

Hay escritores con profusa o, al menos, variada obra, pero que han trascendido, para el común, como autores de una única obra inigualable. El caso más palpable es el del Quijote. Muchísimos no saben, fuera de su conocimiento exclusivo del título quijotesco, de las demás obras del gran Miguel de Cervantes, que acometió la narración en otras novelas largas y cortas, definiendo estas últimas con el término italianizante de novelas ejemplares. En su producción teatral intentó igualarse, sin conseguirlo, al copioso y exitoso Lope de Vega. Como poeta, en contra de lo que algunos comentaristas suyos afirman, Cervantes no fue un poeta menor, mediocre, sino un muy buen poeta. El Quijote al principio se tuvo, casi sin más, como una mera obra humorística, publicada con el utilitario fin de que la gente se desternillase al leerla. Al propio Cervantes, su producción que más estimaba fue su última novela, Los trabajos de Persiles y Segismunda, una obra, en muchos sentidos, mucho más dúctil y bien encaminada que la dedicada al ingenioso hidalgo manchego.

Un caso aún más radical que el de Cervantes el de Aldous Huxley. Incluso yo, que soy un lector tan habituado, no he sabido hasta hace poco que Huxley era un autor abundante. Muy difundido por su obra Un mundo feliz, uno de los especialistas de su literatura, Jesús Isaías Gómez López, afirma que, para los conocedores de Aldous Huxley, su archiconocida creación novelística es la más difundida pero no la más apreciada. Él empezó su trayectoria literaria escribiendo poesía, que tiene cuantía en su singladura. Con sus ensayos y más novelas, libros de cuentos, obras dramáticas, ensayos, libros de viajes, artículos periodísticos, guiones cinematográficos e incluso otros folletos panfletarios, su producción es profusa sobremanera.
A otros autores también les sucede esto, aunque en menor medida. George Orwell es autor de dos novelas antiutópicas; la primera que escribió fue Rebelión en la granja (1945) y cuatro años después 1984, ambas muy conocidas, y que fueron sus dos últimas novelas. Poeta, periodista, ensayista y crítico, fue asimismo un excelente cronista. Participó en nuestra guerra civil y vertió sus impresiones, aglutinando sus mejores escritos, en el volumen Homenaje a Cataluña. Una plaza de Barcelona lleva su nombre. Un caso también singular es el de Anthony Burgess, dramaturgo, compositor musical, copioso novelista, muy famoso por su novela La naranja mecánica, que fue llevada al cine por Stanley Kubrick, cosechando un gran éxito. Tiene Burgess una novela que se titula 1985, inspirada, sarcásticamente, en la célebre obra de Orwell. Casi toda su producción es inédita todavía en el mercado editorial español. Hay otras novelas, que no son exactamente el caso de los títulos anteriores. Nosotros, de Yevgueni Zamiátin, y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. El mentado gran estudioso de Huxley, Jesús Isaías Gómez López, define así este conjunto de narraciones distópicas, aseverando que “Nosotros es una distopía del individuo; Un mundo feliz una distopía filosófica; 1984 una distopía política; y Fahrenheit 451 una distopía social.”. Si la estudiamos bien, el Quijote no deja de ser otra distopía, forjada por la mente calenturienta del caballero de La Mancha, reconociendo al final que no es una utopía la fantasía caballeresca a la que, desorbitadamente, se enganchó. La naranja mecánica también, con ese afán de arreglar desarreglando.

Utopía, de Tomás Moro, es más bien un método para clarificar el concepto. Yo recordaría una distopía poco conocida, Señor del Mundo, de Robert Hugh Benson, que era hijo del arzobispo de Canterbury, primado de la iglesia anglicana, habiendo sido él mismo pastor anglicano. Pero que luego traicionó a su fe protestante, llegando a ser sacerdote católico; fue chambelán del Papa Pío X. Su obra refleja el final del mundo, apocalipsis dominado por un Anticristo no con tintes diabólicos sino civilizados. La religión humanista imperante prescinde de Dios, atribuyendo la divinidad al hombre. Los escasos cristianos que quedan son postergados, y perseguidos. El papado se refugia en Nazaret, pero al cabo el refugio es bombardeado, desapareciendo. El final del libro deja atisbar la destrucción de la Iglesia y a la vez el surgimiento de la parusía, por la que la Iglesia cesa en su reinado temporal, dejando paso al advenimiento de Jesucristo, estableciéndose la Jerusalén celestial.
Es posible que Aldous Huxley conociera esta novela de Robert Hugh Benson, Señor del Mundo. En ella, Julian Felsenburgh es el presidente de toda la Tierra, consigue implantar la paz en todo el planeta, entregando a los habitantes un aceptable nivel de vida. Un planteamiento que se asemeja al Estado Mundial de Un mundo feliz. Felsenburgh es como un dios, recoge de los humanos loas divinas. La incontestable corriente humanitarista a la que tiene sujeto el planeta, se conforma, yo lo expresaba en un artículo, «como una creencia religiosa (naturalmente sin Dios) con una obligatoria liturgia muy firmemente establecida.»
El escritor español Juan Manuel de Prada comenta esta novela, poniendo esta historia al lado de 1984 y Un mundo feliz. Aunque escribe que “mientras las obras maestras de Aldous Huxley y George Orwell nos hablan de pesadillas ya cumplidas, la obra de Benson se está haciendo realidad ante nuestros ojos; de ahí que su valor profético sea todavía mayor.” De Prada sólo ve elementos negativos en esa establecida colectividad humanitarista, elogiando sin trabas la comunidad católica que abandera la creencia en Dios y la fe consiguiente. Pero lo que el comentarista no ve, quizá tampoco el Papa Francisco, que ha recomendado la lectura del libro en varias ocasiones (e incluso el propio Robert Hugh Benson, a pesar de instaurar el planteamiento, tampoco vio), es que este libro condena sobre todo el poder, omnímodo y cruento, al que llegan las religiones. La Iglesia tuvo su Inquisición, un procedimiento injustificable que no se puede negar que fue feroz.
Años después de Un mundo feliz, Huxley escribió otra distopía, Mono y esencia. Nueva novela que revela un mundo constreñido en una era posatómica. La estructura narrativa es muy original, teniendo que ver con la actividad que tuvo Aldous Huxley en el ámbito cinematográfico, como adaptador y guionista. La primera parte del libro cuenta que dos ejecutivos del cine se cruzan, en Hollywood, con un camión cargado con guiones rechazados para incinerarlos. Del camión caen algunos y los amigos cogen uno de ellos, titulado «Mono y esencia», firmado por un tal William Tallis. Al leer sus primeras páginas quedan tan sorprendidos que deciden visitar a su autor en Murcia, California, enterándose, al llegar, de que ha muerto. La segunda parte de Mono y esencia reproduce ese guión, insertando incluso las anotaciones del guionista: plano, corte, toma, trávelin…
La trama transcurre en el 2108, y se sitúa en California, donde habita una sociedad degenerada por la radiación causada por una guerra nuclear que se había producido en el remoto pasado. A California llega, encabezada por un botánico, el doctor Alfred Poole, una expedición de neozelandeses, del país que, por su poca importancia estratégica, se había salvado de esa guerra. El dios, en esa sociedad, es Satán, que toma el nombre de Belial. Su extrema crueldad la quieren aplacar los pobladores, que viven como esclavos, especialmente las mujeres, que sólo son recipientes impuros para contener a los que han de nacer, quienes, si vienen al mundo con muchos dedos o muchos pezones (y asoman en gran número, debido a la radiación), se les extermina apuñalándolos sin piedad.
El enamoramiento está prohibido. Únicamente una mujer, en la novela, quiere contravenir ese impedimento. La gente sólo puede procrear una vez al año, en el transcurso de una desenfrenada orgía. Belial tiene sus acólitos, una ruda caterva de clérigos castrados. Hasta el mal persigue convertirse en religión litúrgica. El superior, una especie de Papa entre los clérigos, es el Archivicario, quien en una conversación cordial con el botánico Albert Poole le dice que la trágica situación ha devenido porque los hombres se lo han buscado, hombres muy poderosos que hablaron de paz hipócritamente, anhelando en verdad la guerra.
He leído algún título más de Aldous Huxley, como esos dos que hablan de sus experiencias al consumir la mescalina, alcaloide del cactus llamado peyote: Las puertas de la percepción y Cielo e infierno, este último complementario del primero. El peyote fue algo religioso en la civilización mexicana. He sentido ganas de probar la mescalina cuando Huxley la aconseja no como droga visionaria, sino adecuada para centrarse en lo cotidiano. Estoy a la espera de conocer su también profusa poesía, profusa como el resto de su obra, cuando el común de los mortales conoce únicamente Un mundo feliz.
Por estudios críticos que he leído, he sabido que el título Un mundo feliz es una traducción muy libre, pues el original inglés es Brave New World, que literalmente significa «Un Valiente Nuevo Mundo». Como «brave» tiene un claro sinónimo que es «espléndido», la traducción exacta sería Un Espléndido Nuevo Mundo. Pero el poeta falangista cántabro Luys Santa Marina, que tradujo el libro en 1935, sólo tres años después de la publicación de la novela en inglés, la tituló Un mundo feliz, y en las numerosas sucesivas ediciones siguió titulándose así, y así se ha quedado. Y está bien. La traducción no adolece de ningún despropósito. El secreto de la traducción consiste en acomodar adecuadamente el concepto a ubicar en la lengua de llegada desde la lengua de partida.