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ArpaHabitación sin vistas. Diario de Tel Aviv

Habitación sin vistas. Diario de Tel Aviv

“La grande guerre a commencé” 

Sábado, seis de la mañana. Me despierto en un hotel de Toulouse y veo un mensaje de Marta: “Buenos días. Se ha montado un buen lío aquí”. En ese momento, antes de mi primera llamada de teléfono, estaba convencido de que algo había pasado en casa. Algo que nos afectaba solo a nosotros. Igual la lavadora se había vuelto a estropear y había inundado la casa. Igual uno de los chicos estaba enfermo. Cuando la llamo por teléfono, me cuenta que las alarmas los han despertado y están encerrados en el refugio antiaéreo. Desde Gaza están lanzando un montón de misiles.

En Toulouse aún no ha amanecido. Me levanto despacio de la cama. Me lavo los dientes. Todavía no he descartado el plan de salir a correr por la mañana a orillas del río Garona antes de enfrentarme a un largo día de encuentros con lectores en el festival de novela negra por el que me encuentro aquí. De cuando en cuando lanzan misiles hacia Tel Aviv desde Gaza.

Marta, mi mujer, pese a no ser israelí, ya se ha acostumbrado a correr con los chicos para meterse en el refugio. Además, la Cúpula de Hierro defiende el cielo de Tel Aviv y la mayoría de las veces los misiles son desviados ya en el aire.

Solamente cuando enciendo el ordenador y entro en las webs de noticias de Israel, comprendo que en esta ocasión ha ocurrido algo muy distinto. Ponen una y otra vez el mismo vídeo, ya que las cadenas de televisión y las páginas de internet casi no tienen información todavía sobre lo que está sucediendo en el sur del país. En ese vídeo se ve una camioneta blanca en la que van subidos milicianos de Hamás, vestidos con un uniforme parecido al del ejército israelí. La camioneta se detiene en medio de la ciudad de Sderot, enfrente de la comisaría. Los hombres armados se bajan y empiezan a disparar hacia todos lados. No hay nadie que combata contra ellos. Un coche que iba por la carretera se detiene junto a la camioneta y uno de los de Hamás se acerca y mata a su conductor.

Más tarde empiezan a mostrarse más vídeos. Algunos de ellos los graban los propios israelíes desde las terrazas de sus casas o a través de las rendijas de las persianas de sus ventanas; otros han sido grabados por los propios terroristas. En estos últimos se ve a hombres armados y uniformados –parte de ellos van subidos en camionetas blancas, otros van en moto, otros van a pie– atravesando la valla fronteriza entre la Franja de Gaza e Israel y entrando en el país sin obstáculo alguno. Llevan fusiles, lanzagranadas y cinturones llenos de munición. Se pasean por las calles de localidades israelíes y van disparando indiscriminadamente a su alrededor.

Los reporteros y los presentadores de los informativos no comprenden qué está ocurriendo. Cientos de misiles siguen cayendo sobre las calles del país. ¿Dónde se encuentra el ejército? Circulan rumores de que los terroristas han entrado en los kibutz y de que, además, están tomando el control de las bases militares. Los habitantes del sur llaman a las cadenas de televisión, entran en antena y relatan susurrando que están encerrados en los refugios y que oyen disparos y hablar en árabe al otro lado de la ventana cerrada. Solo a posteriori sabremos que hemos sido testigos en directo de multitud de asesinatos de civiles. “Venid a rescatarnos”, pide una mujer llorando. “¿Por qué no vienen los soldados a defendernos?”. Eso pregunta ella desde el refugio donde se esconde con sus hijos y en el que está escuchando cómo los terroristas entran en su casa y están buscándolos. Finalmente se acercan a la puerta del refugio, mueven el picaporte e intentan abrirla con un disparo. Nadie acude en su ayuda. Le mando un breve mensaje a mi amiga y editora en Gallimard, Marie-Caroline Aubert, con el fin de advertirla de que tendré que acortar mi estancia. Le escribo: MERDE. LA GRANDE GUERRE A COMMENCÉ.

 

¿Hay que volver a casa? 

A las diez, cuando llego a la carpa donde se celebra el festival de novela negra, ya tengo claro que he de adelantar mi vuelo a Tel Aviv, que está previsto que salga de París dos días después. Siguen lanzándose más y más misiles en dirección a Tel Aviv, y Marta y los chicos todavía permanecen en el refugio. Lucho contra un sentimiento de culpabilidad –los organizadores del festival me han pagado los billetes de avión y la estancia, y ahora voy y les digo que me marcho antes de tener siquiera un encuentro con lectores– y me parece que por eso exagero las dimensiones de la matanza cuando se la describo (en los informativos de Francia acaban de empezar a hablar de lo ocurrido).

Les digo que probablemente haya decenas de asesinados, que se trata de nuestro 11 de Septiembre y que la reacción del ejército israelí no va a tardar en llegar y será contundente. Estamos a punto de entrar en una guerra. En mi interior aún no quiero creerme del todo lo que les estoy contando, tampoco lo que le he escrito a Marie-Caroline acerca de “la gran guerra”. Tengo la sensación de que miento o exagero, quizás porque a esas horas todavía me niego a admitir las dimensiones de la matanza, del abismo y de la catástrofe que nos engullirán. Puede que, al final, no sea más que un gran atentado terrorista que provoque que la aviación israelí bombardee Gaza –¿y con eso se acabará todo?–. Sin embargo, cada vez que me conecto y miro las webs israelíes de noticias descubro que no solo no estoy mintiendo a los organizadores del festival, sino que la situación es todavía peor de lo que les he descrito y de lo que yo mismo me imaginaba. El ataque con misiles ha sido solamente una táctica de distracción, porque al mismo tiempo continúan llegando terroristas a las ciudades del sur de Israel y siguen matando a civiles de forma indiscriminada. Junto a la frontera se estaba celebrando un gran festival en plena naturaleza –el festival Nova– y los terroristas llevan a cabo allí una auténtica matanza, asesinando a multitud de asistentes cuando trataban de huir para salvar su vida. El ejército aún no es capaz de reaccionar para detener el ataque, y quienes luchan contra los terroristas de Hamás son, sobre todo, policías o particulares que disparan con sus pistolas, usan cuchillos o incluso van sin arma alguna.

Yo, mientras tanto, me encuentro en una carpa a las afueras de Toulouse, sentado tras una mesa sobre la que están colocados mis libros de novela negra. Se los firmo a los lectores que compran alguno de ellos. Hablo educadamente con quien quiere conversar conmigo sobre las novelas de suspense, pero cada pocos minutos me escapo a la zona de fumadores para mirar qué novedades hay en las webs de noticias y enterarme de si los organizadores del festival me han encontrado un vuelo para volver antes a casa. Los están reservando en todas las compañías aéreas que pueden, pero todas acaban cancelándolos al poco rato.

Cuando llamo por teléfono a S., una buena amiga mía, para saber cómo se encuentra, me dice que están buscando vuelos para marcharse del país, no importa adónde, pero me informa de que ya no quedan billetes, pues se esfuman en pocos minutos. Por primera vez pienso que tal vez me equivoco intentando volver a Israel. Yo me podría quedar en Francia, y Marta y los chicos podrían venirse para acá. O también podrían tratar de buscar algún vuelo a Londres e irse a casa de mis suegros y ya tomaría yo un tren para encontrarme con ellos. Si el abismo en el que hemos caído es tan profundo, ¿no tendría que sacar a mi mujer y a mis hijos de allí?

Llamo a Marta y le pido que se vaya a nuestro dormitorio para hablar desde allí y evitar así que nuestros hijos escuchen la conversación. Le pregunto cómo está. Nuestra hija Sara y ella llevan desde la mañana pegadas a la pantalla del televisor que hay en el refugio y las imágenes son espantosas. Sara entra también en las redes sociales y allí debe de estar viendo vídeos horribles, pero no le cuenta a su madre lo que ve: personas ejecutadas en directo frente a la cámara, cuerpos apilados ardiendo. Se dice que también circulan vídeos de violaciones salvajes a mujeres.

—¿Quieres salir de allí con los chicos? –le pregunto con la esperanza de no asustarla demasiado.

—¿Crees que es necesario?
—No lo sé.
No lo sé. Lo que me temo no lo quiero contar. A continuación, llamo a Ariel, mi hermano. Él estuvo en una unidad de combate, luchó en el Líbano y luego estuvo también de reservista en el Shabak [acrónimo en hebreo de Servicio de Seguridad General. Constituye la Agencia Nacional de Inteligencia, también denominada Shin Bet. Es la responsable de la seguridad interna. N. de la T.]. Es una persona que me puede aconsejar qué hacer. Tiene dos niñas pequeñas y probablemente también esté pensándose si quedarse en Israel o huir de allí.

—¿Cuándo se supone que vuelves?
—Pasado mañana. Estoy tratando de adelantar el viaje, pero por ahora todos los vuelos se van cancelando uno tras otro.

—¿Y tienes donde quedarte allí?
—Creo que sí.
—Pues entonces de momento no vuelvas –sentencia.

Cuando regreso al hotel por la tarde, ya se pueden ver vídeos de los secuestrados. Una joven –después me entero de que se llama Noa– es llevada en moto hasta Gaza mientras extiende los brazos hacia donde está su pareja, que también está siendo llevada a la Franja en otra moto. En televisión dicen que se estima que el número de muertos puede llegar a varios centenares, pero aún hay mucha incertidumbre. La sensación es que ahora, cuando ya empiezan a conocerse las dimensiones de la catástrofe, hay una especie de intento de ocultárselas a los telespectadores. En parte de los kibutz y de las bases militares, los combates continúan horas después de haber comenzado. En las mochilas de los terroristas a los que atraparon o mataron se encontraron mapas, abundante munición y también dátiles, un alimento adecuado para una larga estancia. Puede que algunos de ellos hayan penetrado hasta el centro del país y se estén preparando para atacar en las ciudades, y también puede que se produzcan más ataques provenientes del Líbano o de Cisjordania.

Llamo de nuevo a Marta. Le pregunto si Sara y Benjamín están cerca de ella. Me contesta que no. Le digo que, si los terroristas llegan hasta Tel Aviv, se pueden esconder en el pequeño trastero que hay en el aparcamiento de nuestro edificio, donde guardamos las maletas y las cajas con los juguetes viejos de los chicos.

Se puede cerrar con llave desde dentro y quizás sea más seguro que el refugio de casa, ya que la puerta no se cierra bien (llevo ya dos meses diciéndome que la tengo que arreglar). Le pido que no le cuente este plan a Sara para no asustarla.

—Pero si ella ya ha pensado qué hacer antes que tú –me suelta Marta–. Me ha dicho que si los terroristas vienen hasta aquí se esconderá en el cuarto del tendedero o en el trastero, dentro de una maleta.

Los organizadores del festival me informan de que todavía no han podido encontrar ningún vuelo a Tel Aviv. De momento, me quedo aquí.

(Pensar, entender: ¿por qué de entre todos los vídeos el único que ves una y otra vez es ese en el que se ve a una joven madre subida a una moto en dirección a la Franja de Gaza con sus dos hijas pequeñas en brazos? De repente, salta de la moto y empieza a correr huyendo con sus niñas en dirección a Israel. Nadie le dispara. En otra moto llevan a Gaza a su hijo de doce años, que gira la cabeza hacia atrás mientras su madre se va alejando). 

Este fragmento pertenece al libro del mismo título que, con traducción de Sonia de Pedro, ha publicado Anagrama.

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