Mexicali, Baja California, 1934. En la oficina del cónsul norteamericano de la ciudad más caliente de México un austriaco de 28 años abre un maletín y le entrega al funcionario su pasaporte, su partida de nacimiento y varias cartas de otros norteamericanos que aseguran conocerlo. El austriaco ha pasado los últimos seis meses en Estados Unidos y ahora necesita una visa especial para regresar y tramitar su residencia. El cónsul revisa los papeles y le pregunta,
—¿Esperas que acepte esto?
—Ya sé –le dice el otro en un inglés de principiante, cargado de acento germánico–. He tratado de conseguir los documentos apropiados pero en la Alemania Nazi nadie quiere dármelos, y si voy por ellos me van a poner en un tren rumbo a un campo de concentración.
Se miran en silencio.
—¿A qué te dedicas? –pregunta el cónsul.
—Escribo películas –dice el joven.
El cónsul se pone de pie, camina alrededor del escritorio y se para detrás del solicitante. El joven siente que lo están midiendo con una cinta métrica. ¿Es así como se ve un guionista? Finalmente, el cónsul vuelve a sentarse, toma el pasaporte, lo abre y le estampa dos sellos de goma empapados de tinta.
—Escribe algunas buenas –le dice antes de despacharlo.
Durante la siguiente década, el joven austriaco se convirtió primero en guionista y luego en director. En 1946 ganó dos premios Oscar por una película llamada Días sin huella, y otro por El crepúsculo de los dioses, su consagración en Hollywood, en 1950. Para entonces el mundo lo conocía como Billy Wilder y parecía que todo lo que hiciera sería un éxito. Eso, parecía. Durante el verano de 1951, en Albuquerque, Nuevo México, estrenó su siguiente película, esta vez también como productor, y fracasó miserablemente. La cinta en cuestión cuenta la historia de un periodista neoyorquino venido a menos que, en parte por alcohólico y en parte por mujeriego, cae en un periódico de pueblo y cuando cree haber encontrado la crónica que lo devolverá a las grandes ligas infla la noticia hasta que se le va de las manos. Se llama As bajo la manga y fue así como pasó más de cincuenta años, guardada.
En su momento, la crítica del Hollywood Reporter fue: “La película se basa en la premisa de que los estadounidenses son un montón de estúpidos, a los que se puede manejar fácilmente. Son las víctimas de un auténtico histerismo de masas y sus sentimientos pueden contentarse con baratas satisfacciones sustitutorias”. Aún así, el guión fue reconocido con una candidatura al Oscar, quizá por compromiso o porque alguien en la Academia sabía que aquella era una de las mejores películas de Wilder, aunque fuera inmoral premiarla. Pero no ganó y eso no es lo más grave. Lo grave, lo peor, es que en su momento no la vio nadie o casi nadie y hasta hace unos años parecía que nadie la vería jamás.
Billy Wilder tenía su as bajo la manga desde hacía tiempo. A los diecinueve años consiguió su primer trabajo en el matutino Stunde, de Viena, ciudad a la que llegó muy niño desde Polonia en compañía de su familia de ascendencia judía. Era 1925 y el joven Wilder –que por entonces se llamaba Samuel– pensaba que un periodista se dedicaba a entrevistar celebridades y pasear con millonarios en barcos de vapor, tal como lo había visto en los noticieros americanos. Nada que ver. El Stunde le encargaba las peores tareas. Le pedía, por ejemplo, que se subiera a un tranvía y llegara a la casa de los padres de un asesino condenado para pedirles una buena foto del criminal. A sus 80 años, Wilder recordó esta escena para un libro escrito en colaboración con uno de sus varios biógrafos, el alemán Hellmuth Karasek. “Era una cuestión de resistencia. Y esta resistencia me la daba el hambre, que era más fuerte que la compasión por esa gente que habría preferido echarme escaleras abajo. Sabía que tenía que pagar el alquiler. Y más de una vez había pasado noches en las salas de espera de una estación. Mi alojamiento preferido era la estación Franz-Joseph”.
A Charles Tatum, el periodista de As bajo la manga, interpretado por Kirk Douglas, también lo mueve el hambre. Al comienzo de la película lo vemos en un auto convertible que está siendo remolcado, en sus manos un periódico que Tatum lee con ojos burlones, como diciendo “y estos creen que saben escribir”. Luego se detiene en una esquina y entra en la oficina del Albuquerque Sun Bulletin, el diario local. Adentro, colgado en las paredes de la redacción, hay un cuadro que enmarca una frase tejida sobre tela: DI LA VERDAD. Tatum la mira, pero le queda la duda. Pide hablar con el director y cuando lo tiene enfrente le ofrece un negocio: “¿Le gustaría ganar 200 dólares a la semana?, yo soy un periodista que cobra 250 dólares a la semana, pero puedo trabajar aquí por 50”. El hambre de Tatum es peor que la que tenía Wilder en Viena; a diferencia del director, Tatum ya conoce la abundancia y sabe lo que extraña.
Un corte más tarde Tatum está detrás de un escritorio, las piernas sobre la mesa, aburrido. Lleva un año en el desierto, donde se cansaron de prepararle sándwiches de hígado de pollo picado que nadie más ordena, donde no hay un edificio de ochenta pisos del cual saltar cuando te dé la gana. Tatum recuerda Nueva York como pensando no en otro planeta, pero sí en otro mundo. Se pasea de escritorio en escritorio –un Kirk Douglas en formato teatral recitando su mejor monólogo– vociferando sobre el Madison Square Garden y los Yankees y los hace sonar como lo mejor de la tierra prometida. Esa tarde le llega un encargo, un viaje corto del que debe volver con un reportaje sobre la cacería de serpientes de cascabel en un condado cercano. Tatum acepta, francamente, porque no hay mucho que pueda o quiera hacer al respecto. Kilómetros más adelante empieza la verdadera película.
Cuando se entrevista con el director del Albuquerque Sun Bulletin, Tatum le dice que si no hay noticias él saldrá a la calle y morderá a un perro: ese es el tamaño de su ambición. Billy Wilder era igual. Pocos años después de haber ingresado en el Stunde viajó a Berlín para cubrir un concierto de Paul Whiteman, más conocido como El rey del jazz. El director de orquesta americano sólo hablaba inglés, pero se entendieron de maravilla y Wilder terminó siendo su guía turístico en Alemania. Después del concierto, el reportero envió su nota, pero nunca regresó a Viena más que para visitar a su madre. Tenía hambre y Berlín, en los años veinte, era un buffet. Allí, antes de que Hitler tomara el poder, Wilder hizo una serie de reportajes testimoniales buscándose la vida como gigoló en los salones de baile. Wilder supo morder al perro, lo mismo que Tatum cuando, camino de su cita con las serpientes, descubre a un hombre atrapado por un derrumbe en una montaña supuestamente custodiada por los espíritus de “los siete buitres”.
Así como Billy Wilder solía decir “esta escena es buena, ahora hagámosla perfecta”, Charles Tatum está dispuesto a darle al titular el condumio que la naturaleza le negó. Después de su primer encuentro con Leo Minosa (Richard Benedict), el hombre sepultado por los espíritus, Tatum le cuenta a su compañero, el joven fotógrafo Herbie Cook (Bob Arthur) –claro descendiente de Jimmy Olsen, reportero del diario El Planeta de Metrópolis–, la historia de Floyd Collins, un guía turístico de Kentucky que quedó atrapado en una cueva durante dieciocho días tras un derrumbe. El reportero encargado de escribir sobre aquel caso trabajaba en un periódico insignificante de Louisville, cerca del lugar de los hechos, y acabó convirtiéndose en la fuente de información para todo el país y al cabo de unos meses ganó un premio Pulitzer, algo que a Tatum no le vendría nada mal.
El episodio de Collins es verdadero. Walter Newman, co-guionista de As bajo la manga y guionista de radio, se lo contó a Wilder y partieron de ahí. En la vida real, los equipos de rescate no lograron quitar la tierra a tiempo y el guía turístico murió con la pierna rota y los pulmones llenos de arena. En su película, Wilder lo pinta de forma muy parecida. Leo Minosa tiene una pierna atrapada bajo las rocas y cada vez que Tatum se le acerca, a través de un pequeño túnel que termina en una especie de ventanilla, chorros de polvo le caen encima y le cubren la cara de una pasta oscura hecha de sudor y tierra. La diferencia es que Minosa tiene todas las cartas para salvarse (de hecho, el hombre a cargo del rescate podría lograrlo en menos de 24 horas), pero Tatum sabe que un desenlace tan fácil y noble no venderá periódicos en ningún lado. Entonces, como un director de ciencia ficción pensando en voz alta, se imagina un taladro gigante que perfora la montaña hasta llegar al buen Leo, y mira el rostro de la víctima iluminado por un sol que había olvidado.
El método Tatum llevará siete días y cuenta con la aprobación del sheriff Gus Kretzer (Ray Teal), un boceto de político, mediocre y corrupto, que viéndose cerca de una nueva elección acepta poner en juego la vida de Leo Minosa si eso lo convierte en un héroe que le garantizaría la reelección. Tatum puede escribir esa versión de los hechos, pero a cambio de total y absoluta exclusividad: nadie más podrá hablar con Leo, ningún otro periodista tendrá contacto con la fuente, no importa si viene de Albuquerque o de Nueva York.
En su despacho de la United Artist, sobre el Boulevard de Santa Mónica, Billy Wilder tenía los seis premios Oscar que ganó durante toda su carrera y, justo bajo el estante que los sostenía, los 31 guiones que escribió en Hollywood entre 1938 y 1981, “encuadernados en piel marrón claro”, según el biógrafo Karasek. Para Wilder, asumo, todos los guiones tenían la misma importancia, no sólo los que habían sido distinguidos o habían contribuido al éxito de su carrera. De hecho, solía escribir cum deo (con Dios) en la cubierta, y no es que Wilder fuese creyente, más bien todo lo contrario, pero supongo que a la hora de escribir toda ayuda es bienvenida. Entre esos volúmenes benditos estaba el guión de As bajo la manga, mecanografiado y amarillento como los demás. Volviendo la vista atrás y con esas páginas en mente, Wilder le dijo a Karasek: “Ahora soy demasiado viejo para engañarme y decir que con El gran carnaval me adelanté a mi tiempo… Digámoslo así: no fue la película adecuada para aquellos momentos. Nadie quería gastarse cinco dólares para enterarse en el cine de que era un tipo miserable”.
El gran carnaval fue el título que, a espaldas de Wilder, usó la Paramount para relanzar As bajo la manga semanas después de su fracaso en taquilla. En algo tenían razón. Los reportajes de Charles Tatum, citados muy brevemente en ciertos diálogos, convierten a Escudero, ese rincón olvidado del desierto, en una feria. Al pie de la montaña en la que Leo Minosa afina una tos de cadáver, hay miles de personas que llegaron para no perderse ni una brizna de cotilleo, para ser parte de la historia. También se montan atracciones como si de un parque se tratara, con una rueda de la fortuna, columpios para que los niños se balanceen a varios metros del suelo, y hasta un grupo country que interpreta una y otra vez la canción que compusieron para Leo y luego venden la partitura. En este caso, el amable y respetable público no es ni lo uno ni lo otro, es ese tipo miserable que describiría Billy Wilder más de treinta años después: somos el monstruo que alimenta al monstruo. Somos el mal.
En 1950, con El crepúsculo de los dioses como referencia, el público hubiese seguido a Wilder a cualquier parte, menos hacia As bajo la manga. Supongo que por eso, todavía con las manos calientes por el triunfo, le ofreció a la Paramount dirigir otra película, cómo no, pero sólo si podía ser también el productor de la cinta. Los productores, según Wilder, son gente “que como no puede escribir, actuar o componer, se pone a la cabeza de todo”, y eso era lo que él necesitaba, estar encima, en lo más alto del organigrama, para que le dejaran hacer lo que tenía en mente: mirar hacia abajo.
As bajo la manga ha sido considerada hasta hoy como una película de Film Noir, cine oscuro sobre criminales y almas perdidas sin ningún talento para la redención. Y el mejor símbolo de esa falta de cualidades es Lorraine Minosa (Jan Sterling), la esposa de Leo. Sus ojos brillan mientras cuenta los billetes que la tragedia de su marido ha puesto en la caja registradora de su local de hamburguesas y artesanías navajo. Ella, que no va a la iglesia porque arrodillarse le arruina las medias, que en el año 45 fue pelirroja y ahora es de un rubio tan rubio que sólo puede ser cloro, y que se enamoró de Leo cuando él volvió de la guerra (la misma guerra de la que escapó Billy Wilder) y se veía tan bien de uniforme como cualquier otro soldado, lo tiene muy claro: se llevará el dinero en un viaje a Nueva York con Charles Tatum, su próxima víctima. El problema es que Tatum, que ya le ha vendido la historia a un periódico de Manhattan por mil dólares diarios y un puesto en su redacción, le hizo la misma promesa a Leo, y Leo se está muriendo.
Faltan unas horas para que el taladro obre el milagro cuando Leo Minosa, entre la tos ahogada y el desvarío de los días bajo tierra, le dedica un último pensamiento a Lorraine y le pide a Tatum, su amigo, que llame a un sacerdote para que oficie su salida de este mundo. En ese momento el periodista aterriza y se da cuenta de su crimen. Más tarde, tras una discusión con Lorraine de la que sale herido por la tijera que ella emplea para cortarse el cabello, Tatum se detiene en la cima de la montaña, los pies sobre los espíritus de los siete buitres, toma un micrófono y se dirige a sus feligreses, miles de personas con aliento a salchicha, a mostaza, a algodón de azúcar. Leo Minosa murió hace quince minutos, les dice, y no hay nada que puedan hacer al respecto. Ni las buenas intenciones, ni las oraciones, ni el circo, nada. Tatum vuelve a su cuarto mientras los curiosos desmontan sus tiendas y recogen sus sillas plegables, coge el teléfono y le pide a la operadora que lo comunique con Nueva York. El periodista le cuenta a su editor que el caso Minosa está cerrado, pero él tiene una nueva historia, una mejor: la historia de un periodista que asesinó a un hombre para poder contar su historia. Al otro lado de la línea sólo hay burlas y, después, silencio.
—¿Operadora?, ¿operadora?
De vuelta en la pequeña redacción del Albuquerque Sun Bulletin, Charles Tatum tiene un nuevo negocio que ofrecerle al director, el negocio de su vida.
—¿Quiere ganar mil dólares diarios? –le pregunta–. Yo soy un periodista que cobra mil dólares diarios, pero puede tenerme por nada.
Con la verdad en la boca, Tatum se desploma sobre el piso. Su frente queda tan cerca de la lente que si no fuera por el fundido a negro habría que levantarlo del suelo.
* * *
Los Ángeles, California, 1988. Billy Wilder recibe el premio Irving G. Thalberg, el galardón más prestigioso que otorga la Academia. Los invitados a la ceremonia se ponen de pie para aplaudirle. A manera de discurso, Wilder, canoso y cabezón y aún con acento austriaco, recuerda la anécdota del cónsul norteamericano en Mexicali.
—Escribe algunas buenas, me dijo. Eso fue hace 54 años, y desde entonces lo he estado intentando.
As bajo la manga es uno de sus mejores intentos, algunos días, incluso, parece su mejor película.
Este texto, con ligeras variaciones, fue publicado en la revista argentina El Amante
Juan Fernando Andrade es editor adjunto de la revista Mundo Diners en Ecuador y colabora con varios medios dentro y fuera de su país. Autor de la novela Hablas Demasiado (Alfaguara) y guionista de la película Pescador, basada en una de sus crónicas. Escribe el blog La Cultura B