Sati tiene 31 años y se levanta cada mañana en Sanepa, una de las zonas más acomodadas del valle de Katmandú, en Nepal. Ahí viven diplomáticos, cooperantes y empresarios locales y extranjeros. Y obreros como Sati y su mujer, que duermen en una chabola junto a la casa que están levantando. Para construir se necesita la tonelada y media de ladrillos que Yogendra, de 13 años, se carga a la espalda cada día en la fábrica de ladrillos en la que trabaja, a diez kilómetros de Sanepa. Una de las más de 500 que hay en el valle. En chanclas, sin nada que lo proteja del polvillo arcilloso de los hornos que arrasa sus pulmones. Y con una choza de dos metros de ancho por dos de largo y uno de alto para cocinar y descansar por la noche.
Ellos dos, sobre todo Yogendra, son la parte más débil del boom urbanístico que ha arrasado Katmandú en las dos últimas décadas. La vieja capital agrícola del país donde nació Buda, que permaneció aislada por las montañas hasta 1955 –cuando se inauguró el aeropuerto-, que luego ha sido meca de los hippies en los años setenta, refugio de montañistas y lugar de peregrinaje espiritual, se ahoga en un denso manto de ladrillo, cemento y polución. Pero también de especulación, a pesar de que Nepal es uno de los países más pobres del mundo, en el puesto 157 de 186 del Índice de Desarrollo Humano de la ONU.
Katmandú se empezó a llenar con la guerra entre maoístas y el ejército nepalés de 1996 a 2006. Murieron 15.000 personas y fueron desplazadas 100.000, muchas de los cuales se dirigieron a la capital, donde apenas había violencia. Algunos eran pequeños propietarios con dinero y otros iban a buscarse la vida, porque era un lugar con posibilidades: con una gran presencia de extranjeros, turistas y trabajadores de ONGs y agencias internacionales, la capital ha diversificado su economía hacia el sector servicios mucho más que el resto del país, dedicado en gran parte a la agricultura. En sólo 11 años, la población ha pasado de 1,6 a 2,5 millones de habitantes, según el censo de 2012, aunque algunos expertos hablan de más de tres millones.
Desde el año 2001, la economía nepalesa ha crecido una media de casi un 4% y los comerciantes con negocios turísticos y las clases altas se han dedicado a construir. Muchos campesinos han negociado con sus tierras o han sido forzados a vender. Se han multiplicado los agentes inmobiliarios y el crédito bancario ha fluido. Una parte importante del dinero ha venido de los más de dos millones de nepaleses que trabajan en el extranjero, según la Organización Internacional del Trabajo. El país tienes unos 30 millones de habitantes. En 2011, sólo las remesas oficialmente registradas alcanzaron los 2.600 millones de euros, el 23% del PIB. Pero muchas llegan de forma particular, en mano, en visitas o a través de amigos.
“El boom urbanístico se explica en parte por una particularidad cultural”, afirma Gaurav K. C., investigador de Martin Chautari, uno de los centros de análisis más importantes del país. “Nos preocupa más asegurar el patrimonio con una vivienda que gastar el dinero comprando otras cosas o haciendo turismo”. Aunque hay que sacarle las palabras con cucharilla, Gaurav termina mojándose: “también somos parte de la ola neoliberal, que ha transformado la vivienda en un bien de cambio y especulación. Nos estamos convirtiendo en una metrópolis global, como cualquier otra del sur de Asia”. Sólo entre 2003 y 2008, el precio del suelo subió un 300%, según una de las principales agencias inmobiliarias.
El desarrollo urbanístico ha generado una numerosa clase trabajadora itinerante e informal. También hay niños y adolescentes. Varios miles, aunque las cifras varían según la fuente. Y más del 50% son mujeres. La ley prohíbe el trabajo infantil, pero vienen con sus padres desde pueblos remotos de Nepal o la India, aunque cobran mucho menos: unos 15 euros al mes. Quizá por eso Yogendra sólo utiliza monosílabos, como si no quisiera pensar o contar demasiado. Los adultos parecen más satisfechos. Como Bhadra, que tiene 25 años y se fue de casa, al oeste del país, por miedo a la guerrilla: “Aquí he estado bien y he ganado dinero”. Eso es más importante que beber agua de un lodazal, transportar ladrillos a hornos infernales o encontrarse burros de carga muertos por el camino. Ahora trabaja la mitad del año en su pueblo y la otra mitad en la capital. Por cada jornada agrícola saca un euro, mientras en la fábrica cobra tres.
Sati tampoco se arrepiente de haberse ido a la capital. “La construcción es un trabajo duro, pero la necesidad aprieta y hay que trabajar”. Esboza una sonrisa y mira a su mujer cada vez que se le pregunta y asegura que “Katmandú es un lugar de oportunidades”. Por eso dejó su pequeña parcela de tierra en el Tharai, en la frontera con India, donde viven sus dos hijos. Aquí gana 4 euros al día como peón. No está mal, si oficialmente se considera pobre sólo al que tiene una renta per cápita menor de 190 euros anuales (un 25% de la población en 2011). Pero es un salario raspado para la ciudad: desayunar alu chana (garbanzos picantes con patatas) cuesta 25 céntimos de euro, un kilo de pollo unos dos euros, un kilo de arroz unos 90 céntimos y 50 céntimos un kilo de tomates.
“Aunque sea difícil de entender en los países occidentales, mucha de esta gente está en su larga marcha hacia una especie de clase media, su situación socioeconómica está mejorando”, afirma Sharad Ghimire, activista y profesor de conflictos medioambientales en la Universidad de Tribhuvan, la más importante de Nepal. “Antes se sentían mucho más marginados en las zonas remotas de Nepal. Ahora se consideran parte del proceso productivo”. Para Ghimire, también hay consecuencias políticas: “es mucho más difícil radicalizar a personas que sienten que están avanzando socialmente y esto ha obligado a los maoístas a aceptar la democracia liberal”.
Ajenos a las grandes teorías, el trabajo de Sati y Bhadra se alimenta sobre todo de ilusiones. Sati cree que está cerca de convertirse en capataz de obra y para el futuro quiere tener una tienda, “pero para eso todavía queda mucho tiempo”. Aunque lo más importante es que sus hijos no pasen por lo mismo que él: “Quiero que estudien y no tengan que trabajar aquí”. Pero el círculo no termina de cerrarse. La desigualdad está demasiado arraigada por el sistema de castas, donde la suerte de cada uno depende de supuestos designios divinos y acciones en vidas pasadas: Bhadra afirma que su sueldo sólo le alcanza para pagar los 65 euros anuales que cuesta el colegio de uno de sus hijos. “El otro tendrá que trabajar” afirma resignado. Y quizá sea en la fábrica.
Para Terence Lee, periodista económico del Himalayan Times, la locura urbanística es un camino corto y sin futuro, que cronifica los problemas de la economía nepalesa, extremadamente dependiente de la ayuda internacional, incluidos los préstamos que hay que devolver. En el ejercicio 2010/2011 fue de 770 millones de euros, el 26% del presupuesto nacional. “La construcción es la opción menos productiva que podíamos elegir y no soluciona los problemas sociales”, afirma Lee. Mientras se fuma unos diez cigarrillos en dos horas, Lee culpa a los políticos, que han sido incapaces de pactar una constitución para la nueva república surgida en 2008. Y se ensaña con los maoístas que, tras la guerra, se integraron en la vida política, ganaron las elecciones y han liderado dos de los cuatro gobiernos de la última legislatura: “los maoístas se han dedicado a extorsionar a las industrias productivas y algunas han tenido que cerrar. Eso favorece el trabajo informal, donde no se respetan los derechos laborales. Pero en esos sitios no protestan”.
El maoísmo no ha revolucionado Nepal. La sensación en la calle es que se ha mimetizado con los males endémicos de la política nepalesa: inestabilidad, nepotismo y corrupción. Su líder, Pushpa Kamal Dahal, alias Prachanda, ha pasado de vivir en las cavernas de la clandestinidad a un lujoso chalet en Lazinpat, barrio exclusivo de Katmandú, junto a sus viejos enemigos. Él se justifica diciendo que lo ha alquilado.
El Banco Central de Nepal sí se ha mojado en la burbuja inmobiliaria: ante el miedo a un cataclismo financiero, en 2010 obligó a que las entidades bancarias sólo pudieran dedicar un máximo del 25% de sus depósitos al negocio inmobiliario, frente al 60% al que habían llegado.
Pero de las cuestiones sociales se ocupan otros, como Arati, directora de la ONG local Care and Development Organization, que ha ayudado a 25.000 trabajadores de las fábricas de la ladrillo desde su fundación en 2005. Ella y su marido recogen fondos privados y proporcionan atención sanitaria y educativa a los trabajadores y sus hijos pequeños, a muchos de los cuales han conseguido salvar del trabajo. A medio kilómetro de los hornos, los niños aprenden a leer y cantan en una escuela limpia, humilde y acogedora.
Arati no puede enseñar matemáticas porque “los propietarios no quieren que sus obreros cuenten demasiado bien el dinero”. Y no hace declaraciones a los medios de información nepaleses porque no la dejarían bajar a las fábricas. Pero su marido se explaya ante un periodista extranjero: “La culpa de todo lo que pasa aquí la tiene el Gobierno, que no regula las condiciones de trabajo. Cualquiera que proteste contra el propietario, va directamente a la calle”.
Paradojas de la vida, el boom se ha desatado en una zona de fuerte actividad sísmica y pocas casas están bien preparadas. Si hubiera un terremoto de 8 grados en la escala de Richter en el área de Katmandú los expertos calculan que se colapsaría entre el 60 y el 70 por ciento de las casas. Aunque a los que viven en chozas poco puede caerles encima.
Jorge Berástegui es periodista e investigador. Estudió en la Escuela de Periodismo UAM/El País y es doctor en Literatura Inglesa por la Universidad de Alcalá de Henares, donde se ha especializado en estudios poscoloniales y ficción multicultural en el Reino Unido.