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AcordeónRepública Centroafricana, el país más triste del mundo

República Centroafricana, el país más triste del mundo

 

Viernes, 22 de marzo de 2013, doce del mediodía. La radio nacional acaba de anunciar que los rebeldes están a pocos kilómetros de Bangui. En la capital de la República Centroafricana se viven escenas de pánico: escuelas que cierran a toda prisa de las que salen niños llorando buscando a unos padres que no llegan, cientos de personas que salen corriendo en todas direcciones y coches que realizan peligrosos adelantamientos a toda velocidad. Los comerciantes echan el cierre y las oficinas se vacían. Personas desesperadas se ponen delante de taxis ya sobrecargados para abrir la puerta y forzar medio cuerpo dentro para poder llegar a casa cuanto antes. Por la tarde, por las calles poco transitadas circula una historia que da algo de respiro a los algo más de 600.000 habitantes de la capital: un helicóptero de combate ha dispersado la columna de los temidos insurgentes que avanzaban sobre Bangui y los soldados surafricanos, que llevan dos meses en el país para defender a su presidente François Bozizé, han combatido como leones y no les han dejado entrar. La noche transcurre en un silencio que, más que calma, augura el principio de una tormenta destructiva.

 

Sábado 23, cinco y media de la mañana. Tengo un vuelo Bangui-Casablanca-Madrid reservado con Air Maroc desde hace un mes y no quiero perderlo. Mi jefe de la oficina de Naciones Unidas, un veterano canadiense curtido en tres décadas de países africanos conflictivos, me aconseja que espere para ser evacuado por la tarde con el resto del personal no esencial. Llega un coche de la ONU para buscarme y sale Eddy, un centroafricano amable que nunca pierde la calma. Bastante confundido, le pregunto qué me aconseja y me dice “la situación está tranquila ahora, pero dentro de dos horas esto puede cambiar”. Mi instinto me dice que es mejor seguir el consejo de quien ha nacido en el país y tiene sus antenas en todas partes. Salgo para el aeropuerto, atravesando intranquilo calles casi desiertas. Al llegar allí, noto que soldados y policías, que habitualmente se prestan a bromas si un blanco les saluda y les suelta alguna frase en su lengua, el Sango, hoy están nerviosos y tensos. Finalmente, salgo a las 8.30 de la mañana y dejo atrás el país donde llevo trabajando desde mayo del 2012.

 

Hice bien en fiarme de Eddy. Mis compañeros pasaron tres días en el recinto de la ONU en Bangui durmiendo en el suelo, sufriendo amenazas y sin poder lavarse hasta que el lunes 25 pudieron ser evacuados, con excepción del personal considerado como esencial. El sábado 23,  por la tarde, los rebeldes franquearon la barrera conocida como Kilómetro 12, la entrada a la capital defendida por los surafricanos. Catorce de ellos resultaron muertos y 27 heridos, algo que provocó una verdadera crisis institucional en el Gobierno de Jacob Zuma, a quien muchos acusaron de apostar por el caballo equivocado. Al día siguiente, domingo, a las nueve de la mañana, cinco mil rebeldes bien armados –muchos de ellos niños y adolescentes- se desparramaron por Bangui, ocupando el palacio presidencial tras apenas dos horas de combate. El presidente Bozizé, que había puesto a su familia a salvo en un avión enviado desde Guinea Ecuatorial el día antes, se esfumó y al día siguiente se supo que había llegado a Camerún en un helicóptero. Dos días antes de su derrota hizo un viaje relámpago a Suráfrica para buscar “más ayuda militar”. En Bangui corrió la noticia de que trajo un cargamento de miles de fusiles para repartirlos entre sus milicias de jóvenes, algo que de ser cierto tendría serias consecuencias para un futuro ya de por sí muy incierto. La jornada del domingo concluyó con numerosos saqueos y disparos al aire de los victoriosos milicianos. Cuando, al día siguiente, el recién anunciado nuevo presidente, Michel Djotodia, quiso hacer su primer anuncio público, se encontró con que el estudio de la principal emisora del país, Radio Ndeke Luka, estaba totalmente saqueado, y  en la radio gubernamental no había combustible para hacer funcionar el generador, y tuvo que enviar un mensaje grabado a los escasos medios de comunicación presentes en la capital. Antes de entrar en Bangui los rebeldes cortaron el suministro de electricidad y agua. Una y otra vez, Djotodia prometió restablecer el orden y lanzó llamamientos a la calma y ordenó a sus hombres que se acantonaran en los cuarteles. Pero sus propios combatientes no parecieron dispuestos a hacerle caso.  A pesar de que patrullas mixtas de Seleka y soldados de la FOMAC (una fuerza de mantenimiento de la paz formada por tropas de países vecinos) intentaron restablecer el orden, la ciudad siguió sumida en el caos durante los días sucesivos.

 

¿En qué rincón del mundo ocurre todo esto? Imagine un país tan grande como España y Portugal juntas, habitado por sólo cuatro millones y medio de habitantes, que produce diamantes, oro y uranio, donde llueve diez meses al año y cubierto de enormes bosques y tierras fértiles. Si piensa que en una nación así sus ciudadanos tendrán un nivel de vida envidiable, espere a escuchar la segunda parte: se trata del segundo país más pobre del mundo (o por lo menos así era considerado en 2012, ahora seguramente ocupa el primer puesto: es decir, el último), su esperanza de vida no supera los 39 años, la mitad de los niños no están escolarizados y muchos de ellos tienen problemas serios de desnutrición. Este lugar se llama República Centroafricana y acaba de sufrir, por enésima vez, una guerra que ha sumido a su población en el pánico total. En diciembre del año pasado la revista Forbes Internacional lo catalogó, por tercer año consecutivo, como el país más triste del mundo.

 

Por poner una fecha de comienzo de esta última crisis, empecemos el 10 de diciembre del 2012. Ese día grupos de hombres bien armados ocuparon las localidades norteñas de Ndele, Ouddara y Sam Ouandja. Hacía varias semanas que se oía hablar de ataques en distintas partes del país, pero el Gobierno de François Bozizé o bien no hacía comentarios o a lo sumo achacaba los incidentes a simples grupos de “bandidos”. Pero esta vez la amenaza no era para tomársela a la ligera. Se trataba de una coalición formada por disidentes de cuatro grupos rebeldes que pocos años atrás habían firmado acuerdos de paz con el gobierno y que decían protestar por el incumplimiento de promesas de beneficios para sus combatientes: la Unión de Fuerzas Democráticas para la Unidad, la Convención de Patriotas por la Justicia y la Paz, la Convención Patriótica de Salvación del Pueblo y alguno más. Se hacían llamar Seleka, que en lengua sango quiere decir alianza, reclutaban sobre todo entre las etnias del norte del país, donde la presencia del Estado es casi inexistente y tenían una gran presencia de combatientes  extranjeros, sobre todo sudaneses y chadianos.

 

Durante el resto de diciembre su avance fue imparable: tras hacerse con el importante centro diamantífero de Bría ocuparon Batangafo, Kabo, Bambari, Kaga Bandoro, Alindao… hasta una docena. Sólo el oeste del país y su extremo sureste (este último con presencia que tropas ugandesas y asesores militares estadounidenses que combaten el Ejército de Resistencia del Señor, de Joseph Kony) quedaron libres de la ofensiva de Seleka. El ejército regular casi siempre se dio a la fuga. A finales de diciembre llegaron a Sibut, a sólo 160 kilómetros de la capital, Bangui, y sus habitantes fueron presa del pánico. Bozizé reaccionó como siempre suele hacerlo: tarde. “En el ejército le llamábamos siempre ‘el motor diesel’, porque cuando hay problemas siempre tarda en entrar en acción”, me dijo una vez un coronel centroafricano de la gendarmería. Sus medidas tardías consistieron en destituir al ministro de Defensa –casualidades de la vida, su propio hijo, Jean Francis Bozizé- y en suplicar a países amigos que enviaran tropas para salvarle.

 

Desde que en 2003 se hiciera con el poder por la fuerza con ayuda de tropas chadianas, Bozizé –a pesar de ser un general del ejército- no ha conseguido que Centroáfrica tenga unas fuerzas armadas profesionales y bien equipadas. Su logística y sus servicios de inteligencia militar fueron  siempre desastrosos. Muchos observadores piensan que en realidad nunca se fió de su propio ejército, obsesionado como estaba por ser derrocado. Hacía varios años que la Comunidad Económica de Estados de África Central (CEEAC) mantenía varios cientos de soldados en el país para garantizar un mínimo de estabilidad. En noviembre de 2012 habían empezado a retirarse, pero de repente tuvieron que dar marcha atrás. Cientos de soldados de Chad, Camerún, Gabón y Congo-Brazzaville llegaron al país y se situaron a las afueras de la localidad de Damara, a mitad de camino entre Sibut y Bangui, para detener el avance rebelde. Los gobiernos de la región temían que si Seleka llegaba a hacerse con el poder el país se sumiría en un caos que podía extenderse a los países vecinos. Bozizé pidió también ayuda a Suráfrica, que envió tropas para asegurar la seguridad de la capital. Francia –que acababa de abrir un frente militar en Malí- no quiso enviar soldados y su embajada fue objeto de ataques por parte de turbas enfurecidas que lanzaron piedras. Estados Unidos, que también se negó a enviar tropas, decidió cerrar su misión diplomática.

 

 

Un acuerdo de paz inesperado

 

Con un fuerte apoyo de la CEEAC y Naciones Unidas, del 9 al 11 de enero rebeldes, gobierno y oposición democrática negociaron un acuerdo de paz en Libreville que establecía un alto el fuego y la formación de un gobierno de transición. El principal mediador fue el presidente congoleño Denis Sassou Nguesso, quien impuso un ritmo acelerado de negociaciones y obtuvo la firma de los acuerdos en sólo tres días. A los pocos días se nombró un nuevo primer ministro, Nicolas Tiangaye, salido de las filas de la oposición, aceptado por todos los grupos en conflicto. Pero el equilibrio político en el país se presentaba muy artificial y la situación de los centroafricanos en las zonas controladas por Seleka era poco envidiable. En todas las zonas bajo su control cortaron las comunicaciones telefónicas, destruyeron y saquearon edificios del gobierno, realizaron y se entregaron al pillaje, aunque generalmente sin tocar ni las casas ni los negocios de los musulmanes.

 

Una de las primeras personas en denunciar estos abusos fue el obispo de Bangassou, el comboniano español Juan José Aguirre. Tras unas declaraciones suyas a Radio France International varios religiosos sufrieron amenazas de muerte y tuvieron que abandonar sus parroquias. Y es que uno de los aspectos más preocupantes han sido los ataques de Seleka a la Iglesia católica, como lo demuestra la agresión física que sufrió el obispo de Bambari, monseñor Edouard Mathos. En la diócesis de Kaga-Bandoro, su obispo –el salesiano belga Albert  Vanbuel- tuvo que organizar la evacuación de varias religiosas ruandesas que temían por su vida. El miedo a una amenaza islamista provocó que a finales de diciembre, cuando se formaron milicias populares en Bangui, numerosos musulmanes fueran objeto de acoso al ser acusados de ser la quinta columna de Seleka en la capital.

 

Cuando se formó el nuevo gobierno de unidad nacional, el líder supremo de Seleka (la Alianza), Michel Djotodia, fue nombrado ministro de la Defensa en el nuevo ejecutivo. Se esperaba que de este modo pudiera controlar a sus hombres y hacer que se retiraran de las ciudades ocupadas, como estaba previsto en el acuerdo de alto el fuego. Pero Seleka siguió sin mover ficha, y cada vez que a Djotodia se le pedía explicaciones por nuevos ataques rebeldes siempre repetía que se trataba de “actos cometidos por miembros incontrolados”. Lo que inquietaba cada vez más eran las fuertes divisiones que aparecían entre las filas rebeldes, quienes durante los últimos años se financiaron con el control de minas de diamantes y oro en las zonas donde camparon por sus fueros.

 

El nuevo gobierno presentó desde el principio varias incógnitas. A pesar de que el partido de Bozizé llegó a Libreville en una posición de gran debilidad, en el nuevo ejecutivo se hizo con 13 de los 33 puestos ministeriales, incluyendo varios puestos claves como Exteriores, Justicia y Economía. Los rebeldes de Seleka tenían cinco, y el resto fue repartido entre la oposición y la sociedad civil. Pero Bozizé, muy astutamente, colocó a algunos de sus hombres de confianza en los ministerios delegados, controlando de esta forma el margen de maniobra que la administración en manos de rebeldes y opositores pudieran tener.

 

 

Conquista relámpago de Bangui

 

Los acontecimientos se precipitaron  a partir del pasado 17 de marzo. Ese día los cinco ministros de Seleka, con representantes de la ONU y la FOMAC, partieron para Sibut, donde se celebraban negociaciones con jefes militares de los rebeldes. Estaba previsto que volvieran el mismo día por la tarde. Un compañero mío que se encargaba de la logística se dio cuenta de un detalle harto sospechoso: todos los ministros de Seleka se presentaron con bolsas de viaje. Al cabo de dos horas de reunión los gerifaltes rebeldes anunciaban que habían decidido “retener” a sus cinco ministros y lanzaron un ultimátum al gobierno para que aceptara sus exigencias: liberación de los presos políticos, integración de 2.000 de sus hombres en el ejército, etcétera. Pasado el plazo de tres días, el presidente Bozizé firmó, a última hora, un decreto ordenando la liberación de los presos (sólo los arrestados a partir del 15 de marzo, algo que hizo temer que los detenidos anteriormente pudieron haber sido asesinados) y el levantamiento del toque de queda. Seleka reaccionó diciendo que era demasiado poco y que retomaban las armas.

 

Al día siguiente conquistaron Bossangoa, la ciudad natal del presidente, y el viernes 22 comenzaba el avance sobre de Bangui. La fuerza de la FOMAC que servía de tapón en Damara, a 70 kilómetros de la capital, les dejó pasar y los surafricanos cedieron tras sufrir cuantiosas pérdidas. El domingo 24 los rebeldes ocuparon el palacio presidencial. Hacía varias horas que Bozizé no estaba.

 

“El origen de nuestra rebelión es la miseria de nuestro pueblo”, dijo el nuevo autoproclamado presidente de Centroáfrica, Michelo Djotodia, pero Seleka, la alianza que que supuestamente dirige –y que nunca mostró una agenda política más allá del odio a Bozizé-, no ha demostrado ni remotamente que puede ofrecer un futuro mejor durante los últimos meses, en los que ha cometido atrocidades sin cuento. Tampoco está claro que tenga una autoridad efectiva sobre sus hombres, y el futuro del país se presenta inquietante ante la amenaza de que la coalición rebelde pueda desangrase en luchas intestinas por el poder.

 

La conquista de Bangui es sólo el último capítulo, por el momento, de una larga historia de inestabilidad en la República Centroafricana desde que obtuvo su independencia de Francia en 1960. Gobernado por dictadores militares como el emperador Bokassa o el general Kolingba, el país ha conocido una sucesión interminable de golpes de Estado, motines militares y rebeliones provocadas desde dentro y fuera de su territorio, a menudo con interferencia de países como Francia, Chad, Sudán y la República Democrática de Congo. Considerado como uno de los principales Estados fallidos del mundo, sus habitantes han sobrevivido siempre con ayuda de varias agencias humanitarias internacionales, pero los proyectos de emergencia raramente han dado paso a planes de desarrollo y estabilización y en el país siempre ha faltado de todo: carreteras, infraestructuras, centros de salud que funcionen, un sistema educativo decente y –sobre todo- un gobierno competente que garantice la seguridad de sus ciudadanos. Un lugar así se convirtió desde hace muchos años en un terreno propicio que ha atraído a toda clase de bandas de delincuentes, rebeldes, cazadores furtivos y mercenarios. Los últimos en llegar fueron los crueles guerrilleros ugandeses del LRA, de Joseph Kony, que desde mediados de 2008 matan, destruyen poblados y secuestran en el sureste del país.

 

Nada más tomar el poder Seleka, la Unión Africana condenó la toma violenta de Bangui, suspendió la pertenencia del país a su organización y anunció sanciones contra los líderes insurgentes. Pero  este organismo demostró tener poca visión de futuro y ninguna capacidad de prevención. A finales del año pasado, la Unión Africana celebró una reunión de sus enviados especiales y mediadores en El Cairo, donde hicieron una evaluación de las crisis africanas de 2013 donde se hacía necesario tomar medidas. Malí, el este de la República Democrática de Congo, Somalia y Kenia estaban en la lista. La República Centroafricana no figuraba en ella. Sin embargo, la reciente crisis podía preverla hasta un muchacho de los que empujan carretillas en los mercados de Bangui. Seguramente si los consultores que elaboran estudios para organismos internacionales pasaran más tiempo en los barrios populares y menos en los hoteles de cinco estrellas acertarían más con sus previsiones. Aunque tal vez el verdadero problema sea la falta de voluntad política para actuar. Si, durante los próximos meses, la crisis de la República Centroafricana se desborda y afecta a países vecinos, como muchos auguran, tal vez sea ya demasiado tarde para poder evitarlo.

 

 

 

José Carlos Rodríguez Soto es periodista y teólogo. Trabajó 20 años como misionero en Uganda y un año como cooperante en la Repúplica Democrática de D Congo. Desde 2012 es consultor para varias organizaciones en la República Centroafricana. En FronteraD ha publicado Fútbol, terapia de África

 

 

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