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Breve historia del conflicto entre Israel y Palestina. El judaísmo tenía que ser una nacionalidad, no una religión

Introducción

Desde el 7 de octubre de 2023, cuando Hamás irrumpió en Israel en la Operación Inundación de Al-Aqsa, el mundo entero dirigió su mirada a un país en el que parece no haber acuerdo alguno, ni siquiera en su nombre. Los israelíes llaman a esta tierra “Eretz Israel”. Los palestinos la llaman “Palestina”. El 7 de octubre, unos mil doscientos israelíes, civiles en su mayoría, perdieron la vida y doscientos cuarenta fueron secuestrados; muchos de ellos aún no han regresado a casa. La respuesta de Israel, la Operación Espadas de Hierro, ha asesinado a más de treinta mil palestinos hasta la fecha; alrededor de un tercio eran niños. El texto que se presenta a continuación es una historia precisa de cómo se ha llegado a este punto para quienes están viendo cómo se desarrolla el conflicto por primera vez y para quienes llevan implicándose en la lucha por la paz y la justicia en la región desde hace muchos años.

El conflicto no empezó el 7 de octubre. El secretario general de la ONU, António Guterres, cuando condenó los horrores perpetrados por Hamás, le recordó al mundo que los palestinos han estado sometidos a “cincuenta y seis años de ocupación asfixiante” tras la victoria de Israel en la guerra de los Seis Días de 1967. Sin embargo, las raíces del conflicto se remontan aún más atrás, adentrándose en el pasado hasta la fundación del Estado de Israel en 1948. Sus inicios se hallan a finales del siglo XIX. La historia, como todo lo demás, se ha debatido, oscurecida por intereses políticos poderosos y la polarización de ambos bandos. No obstante, yo soy historiador y proporcionar contexto no es lo mismo que crear excusas.

Desde la llegada de los primeros colonos judíos a la Palestina histórica hasta nuestros días, analizaré los principales acontecimientos, personajes y procesos para explicar por qué este conflicto se ha vuelto irresoluble. No pretendo ser exhaustivo, pues existe una vasta bibliografía que abarca décadas para quienes estén interesados en profundizar en la cuestión, pero creo que cualquiera que se oponga a la opresión y la injusticia comprende los fundamentos de lo que hoy conocemos como el conflicto entre Israel y Palestina. Este libro es mi intento de hacerlo legible.

 

¿Cuándo y dónde comenzó el conflicto? 

La respuesta breve es que fue a finales del siglo XIX, cuando Palestina estaba de nuevo bajo control otomano, como había ocurrido desde 1516, excepto por algunos interregnos. Se cree que a finales del siglo XIX vivían allí alrededor de medio millón de personas entre los tres distritos del Imperio otomano: Nablus, Acre y Jerusalén. Los tres distritos se extendían más o menos por el área que ahora es Israel y los territorios ocupados. El 70 % de las personas eran musulmanas, aunque también había unas minorías cristianas y judías considerables.

Los viajeros y diplomáticos del mundo tenían marcada en los mapas esta tierra como “Palestina”, y a su pueblo se lo denominaba “árabes de Palestina”. Sus habitantes hablaban su propio dialecto árabe y tenían sus propias tradiciones, entre ellas, sus prendas de ricos bordados que marcaban la pertenencia a una localidad y una tribu. Sin embargo, Palestina cambió, igual que el resto del mundo, entre la década de 1830 y el final de ese siglo. El siglo XIX fue la época del nacionalismo y Palestina no fue inmune a esta corriente. Sus élites urbanas, como las de Damasco, Damieta o Beirut, recuperaron su interés por la literatura y la cultura árabes creando así una identidad nacional a partir del idioma compartido. Los intelectuales abogaron por un nuevo proyecto de unificación panarábica que se extendería desde Marruecos a Irak y de Siria a Yemen y a Sudán. El sentimiento panarábico naciente obtuvo popularidad tras el auge de los Jóvenes Otomanos, un movimiento reformista que quería imponer la identidad nacional turca a lo largo de todo el imperio, cuyos dos tercios eran árabes. La Constitución otomana de 1876, una victoria para los Jóvenes Otomanos, declaró que el turco sería el único idioma oficial del Estado. Los árabes, incluidos los palestinos, se enfurecieron, y con razón, ante este intento de colonización cultural. Estas tendencias irían en aumento cuando los sucesores ideológicos de los Jóvenes Otomanos, los Jóvenes Turcos, se hicieron con el poder en 1908.

La creación de la identidad palestina moderna coincidió con un renacimiento cultural entusiasta que encabezaron escritores, poetas y periodistas pioneros como Ruhi al-Khalidi y Najib Nassar, por mencionar a dos de ellos. En esa época se solía decir que los buenos libros se escribían en El Cairo, se imprimían en Beirut y se leían en Jaffa. Palestina nunca ha estado separada del mundo árabe; es una parte fundamental de este. Obviamente, tampoco ha sido nunca “una tierra sin habitantes”, como decían los sionistas; lista para ser poblada.

Junto con esta transformación cultural, en sus últimos días el Imperio otomano modernizó el país. En Jerusalén y Nablus se instauraron nuevos gobiernos locales con administraciones reformistas. A principios del siglo XX, se propusieron planes y se firmaron acuerdos para construir líneas de tranvía, proporcionar electricidad y arreglar los viejos sistemas de aguas residuales. Siguiendo esta idea, las localidades de provincias se convertirían en ciudades modernas. Sin embargo, el estallido de la Primera Guerra Mundial supuso que muchas de estas grandes ambiciones no fueran más que papel mojado.

Al mismo tiempo que Palestina se elevaba hacia la cúspide de una nueva era, aparecía el sionismo en Palestina.

El sionismo llegó como una importación extranjera. Empezó en el siglo XVI como un proyecto evangélico cristiano en Europa. Una cifra significativa de cristianos protestantes creía que el regreso del pueblo judío a “Sion” satisfaría las promesas de Dios a los judíos en el Antiguo Testamento. Este sería un presagio de la Segunda Venida de Cristo, que marcaría el inicio del fin del mundo; un proceso que muchos evangélicos querían acelerar.

Ellos fueron los primeros en considerar a los judíos como miembros de una nación o una raza en lugar de creyentes practicantes de una fe. Estaban especialmente activos en Estados Unidos y Gran Bretaña, y algunos de ellos tenían puestos importantes, como William Blackstone en Estados Unidos y lord Shaftesbury en Gran Bretaña.

¿Qué los motivaba? Desde luego, no era la simpatía hacia el pueblo judío. Algunos eran antisemitas manifiestos que veían Palestina como un vertedero para los judíos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa, pues nunca llegaron a aceptarlos como miembros iguales de sus países respectivos. Pero también era algo políticamente conveniente, sobre todo para quienes formaban parte de las élites dirigentes. Para ellos, se podía movilizar a los judíos por motivos religiosos, para tomar la “Tierra Santa”, como describían Palestina, de las manos de los “musulmanes”, es decir, del Imperio otomano, que estaba frustrando los deseos imperialistas europeos en esa zona.

Los intelectuales y activistas judíos se inspiraron en parte en este movimiento, a pesar de lo cínico de sus motivos. Los fundamentalistas cristianos de hoy en día, denominados sionistas cristianos en Estados Unidos, siguen apoyando estas ideas y forman el grupo de presión proisraelí más importante de Estados Unidos, pues no solo ofrece apoyo a Israel, sino que va más allá, al defender la anexión y la judaización por parte de Israel de la Cisjordania ocupada.

Sin embargo, hay que tener cuidado y diferenciar el sionismo cristiano del sionismo judío. El sionismo judío tuvo dos impulsos. Primero fue una respuesta al aumento del antisemitismo violento en Europa oriental y central, donde se llegaron a vivir pogromos que costaron cientos de vidas. Europa siempre ha tenido problemas con el antisemitismo: durante siglos, los cristianos condenaron a los judíos como los asesinos de Cristo y añadieron a ello diversas atrocidades, como el terrible libelo de sangre. A finales del siglo XX, el fervor del nacionalismo moderno llevó a presentar a los judíos como una nación separada dentro de otra nación, una intolerable y en la que no se podía confiar. Pero el sionismo no fue la respuesta instintiva al creciente antisemitismo de la época; de hecho, ni siquiera fue popular al principio. Sugerir a un grupo que ha pasado siglos en Europa que se traslade en masa a una tierra cálida y seca a varios miles de kilómetros de distancia con un idioma que no habla es una opción bastante difícil de vender. Miles de trabajadores judíos se organizaron en movimientos socialistas, pues creían que la revolución y el derrocamiento del sistema capitalista pondrían fin a su opresión como judíos. Otros judíos, con la brutalidad arbitraria del zar del Imperio ruso en mente, sostenían la opinión de que la construcción de democracias liberales fuertes ofrecería oportunidades para que los judíos se convirtieran en ciudadanos de pleno derecho e iguales, resolviendo así la “cuestión judía”. El Holocausto hizo añicos la fe en estas ideas. Tras la muerte de más de seis millones de judíos y después de años en los que los supervivientes de los campos de concentración languidecían en campos de “personas desplazadas” sin que ningún país europeo estuviera dispuesto a acogerlos, la seguridad en la Europa anteriormente ocupada por los nazis ya no parecía posible. Solo entonces el sionismo como movimiento consiguió un apoyo real y generalizado en el mundo judío.

El segundo impulso fue el nacionalismo. Con el cambio de siglo muchos grupos de Europa, subyugados bajo grandes y anquilosados imperios, como el ruso y el austrohúngaro, empezaron a organizarse como movimientos nacionales y a luchar por la restauración de los derechos perdidos. Así surgieron las demandas de autonomía nacional y cultural de Polonia, Ucrania, Chequia, Serbia y muchos otros colectivos etnolingüísticos. Los intelectuales judíos vieron en el contexto nacional un medio para modernizar la identidad judía y, por así decirlo, actualizarla. Esto significaba revivir la antigua lengua hebrea y releer los textos religiosos del judaísmo como textos políticos; con el Antiguo Testamento como el más importante de ellos. A diferencia de los judíos ortodoxos, los sionistas laicos, al igual que los cristianos evangélicos, empezaron a interpretar el Antiguo Testamento como un documento histórico que demostraba que Palestina pertenecía al pueblo judío. Los judíos ortodoxos consideraban el Antiguo Testamento un tratado religioso y moral que los obligaba a obedecer las leyes de Dios para la humanidad.

Después de una ola de pogromos particularmente cruel en 1881 en todo el suroeste del Imperio ruso, un grupo de jóvenes judíos planeó establecerse en Palestina con la esperanza de que su celo y su propósito inspirarían a otros a seguir su ejemplo. Llegaron a Palestina en 1882. Pudieron comprar tierras en Palestina con dinero proporcionado por filántropos judíos y personas de negocios, como los Rothschild. Las tierras que compraron eran en su mayoría propiedad de terratenientes ausentes, es decir, personas ricas que vivían fuera de Palestina y que habían comprado tierras al Estado otomano tras las reformas de la legislación otomana sobre la tierra a mediados del siglo XIX.

Antes de estas reformas, en el Imperio otomano normalmente las personas individuales no podían poseer tierras como propiedades privadas. El Imperio se las cedía a los terratenientes o granjeros, que construían sus municipios en ellas. Muchas de estas localidades llevaban allí desde hacía siglos. En Palestina, algunas de estas ciudades precedían incluso a la existencia del imperio. No obstante, con la nueva legislación territorial los terrenos de las localidades, cedidos previamente por el Estado, ahora eran propiedad privada de un terrateniente. Sin embargo, para el Gobierno otomano, el hecho de que la tierra cambiase de manos no suponía alteración alguna a nivel práctico. La tierra, tal y como se entendía, venía con inquilinos añadidos; por ejemplo, las localidades y sus habitantes. Cuando los primeros pobladores sionistas quisieron formar sus propios colectivos agrícolas, sus compras iniciales consistieron en tierras sin cultivar donde no vivía nadie.

Esto cambió cuando comenzó el gobierno británico tras la caída del Imperio otomano, al final de la Primera Guerra Mundial, como veremos más adelante. El movimiento sionista apeló a los gobernantes británicos del Mandato de Palestina para que hicieran caso omiso a la costumbre otomana. Exigieron que los británicos reconocieran que la propiedad de la tierra implicaba que tenían derecho a desalojar a los aldeanos palestinos.

Los primeros colonos sionistas que desembarcaron en Jaffa en el verano de 1882 no tenían ni idea de agricultura. En su mayoría eran antiguos estudiantes universitarios, criados en ciudades de Europa del Este, sin conocimientos agrarios. Necesitaron la ayuda de campesinos palestinos, que les enseñaron a labrar y arar la tierra, para obtener frutos de ella. Aun así, el líder de aquel primer grupo, Israel Belkind, nunca se adaptó al trabajo agrícola y pasó su vida como profesor itinerante. Aquellos agricultores palestinos pensaban que estaban salvando a jóvenes idealistas ingenuos de una inanición casi segura, y probablemente no tenían ni idea de cómo los percibía el proyecto sionista, pero en las primeras propagandas sionistas ya se presentaba a los palestinos como extranjeros en su propia tierra natal, en el mejor de los casos, y en el peor, como quienes se habían apropiado de una tierra que pertenecía legítimamente al pueblo judío desde los tiempos del Antiguo Testamento. Incluso en esta etapa, los intelectuales sionistas no veían el movimiento hacia Palestina como una huida desesperada del antisemitismo en Europa, sino como el establecimiento de las bases para apoderarse de Palestina.

Al final de la dominación otomana, en 1918, los colonos judíos representaban entre el 5 % y el 6 % de la población. Seguían siendo una minoría, pero estaban organizados.

Paralelamente al desarrollo de los acontecimientos en Palestina, los sionistas europeos comenzaron a hacer propaganda a favor de una patria judía en los pasillos de los lugares de gobierno haciendo, básicamente, diplomacia gubernamental. A la cabeza de estos esfuerzos estaba Theodor Herzl, un judío austriaco, periodista y dramaturgo que ha pasado a la historia como uno de los fundadores y fuerza motriz del proyecto sionista moderno. Intentó consolidar una estructura política más clara como medio para alcanzar los objetivos sionistas. Para ello convocó el Primer Congreso Sionista en Basilea en 1897, que aprobó un programa para establecer “un hogar en Palestina para el pueblo judío”. Dicho programa no hacía mención alguna a lo que les ocurriría a los palestinos si se construía dicho hogar. Sin embargo, Herzl no confiaba demasiado en una coexistencia pacífica. En su diario de 1895 expresó su esperanza de que la “población sin dinero”, es decir, los palestinos pobres, fuera “expulsada” de sus fronteras hacia los países vecinos.

Herzl anticipó que el Imperio otomano, presionado por los Gobiernos europeos, aceptaría entregar Palestina al movimiento sionista. Incluso llegó a ofrecer dinero, que no tenía realmente, al Gobierno otomano como pago por ese acuerdo. Sin embargo, los otomanos se negaron. Al ver que ese sueño se desvanecía ante sus ojos, Herzl cambió de estrategia y sugirió al Gobierno británico que el Estado judío no tenía por qué estar en Palestina, sino que podía estar en Uganda, entonces controlada por los británicos. El Gobierno británico se mostró dispuesto a negociar esta propuesta, pero cuando Herzl la presentó en el Congreso Sionista de 1903 estuvo a punto de provocar una escisión dentro del movimiento. Para entonces, Herzl tenían una salud delicada y falleció en 1904. Está enterrado en lo que ahora es Israel, descansando para siempre en una tierra que solo visitó una vez en su vida. En 1905, el Congreso Sionista rechazó definitivamente el plan de Uganda. A partir de entonces, la patria judía estaría en Palestina o no estaría en ningún lugar.

A otros destacados ideólogos sionistas, como David Ben-Gurion y Menachem Ussishkin, les importaba poco la aprobación gubernamental, ya fuera de los británicos o de los otomanos. En sus diarios resulta evidente que, incluso en la primera fase de la colonización sionista de Palestina (1882-1918), ya imaginaban una Palestina sin los palestinos, y discutían abiertamente cómo podría lograrse. A diferencia de Herzl, que no sentía ningún afecto particular por Palestina como lugar, ellos sí se establecieron en Palestina. La legitimidad internacional perseguida con tanto ímpetu por Herzl no era tan relevante. Para ellos, la prioridad era establecer hechos sobre el terreno. Todo lo demás vendría después.

Jaim Weizmann sucedió a Herzl como líder del movimiento sionista oficial. Era un ruso emigrado a Mánchester, Inglaterra. Cuando asumió la dirección del movimiento, comprendió que su papel consistía en crear un grupo de presión prosionista fuerte tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos. Este grupo de presión era necesario porque, por muchas veces que los propagandistas insistieran en que Palestina estaba vacía, evidentemente, no lo estaba. Había que construir una fuerza de presión que persuadiera a Gran Bretaña para que hiciera caso omiso de las aspiraciones de los palestinos nativos y ayudara a establecer allí un Estado judío. Esto se les vendería a los británicos como un baluarte contra el Imperio otomano, un puesto avanzado europeo en Oriente Medio.

El estallido de la Primera Guerra Mundial hizo que esta misión fuera más difícil. El mayor aliado de los británicos en el mundo árabe era la dinastía hachemí. Los hachemíes gobernaban los dos lugares más sagrados del islam: La Meca y Medina. En 1916, los persuadieron para rebelarse contra el Imperio otomano, que entonces luchaba junto a Alemania y el Imperio austrohúngaro, con la promesa de los británicos de que los territorios árabes bajo dominio otomano se les entregarían a ellos como representantes del movimiento nacionalista panarábico. Entre esos territorios estaba incluida Palestina.

Si Gran Bretaña hubiera querido ser fiel a su palabra, la historia moderna de Oriente Próximo sería totalmente diferente. Sin embargo, durante la Primera Guerra Mundial, Weizmann empezó a establecer contactos entre el movimiento sionista y el Gobierno británico. Interpretó correctamente que Gran Bretaña era fundamental para el futuro de Palestina. Gran Bretaña ya estaba centrada en el final de la guerra y la prevista desaparición del Imperio otomano, y delineaba un nuevo mapa de Oriente Medio. Palestina desempeñaría un papel vital en la protección de los intereses imperiales británicos en la región.

Weizmann creó un grupo de presión prosionista en Gran Bretaña, formado por cristianos piadosos que creían en el “regreso de los judíos” a Palestina como cumplimiento de la voluntad de Dios, antisemitas que querían a los judíos fuera de Gran Bretaña y aristócratas anglojudíos, que se resistían a emigrar a Palestina, pero la veían como un destino adecuado para los judíos de la clase trabajadora de Europa del Este, a quienes consideraban alborotadores comunistas. En otras palabras, lo único que estas personas tenían en común era el deseo de establecer un Estado judío.

El grupo de presión sionista tardó dos años, entre 1915 y 1917, en convencer al Gobierno británico de que una Palestina judía sería un activo estratégico para el imperio. Lo que inclinó la balanza para Gran Bretaña fue que se dio cuenta de que Palestina podía ser crucial para defender el canal de Suez en Egipto. Por lo tanto, era vital tener allí un régimen de gobierno favorable. Así pues, los imperialistas querían Palestina por razones estratégicas, los cristianos evangélicos la querían para ayudar a que llegase el fin de los tiempos y los líderes judíos la querían como un refugio seguro para los judíos de Rusia y como un medio para modernizar el judaísmo a la fuerza. Estos pensaban que para sobrevivir a la nueva época el judaísmo tenía que ser una nacionalidad, no una religión.

El 2 de noviembre de 1917, el Gobierno británico redactó la Declaración Balfour, donde prometía convertir Palestina en un “hogar nacional para el pueblo judío” a la vez que protegía los derechos civiles y religiosos de las “comunidades no judías existentes” en Palestina, es decir, la mayoría indígena. En realidad, esta declaración era una carta escrita por el secretario de Asuntos Exteriores británico, Arthur Balfour, al líder no oficial de la comunidad anglojudía, lord Rothschild. Arthur Balfour no hizo esta promesa preocupado por el bienestar de los judíos. De hecho, en 1905, como primer ministro, impulsó la Ley de Extranjería de ese año, unas restricciones a la inmigración diseñadas para impedir que los judíos de Europa del Este llegaran a Gran Bretaña. Desviar a los judíos que huían de la persecución a Palestina, una tierra que tampoco le preocupaba, parecía la solución perfecta.

Gran Bretaña, junto con Francia y Estados Unidos, resultó vencedora de la Primera Guerra Mundial. Ahora esta alianza podía repartirse a su antojo los territorios del caído Imperio otomano. Para dotar a este proceso de un aspecto de legitimidad internacional, los vencedores fundaron la Sociedad de Naciones, que era en principio una organización internacional comprometida con el mantenimiento de la paz en todo el mundo. Para ello se ideó el sistema de mandatos, por el que la Sociedad de Naciones concedía a un Estado miembro un “mandato” para gobernar una antigua colonia o una zona que antes pertenecía al imperio derrotado. Esto se concibió como un compromiso entre Gran Bretaña y Francia, que veían en sus triunfos una oportunidad para expandir sus imperios, y Estados Unidos, cuyo presidente, Woodrow Wilson, se había declarado a favor de que las demás nacionalidades del Imperio otomano tuvieran “una oportunidad de desarrollo autónomo sin impedimentos”. En teoría, los territorios bajo mandato del antiguo Imperio otomano solo se beneficiarían de la administración aliada hasta que pudieran valerse por sí mismos y se reconociera que estaban en vías de alcanzar la plena independencia. Irak, por ejemplo, se independizó en 1932, el Líbano en 1943 y Siria en 1946. La única excepción fue Palestina; consecuencia directa de la antigua promesa británica de la Declaración Balfour.

A finales de 1918, Gran Bretaña había completado su ocupación de la Palestina histórica, lo que hoy conocemos como Israel, Cisjordania y la Franja de Gaza. Palestina estaba ahora bajo dominio militar británico. En 1922, la Sociedad de Naciones concedió a Palestina el estatus oficial de mandato británico, aunque Gran Bretaña llevaba dos años gobernándola de facto como mandato. El mandato acordado por la Sociedad de Naciones se hizo eco de la redacción de la Declaración Balfour, ordenó a los británicos “asegurar el establecimiento de un hogar nacional judío” y “facilitar que la inmigración judía se efectuaba en condiciones adecuadas”.

Los británicos intentaron replicar la estructura que habían empleado ya en sus otros mandatos. A la cabeza de un país bajo mandato se situaba el alto comisario de la potencia mandataria. Después había un gobierno y un parlamento compuestos por habitantes del mandato, con algunos poderes limitados, pero supervisados muy de cerca por los consejeros desplegados por la potencia europea.

No obstante, a Gran Bretaña le fue imposible construir este modelo en Palestina. Gran Bretaña llegó a nombrar un alto comisionado, Herbert Samuel, pero la formación de un gobierno resultó mucho más difícil: ninguna de las partes estaba contenta con las propuestas británicas. Los palestinos rechazaron un consejo legislativo que estuviera vinculado a la aceptación de la Declaración Balfour y otro en el que siempre serían superados en votos. También rechazaron todas las propuestas de una “Agencia Árabe”, análoga a la Agencia Judía para la gestión de la inmigración, por considerar que en la práctica se los trataba como una minoría en su propio país. Y así, al no poder llegar a un acuerdo, todos los poderes, tanto ejecutivos como legislativos, quedaron en manos del alto comisionado y su gabinete.

Al comienzo del Mandato británico, los judíos constituían aproximadamente el 11 % de la población, pero les habían prometido Palestina como su futuro hogar, tanto la Sociedad de Naciones como en la constitución para Palestina redactada por los británicos. Durante los años de dominio británico, el Gobierno británico intentó obtener el consentimiento palestino para perder su propio país ofreciendo “soluciones” como la división, la federación y la formación de un Estado binacional. No ofrecieron respetar el principio obligatorio de que la mayoría del pueblo de un país tiene derecho a decidir su futuro, como ocurrió en todos los países árabes vecinos. E incluso cuando los dirigentes palestinos se mostraron dispuestos a aceptar la presencia de colonos judíos en una futura Palestina, Gran Bretaña no se atrevió a imponer al movimiento sionista ninguna solución que no incluyera un Estado judío sobre una parte o la totalidad de Palestina.

Este texto pertenece al libro del mismo título que, con traducción de Lidia Pelayo Alonso, ha publicado Capitán Swing.

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