novelas de Herman Hesse, el viaje a la India, las experiencias con LSD, el Don Juan de Carlos Castaneda, el sexo tántrico, el psicodrama, la filosofía zen, el antibelicismo, la admiración por los Black Panthers o el Flower Power. Se trataba este de un “multiforme espectro”, como dijera Luis Racionero en Filosofías del underground (1977), un fenómeno que apelaba a la experiencia personal como método de conocimiento más allá de la dictadura del racionalismo y de la rigidez de una sociedad occidental jerarquizada y conservadora.
Poco antes, una serie de cambios importantes se habían sucedido en España: los efectos de la industrialización, la emigración masiva a Francia y Alemania, la llegada también masiva de turistas europeos, el crecimiento acelerado de los centros urbanos, el aumento del consumo… Unos cambios que contrastaban con la inmovilidad del régimen, más allá de un tibio “aperturismo”. En este contexto había surgido la Gauche Divine barcelonesa, retoños de la burguesía de la ciudad, cosmopolitas, abiertos a las últimas tendencias, cuya breve existencia, desde mediados de los sesenta hasta principios de los setenta, estuvo marcada por la heterogeneidad ideológica, dentro de un antifranquismo “político pero también, y sobre todo, cultural y social, casi estético” (Rosa Regàs dixit). Sus intereses se centraron en la fotografía, la arquitectura, el cine experimental, la poesía novísima o el mundo editorial, creando sellos tan importantes como Lumen, Tusquets o Anagrama, que harían de Barcelona el centro editorial más influyente del mundo hispanohablante. Como recuerda Román Gubern en sus memorias, a esas editoriales se les unieron otras con el mismo talante joven y heterodoxo, como Castellote, Akal y la creada por el indobarcelonés Salvador Pániker, Kairós, volcada en la espiritualidad oriental, que tuvo en la edición en español de la obra de Roszak su primer éxito de ventas, en 1970.
Podría resultar en principio paradójica la vinculación del grupo de Barcelona a ese discurso heterogéneo, que unía filosofía irracional, experimentación con drogas y enfrentamiento con la sociedad burguesa. Y sin embargo, una vez que lo underground era considerado una cultura globalizada —por occidental o estadounidense—, su atractivo ante los curiosos y, para qué negarlo, bastante esnobs miembros de la izquierda divina, no podía dejar de crecer. Vázquez Montalbán señalaba las contradicciones del grupo en una crónica-obituario para Triunfo en enero de 1971, cuando el recrudecimiento del régimen parecía haberle dado fin. Su juicio no es sin embargo demasiado severo: “son liberales sentimentalmente y, hay que reconocerlo, partidarios de las revoluciones más novedosas. Si la última revolución es sexual, pues la sexual. Si la última revolución es la palestina, pues la palestina. […] Me parece poco científica, pero también poco delictiva esta actitud”.
Esta misma actitud contradictoria la encontramos en algunas de sus publicaciones, como la revista Bocaccio 70, “revista para caballeros” creada a partir de la famosa sala de fiestas, en cuyas páginas se mezclaban los reportajes a todo color de experiencias en comunas, las nuevas drogas, la Instant City creada en Ibiza y bellas jóvenes en bikini en las playas de Ipanema junto a coches de gran cilindrada. No obstante, la Gauche Divine supo crear un espacio de posibilidad para un discurso de lo contracultural, o así lo vio el mismo Pepe Ribas cuando “una tarde de marzo de 1973” se acercó a Rosa Regàs, la musa de la izquierda divina y fundadora de la editorial La Gaya Ciencia para establecer su futura revista. Si el proyecto al final no resultó como esperaban, sí es cierto que Regàs de manera entusiasta conectó a Ribas y a sus jóvenes amigos con el grupo barcelonés.
En esa Barcelona que se quería más moderna, productos culturales que hasta entonces habían sido considerados ajenos al registro culto, como el tebeo, adquieren un nuevo estatus de primer grado. Dentro de este fenómeno debemos situar a la excepcional obra de Enric Sió (1942-1998). Colaborador de algunas de sus publicaciones, como Bocaccio 70 o La mosca, se convirtió en uno de los exponentes más importantes de un cómic para adultos, con un dibujo de detallismo fotográfico, a menudo en blanco y negro, y vinculado a la bande desinée europea desarrollada por Guido Crepax, de quien fue buen amigo, Jean Claude Forest o Guy Pellaert. Tras publicar en 1967 el que se consideró el primer cómic antifranquista, Lavìnia 2016, en la revista Oriflama, continuó con historias de aventuras o inquietantes, como Sorang, Nus o Mis miedos, publicadas en Francia e Italia, y en ocasiones en España, si bien cercenadas por la censura.
A lo largo de 1969 crea la serie Aghardi, un cómic para adultos que aparecería en la revista italiana Linus desde enero de 1970 y un año después en la española Mundo Joven. Según Javier Coma, en Aghardi se reconocía la madurez estética de su estilo, que ya había sido condecorado con el premio del Salón Internacional de Cómics de Lucca en 1969, compartido con nada menos que Robert Crumb, el más famoso autor underground de Estados Unidos. Cuando en 1972 Gubern publica su libro El lenguaje de los cómics lo hace con la colaboración de Sió, a quien dedica el volumen, al mismo tiempo que ejemplifica muchas de las innovaciones producidas en la evolución de las viñetas con obras del dibujante barcelonés: lo que llama estructuras psicológicas de montaje, como sueños, percepciones subjetivas, flashbacks, premoniciones, fundidos en blanco… Todos estos recursos los encontramos en Aghardi, con una intención clara, crear un cómic que reprodujera el pensamiento humano, sus estímulos y sensaciones.
La historia cuenta cómo la NICAP estadounidense, organización no gubernamental dedicada a la investigación de ovnis, decide enviar una comisión a una serie de lugares arqueológicos en diferentes puntos del mundo para dilucidar su posible vínculo con extraterrestres. Forman el equipo una joven y escéptica científica, Samantha; un investigador maduro que abraza la teoría “heterodoxa”, Jo; un fotógrafo, Steve, más interesado en grandes premios automovilísticos, y una joven periodista, Martha, inserta en un triángulo amoroso y afectivo entre el fotógrafo y la científico. Desde San Francisco, donde viven, viajan a Washington, para recibir el visto bueno de la NICAP. Llegan a Ciudad de México, para dirigirse después a la zona maya de Palenque; de ahí pasan a Perú, en busca de las enormes líneas en el desierto de Nazca que sólo se pueden observar desde el cielo, y más tarde a las ruinas de Tiahuanaco, cerca de La Paz y el lago Titicaca. La etapa final del viaje tiene lugar en Tíbet, en busca del reino secreto de Aghardi, que da título al cómic. Se trata pues de conectar una serie de puntos geográficos y culturas desaparecidas, siguiendo la teoría de una civilización de gigantes, técnicamente muy avanzados y vinculados al planeta Venus, una civilización que tras su desaparición dejó un rastro de leyendas y mitos: el Kukulcán maya o Quetzalcoatl, el dios bueno que viéndose expulsado por el dios sanguinario, asciende a los cielos, o el Viracocha inca llegado del cielo o el Maitreya tibetano o incluso los moais de la Isla de Pascua.
Como señala Gubern en el prólogo a la edición española en 1979, una vez clausurada la censura oficial, Aghardi se hace eco, en especial en lo referido a ese reino secreto tibetano, de la teorías de “ciencia alternativa” en boga desde principios de los años sesenta con libros de éxito como Le matin des magiciens, de Louis Pauwels y Jacques Bergier, o los de Eric Von Däniken. Según Pauwels y Bergier, su libro resumía “cinco años de búsqueda, a través de todas las regiones de la consciencia, hasta las fronteras de la ciencia y la tradición”. Como el científico Jo en Aghardi, los autores afirman: “No estamos solos”, y documentan esta aseveración con un caótico conjunto de datos, como por ejemplo la extraña coincidencia entre las medidas de la pirámide de Gizeh y la distancia de la Tierra al Sol. Como los lectores de Le matin des magiciens, los personajes de Aghardi asisten asombrados a las pruebas irrefutables de culturas, desaparecidas por diferentes razones, de gran avance tecnológico y una mitología en cierto sentido coincidente. La única explicación posible, parece decirnos Jo, es la presencia de extraterrestres que compartieron su conocimiento con esos pueblos. Sin embargo, al mensaje alienígena se le une en el cómic el erotismo del triángulo amoroso de Steve, Samantha y Martha, el regreso de traumas de la niñez —como la muerte trágica de la hermana de Martha, Colin— o la crítica a la guerra de Vietnam. Resulta pues un continuum de pensamiento, como señalara Roszak, que ya podía incluir la sociología de la New Left, Marcuse, la psicoterapia o las religiones exóticas.
Sin embargo, el cómic de Sió hace alarde de aspectos como la tecnología, que añaden todavía más complejidad a ese discurso contracultural y expone la distancia que separaba el ambiente de la Gauche Divine al de Ajoblanco. Desde la primera página, vemos un San Francisco moderno, de arquitectura de vanguardia, reproducciones de pop-art en las paredes, minivestidos y minifaldas de Mary Quant, boîtes y atractivas jóvenes que beben y fuman despreocupadamente, autos descapotables a toda velocidad… ¿Nos encontramos con un reflejo de la Barcelona de la Gauche Divine, como Sió la reprodujera en las viñetas para Bocaccio 70? No es casualidad que los rasgos de Martha correspondan a los de la cantautora Guillermina Motta, entonces compañera sentimental del autor y para quien diseñó la psicodélica portada de su disco Visca l’amor (1968). San Francisco, uno de los centros más importantes del hippismo, el movimiento pacifista y la contracultura en general, se convierte en símbolo de lo más actual, con la misma fascinación con la que casi veinte años después Jean Baudrillard hablaría de Estados Unidos, “versión original de la modernidad, nosotros sólo su versión doblada o subtitulada”. Más que un reflejo, nos encontraríamos con el modelo deseado de esa Barcelona de finales de los sesenta. En esa fantasía, ¿por qué no imaginar que uno mismo no es un dibujante sino un periodista gráfico para las grandes revistas del momento como Life o Time como Steve?
En ese juego de espejos, vemos que la otra protagonista, Samantha, muestra los rasgos de la modelo alemana Veruschka, que aparecía en la película Blow-Up (1966) del director Michelangelo Antonioni. Este cine de autor era otro de los ejes del imaginario cultural del grupo de Barcelona, y con la referencia cinematográfica se establece una nueva poética del cómic: un cómic que, aun de temática de aventuras y viajes, deseaba desligarse de las ataduras formales y del juicio negativo que atenazaban al tebeo infantil y juvenil. Y como ese mismo modelo, Sió experimenta con la ruptura cronológica del relato por medio de ensoñaciones y visiones. Cuando el grupo llega a Palenque, Martha, ante el cenote, el pozo sagrado, se imagina en la época de los mayas mientras Steve se convierte en un sacerdote que la sacrifica, y de las aguas surge Samantha como una diosa del submundo para salvarla. La fantasía da voz a sus miedos más ocultos, y lo subjetivo queda expresado por medio de fundidos en blanco e imágenes remanentes en la memoria.
Pero en un cómic con presencia extraterrestre no puede dejar de hacerse mención al cine de ciencia-ficción, y a fines de los sesenta el referente era sin duda 2001, A Space Odyssey, de Stanley Kubrick. Estrenada en 1968, a pesar de tratarse de una película de género conectó con una juventud políticamente concienciada. En este sentido, 2001 se unía a la serie de filmes que escenificaban el ansia de huida y rebelión ante el sistema, como Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967). Nada en principio más alejado de la guerra del Vietnam o de la lucha por los derechos civiles de los negros que una travesía espacial hacia Júpiter, con una nave dirigida por un ordenador ultrapotente como Hal 9000. Y sin embargo, debido al ambiente de miedo atómico de la guerra fría, de asombro ante el avance técnico con el Apolo 11, en el verano de 1969, y de esperanza de cambio hacia la Edad de Acuario —convertido en himno consumible con el musical Hair— 2001 no podía dejar de convertirse en icono de estilo y en articulación del Zeitgeist de final de década.
Filme y cómic muestran puntos en común incluso en la técnica, como la seudo-solarización, utilizada en fotografía, por medio de la cual la imagen en color aparece con gamas en negativo. Sió la había usado en obras como Nus y Sorang, y de Aghardi pasará a Mara, en la que comienza a trabajar en 1970. En la película de Kubrick, esta técnica aparece en la importante escena del viaje final del astronauta protagonista, antes de transformarse en el “niño de las estrellas”. Una sección, ese viaje de colores psicodélicos, que alimentó la idea de que 2001 era una parábola de ese otro viaje, el de las nuevas drogas. En Aghardi, el motivo del viaje también adquiere el aspecto de travesía interior, de conocimiento personal que habían propuesto santones como Lobsang Rampa, Carlos Castaneda o Timothy Leary. Especialmente, ese proceso tiene lugar en la última sección de la obra, cuando el equipo viaja al Tíbet, y las ensoñaciones de Martha dominan definitivamente la narrativa. La ensoñación se convertirá sin embargo en pesadilla, cuando Samantha adopte los rasgos de la siniestra ciudad Schamballah, opuesto de la utópica Aghardi.
Como en 2001, la obra de Sió muestra un énfasis en la máquina, hasta llegar al fetichismo de la tecnología. Garantes de una ultramodernidad ideal, la movilidad y el confort, se suceden en las páginas máquinas fotográficas, automóviles de carreras, jeeps en el desierto, aviones fulgurantes que llevan a los personajes de continente en continente, con la confianza de un progreso que, sin embargo, en la película de Kubrick se transforma en amenaza y peligro al final, cuando Hall se rebele. Desde la España de fines de los sesenta, que empezaba a experimentar un tardío desarrollo industrial y los comienzos de una sociedad del consumo, la fascinación por el progreso tecnológico, aunque fuera auspiciado por el régimen, todavía prevalece en Aghardi sobre su crítica. Pero como 2001, Aghardi expresa una idea de la historia como ruptura cronológica. Uno de los elementos que siempre ha causado más fascinación y extrañeza al respecto de la película de Kubrick el monolito negro hallado en la Luna. Su hallazgo parecería demostrar la existencia de vida extraterrestre, algo que el gobierno mantiene en secreto, incluso a los miembros de la misión a Júpiter. Su aparición en momentos particulares, ante homínidos o en un futuro cercano, conlleva, se deduce, un avance imparable de la civilización humana, idea que entroncaría, según el espectador de fines de los sesenta, con la llegada de la nueva era de Acuario. En el cómic, sus personajes no encuentran en este caso un monolito flotante. Al llegar al yacimiento de Palenque, mientras la escéptica Samantha señala, burlándose, que se hallaban “ante las ruinas de una colonia veraniega extraterrestre”, Jo y Steve se adentran en una de las pirámides para fotografiar la tumba del rey Pacal (618-683). La lápida, que muestra en relieve lo que los arqueólogos han interpretado como la caída del rey del Árbol de la Vida en el Inframundo, es observada por Jo y la cámara de Steve como el ascenso del rey a los cielos en una nave espacial. Nos encontraríamos por tanto con un documento de la presencia extraterrestre, siguiendo las tesis populares de Pauwels y Bergier o Von Däniken. En este caso, la estela sustituye al monolito, no ya poniendo en marcha el cambio de era o el salto tecnológico —del hueso usado como arma a la nave espacial— sino desvelándolo como ya realizado y evidenciando la conexión alienígena.
En Aghardi, pues, se responde con un mismo salto cronológico, de la antigüedad de esas culturas desaparecidas a la ultramodernidad de San Francisco y los aviones a propulsión, a través del objeto-mensaje de la lápida de Palenque. Sus personajes se comunican con el pasado —arqueológico— y el futuro —pues lo extraterrestre siempre parece futurible—. Resulta significativo que en sus múltiples viajes —en un México post-Tlatelolco, Perú, Tíbet— nunca se encuentren con los nativos y mucho menos con los sujetos modernos de esas grandes ciudades. El paisaje lo ocupa todo, un paisaje vacío de historia contemporánea, a disposición de la mirada curiosa del turista occidental, en este caso estadounidense, como trasunto de la Gauche Divine. De la misma forma que la posmodernidad convertía la ideología en un objeto consumible, como un cartel del Che Guevara, y la historia en imagen vacía, ante los ojos de los personajes de Aghardi, la historia de las civilizaciones es interpretada de manera subjetiva, con un salto de siglos que los ponía ya en el secreto de la presencia extraterrestre, o en un escenario de psicodrama. La arqueología convertida en auto-ayuda.
Cuando en 1969, el Salón de Lucca de 1969 premia a Sió y a Crumb, se evidencia la escisión de esas dos tendencias, la europea, cosmopolita y refinada, y la underground, de trazo y humor grueso, descarada y ácida. Esa última tendencia, la del cómix, triunfaría en España a fines de los setenta, durante la transición, con publicaciones como Star o El Rrollo enmascarado. La distancia que separa el discurso de Aghardi de Ajoblanco expresa las limitaciones de la Gauche Divine como grupo políticamente subversivo, adelantado culturalmente pero lastrado por un sentimiento de élite. Sin embargo, no debemos olvidar cómo el cómic de Sió da forma por primera vez a ese multiforme discurso contracultural, y convierte ese producto en una obra de arte, que podemos volver a disfrutar. Estamos de enhorabuena.
Alberto Villamandos es profesor de literatura española en la Universidad de Missouri-Kansas City y ha publicado recientemente El discreto encanto de la subversión: Una crítica cultural de la Gauche Divine (Pamplona: Laetoli). En FronteraD ha publicado La memoria recuperada de la ‘Gauche Divine’