Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
ArpaGuam, la isla del último confín

Guam, la isla del último confín

 

Siempre queda otro hermano Marx. De niño lo descubrí, porque cuanto más buscaba sobre ellos más hermanos parecía haber. “¿Por qué los llaman hermanos Marx, si sólo hay uno, Groucho?”, pregunté en casa un día. Me dijeron que no, que hay más hermanos Marx, “Groucho, Chico y Harpo”. En la enciclopedia, a la caza de datos inadvertidos, lo confirmó una búsqueda que con la madurez de los nueve años se me antojaba intrépida. Efectivamente, Groucho, Chico y Harpo. Pero cuanto más leía, más descubría. ¡Había otro hermano! Zeppo, que no participó en tantas películas como los anteriores.

 

Concluí que siempre queda otro hermano Marx, porque cuanto más profundizaba, más hermanos aparecían. Hubo otro hermano, desconocido por todos, Gummo Marx, que jamás actuó en el cine. Aquello me fascinaba y, con los años, la investigación histórica y la gestión de lo encontrado se convirtió en mi profesión.

 

Cuando pisé las islas del Pacífico por primera vez, a los 23 años, las islas Marianas eran como Gummo Marx: auténticas como las demás colonias, pero olvidadas. Gracias a las gestiones del arquitecto Javier Galván, comisario de una exposición que celebró el centenario del fin de la presencia española, y a una ayuda de viaje de la Subdirección General de Cooperación y Comunicación Cultural Internacional, pude visitarlas por primera vez para trabajar en el Museo de la isla de Saipán.

 

La isla de Guam, capital del archipiélago, era una especie de Puerto Rico en miniatura, una Atlántida perdida que me esperaba enterrada bajo la arena de la playa y el olvido de lo cotidiano. De puro pequeña, hasta su ciudadela era diminuta: el Fuerte de Santa Cruz, construido sobre un islote en medio del puerto de San Luis de Apra, estaba rodeado de agua, pero tan bien hecho que durante la marea baja la media docena de soldados que lo protegían podían llegar a caballo hasta la costa.

 

La capital era Agaña, la primera ciudad de Oceanía. Fundada en 1669, por título real. “Cuando fui a San Juan de Puerto Rico, era como si volviera a la ciudad de mi niñez”, me dijo hace pocos días Paul Calvo, descendiente de españoles y que tenía siete años cuando llegaron los japoneses. “Era una ciudad muy hermosa. Pequeña y recogida, de blancas paredes. Sí, me recordó al viejo San Juan”.

 

Desgraciadamente, todo cuanto Guam representaba en esa memoria desapareció en la II Guerra Mundial. Incluso el fuerte de Santa Cruz, que sobrevivió a la guerra pero fue demolido en 1947 por infeliz decisión de algún oficial de la marina norteamericana.

 

¿Qué hago aquí? No puedo evitar preguntármelo. La Universidad de Guam cuenta con una Colección de Documentos Españoles, reproducciones de los originales que se encuentran repartidos por el mundo, desde México a Sevilla, de Manila a Madrid o Roma. Mi trabajo, como investigador asociado, es contribuir al conocimiento del pasado colonial de la isla de Guam, uno de los pocos territorios que quedan en el mundo que Naciones Unidas define como colonia.

 

Una investigación que llevé a cabo entre 2003 y 2006, publicada bajo el título Beyond Distances, puso de manifiesto que en 1868, época del Sexenio Democrático en España, uno de los soldados indígenas de Guam, cansado de los abusos del gobernador español, decidió llevarlo a juicio. Afortunadamente las Leyes de Indias anticipaban esos mecanismos de defensa. El sistema falló en su favor, y el corrupto gobernador fue apartado del servicio público a perpetuidad, obligado a pagar indemnización al ofendido, cuyos descendientes aún viven en la isla y se han distinguido siempre por su activismo político y a favor de la justicia.

 

Estos días, motivos de urgencia nos obligan a distanciarnos de ese pasado inofensivo del tiempo español: una nueva amenaza se cierne sobre la isla, objetivo militar señalado explícitamente el pasado mes de marzo por Kim Jong-un, el dictador de Corea del Norte y último vástago de la primera y única dinastía estalinista del mundo. A unos kilómetros hacia el Ecuador, la presidenta democrática de Corea del Sur, Park Geun-hye, es a su vez hija del dictador Park Chung-hee, que dirigió Corea del Sur durante 18 años, hasta su asesinato.

 

Con China, Rusia y Corea del Norte como vecinos, desde Guam la presencia militar norteamericana parece ser vista como algo hasta cierto punto necesario. Quien más, quien menos, en Guam todos tienen parientes entre los marines norteamericanos. Hace apenas un mes partió un contingente de 600 marines locales para ser entrenado en Afganistán. “Luchan por nuestra libertad”, afirma una tendera de origen surcoreano. La libertad, según dicen los letreros repartidos aquí y allá, no es gratis: Freedom it´s not Free.

 

Quizá el gran problema que presenta una isla como Guam sea su tamaño. Todas las potencias que la han dominado se han enfrentado al hecho de que es demasiado grande para ignorarla, pero demasiado pequeña para defenderla con éxito. Sin embargo, en Guam la lealtad a Estados Unidos es palpable, y muy justificada. No sólo es el país que en 1944 volvió para expulsar a los japoneses, sino que a principios del siglo XX construyó escuelas laicas en cada rincón de la isla. Con todo, es el mismo país que durante sesenta años administró los destinos de la isla en un régimen colonial que dejaba a sus habitantes prácticamente sin derechos ciudadanos. Y es que hasta 1963 nadie podía entrar o salir de la isla sin autorización oficial previa.

 

En el restaurante Shirley´s, un clásico de Agaña, las conversaciones basculan en torno a la actualidad. Las provocaciones de Corea del Norte, que se repiten con cierta regularidad cada dos años, llegan en un momento delicado, de cansancio social hacia los conflictos y de agotamiento económico ante una crisis que se prolonga demasiado. A pesar de la indudable superioridad bélica norteamericana, en caso de un conflicto prolongado el tesoro estadounidense se vería obligado a un sobreesfuerzo considerable.

 

Mientras la población de Guam mira hacia el cielo, alguna anciana chamorra murmura “Susmaríahosep!”. Al salir de Shirley´s, yo regreso a los ecos del pasado. La Plaza de España conserva restos del viejo palacio, que fue sede del gobierno hasta su destrucción en 1944. También se conserva íntegro el jardín privado de los gobernadores, con su Chocolatera, un pabellón abierto donde se dice que las esposas de los gobernadores tomaban chocolate al fresco del exterior.

 

De Agaña apenas quedaron cuatro o cinco casas, que han ido desapareciendo bajo el peso de las décadas y el pragmatismo de los negocios. Aún así, recordando que siempre queda un hermano Marx por descubrir, se puede rastrear lo que sobrevivió. Efectivamente, siempre queda algo.

 

Ha pasado casi un siglo desde que nació, pero la señora Shimizu sigue ahí, imperturbable, dentro de su casa, donde nació, creció, y estuvo a punto de morir durante la II Guerra Mundial. La señora Shimizu es una anciana chamorra, mestiza de japonés, la última vecina de Agaña. Su casa, con la atmósfera europea que destila su fachada posterior o contrafrente, es la única vivienda que ha permanecido ocupada ininterrumpidamente desde antes de la guerra. El hilo de vida de la ciudad más antigua de Oceanía se ha mantenido hasta hoy gracias a ella.

 

Además de la casa Shimizu, existe la Casa Luján, restaurada recientemente por Joe Quinata, orgulloso chamorro del pueblo de Umatac, pueblo donde atracaban los galeones españoles hasta 1815.

 

Un día, hará como unos diez años, saliendo de un supermercado local conocí a Justo de la Cruz. ¿Cómo podía imaginar quién era? En los últimos dos siglos, en esta isla siempre ha habido un Justo de la Cruz. Este hombre, al que saludé a la respetuosa manera chamorra, es decir inclinándome sobre su mano y diciendo “señot”, era un caballero. Nacido en Merizo, uno de los pueblos del sur de Guam, me habló generosamente de sus recuerdos de familia, y de don Pascual Artero, al que conocía bien porque acompañó una parte de su vuelta al mundo a primeros de la década de 1950, cuando, convertido en un indiano pudiente, don Pascual regresó a su Carboneras natal, en Almería, a construir una capilla que aún existe, y a visitar a la familia.

 

Don Justo también recordaba a don Pedro Duarte, el hijo del secretario del último gobernador español. Duarte se quedó en Guam tras el cambio de soberanía. Participó activamente en la reconstrucción de la iglesia, y en el primer hospital moderno, construido en un viejo caserón español que se levantaba junto a la iglesia y donde hoy se levanta, metro aquí metro allá, el restaurante mexicano Carmen´s, donde rige la dueña que da nombre al local, una mexicana que no sabe lo que es el descanso.

 

En 1944, Guam y Saipán eran campos de batalla. En Agaña los bombardeos norteamericanos barrieron en pocas horas la ciudad dos veces centenaria, que quedó arrasada de un extremo a otro. A pesar de ello, del viejo palacio sobrevive algún que otro mueble: dos bancos de madera, uno de los cuales adorna la sala de investigadores de la Colección de Documentos Españoles del MARC (Micronesian Area Research Center). El palacio databa de 1885. Se reedificó gracias al empuje de la esposa del gobernador Solano, una cubana rumbosa, y gracias al pueblo de Agaña, que colaboró en la reconstrucción al ritmo de una música que ellos mismos entonaban al trabajar.

 

De la catedral sobreviven tres o cuatro imágenes en piedra, así como un puñado de documentos del siglo XVIII que donó antes de morir un norteamericano, marine en su juventud, y que los encontró entre las ruinas del templo, según me cuenta David Atienza, misionero y antropólogo español afincado en la isla.

 

Existe, a las afueras de Agaña, pero en zona militar, un monte, que en los mapas topográficos actuales carece de nombre, pero que era conocido hasta la Guerra Mundial como Bijia Peak. No hace falta ser detective para inferir que el nombre deriva del castellano Vigía. De hecho no es el único punto con dicho nombre. Parece, y es en lo que trabajo en la actualidad, que existió una red de plataformas de señales que permitían en la capital conocer si había desembarcado un barco enemigo. “He ordenado la construcción de una serie de vigías”, dejó escrito el gobernador Villalobos allá por 1832, “en la medida de nuestro presupuesto y necesidades”. ¿No es lógico pensar que aquellos puntos que hoy se llaman Bijía Peak son los mismos que estableció Villalobos?

 

Para demostrarlo, Tano Lizama, hijo del legendario activista cultural chamorro y veterano de la guerra de Vietnam Alejandro Lizama, y yo nos encaminamos hace dos semanas a hacer averiguaciones. Hay que admitirlo, una expedición nunca es muy exótica si a cinco minutos hay un supermercado o una gasolinera. Pero la jungla es la jungla, y no perdona. Se suda como un pollo, se atrae a los mosquitos, se mete el pie en agua cenagosa, y al final, ¿qué queda? Unas ruinas, un recuerdo, y a veces ni eso: una sospecha. Apenas la experiencia de poder decir lo que Volney dejó escrito en Las ruinas de Palmira: “La horda de los siglos ha pasado por aquí”.

 

Allá arriba, en el Bijía Peak, no queda nada, como descubrimos después de una mañana de limpiar la zona a machetazos, bajo el respetable sol de Micronesia. Un comerciante chino, Charlie Corn, tuvo la ocurrencia de hacer construir su tumba precisamente en ese pico, de manera que allí no quedan más ruinas que las de su propio mausoleo, hoy mero cenotafio.

 

Ahora que internet y la era digital nos simplifica la vida enormemente he podido aprender otra cosa: además de Gummo, aún hubo otro hermano Marx, un niño fallecido al poco de nacer. La investigación nunca se termina, sólo se abandona.

 

 

 

Carlos Madrid Álvarez-Piñer, escritor y gestor cultural, es investigador y profesor asociado del Micronesian Area Research Center de la Universidad de Guam

Más del autor