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Estación en curva, procura no introducir el pie entre coche y andén: Lavapiés

“¡Si me dejo la vida en la palabra, la palabra me devolverá a la vida!”
Ángel Guinda

En su último libro, Fotografía del desastre, Alfredo Cáliz recoge unas palabras de Ryszard Kapuscinski, inspiradoras para quien quiera dedicarse al arte del reportaje: “En el mundo de Herodoto, el individuo es prácticamente el único depositario de la memoria. De manera que para llegar a aquello que ha sido recordado hay que llegar a él; y si vive lejos de nuestra morada tenemos que ir a buscarlo, y cuando ya lo encontramos sentarnos junto a él y escuchar lo que quiera decir, escuchar, recordar y tal vez apuntar. Así es como nace el reportaje”. Alumnos del Máster de Reporterismo Internacional que imparten la Universidad de Alcalá y el Instituto de RTVE se lanzaron una tarde de abril a explorar el mapamundi del barrio madrileño de Lavapiés. Este fue el resultado.

Foto: María Gómez Mejía

Karima y Khadija en el parque: el día a día de dos madres tangerinas, por Helena Sala

Ya es una tradición. Cada tarde, el jardín comunitario Esta es una plaza del barrio de Lavapiés es testigo de las conversaciones de Khadija y Karima, dos amigas de toda la vida que acuden a este espacio cuando sus hijos salen del colegio.

Sentadas en su banco habitual, las dos mujeres marroquíes de 36 y 37 años vigilan a sus hijos, quienes juegan entre las plantas y la pequeña biblioteca infantil de este parque autogestionado por los vecinos del barrio. Disfrutan del único momento del día en el que pueden relajarse y conversar, mientras los últimos rayos de sol irradian en sus rostros antes de realizar el iftar (la comida nocturna con la que se rompe el ayuno en el Ramadán) durante un atardecer de finales de marzo.

Karima, de mediana estatura, lleva un abrigo negro y acolchado que le llega por debajo de las rodillas, junto con un hijab rosa claro y un anillo plateado que reluce sobre su piel blanca. Tiene una voz suave que calma y unos ojos marrones que parecen miel por el reflejo de la luz. Llegó a España embarazada de Mohamed, su primer hijo, quien ahora tiene seis años. Aquí en España tuvo a su hija Isra, de cuatro años.

Khadija destaca por su energía y vitalidad, cualidades que se reflejan en el tono con el que habla, en el brillo de sus ojos negros en forma de almendra, en su sonrisa grande, y en su gestualidad. Vestida con un abrigo liso de color marrón, pantalones negros y hijab blanco, explica que su prioridad, como la de la mayoría de madres, es el futuro de sus dos hijos; Youssef, de tres años, y Farah, de cuatro meses.

Las dos amigas llegaron juntas a España hace casi seis años, dejando atrás su Tánger natal en busca de una mejor vida. Sus maridos llevaban varios años viviendo aquí, por lo que ellas también decidieron partir, dejando en Marruecos a toda su familia y amigos.

La llegada de las dos tangerinas no fue fácil. Conseguir el permiso de residencia fue un laberinto de papeleo y esperas interminables, explican. El idioma también fue otro gran reto. Lo empezaron aprendiendo primero en la calle, y luego en clases a las que asisten dos veces por semana desde hace tres años. En un tiempo, aspiran a tener la nacionalidad española, aunque deben esperar hasta que pasen diez años desde su llegada a España, además de aprobar un examen.

Ocupada por el cuidado de sus hijos y su hogar, a Khadija le preocupa no tener tiempo para estudiar tanto como requiere esta prueba de obtención de la nacionalidad. Por su parte, Karima, cuyos hijos son más mayores que los de su amiga, estudia en un centro de Arganzuela para obtener la ESO, con la esperanza de continuar con el bachillerato y trabajar algún día. Khadija también pretende retomar sus estudios en cuanto su situación familiar se lo permita y poder trabajar. Por ahora, la economía familiar de las dos amigas depende únicamente de los ingresos de sus maridos.

El racismo y la xenofobia son otros de los temas a los que se han enfrentado en más de una ocasión. “Nos dicen que venimos a robar, que les quitamos el trabajo”, lamentan. Pero ellas pagan su alquiler de 900 euros al mes, compran su comida, su ropa, y no reciben ninguna ayuda más allá de las becas de comedor para sus hijos.

Extrañan a su familia y a sus amigos, a quienes solo ven una vez al año cuando regresan a su tierra por vacaciones. Los servicios sociales son la razón principal por la que Khadija y Karima piensan que el futuro de sus hijos es mejor aquí que en Marruecos, explican. “La educación y la sanidad, además de ser gratuitas, son de bastante mejor calidad aquí en España que en Marruecos”, señala Karima.

Khadija habla de la vinculación histórica entre su ciudad, Tánger, con España, y explica que muchas palabras en español son muy similares al árabe marroquí, como cuchara, alfombra, cacerola, cama, almohada u ojalá (proveniente de inshallah). “Estamos a solo 45 minutos en barco desde Tánger a España”, dice. En este momento, aparece Mohamed, el hijo de Karima, con un cuento en la mano de la biblioteca infantil del parque. El pequeño ha escuchado la conversación y le pregunta a su madre: “Mamá, ¿este año iremos en avión o en barco a Marruecos?”. Karima le contesta que aún no lo sabe.

A tan solo tres días de acabar el Ramadán, las dos amigas tangerinas explican que sienten su cuerpo renovado como consecuencia de los 27 días que llevan de ayuno. Ya con el sol recién escondido sacan del bolso un paquete de dátiles e ingieren los primeros alimentos para romper el ayuno. Es hora de ir a casa a preparar la comida para el iftar.

Llaman a sus hijos, recogen las mochilas del colegio y Khadija agarra el carrito donde duerme Farah plácidamente, su hija de cuatro meses. Un día más, después de pasar una tarde de conversaciones entre amigas, pero sin quitar la mirada de sus niños, Karima y Khadija se marchan del parque Esta es una plaza. Mañana volverán. Y al otro también. Y al otro.

* * *

La mujer que busca a Allah en Lavapiés, por Nora Borrás Márquez

Día 27 de Ramadán. Anoche fue Laylat al Qadr, la noche del poder o del decreto, en árabe. En el islam, esta fue la noche cuando el ángel Gabriel le reveló el Corán al profeta Muhammad. Durante toda la madrugada, los musulmanes alaban sin cesar a Dios, buscando su perdón y misericordia en todos los asuntos. Este libro sagrado describe: “los ángeles y el Espíritu descienden en ella, con permiso de su Señor, para fijarlo todo. ¡Es una noche de paz, hasta el rayar del alba!”. Cuentan también, que el sol sale sin ningún rayo, como si fuera un plato de bronce, hasta que se eleva.

Al día siguiente, en Lavapiés, la tarde está soleada. En este barrio conviven varias comunidades musulmanas: paquistaníes, marroquíes, y muchos más bangladesíes. Entre la segunda y tercera oración, busco un lugar donde postrarme. En Lavapiés hay cinco mezquitas. Encuentro la primera, Baitul Mukarram, donde en hora punta salen y entran muchos hombres. Solo hombres. Pregunto si puedo entrar. Me atienden varios.

La puerta de las mujeres está por detrás, pero está cerrada ahora. Lo siento.

Hay una entrada para las mujeres, ¿pero cuándo se abrirá? Subo las cuestas de Lavapiés guardando un ayuno que hace el cuerpo y el corazón de los creyentes ligero, en búsqueda de la siguiente morada de Dios.

La siguiente mezquita es una sala rectangular oscura acolchada por una alfombra. Todas las mezquitas son locales. No hay ninguna construcción, como tantas iglesias a lo largo y ancho de Madrid. Muchas de ellas fueron en su momento mezquitas, ahora reconvertidas en lugares de culto cristianos. Me pregunto qué permisos se necesitan para construir una mezquita en España. Una gran pregunta para otro momento, in sha Allah (si Dios quiere).

Miradas masculinas desde el interior chocan con la mía desde la ventana. Un hombre mayor se dispone a preguntar si puedo entrar. Otro, décadas más joven, se aproxima a mí mientras dice:

Perdona, no puedes rezar. Abajo hay una mezquita donde sí puedes.
Vengo de allí, y no se puede ahora –respondo.
Ah. Si quieres, puedo sacar una alfombra y rezas aquí en el rellano –dice, ofreciendo su ayuda.

Le indico que seguiré buscando una mezquita. Dejo la mezquita de Lavapiés y subo hasta la Al-Huda. El recibimiento es paupérrimo. Apenas un hombre extendiendo la palma de su mano en señal de stop desde dentro. Procedo a irme de los sitios donde ni siquiera pude llegar.

Foto: Nora Borrás Máquez

La siguiente en el recorrido es la mezquita Umma la nación. La ummah se refiere a la comunidad de creyentes musulmanes. Tengo especial interés en saber si habrá un espacio reservado para mujeres. En las mezquitas, hombres y mujeres rezan en lugares separados, o también pueden en la misma sala, pero separados por un biombo. Esto es, porque las posturas corporales durante la oración son comprometidas, y si un grupo mixto reza en congregación –en lugares como una casa, un parque… cualquier lugar es bueno– los hombres lideran y las mujeres van detrás. Además de tener ellos la responsabilidad de guiar espiritualmente a la comunidad, así las mujeres se pueden relajar y concentrar en el rezo, y no estar en tensión durante la postración sabiendo que hay hombres detrás observándolas.

Esta mezquita –también es un local– está en un bajo subterráneo. Como si de un suburbio se tratara, bajo a esta zona oscura techada, que por un momento hace dudar de si se está buscando a Dios o se está adentrando uno en el mundo de las sombras. La cristalera semiopaca de la mezquita irradia luz, pero desafortunadamente, la puerta está cerrada. Esto significa que abrirán en la hora punta del rezo, y no entremedias.

Foto: N. B. M.

En Ramadán el ayuno es del cuerpo, mente y corazón. Nuestra lengua no solo resguarda los festines para las papilas gustativas, sino que no podemos maldecir, insultar, criticar, o cualquier mala habladuría. Sin embargo, por un momento quiero maldecir la gentrificación y subida de alquileres, dificultades a las que señalo como responsables de que un lugar de culto tenga que convertirse en una ratonera semiescondida a los ojos de los vecinos.

Quisiera ir a la siguiente mezquita, pero al ver que comparte el nombre de la misma donde no fui atendida supuse que solo me serviría para ampliar el paseo agradable y liviano por el colorido multimundo de Lavapiés. Me dispongo a hacer el recorrido de vuelta, y de una forma casi “anti-islámica”: yendo por las mismas calles y asomándose a los mismos sitios. El profeta Muhammad solía tomar un camino diferente al volver de la mezquita. A esto se le llama sunna, es decir, la costumbre o tradición que el profeta realizaba y que los musulmanes rehacen en su vida cotidiana. Este conjunto de enseñanzas, dichos y aprobaciones no es obligatorio, pero es recomendable por ser el profeta ni más ni menos que el último mensajero elegido por Dios. Puesto en absoluto despreciable.

En este camino de vuelta me cruzo con una mujer con un niqab rojo y negro (sólo se le ven los ojos) que apenas habla español, pero a la pregunta de dónde reza ella, me indica que lo hace en casa.

Un tunecino francófono se acerca a ofrecerme ayuda, creyendo que busco una mezquita. Lo que busco es una que me permita entrar a rezar. Me recomienda la mezquita de la M-30 o la de Estrecho: grandes y con sala habilitada de forma permanente para mujeres. Le indico que mi deseo es rezar en Lavapiés. Me pregunta si soy española convertida al islam, y él comparte su deseo de casarse con una conversa. Mi sugerencia es la siguiente:

En la mezquita de la M-30 hay clases de islam. Por el beneficio del conocimiento puedes ir, y si Dios quiere, quizás encuentres a una chica. Pero principalmente que tu niya (intención, en árabe, la cual debe ser pura en el islam) esté dirigida a aprender sobre islam.

Nos despedimos. Asalam Aleikum. Y encuentro al chico joven que quiso proporcionarme una alfombra para rezar. “¿No has encontrado ninguna mezquita todavía?”, pregunta. Me sugiere varios parques donde apenas hay gente y puedo rezar tranquila. “Pero no vayas al que hay justo al lado, que hay muchos yonquis. Vete a los siguientes”. De nuevo, le deseamos la paz al otro, mientras me dirijo al punto de inicio.

Cuando vuelvo a la mezquita de origen, líderes y organizadores me atienden. El recibimiento es abrumador. Aunque la respuesta afirmativa a poder rezar en la mezquita tarda en llegar, debido a que están preparando la ruptura de ayuno: esto se traduce en decenas de platos con un plátano, una mandarina, un dátil y una botella de agua repartidos por toda la mezquita. Me confirman que sí, que tienen una sala de rezo para mujeres: “Pero ahora la estamos utilizando para preparar la comida, y estamos cortando el pan dentro”. Deduzco que se trata del iman de la mezquita. Me enseña dicha sala donde efectivamente, algunos chicos se encuentran postrados en sus rodillas cortando en una tabla de madera rodajas interminables de pan.

Foto: N. B. M.

Sube las escaleras hermana, tenemos una zona donde puedes realizar la oración.

Soy la única mujer presente. Subo a una habitación que es mitad despacho mitad almacén, con una moqueta amplia donde realizo la segunda y tercera oración, acumuladas y recuperables. Me tomo mi tiempo para rezar y para hacer duaa (súplicas a Dios, peticiones de lo que necesitamos y queremos para nosotros, seres queridos, o cualquier persona o asunto en este mundo y en el siguiente). El hombre me espera al final de las escaleras cuando estoy bajando. “Tengo que subir a por botellas de agua hermana, y los hermanos no te querían molestar hasta que terminases”, me comenta de forma amable.

Foto: N. B. M.

El hombre me vuelve a hacer un tour por la mezquita. Entre ellos, un señor de tez más clara que el resto se dirige a mí:

Salam Aleikum, ¿de dónde eres querida?
Soy de Granada –respondo.
¡No me digas! Yo soy de Tánger. ¡Qué bonita es Granada! Aquí la mayoría de los hombres que vienen son de Bangladesh.

El hombre celebró nuestra cercanía, ya sea por legado cultural, por los 15 kilómetros que nos separan, o por la hermandad que puede surgir de forma espontánea entre un español y un marroquí, con más facilidad que con un bangladesí, supongo.

Estos hombres me indican que las mujeres han estado acudiendo a todos los rezos en Ramadán, y durante el resto de meses. Y que por supuesto, estuvieron presentes en Laylat Al Qadr, y en el resto de noches de ramadán, donde los rezos voluntarios nocturnos reciben el nombre de taraweeh. Me alegra enormemente que mi noticia con estrepitoso titular, Las mujeres no tienen zona de rezo en las mezquitas de Lavapiés, que había sido mi primera intención, no se sostenga.

Foto: N. B. M.

No hay sitio para las mujeres en las salas estrechas de apenas 50 metros cuadrados, es cierto. Existen problemas logísticos y de aburguesamiento. Deberíamos volver a aquella mezquita donde no nos recibieron, acercarnos incluso con un bangladesí, para saber si el trato hacia la mujer es deficiente quizás por la falta de conocimiento del idioma, y descubrir mejor qué ocurre. Las percepciones y sensaciones son volátiles. Sin una conversación digna, las reflexiones se tornan conjeturas. Acusaciones precipitadas en un mes bendito. Vemos la realidad, ¿pero la entendemos?

Salí de aquella mezquita, rechazando el llevarme dátiles para romper el ayuno, puesto que ya guardaba una bolsa en la mochila, y de seguro a ellos les iba a venir bien para la marabunta de gente que acude a romper el ayuno a las 19:35.

Las mujeres que buscan a Allah en Lavapiés pueden encontrarlo en la mezquita, en los parques, en sus casas, y en cualquier sitio. El Corán, sura Al Qaf versículo 16, dice:

Hemos creado al hombre y sabemos lo que su alma le susurra. Estamos más cerca de él que su propia vena yugular”.

No dejemos de pasear por el barrio y de hablar con sus gentes. De alabar a Dios y de exigir nuestro sitio para hacerlo a cualquier hora. Tener presencia en el barrio es habitarlo. Buscar a Dios puede ser el anhelo y dedicación más consciente de entre toda nuestra rutina, a veces ruidosa, o hasta tediosa. En Lavapiés hay más religiones o la ausencia de, más nacionalidades, más encuentros y desencuentros, dignos de descubrir, indagar y relatar. Este fue el paseo de una mujer en Ramadán.

* * *

Yo no sabía que matar indios estaba mal”, Carlota Doval

La tarde se levanta con firmeza. El barrio fluye y en un paseo espontáneo me topo con un estuario donde confluyen aromas, músicas, telas, colores y babeles. Un lugar de transición donde miles de personas se refugian. Se alzan, llenando el espacio de caos, centenares de postales desordenadas, imposibles de capturar. Lavapiés es un lugar de melancolía gustosa, un espacio que recoge sueños voluntarios y soledades forzosas. Un jadeo de fusiones, poesía visual e historias por contar.

En el corazón del barrio, la sala de exposiciones del Archivo Arkhé lleva dos años funcionando como puente cultural entre América Latina y España. Dentro se escucha un ronroneo electrónico. Una voz metálica encapsulada en una pantalla. Parece oírse un discurso disperso, una trenza deshilachada de palabras escogidas por alguien que está enfadado y que quiere mostrárselo al mundo. Hay que prestar atención y es entonces, fijando la mirada en los labios del rostro que aparece en la pantalla, cuando la neblina ruidosa del ambiente por fin se dispersa. Mi cabeza no puede parar de repetir lo que acaba de escuchar. Ya soy cómplice: “Yo no sabía que matar indios estaba mal”.

El que aparece en pantalla es el alter ego “llanero” de Juan Carlos Rodríguez. Él no le ha dado la muerte a nadie. Rodríguez es un artista venezolano que en 2008 recogió los testimonios de los ocho vaqueros juzgados en la ciudad colombiana de Villavicencio, acusados de ejecutar a sangre fría en 1967 a dieciséis indígenas cuivas en La Rubiera, un lugar fronterizo entre Colombia y Venezuela. Su obra consta de 32 vídeos performance, y se titula Guajibiando.

Las imágenes exponen la cultura de los llanos venezolanos. Pone el énfasis en su tradición oral, el arte del verso rimado y la música del joropo, un ritmo tradicional de Venezuela y Colombia. Así quiere evidenciar, con sus propios códigos, una de las prácticas más brutales que han marcado a estas comunidades durante siglos. El guajibeo era una costumbre que equiparaba el asesinato de indios con la caza de capibaras. Estas matanzas eran ejecutadas por llaneros, vaqueros, colonos y hacendados que fueron estableciéndose en la región, disputando a los indígenas sus hábitats tradicionales y restringiéndoles el acceso a los recursos de sus propios territorios.

Las paredes del juzgado de Villavicencio escucharon declaraciones escalofriantes. El grupo indígena cuiva las sufrió en sus propias carnes. En la tarde del día 26 de diciembre de 1967 ocho vaqueros llaneros invitaron a comer a los indígenas con los que se habían topado en el río. Era una trampa. Cuando comenzaron a comer los atacaron con cuchillos, escopetas y revólveres. Al día siguiente, sus cadáveres fueron arrastrados con mulas para acabar siendo incinerados. Sus restos fueron mezclados con huesos de cerdos y de vacas. Pero dos de las víctimas sobrevivieron y por ellos se supo del terrible suceso. Cuando las autoridades de Colombia y Venezuela iniciaron la investigación todos los procesados confesaron espontáneamente, sin remordimientos, su participación en los hechos. Narraron los asesinatos uno a uno, con todo lujo de detalles. Explicaron cómo mataron de un balazo por la espalda a una niña o como arrebataron de los brazos de su madre a la víctima más joven, un bebé que todavía no tenía nombre. Aseguraron que no sabían que matar indios fuese malo.

A lo largo de la historia, la Llanura que presenció la matanza ha sido representada como tierra de nadie, habitada por individuos considerados como salvajes. Este episodio, conocido como la Masacre de La Rubiera, fue visto en la época como un hecho aislado. En la misma región se han vivido otros episodios similares que han sido explicados como actos homicidas o genocidas, producto de la violencia de algunos colonos. En otros casos, se han catalogado como actos de legítima defensa de quienes han accedido al Llano en procura de tierras y de bienestar, cuyas vidas y bienes se ven permanentemente amenazados por los ataques de los “indígenas salvajes”. En el juicio de la Masacre de La Rubiera se procesó por primera vez a asesinos de indígenas, pero se hizo en un momento en el que tanto la sociedad como los jueces les negaban a éstos últimos la condición de personas. Este racismo criollo se manifiesta todavía en la actualidad como un desprecio al poblador indígena del territorio. Si bien la práctica del guajibeo ha desaparecido, persiste la exclusión del indígena en el lenguaje del criollo e incluso en el del mismo poblador autóctono. Así, por ejemplo, es común que el criollo se refiera a estos pobladores con el calificativo de “incivilizados”, y a su vez éstos, en una especie de endorracismo, califiquen a los criollos como “los racionales”.

Al salir de la sala la tarde ya se cae. El olor a curry que se escapa de los restaurantes de la zona me sube por las mejillas al pasear. Retomo el camino por donde antes lo había dejado. En mi cabeza no deja de revolotear esa frase escalofriante. Ese “yo no sabía” que se ha asentado en mi interior como un enjambre de abejas amenazante. Ese “yo no sabía” que sigue haciendo daño, a día de hoy, en muchos lugares del mundo dejando a un lado las culpas y dando paso a las injusticias.

* * *

La ‘redacción’ del Máster de Reporterismo Internacional, en el bar Los Rotos (esquina entre las calles de Miguel Servet y Mesón de Paredes). Foto: León Vázquez Vicente

Rostros de papel, por Antxon Gómez Landajuela

La alegría lituana de Lavapiés vende libros en la calle de Valencia. Los brillantes azulísimos que tiene por ojos decoran un rostro adulto coronado por un arbusto rizado, blanco como la nieve que cubre las calles de Vilna seis meses al año. Giedre lee La alegría del momento, un tomo con un jardín de rosas, orquídeas y girasoles por portada. La librera lo define como “un libro alegre, sobre naturaleza”, un texto contemplativo que debe leerse sin prisa. Su compañía en el paseo por la librería Parenthesis podría tener una definición similar, así como la caricia auditiva de su conversación.

En los cuatro meses que lleva abierta dice haberse encontrado con el apoyo de su calle y su barrio. Jóvenes, adultos y mayores por igual. Eso sí, lo que más se ve, “tanto en las estadísticas como aquí”, son mujeres lectoras. Está orgullosa de que La mala costumbre, la autobiografía de Alana S. Portero, una mujer trans que creció en un entorno hostil, sea de lo más vendido de Parenthesis.

Me gusta que lo que más se lleva la gente aquí no sean los típicos bestsellers.

Otra obra que dura poco en sus estanterías es La península de las casas vacías, un viaje de realismo mágico a la Guerra Civil Española con más premios que los que caben en la mitad de su portada. Giedre no lo ha leído, pero dice tener ganas de hacerlo y no duda de que le gustará. Pero antes debe terminar de podar con los ojos y la mente las páginas de La alegría del momento.

El barrio de Lavapiés tiene diecisiete librerías para 40.000 habitantes. A razón de 42,5 por cada 100.000, multiplica casi por diez la media de la Comunidad de Madrid. A los mandos de estas diecisiete naves repletas de estanterías a rebosar de papel otros diecisiete individuos también leen. En los rostros y las lecturas de los clientes, los leen a ellos. También a ellos, a los libreros y libreras de Lavapiés, se los puede leer si uno fija la mirada en sus rostros de papel.

Una calle y unos 50 metros más allá de Parenthesis, bajo un cartel con la cara de Frida Kahlo, una puerta de cristal con marco rojo y una estantería rectangular reconvertida en banco franquea la entrada de otra librería. Aquí todos los libros vienen de otras manos, se venden algo más baratos, se comparten, incluso. Por fuera, un letrero lleno de color y con las ilustraciones de Frida y Nietzsche reza: “Biblioteca gratuita para los mayores del barrio. Punto de encuentro contra la soledad”. Un hombre mayor, seguramente del barrio, fuma sentado en el banco improvisado de la entrada. Alarga las caladas del cigarro y no tiene prisa en girar la cabeza y saludar. Otro letrero invita a utilizar el piano que es a la vez instrumento y estantería para la sección de poesía: “Queridos pianistas, pueden venir a tocar cuando lo deseen, están en su casa”.

A los mandos de la nave está Luz. Ella lamenta que la sección de ensayo sea la menos visitada de la estancia. “Compro más libros de filosofía que los que vendo”. La mayoría, dice, busca la novela, “en especial la policíaca, sobre todo la gente mayor”. Ella le está dando una segunda oportunidad a El infinito en un junco, un ensayo que habla de la historia de los libros. “Esta vez me está gustando más que la primera, aquella vez no lo pude terminar”. En Traficantes de Libros el espacio está muy ocupado, es denso. Se mire donde se mire en las dos pequeñas estancias de unos tres metros de alto algún estímulo siempre sorprende a la vista. Un cartel que dice una u otra cosa, un jardín vertical de plástico, unas lianas que se enredan desde el escaparate hasta el final de la sección de filosofía, una cabina telefónica roja al estilo londinense que en su interior tiene libros de naturaleza en vez de cables… Tan inabarcable es el espacio decorado por Luz como el tema del libro que, por segunda vez, trata de digerir.

Lavapiés es un barrio multicultural, obrero, de izquierdas. También lo es la librería en el 76 de la calle del Amparo, donde Andrés observa desde su silla y tras unos lentes redondos la pantalla del ordenador. Al fondo, dos jóvenes charlan mientras curiosean entre centenares de ensayos, libros de historia y política. Todos de izquierdas. Contrabando es una librería con un público y una oferta muy concretos. Andrés habla como quien teme que la conversación muera. Cuando no se le lanza una pregunta responde de nuevo a la anterior, busca un nuevo ángulo, parece analizar sus propias palabras para hallar nuevos enfoques. Quizá por eso anda absorto en una lectura compartida. “Estoy leyendo En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, el segundo tomo, con un amigo”. Leen, se encuentran, discuten y vuelven a leer. Se ve que Andrés comparte el papel y las letras que su cabeza crea con el fervor de un congresista.

En algún punto entre las tres naves de papel, un camarero de unos 30 años y la mirada perdida en una pared repleta de retratos de músicos de jazz cobra sin pudor dos euros y medio por un café con leche. En su mesa, un libro con un teléfono móvil por marcapáginas está abierto por la página 296. El camarero mira sin ver, habla sin proyectar y oye sin mucho escuchar.

¿Que qué libro es? Alas de Onyx. Un tostón, no merece la pena.

El camarero lee de la misma manera que mira, habla y oye, con la desidia de quien se traga 1.928 páginas de una trilogía para llegar al último tomo, un tostón sobre el que no es capaz de articular más de dos palabras. El camarero, como todos (los libreros y los que no lo son) lo tenía escrito en el rostro, podía leerse un trozo de su alma en el título que descansa abierto sobre la mesa.

* * *

La chica que espera frente a la boca del metro, por Javier Jiménez

Ilustración: Javier Jiménez

Observar a esas personas que te rodean puede ser una manera de conocer allá donde vives, pero puede ser incluso una grieta que derrumbe un edificio que se cree indestructible.

De ella conozco realmente poco. No más de tres cosas. La primera es que estaba sentada en un banco, frente a la boca del metro de Lavapiés, en la plaza de esa céntrica barriada madrileña. La segunda, que parecía algo inquieta, su vista se alzaba cada pocos instantes, como si su estado de alarma pidiese observar aquello que le calmaría. La tercera es que esperaba a alguien. Un alguien que llegó, desconozco si más tarde o temprano respecto a la hora acordada, pero llegó. Y ella le estaba esperando.

Si hay algo que es Madrid –o una metrópoli de esta categoría– es un lugar de esperas. Esperas para que llegue el tren que te acerca al trabajo, esperas a ser atendido en aquel bar donde te ponen el café a tu gusto, esperas para poder adelantar por la calle a esa persona cuyo ritmo te obliga a frenar, esperas para poder cruzar cincuenta metros de avenida de asfalto… y esperas como aquella chica esperaba sentada en el banco frente a la boca del metro en Lavapiés. Esperas a otras personas. Eso fue lo que me llamó la atención de ella. No fue su físico, ni tampoco destacaba por ningún factor extraordinario, salvo por su “quietud”. Eran cerca de las cinco y media de la tarde de un viernes de marzo con un sol radiante, con una primavera que apenas comenzaba una semana antes. La barriada madrileña de Lavapiés concentraba un flujo de gente cada vez más habitual en el centro de la capital. Por una lado, el de los habitantes –temporales, turísticos y algún que otro aborigen de edad avanzada– y, por otro lado, el de ser una ruta de paso por su situación geográfica, lo que crea el cóctel perfecto para el aburguesamiento que este barrio y sus vecinos están sufriendo. La plaza de Lavapiés concentra a toda la gente que desemboca de las ocho calles que a ella llegan, sumándose lo que el transporte público y privado aporta. La boca del metro vomita y traga de forma continua en una dinámica que solo acaba cuando el subterráneo se cierra. Y entre todo este bullicio de personas, vehículos y ruidos que regala la reverberación de Madrid, aquella chica está fijada en su quietud, en aquel banco, en una especie de burbuja aislante. Porque, incluso con la paradoja que esto pueda suponer, la pausa, el silencio y la espera parecen encontrar un hueco en la taquicardia en la que esta ciudad está sumida.

Fijarte en las personas con las que compartes calles es una tarea que puede resultar complicada cuando se está sumergido en la dinámica de una metrópoli que tiende a deshumanizar –porque sí, pienso que esta ciudad, como tantas otras, deshumaniza–. Te reduce a algo abstracto, algo incluso molesto para el resto de tus conciudadanos, una especie de otro. Las calles se aparentan más a aquellos “no lugares” de Marc Augé –lugares donde el ser humano simplemente se convierte en un ente más, aquellos que son de paso, estaciones de tren, por ejemplo– que a espacios de socialización, lugares de encuentro, de miradas no tan fugaces. No creo demasiado en eso de los “no lugares”. Pero qué es entonces un sitio donde la gente parece únicamente molestar, donde nos gustaría estar solos porque todo/s son un obstáculo, donde estamos porque únicamente nos pilla de paso al trabajo.

Se deshumaniza cuando vemos a alguien perdido y no hacemos por que se “encuentre”. Se deshumaniza cuando normalizamos ignorar a quien nos pide en el metro y, sobre todo, cuando normalizamos mirarle una vez nos da la espalda, porque no nos atrevemos a sostener su mirada. En definitiva, deshumanizamos y, con la experiencia metropolitana se aprende, se nos deshumaniza. Cada uno de nosotros y nosotras somos el “otro” de aquellos, de nuestros compañeros de taquicardia. ¿Y qué tiene que ver esto con lo de la chica sentada en el banco, con su espera? Para responder esa pregunta necesito hacer otra pregunta antes, pero puedo adelantar que quizá no sea tanto ella, sino el gesto.

¿Por qué deshumanizamos? ¿Somos los ciudadanos de paso taquicárdico los culpables de nuestra propia deshumanización? La vida en una ciudad de estas características se encuentra inmersa en un sistema que provoca esa deshumanización y los ciudadanos lo replicamos. Un sistema que nos utiliza como mano de obra a cambio de una cifra que nos permite a duras penas cubrir los gastos que el propio sistema ha creado. Un sistema que nos obliga a buscar un techo lo más barato posible, lo que provoca que consumamos horas de nuestro corto tiempo en ir y volver, ir y volver, ir y volver, porque lo de vivir cerca de nuestro empleo es una fantasía erótica. Es ese sistema el creador de la dinámica que nosotros sostenemos. El capitalismo, este sistema, ha sabido establecer unas bases lo suficientemente firmes como para aguantar los terremotos que pueda provocar. Terremotos que nunca han sido lo suficientemente fuertes como para tirar ese edificio construido contra temblores, junto al miedo impuesto por las consecuencias que tiene tratar de luchar contra él. La “alienación metropolitana” es la que puede provocar no mirar a los ojos a quien nos ruega comprar un paquete de pañuelos –súmese prejuicios de diversa tipología–, la que provoca que las personas que nos rodean sean un obstáculo contra nuestro rígido horario, unos “otros”.

Quizá una vía para minar nuestro día a día sea con pequeñas grietas en los cimientos de ese edificio. Quizá los pequeños gestos que rompan la alienación –la ceguera ante ese opresor abstracto– sean los que te puedan ayudar a comprender cómo empezar una lucha, un pensamiento. Quizá puede ser, simplemente, mirar cómo aquella chica, que sobresale por su quietud, parece esperar a alguien con nerviosismo, con ganas.

Ahí puedes comprender más allá de la ansiedad por cumplir horarios, de los cabreos por ese codazo innecesario en el bus, de ese adelantamiento a la mujer mayor que ocupa toda la acera. Romper con la barrera del “otro” y buscar una unión en el “simple” hecho de coincidir en ser “personas” es una vía para romper con el “individualismo” que este sistema crea. No hablé con esa chica, ni con el hombre de chándal oscuro que a su lado se puso a leer un libro de páginas amarillentas. No conozco ni su ideología, religió, antecedentes penales… No me hacía falta para hacer ese gesto. No se trata de hacer amigos, sino de mirar a tu alrededor, escapar de la “visión en túnel” con la que solemos caminar. A veces parece que ir sin rumbo, al estilo de un flâneur, puede ser un buen ejercicio para comprender: a nosotros y el mundo que nos rodea.

La tercera cosa que sabía de aquella chica de la boca del metro es que esperaba a alguien. La alegría que se apoderó de ella cuando su acompañante, otra chica que parecía de su misma generación, coincidía con el nerviosismo mostrado en los minutos previos a su llegada. A partir de ahí la quietud se desvanece. Ella, ahora en compañía, abandona su posición en el banco, que queda más vacía junto al hombre de chándal oscuro y el libro amarillento. Las dos chicas se unirán a la masa de gente que le rodeaba antes en la espera. Porque Madrid es una ciudad de esperas. Yo esperé a esa llegada que sentía que iba a recibir. Si ni el mayor de los terremotos consigue tirar un edificio quizá pequeñas grietas con el tiempo suficiente terminan haciéndolo ceder. Como mirar a aquella chica de Lavapiés. Una mínima grieta en un rascacielos inmenso. Es una grieta.

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Mis sentidos, por Ana García Mellado

Foto: Ana García Mellado

Cuando creo que el día está acabado, decido hacer una pausa frente al teatro Valle-Inclán. Me siento en las escaleras y, junto a mí, un grupo de hombres y mujeres, entre los 40 y 50 años, charla animadamente. Cada uno tiene un estilo particular, como si cada prenda contara una historia. A su “reunión” se siguen sumando conocidos, como si fuera el punto de encuentro de cada tarde. Cuando llega Bea, saluda a Manolo, quien le pregunta si ya ha vuelto al trabajo. Me llaman la atención sus calcetines altos con besos rojos bordados. Ponen música con anuncios de YouTube: desde soundtracks hasta Si antes te hubiera conocido’, de Karol G. La conversación fluye entre cervezas Mahou verdes y rojas, como si el color fuera lo de menos. En un momento, uno de ellos, un hombre de barba blanca y espesa, dice con nostalgia: “Nada está abierto aquí ya”. Me pregunto cuántas historias habrá vivido este grupo. ¿Son testigos de una transformación o de una despedida lenta y silenciosa?

Retomo mi búsqueda, sintiéndome un poco como el Inspector Gadget con su lupa, aunque sin lupa y con poca capacidad inspectora. Atravieso la calle del Tribulete. Dos carnicerías halal, una frente a la otra, idénticas hasta el punto de parecer una imagen reflejada. Migrantes, tiendas africanas, kebabs, charcuterías, negocios pensados por y para los vecinos. Hasta que me topo con Pum Pum Café.

Me llama la atención que, aunque la calle está libre de turistas, el local está lleno. En la fachada, escondido, un papel reza: “Lavapiés al límite: contra la destrucción de los barrios nos quedamos. Manifestación 1 de junio”. ¿De que junio será? Entro. La carta no me sorprende: cookies, pero en inglés porque es más cool; café de especialidad; tote bags con frases como Sex, drugs & croissants. La estética es cuidada, como si cada detalle estuviera pensado para Instagram. Es curioso cómo un barrio puede contener dos mundos tan distintos en apenas unos metros. Uno que resiste y otro que, sin darse cuenta, lo erosiona.

Salgo y mi recorrido se acerca a su fin. De nuevo frente al teatro Valle-Inclán, el grupo de antes sigue allí. Son las 19:27. Ahora son más ruidosos y las latas de cerveza se acumulan. Me detengo un instante. Lavapiés huele, suena y se transforma. Es un barrio que late, que se resiste a ser postal, que aún conserva su esencia a pesar de los cambios. Tal vez la inspiración estaba aquí todo el tiempo, entre olores intensos, charlas callejeras y esquinas llenas de historias que tal vez no sabemos escuchar.

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Esta [no] es una plaza”, por César Cruz

No es una distopía. Caminando por Lavapiés se encuentra un barrio de asfalto rodeado de muchedumbre, de lo más diverso y desubicado. Parece mentira que al lado se camine por el Barrio de las Letras y se llegue hasta el Museo del Prado. En Lavapiés se ven banderas de Palestina, el teatro de Valle-Inclán y junto al edificio de la Politécnica de ingenieros se sitúa la Casa Encendida.

Más allá de la calle de Valencia, donde se hallan galerías de arte únicas, Lavapiés es un escenario de lucha y memoria en el corazón de Madrid. Este barrio madrileño respira historia y multiculturalidad. Se convierte así en un símbolo de resistencia ante la especulación inmobiliaria, el racismo y la crisis climática. Sus calles, testigos de luchas pasadas y presentes, resuenan con la memoria de las Cigarreras que, en 1830, alzaron su voz en la primera huelga de la Fábrica de Tabacos.

Foto: César Cruz

Las callejuelas demuestran un lúgubre sentimiento de pobreza. Junto a las banderas de los balcones se percibe un espíritu de rebeldía y recuerdo: el telón de fondo de Lavapiés. Nunca mejor dicho, ya que esa es la nueva obra del dramaturgo argentino Fernando Ferrer, que se estrenó el pasado 1 de marzo en el Teatro del Barrio, que alberga eventos de lo más variopinto y aboga por una sociedad justa acompañada de periodismo ciudadano. La obra, interpretada por la compañía La que va, nos sumerge en la historia de dos familias enfrentadas por la copropiedad de un edificio emblemático del barrio, ahora abandonado.

No es más que un contexto de intereses contrapuestos de lo más español: un testaferro de una familia franquista busca adquirir el edificio para convertirlo en un Airbnb, mientras que las familias copropietarias descubren artilugios franquistas ocultos que podrían incriminar al comprador. Al final, el espectáculo culmina con un romance prohibido entre dos mujeres, que desafía el conservadurismo de las familias. En definitiva, muy moderno y madrileño.

Ferrer, inspirado en Romeo y Julieta, traslada la tragedia a la realidad contemporánea de Lavapiés, donde la guerra no se libra por amor, sino por la defensa de la identidad. Las familias, divididas por la grieta política argentina y los remanentes de la Guerra Civil Española, se ven obligadas a unirse ante la amenaza de perder su patrimonio.

Con arte como el de Lavapiés encontramos un reflejo de la ciudad que no hace más que crecer y emerger, pero por supuesto con ciertas tensiones. La vivienda, la principal de todas. Para los ciudadanos que se apiñan dentro de la M-30 a la más antigua usanza del estilo urbano medieval la memoria histórica y la diversidad cultural siguen siendo primordiales, aunque sea para conservar dos metros cuadrados en los que no respira ni el gato. Aun así, la obra indaga en el pasado y el presente: se entrelazan en un espacio urbano que resiste al aburguesamiento y defiende su historia.

Si nos remontamos a los orígenes del barrio son humildes y de multiculturalidad temprana. Todo comienza con la judería de Madrid. Durante la Edad Media este barrio fue hogar de una importante comunidad judía, que dejó su huella en la toponimia y la cultura local. Tras la expulsión de los judíos en 1492 Lavapiés se convirtió en un barrio popular, habitado por clases trabajadoras y artesanos.

A lo largo de los siglos Lavapiés ha sido escenario de numerosas luchas sociales y políticas. En el siglo XIX, las cigarreras de la Fábrica de Tabacos protagonizaron históricas huelgas en defensa de sus derechos. Durante la Guerra Civil el barrio se convirtió en un bastión de la resistencia republicana.

En la década de 1980 Lavapiés experimentó una explosión cultural sin precedentes, impulsada por la movida madrileña. El barrio se llenó de artistas, músicos y creadores, que encontraron en sus calles un espacio de libertad y expresión. Se forma así un escenario en constante transformación. En las últimas décadas, Lavapiés ha experimentado un profundo cambio, marcado por la llegada de inmigrantes de diversas partes del mundo. Esta diversidad cultural ha enriquecido el territorio, convirtiéndolo en un crisol de lenguas, tradiciones y costumbres. Sobre todo de comida india.

Sin embargo, Lavapiés se enfrenta hoy a nuevos retos, como la especulación inmobiliaria. Aunque no todo es drama. Lavapiés es un barrio con alma propia, donde conviven tradición, modernidad y esperanza. Sus calles, llenas de vida y color, invitan a pasear y descubrir sus secretos. Lavapiés es un barrio que no deja indiferente. El arte ha inundado las calles con sus galerías y han retomado un aire nuevo.

Lavapiés entra por los sentidos, sobre todo la vista, el olfato y el oído. Pero ¿dónde está a naturaleza? ¿Hay que irse al Retiro? No es necesario: Esta es una plaza es un proyecto comunitario llevado a cabo por los vecinos y la Casa Encendida. Lo llaman El jardín de las 105 llaves. Una parte importante de la vida vecinal de Lavapiés se vertebra en torno a este lugar, surgido sobre una parcela municipal abandonada. En 2022, el jardín celebró su aniversario treceavo el 15 de enero y afrontó el último año de cesión del espacio con la esperanza de que el Ayuntamiento lo quisiera renovar. Son 105 personas y colectivos que tienen llave de este jardín vecinal de 1.400 metros cuadrados situado en el número 24 de la calle del Doctor Fourquet y que funciona sobre un terreno municipal, desde la autogestión asamblearia, como un gran contenedor de actividades y vida al servicio de la comunidad.

Foto: C. D.

El alcalde, José Luis Martínez-Almeida, reculó y devolvió el Huerto de Las Vías a los vecinos de Arganzuela que firmaron su cesión. Este patrimonio de los habitantes de Lavapiés, junto con el parque del Casino de la Reina, constituye una de las dos únicas zonas realmente verdes de Embajadores.

Como resultado, tres veteranos miembros de la asamblea abierta que gestiona el parque, Somos Lavapiés, reflexiona sobre el pasado, el presente y el futuro de este imprescindible del barrio, “espacio, asociación y proyecto al mismo tiempo”, según Alessandro Laudiero.

Junto a Sara Casado y Marie Obelleiro, Laudiero recuerda que el germen de Esta es una plaza fue el encuentro de vecinos del barrio con planificadores urbanos y arquitectos que habían realizado un taller en la Casa Encendida sobre acción urbana y espacio público. En ese taller se detectaron carencias en la zona y voluntades de sus habitantes que podían satisfacerse de aparecer el lugar adecuado: el entonces solar de Doctor Fourquet, un terreno en manos del Ayuntamiento desde 2003 y en barbecho durante tres décadas.

De la teoría se pasó a la práctica al tiempo que comenzó una negociación con el consistorio en busca de una cesión que llegaría, por cinco años, el 23 de diciembre de 2009. Más tarde, en 2018 y tras un lustro de alegalidad, Esta es una plaza ganó la gestión del espacio en concurso público. Actualmente, la mayor parte está ocupada por un huerto urbano, un jardín salvaje y una zona con más de 300 especies distintas de cactus. Al fondo hay un teatro con sus gradas; aquí y allá, bancos donde sentarse y mesas corridas, y todavía queda lugar para un arenero y área de juego de niños, un espacio de almacenaje, un semillero, unas composteras, y una biblioteca. Allí se celebran eventos vecinales.

En una ciudad donde el espacio público parece estar cada vez más mercantilizado, donde cada metro cuadrado tiene un precio y donde la convivencia comunitaria se diluye entre la prisa y el individualismo, Esta es una plaza emerge como un raro reducto de resistencia ciudadana. No es solo un jardín urbano: es una declaración de principios fuera la ignorancia del terreno.

Desde su apertura, el espacio ha funcionado bajo una premisa sencilla pero revolucionaria: es de todos y para todos. Abre cada día y está disponible gratuitamente para cualquier persona o colectivo que quiera darle un uso, sin más condición que el respeto a un código ético basado en la convivencia. Una asamblea mensual, abierta y con decisiones por consenso, es la única autoridad que rige este colorido oasis. Y cada último domingo de mes, la comunidad se congrega en jornadas de mantenimiento para preservar el lugar. “Este espacio existe porque hay participación y compromiso ciudadano”, explica Sara, una de las voluntarias.

Lo que sucede aquí desafía la lógica del modelo urbano dominante. No hay tarifas, no hay vigilancia privada, no hay patrocinadores. Lo que hay es biodiversidad, cooperación y un fuerte sentido de comunidad. Laudiero lo define como un organismo en constante mutación, pero siempre enraizado en unos pilares firmes: sostenibilidad medioambiental, economía solidaria, aprendizaje colectivo y la reapropiación del espacio público. En tiempos de consumo desenfrenado, aquí todo es gratuito por convicción. “Es puro activismo contra el consumo”, dice Casado, otro de los implicados en el proyecto.

Marie, actual presidenta de la asociación Esta es una plaza, insiste en que su labor no es la de imponer reglas, sino la de facilitar el uso del espacio de manera ética y respetuosa con el vecindario. Y aunque esto ya es en sí mismo un logro en una gran ciudad, este lugar también cumple otra función vital: es un refugio de biodiversidad. “Hemos visto anidar mirlos, hay aves de presa y contamos con especies botánicas de gran valor”, detalla Obelleiro, quien además menciona iniciativas que han surgido, como un taller de reparación de bicicletas o un grupo de crianza para niños.

Pero a pesar de su consolidación sigue estando a merced de la voluntad política. Aunque es objeto de estudio y un referente en España y más allá de nuestras fronteras, su existencia no está asegurada. En un contexto en el que lo público es sistemáticamente privatizado o instrumentalizado este jardín sigue siendo una anomalía, un recordatorio de que otro modelo de ciudad es posible. Un espacio donde la vida se prioriza sobre el beneficio económico. Y quizás, como dice Casado, “muchas veces, solo nos queda la plaza”.

A ojo de mirlo, desde los tejados rojos madrileños, se puede admitir que Lavapiés deja mucho que desear a diferencia de otros barrios que cuentan con unos jardines comunitarios a la altura de los neoyorquinos. Lejos queda el verdor de Singapur. Las zonas verdes comenzaron en Plaza España priorizando caminos de baldosas, pero quedaron a los pies de una crisis de vivienda. Si bien respirar oxígeno es necesario. La calle está para que los niños jueguen y los transeúntes se puedan relacionar.

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Un viaje sensorial, por María Gómez Mejía

Al adentrarme por primera vez en las callejuelas de Lavapiés me invade inmediatamente una sensación de descubrimiento. Los aromas exóticos se intensifican y los colores vibran. Nacionalidades diversas se mezclan en una sinfonía de voces y movimientos. La atmósfera es cautivadora.

En Lavapiés conviven africanos, latinoamericanos, indios, chinos, españoles y de otras partes del mundo. Los letreros de las tiendas, que ofrecen productos de Bangladesh, Turquía o Latinoamérica, son un testimonio de la variedad de orígenes. Esta mezcla de culturas tiene raíces profundas.

José Manuel, vecino del barrio, me cuenta cómo su madre le decía que Lavapiés fue una judería, y que su nombre proviene de la costumbre de los judíos de lavarse los pies en una fuente antes de entrar a la sinagoga.

Foto: M. G. M.

Decido entrar en una tienda de productos marroquíes. Me envuelve un aroma embriagador de incienso, canela y hierbas. Los colores de las telas y la artesanía árabe crean un espectáculo visual. La dependienta me explica que el buen tiempo atrae a muchos clientes, mientras que en invierno el barrio se remansa.

En mi recorrido me encuentro con murales que claman contra el racismo y la violencia, y que celebran la multiculturalidad. Un hombre mayor me explica que estos mensajes son una respuesta a la gran cantidad de inmigrantes que viven en el barrio.

Lavapiés, según el sitio web de Turismo de Madrid, es un punto de encuentro de diferentes culturas, donde “el legado madrileño” se fusiona con las costumbres y tradiciones de los recién llegados.

La experiencia gastronómica de Lavapiés es un reflejo de su diversidad. Sus calles laberínticas albergan restaurantes españoles, cubanos, marroquíes, italianos, indios y africanos… La combinación de especias y melodías en idiomas lejanos crean un ambiente estimulante. Al caminar un poco al norte de la plaza de Lavapiés, precisamente en la calle que lleva el mismo nombre, me encuentro con una hilera de restaurantes indios con terrazas llenas de comensales.

Lavapiés es un destino que no quiero abandonar. Su ambiente acogedor, su rica oferta gastronómica y su abanico cultural me han cautivado. El bullicio (colores, olores, sonidos, sabores) me transporta a un mercado familiar. Acaso sea una forma particular de volver a Nicaragua. Sin duda, volveré a Lavapiés para seguir explorando sus secretos y disfrutando de su atmósfera.

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La memoria borrada, por Martín Jiménez-Zumalacárregui

Lavapiés es un barrio donde hay mucho que contar, pero que a la vez es difícil de describir. Una zona en constante ebullición donde todo es mezcla, ruido, fiesta y protesta. En Lavapiés late el corazón de la ciudad con un ritmo intranquilo y las calles están llenas de historia, pero no de memoria.

Dicen que las calles no olvidan, pero los graffitis en honor a Mame Mbayé han desaparecido. La memoria por la muerte del joven senegalés el 15 de marzo de 2018 no ha superado la prueba del tiempo. Su recuerdo fue inundado en arte y protesta, al más puro estilo Lavapiés. La batalla estaba en el barrio y los vecinos mostraron su indignación sobre un caso que, tímidamente, parecía querer mostrar un trasfondo social y racial, quizás demasiado tabú para la sociedad madrileña.

En las calles del centro se ha pintado sobre una herida abierta y sobre un barrio que conoce bien el peso del olvido. Las paredes aún hablan, aunque su voz se debilita con el tiempo. Una herida abierta en el corazón de Madrid que nunca ha logrado cerrarse. Siete años después, no existe ningún proceso judicial en curso que aclare las responsabilidades de esta muerte. Todo parece seguir igual.

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Una hora de espera, 12 euros, y un viaje a Sierra Leona, por Johanna K. Herrera Castillo

En el número 22 de la calle Valencia, completamente accesibles y con un hambre voraz operan ocho lavadoras de lunes a domingo. Solas, sin nadie que las atienda más que un puñado de cámaras, en sus tambores se entremezclan las vidas de miles de personas.

La entrada es libre, pero no le atenderán más que carteles. Tantos, que fijar la vista en alguno será imposible. Hará frío la mayor parte del año; aquí no pega el sol. Y de la puerta, tan solo queda el marco.

Javier viene habitualmente a esta lavandería. Todas sus ropas caben en un carrito de la compra. Dos lavadoras de las pequeñas. Mientras espera su tiempo de lavado se sienta en las pocas sillas que hay. “A mí me gusta Madrid, porque aquí la gente está feliz”, comenta, convencido. Madrid, mientras tanto, atraviesa la calle sin prestar mucha atención al ventanal sobre el que se reposa. “Yo vine aquí hace 30 años. Antes de esto estuve en Alemania con mi hermana tres años. Y cuando vine a España me quedé con mi hermano, en Barcelona”. Javier nació en el Rif hace 62 años. “Nosotros no hablamos francés, tenemos nuestro idioma, nuestra cultura. No somos marroquíes, somos bereberes”. Hoy, lava su ropa en Lavapiés, a 706 kilómetros de su hogar.

En el tiempo en que Javier ha estado esperando a que su ropa termine de limpiarse han entrado tres personas. Primero una mujer blanca joven que con prisa ha recogido las sábanas que había puesto en la secadora. Al rato un joven negro, que con una mochila pequeña, recorrió el lugar con gran alboroto, pero al rato se fue decepcionado con los brazos en la cabeza. La lavandería es de pago, demasiado cara para las pocas prendas que poseía. La tercera, una mujer latina de la tercera edad. Ella no viene a lavar, solo a resguardarse un poco. Se irá justo antes de que la campana anuncie el final del lavado.

Mientras llena una cesta con su ropa, Javier sentencia: “Desde que vine a Madrid estoy en una mala época, pero no me preocupa, seguro que pasará”. Javier vive en Madrid desde hace siete años. Es obrero, y recorrió España de construcción en construcción. Entre una larga lista destaca que estuvo en la creación de Marina d’Or, poniendo los cimientos de lo que supuso el mayor complejo vacacional de España en la época. Pero esos años quedaron atrás. Los esfuerzos del pasado le han magullado el cuerpo. Tiene varias hernias en la columna y no podrá volver a su labor. Traspasa la cesta a un secador, llenándolo poco a poco en varios viajes. Cuando alza los brazos deja ver que el abrigo que viste es la única prenda que le cubre el torso. Sin camisa ni calcetines, con unas deportivas viejas, un pantalón de chandal y su abrigo, no posee más que lo que ha llenado la secadora.

En silencio, esperará a que la máquina termine. Cuando llega el momento, a las 18:23, lo dobla todo, llenando el carrito de la compra con sus pertenencias y se va, sin decir muy claro a dónde.

Foto: Johanna K. Herrera Castillo

A los cinco minutos entra una estudiante americana a secar la ropa que se llevará de vuelta a su país mañana. Llena el tambor y sale. Mientras tanto, la lavandería se sigue enfriando. Hoy es el primer día de sol después de tanta lluvia, pero aquí la temperatura no para de bajar.

A las 18:45 traspasa el umbral Henry B. Apoyado por una muleta avanza lento pero decidido hacia una de las lavadoras. Hoy la llenará con apenas cuatro prendas. Suficiente para ocupar por completo uno de los tambores pequeños. Comienza su primera media hora de espera.

Henry viajó a España a los 15 años: “Aquí, la educación es gratuita, no cuesta nada. Por eso vine”. Le coronan las sienes unas impolutas canas, que aparte de adornarle sobriamente, delatan su edad. “Yo me casé con una española y tuvimos seis hijos. Pero ya estoy divorciado y mis hijos viven con sus propias familias”. En la cartera guarda con cuidado una foto familiar añejada en la que faltan dos de sus hijos.

“Yo nací en Sierra Leona. […] aún tengo familia allí, sobrinos, hermanos, primos. Pero aquí las cosas son muy diferentes. En España la gente es muy diferente, ¡pero qué se le va a hacer…!”. Henry vive solo desde hace 10 años en una casa de Chinchón. Tras su divorcio se desligó de su familia, dejándoles más espacio del que quisiera.

Lava su ropa aquí porque la soledad, tan lejos de Madrid, a sus 76 años, le consume. Todos los días coge un autobús desde Chinchón hasta la capital, y tras una hora y media de trayecto llega a Lavapiés, donde se encuentran sus amistades más cercanas.

“Cuando estudiaba en la universidad nos quedábamos en el colegio mayor, pero en verano nos echaban a todos porque cerraban. Así que yo me iba al Retiro a dormir. Me iba donde estaban las bestias, pero venían los guardias e intentaban meterme miedo con que los animales se iban a escapar. Lo que no sabían es que a mí el león no me daba miedo. Al fin y al cabo soy de Sierra Leona”. Henry estudió dos carreras, arqueología y medicina. Estudió en el mismo año que la reina Sofía en la facultad de humanidades. “Ella iba a la facultad conmigo, y mírala, ella en su palacio y yo aquí, lavando mi ropa en Lavapiés”.

Tras graduarse, trabajó como arqueólogo hasta la jubilación. Aunque viajó varias veces, nunca se mudó de Madrid. Vivió la época franquista, la transición y los sucesivos años de democracia. Siempre viviendo sin mucho alboroto, dejando atrás las costumbres de su cultura para no llamar demasiado la atención. Con un único mantra: “esto es así, qué se le puede hacer”.

“Antes Lavapiés era un pueblo, cuando venía era un barrio tradicional, muy español. Aquí vivían familias de trabajadores. La gente era amable también, pero ahora me gusta mucho más. Ahora viven muchos inmigrantes, es más interesante, hay más del mundo”.

Foto: J. K. H. C.

La canción de fin de lavado marca el inicio de la siguiente media hora. Saca la ropa de la lavadora y la amontona en la secadora. “La primera vez que vine, hace 10 años, todo me costó cinco euros. Hoy me tengo que gastar 12…”.

El resto de la media hora la pasa recordando su matrimonio, la relación que mantiene con sus hijos y algún acontecimiento de la historia política del país. Al terminar, llena la mochila con la que vino con sus prendas y emprende el viaje de regreso a Chinchón. Mañana volverá a Lavapiés, con alguna excusa ineludible como la de hoy.

Y la lavandería seguirá aquí, devorando las historias de la gente que cruza el marco de una puerta inexistente, revolviendo todo, dejándolo limpio y seco en una hora.

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Lo castizo y lo multicultural, por Sofía Vera

Con más de cinco siglos de historia, este rincón ha evolucionado hasta convertirse en un espacio donde lo castizo y lo multicultural se mezclan de forma natural. El origen del nombre de Lavapiés está ligado a antiguas costumbres. Se dice que una fuente en la plaza central servía para que moriscos y judeoconversos realizaran abluciones antes de entrar a la sinagoga, que se encontraba en el lugar donde hoy se alza la Iglesia de San Lorenzo. Esta tradición pudo haber dado nombre al barrio. Con el tiempo, Lavapiés se convirtió en un barrio obrero, hogar de fábricas como las reales de Coches, la de Tapices y la de Cervezas, lo que consolidó su carácter popular.

Hoy, es sinónimo de diversidad. Se estima que el 40 % de los habitantes del centro de Madrid nacieron fuera de España, y en este barrio el número de inmigrantes es casi igual al de los locales. Esta mezcla ha enriquecido la vida cotidiana y ha dado lugar a una convivencia multicultural que se percibe en sus calles, mercados y festivales. Durante el Ramadán, la mezquita Baitul Mukarram se convierte en un punto de encuentro donde se ofrece comida gratuita con platos como pollo tandoori, msemmen y jalebi. Mohammad Fazle Elahi, fundador de la asociación Valiente Bangla, lidera esta iniciativa que promueve el entendimiento entre vecinos.

El arte urbano es otra de las señas de identidad de Lavapiés. Sus calles se han convertido en lienzos donde murales coloridos narran historias de lucha, esperanza y resistencia. Espacios como La Tabacalera, un centro cultural autogestionado, albergan exposiciones y talleres que fomentan la creatividad y el intercambio cultural entre los residentes. El flamenco también tiene su espacio en Lavapiés con la reapertura del mítico bar Candela. Tras tres años cerrado, este icónico local ha vuelto a encender la pasión flamenca en la calle del Olmo. La poeta Gloria Fuertes, con su estilo directo y emotivo, dejó una huella imborrable en la literatura. Artistas como el muralista Carlos Franco han embellecido el barrio con sus obras. Las historias se murmuran en estas calles de piedra. Lavapiés es corazón de mil destinos.

Ataco con pluma no con plomo, por Gloria Fuertes

Pluma,
pluma mía.
Herramienta heredada de trabajo.
¡Arma de paz!
¡Tijera corta rayos!
¡Corta penas!
Pluma de servidora
de malas hierbas podadora,
de potentes venenosos sarmientos
podadora,
en manos
de este pájaro loco desplumado
que aún aletea por mi blusa…
Ya no queda más que esta mi pluma
no ataca, se defiende.
¡Con pluma no con plomo!
Cariñoso utensilio violento
porque os doy con mi pluma en la cabeza.

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¿Qué esconden los balcones de Lavapiés?, por Marine Landreau

Madrid soleado, mejor dicho, Lavapiés brillando bajo los rayos del sol, un jueves. 27 de marzo. Paseo por las calles en busca de una historia. No voy a mentir: no tengo ni la menor idea de lo que busco. Sin embargo, por una vez, me dejo llevar por lo que me pueda ofrecer este barrio, al que he ido solamente dos veces en los seis años que llevo viviendo en la capital.

Miro: personas, comercios, mascotas, más personas, niños jugando en el parque, risas y olor a café y bizcocho de la abuela. Las 18 horas, la hora de la merienda. Y, de repente, decido levantar la mirada. Me fijo en lo que quizás no nos pararíamos a observar si paseamos un día cualquiera: los balcones. Me doy cuenta de que, en una misma calle, hay probablemente más de veinte, dependiendo de la longitud de la misma. Pero cada uno expresa un mensaje, defiende una idea, una pasión, una lucha o una simple decoración.

En mi cabeza empieza a formarse la historia, esa historia que no sabía que iba a crear en mi mente como una especie de poesía, en la que me imagino saltando de balcón en balcón, contando lo que me produce cada uno de ellos.

De manera automática, mi mente comienza a clasificar, por categorías imaginarias, los balcones que veo parecidos o con mensajes que me producen la misma emoción. Tengo, primero, por un lado, las banderas de España –que son pocas en este barrio–, las de comunidades autónomas, como Extremadura, y las LGTB, que están muy presentes en Lavapiés.

Mi segunda categoría sigue siendo banderas, pero quiero que éstas tengan su propia familia: las banderas religiosas.

Los mensajes de lucha, de reivindicación por una causa concreta, por un país, por una población, son otra categoría.

La siguiente es la que me transmite felicidad, alegría, paz: balcones con muchas flores, decorados con diferentes colores. Un rincón que invita a sentarse alrededor de una mesa, con amigos o familia, y disfrutar de la compañía y del momento.

Termino mi recorrido con una última categoría, que la definiría como vacía. De hecho, no pensaba destacarla, pero realmente ocupa un gran lugar en la ciudad: las terrazas que no llevan mensaje, decoración, sillas para tomar el café… nada. Nada de nada. Algunos suelen llevar carteles que ponen se vende o se alquila.

Lavapiés me enseñó en lo que no nos fijamos: ¿qué historias habrá detrás de cada uno de esos balcones?

Fotos: Marine Landreau

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Esta no es una placita, por Paula Guzmán y Julia García

Foto: Paula Guzmán y Julia García

En Madrid no hay playas, ni montes, ni bosques. Pero la capital cuenta con 118 kilómetros cuadrados de zona verde, y ninguno en Lavapiés. Este es el barrio con menos parques de Madrid.

Paseando por las calles hay un pequeño hueco habitado por un espacio que trasciende todos los cafés de especialidad, la muchedumbre, el turismo y los precios desorbitados. Un lugar de esos en los que convergen distintos tipos de magias, aunque sin duda la más potente es la de la comunidad. El cartel de madera en la entrada ya avisa de que esto no es un parque, “esta es una plaza”, un jardín compartido creado en un solar cedido por el ayuntamiento a los vecinos que promete alzar la participación ciudadana. Pocos barrios hay más castizos que Lavapiés, y sin embargo, hoy conviven un sinfín de países que inundan las aceras de conversaciones, gritos y música en decenas de idiomas. Porque no hay nada más madrileño que venir de fuera. El sentimiento de comunidad ha creado este espacio. El barrio es cada vez menos cooperativo, pero este lugar es un oasis de resistencia, todavía hay un lugar donde juntarse.

En la entrada, un grupo de mujeres veladas dan la espalda a un verso bereber:

Si en los jardines que habita me impiden ver a mi dueño en los jardines del sueño nos daremos una cita

En una barriada inagotable, niños, caninos, aves, hortalizas y hasta poetas respiran en Doctor Fourquet número 17. Cuando el ama de llaves indica que es la hora del cierre, es difícil encontrar otro parque al que mudarse. Si preguntas quién se encarga del sitio, una mujer embarazada rodeada de un séquito de chiquillos te dirá que desde hace quince años los vecinos aportan lo que pueden. En apenas treinta metros de la misma calle, el madrileño puede elegir entre, al menos, cuatro galerías de arte a las que asomar su curiosidad. A la merced de la placita hay una exposición aparentemente inconexa, “la causa remota” de los pueblos originarios del Amazonas. De sus salas emanan cantos indígenas acompañados de un grupo de pájaros coristas que escapan de la habitación, atraviesan el pasillo adornado en un blanco y negro enmarcado y selvático y aterrizan en los oídos de los transeúntes que adornan la calzada. La tierra es el eje vertebrador de las causas sociales. Aunque pareciese lejano, la placita de Lavapiés es exactamente lo mismo: un grupo de personas reclamando un poco de tierra, en este caso entre bloques de cemento vertical y oriundos toldos verdes.

Foto: P. G. y J. G.

En una primera ojeada, cualquier visitante afirmaría que a Lavapiés no le falta de nada, pero es inevitable pensar que la naturaleza siempre se acaba abriendo paso. Esto no es una placita, o por lo menos, no sólo. Es un lugar de encuentro, de reunión y de refugio. Un espacio donde todos cuidan un poco de todos, donde el ruido es menos fuerte, un jardín vivo tejido de manos y sueños, donde la tierra respira cambio y el verde crece sin límites.

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Viajar con gusto sin salir de un barrio, por Miguel Bernad

Se puede viajar de muchas maneras: viendo una película, leyendo un libro, escuchando una canción. Pero hoy, de todas las formas de viajar, elijo el paladar.

El barrio de Lavapiés es uno de los distritos más multiculturales de Madrid. La mayoría de países del globo tienen su representación en el barrio a modo de restaurantes, teterías, bares, obradores, heladerías… como si de un catálogo gastronómico se tratara. Para los indecisos y los poco aventureros Lavapiés ofrece la oportunidad de cruzar miles de kilómetros mediante el paladar, estimulando las papilas gustativas con sabores y texturas típicas de algún punto recóndito del mundo.

Pronto llegará el verano, y con él las vacaciones; viajar, para algunos, es imprescindible para disfrutar del tiempo libre. Sin embargo, en un mundo globalizado como el nuestro, la indecisión puede paralizar al viajero a la hora de elegir destino. ¿Qué se valora para elegir destino? El clima, el precio, la distancia… y la comida.

Para los viajeros que amen la gastronomía, Lavapiés funciona como un catálogo de Netflix. Los sabores y platos más típicos del país que pretendes visitar están en algún rincón del barrio polimorfo. Si chequeas el alojamiento y las actividades que puedes hacer en un destino, ¿por qué no hacerlo con la comida?

La gastronomía de los cinco continentes está presente en los fogones humeantes de los restaurantes del barrio. En la calle lavapiés uno puede dejarse hipnotizar por los olores a curry, cúrcuma y clavo que desprenden los restaurantes indios. Calcuta, en el 48 de la calle Lavapiés, prepara un pollo tandori al estilo tradicional indio que, con degustarlo, te transporta a Calcuta.

Unas calles más abajo la presencia de la cultura africana se abre camino en la gastronomía y el ocio. En la calle Paredes abundan las teterías y restaurantes de países del Sahel. El olor a hierbabuena y el sonido constante y tranquilizador de las conversaciones, como si fueran flujos de agua, definen el ambiente de Diáspora Afro, restaurante senegalés donde elaboran platos típicos de la cocina senegalesa y diferenciada por regiones dentro del propio país. Además preparan infusiones caseras con hierbabuena, té verde y jengibre.

Sani Sapori es un viaje de ida y vuelta a Roma. El escaparate reluce con los colores de los helados y tras ella se encuentra Julia, una italiana que lleva más de 5 años en Madrid regentando esta heladería, la clave del éxito es “buenos productos y mucho amor, como hacemos los italianos”. Productos importados desde Italia, leche 100% ecológica procedente de Galicia y dedicación artesanal convierten a los helados en viajes fugaces. Los gelatos te transportan al Trastevere en una noche de verano, evocan un plano de La Gran Belleza, de Pablo Sorrentino.

Ritmos caribeños suenan en la calle de la Argumosa invitando a los viandantes a poner un pie en un pequeño rincón de esencia latinoamericana en pleno centro de Madrid. La Fuga del Lobo es un restaurante caribeño, con pasión latina. Suelos de tablones de madera, grafitis en las paredes, fotos de La Habana y Guajira, Willy Colon y Hector Lavoe sonando en estéreo, patacones de pibil, arepas, cócteles… se puede cruzar el charco solo con cruzar su puerta.

La multiculturalidad del barrio de Lavapiés permite viajar con el paladar a los cinco continentes; desayunar en Senegal, comer en Calcuta y tomar el postre en Roma.

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Tercera Guerra Mundial: ¿la respuesta está en las cartas?, por Miguel Chillón Barba

Tratando de despejar con la ayuda de un filósofo coreano afincado en Alemania el espejo bosque de la información para no extraviarme, caminaba por la calle de Magdalena, cuando una tienda situada junto a la Filmoteca Española captó mi atención. Se trataba de uno de los locales del fabricante esotérico El Alquimista, que debe funcionar muy bien para poder permitirse un local a menos de 500 metros de Tirso de Molina. Un vistazo a su página web revela que tienen otro en Vallecas, y que planean abrir un tercero en Getafe Norte. Además, son distribuidores mundiales en exclusiva de dos empresas: Magic Flame, con sede en Shenzhen, China, y Hathor Magic Books House, con sede en Bucarest, Rumanía.

El escaparate está repleto de baratijas; desde amuletos hasta libros sobre magia ancestral, pasando por cristales y velas de todas las formas y colores. El cartel sobre la entrada reza: “Solución de Problemas Emocionales, Pareja, Sexo, Trabajo, Hijos…”. Más abajo se pueden leer las tarifas de sus servicios: una consulta de péndulo hebreo por 60 euros, una sesión de lectura de manos por 20 euros, o 15 euros por diez minutos de tarot; entre muchos otros.

Desalentado por la tormenta de la desinformación y en pos de distraer mi mente de tema tan angustioso, me asaltó una idea descabellada: ¿y si las respuestas realmente estuvieran en las cartas? Por una vez, en lugar de basar mi trabajo en fuentes rigurosamente contrastadas probaría suerte arrojando mi pregunta al universo.

La puerta se abrió con un chirrido, y el olor a incienso invadió por completo mis fosas nasales. Junto a la entrada, otro cartel: “prohibido grabar o tomar fotos”. La sala, iluminada por una luz tenue, estaba recubierta de vitrinas llenas de objetos de lo más variopinto: Figuras de Cristo y de la Virgen compartiendo estantes con Budas, extravagantes collares hechos de abalorios y plumas, cálices de metal, atrapasueños, barajas de tarot, cristales con supuestas propiedades mágicas… La lista es interminable. Había incluso a ver una cartera con el logo del Partido Comunista Soviético, que parecía fuera de lugar.

Me recibieron dos empleadas con acento latinoamericano, tal vez peruano o guatemalteco. No lo sé con certeza porque ambas se negaron a responder a mis preguntas y me pidieron que omitiera sus nombres, argumentando que el encargado no estaba presente y que no sabían cuándo vendría. De media edad y baja estatura, con el pelo moreno recogido y la tez oscura; una de ellas tenía la boca torcida en una mueca permanente. Me dijeron que la tarotista estaba terminando una sesión y que debería esperar un poco; pero justo en ese momento se abrió una puerta situada al fondo y salió una chica joven con aire consternado que fue disparada hacia la caja sin mediar palabra. Tal vez no le habían gustado las respuestas que le habían dado.

Una mujer de unos cincuenta años de edad, con una media melena rizada teñida de rubio oscuro, y vestida con un blazer estilo business casual asomó la cabeza de la sala y le dijo a su compañera: “¡Doce minutos!”. Después, remarcó mi presencia y me invitó a entrar.

La sala era pequeña, apenas del tamaño de esos armarios en los que los conserjes guardan todo el equipo de limpieza. En ella tan solo había una pequeña mesa circular recubierta por un mantel blanco con dos sillas, una frente a otra, además de un pequeño taburete junto a la puerta. Sobre la mesa, una baraja de cartas apiladas bocabajo. La tarotista, que también me pidió que no divulgara su nombre, se sentó y me invitó a hacer lo mismo. Antes de comenzar me advirtió de que a partir de los primeros 10 minutos cada minuto extra costaría un euro adicional. Acto seguido, me miró a los ojos y dijo: “¿Cuál es tu pregunta”?

En aquel momento, solo una pregunta se me venía a la cabeza; un interrogante sin respuesta sobre el que los expertos solo pueden conjeturar, algo imposible de responder con certeza: ¿Habrá una guerra a gran escala en Europa próximamente?

La mujer me miró extrañada, frunciendo el ceño en un gesto de confusión. Sus ojos marrones revelaban sorpresa y una cierta incomodidad, como si le hubiera preguntado sobre algo ajeno a su tema. Bueno, en realidad lo había hecho, pero supuestamente las cartas contienen todas las respuestas. Barajó el mazo y me pidió que lo cortase en dos y que eligiese uno de los montones. Elegí el de la derecha, y ella lo cogió y comenzó a extender varias cartas bocarriba sobre la mesa. Tras unos segundos de pausa, llegó la respuesta: las cartas decían que no, que una “tercera guerra mundial” (como la llamó ella) no está en el horizonte, pero que los conflictos seguirán. “Habrá pausas, treguas temporales, pero la tensión nunca desaparecerá del todo. También va a haber apoyo de fuera de Europa”, añadió, sin especificar más. Intenté preguntar acerca de los conflictos y apoyos a los que se refería, pero las respuestas seguían siendo insatisfactorias.

A decir verdad, se notaba que la pregunta se le escapaba. Por un instante, me pareció ver a través de todo aquel misticismo mientras la tarotista rebuscaba en su cabeza la manera de alargar su monólogo una frase más. A los cinco minutos, ya había obtenido mi respuesta, y también era evidente que no habría más detalles añadidos. El ambiente era un tanto incómodo, y yo ya comenzaba a despedirme, cuando la vidente me espetó: “¿No tienes otra pregunta? Tal vez algo más personal, ¿no?”. No la tenía.

En ese momento, el modelo de negocio se hizo evidente: el precio base de la consulta era de 15 € por 10 minutos, pero cada minuto adicional costaba 1 € más. El juego consiste en conseguir que el cliente haga un máximo de preguntas y dar respuestas difusas, estirando el hilo de la conversación lo máximo posible para hacer que el tiempo pase sin que el consultante lo note. A pesar de las repetidas insistencias, no quise preguntar nada más. Eso hizo que un leve tono de molestia fuera apareciendo en la voz de la mujer. Al final se rindió, abrió la puerta de la sala y se despidió de mí; no sin antes asomar la cabeza y decirle a su compañera: “¡Diez minutos!” En realidad, habían sido solo siete, pero supongo que a efectos prácticos daba lo mismo.

Al pasar por caja, la mujer de la boca torcida me pidió que pagara en efectivo (debe ser que es más mágico; o más fácil de esconder de Hacienda), pero terminó aceptando que le hiciera un BIZUM al número de su hijo. ¿Sería este el misterioso jefe ausente? Salí de El Alquimista con una gran decepción, y con quince euros menos en mi cuenta bancaria. Está claro que aquí el esoterismo y el negocio van unidos de la mano, y el límite entre la espiritualidad y la estrategia comercial es difuso cuanto menos.

La realidad es que el auge de este tipo de negocios no es un fenómeno aislado. En tiempos de incertidumbre, la espiritualidad y lo esotérico se convierten en refugios para muchas personas que se sienten abandonas a su suerte. Diversos estudios, tales como “Religión vivida y consumo religioso/espiritual: creyentes, usuarios y vida cotidiana en Santiago de Chile” (Luis Bahamondes González y Nelson Marín Alarcón, 2022) argumentan que la demanda de estos servicios crece en tiempos de inestabilidad social. Además, la falta de regulaciones y normativas en este sector deja a los consumidores en una posición vulnerable, ya que no hay ningún mecanismo que verifique la ética y la veracidad de estos servicios, dando pie a una posible explotación comercial de las incertidumbres y preocupaciones ajenas.

Salí del local con más preguntas que respuestas. Era de esperar. Pero una parte de mí había sido tentada por aquel misticismo contante y sonante. Quizás el verdadero atractivo del tarot no radica en las respuestas, sino en el propio proceso; en ese momento mágico en el que parece que un ritual puede dejarte entrever el futuro. Pero la realidad es que el futuro no está escrito; no es sino una consecuencia del presente, siempre cambiante. Pero no gasten dinero en el tarot. La información valiosa de verdad es aquella que puede ser contrastada.

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Entre plumas y adoquines, por Berta Villafuerte

Desde mi nido en la cima de una cornisa en Lavapiés he podido observar la vida de la plaza Nelson Mandela durante años. Las alas de mis padres y abuelos surcaron este cielo mucho antes de que alguien optara por modificar su nombre, mucho antes de que los niños jugaran sobre sus adoquines y de que las terrazas de los bares se establecieran como el centro de la conversación.

Recuerdo que me contaban aquellos tiempos en que esta plaza solo era un lugar gris, llamada plaza de Cabestreros, con una pequeña fuente justo en el medio. Eran tiempos en los que la plaza apenas se diferenciaba de otras esquinas del vecindario. Sin embargo, las transformaciones llegaron con el nuevo siglo, y junto a ellas, un soplo de aire fresco para este rincón de Madrid.

Antes de que mis mayores se posaran en los bancos y farolas de la plaza, aquí se hallaba el Convento de Santa Catalina de Siena, un edificio que dominaba el paisaje urbano hasta su demolición en el año 1824. A lo largo de varios años, sus restos permanecieron como un recordatorio de un pasado que pocos conocían, hasta que en 2006 sus últimos pedazos fueron retirados para abrir paso a un espacio más accesible.

La rehabilitación de la plaza trajo consigo una nueva identidad y, en 2014, se decidió que se le daría el nombre de plaza Nelson Mandela, un tributo al líder sudafricano símbolo de la lucha por la igualdad y la diversidad. Un nombre que, sin lugar a dudas, reflejaba el carácter de Lavapiés, un barrio donde el 43’5% de sus residentes son de origen extranjero y donde las culturas se fusionan en una armonía de idiomas, aromas y tradiciones.

Pero no todo ha sido bonito. Desde mi perspectiva, he podido observar los contrastes de este sitio. Mientras algunos llegan aquí buscando oportunidades y un sentimiento de comunidad, otros han aprovechado las sombras de la noche para actividades menos honorables. La plaza ha sido escenario de tensiones, con operativos policiales que han intentado erradicar el tráfico de drogas y desalojos de espacios ocupados, como La Quimera, un punto de conflicto que en 2022 fue vaciado por la policía.

A pesar de estos altibajos, la plaza Nelson Mandela sigue viva. Desde mi nido, en lo alto, veo a las familias pasear, a los niños jugar a la pelota, a los músicos improvisar melodías que se mezclan con el sonido del bullicio. He visto murales llenos de colores y mensajes de lucha y esperanza; he visto celebraciones y protestas.

Hoy, esta plaza es más que un simple espacio público. Es un reflejo del alma de Lavapiés, con su diversidad, sus luchas y su espíritu resiliente. Desde el cielo, sigo observando, porque la historia de este lugar nunca deja de escribirse.

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Traficantes de Sueños logra resistir a un fondo buitre: “seguimos aquí, y vamos a pelear por quedarnos”, por Ngone Pouye Ndiaye

Lavapiés es uno de los barrios más antiguos de Madrid donde conviven varios continentes, pero en las últimas décadas ha sido uno de los más afectados por la gentrificación y el aumento del turismo. 



Las calles que hace unos años estaban repletas de pequeños negocios locales multiculturales hoy ven cómo van desapareciendo poco a poco y son sustituidos por cafeterías de moda, espacios de trabajo para nómadas digitales que eligen este barrio para vivir y tiendas orientadas a turistas. Pero no solo ocurre con los negocios locales, el auge de los alquileres turísticos ha generado una transformación profunda en este distrito. Según un informe del Ayuntamiento de Madrid, en los últimos cinco años el precio del alquiler en Lavapiés ha aumentado en un 40%, obligando a vecinos y comerciantes de toda la vida a marcharse y facilitando la llegada de nuevos residentes o emprendedores con mayor capacidad adquisitiva.

En una pequeña zapatería con aroma a cuero y betún cerca de la plaza de Lavapiés, Luis Miguel atiende a una vecina de toda la vida entre estanterías repletas de cajas de zapatos cuidadosamente ordenadas, pósteres antiguos de marcas como Piolín y el clásico logo de Nenuco adornan las paredes. La clienta ha venido a por unas nuevas zapatillas de andar por casa y mientras se prueba las diferentes opciones Luis Miguel, como lo ha hecho durante décadas, le ofrece adaptarle la horma del zapato que elija para mayor comodidad. 



Luis Miguel retomó el negocio familiar en 1973 tras la jubilación de su padre, quien había inaugurado la zapatería en 1951: “De las trece zapaterías que éramos en el barrio solo quedo yo”, comenta mientras ajusta los zapatos de la vecina. El pasado verano cerró la última zapatería que quedaba en la calle del Tribulete, víctima de la compra del edificio por parte de un fondo buitre. Para los locales de toda la vida, mantenerse no ha sido una tarea fácil. Además de la presión inmobiliaria la llegada de un público más joven y la competencia de las compras por internet afectan gravemente a estos pequeños negocios, los hábitos de consumo también se han vuelto un obstáculo. “Hoy la gente compra los zapatos por internet, sin probárselos y los devuelve sin coste. A nosotros nos cuesta competir contra eso”. Sin embargo, Luis Miguel ha logrado conservar a sus clientes en gran parte por ser el propietario del local. “Las inmobiliarias han intentado comprarme el edificio”, cuenta. Compró el local y lo rehabilitó en los años 90, cuando era presidente de la comunidad de vecinos, y esto le ha permitido evitar el destino de muchos de sus colegas: sufrir un desalojo forzado por la subida de alquileres o la venta de los edificios a fondos buitres y productoras. “Si yo no hubiera comprado el local en los 90 ahora estaría fuera como todos los demás”, dice el zapatero.

Poco queda del Lavapiés el que se crio Luis Miguel, “antaño un barrio de clase trabajadora y de comercios familiares. Ahora en Tribulete un fondo de inversión compró y vació un edificio entero, echando a los inquilinos y a los negocios de la planta baja”, recuerda. El destino de la zapatería le sigue pareciendo incierto, pero Luis Miguel no tiene planes de cerrar: “Cada vez quedamos menos, la pregunta es hasta cuándo podré seguir aquí”, dice con resignación. Seguirá abriendo su tienda cada mañana, manteniendo vivo un oficio en extinción y ofreciendo un servicio que va más allá de comprar un zapato.

Mientras tanto, apenas a 800 metros de allí, la librería Traficantes de Sueños, símbolo de la resistencia cultural del barrio, se enfrenta un reto diferente: la venta del local que ocupa desde hace años. Ubicada a unos metros de la Plaza Tirso de Molina, desde su fundación en 1995, Traficantes de Sueños más que una librería se ha convertido en el refugio de pensamiento crítico y movimientos sociales: “Seguimos aquí, y vamos a pelear por quedarnos”, afirman con determinación. 



El proyecto nació a mediados de los noventa impulsado por un grupo de jóvenes vinculados a movimientos sociales y culturales. Durante sus primeros años funcionó como editorial y distribuidora, y no fue hasta 2004 cuando abrieron su primera librería física en la calle de Embajadores. Desde sus inicios apostaron por un modelo cooperativo, con un catálogo centrado en ensayo político, pensamiento crítico y activismo. En 2014 se trasladaron al actual local de la calle del Duque de Alba, un espacio más amplio que les permitió ampliar sus actividades culturales y afianzar su papel como centro de encuentro del barrio.

Ha funcionado como punto de encuentro para activistas, vecinos y lectores. Sin embargo, hasta hace unos meses estuvieron a punto de perder el local. Fue el pasado mes de diciembre cuando la asociación que gestiona la librería recibió la notificación de que el dueño había decidido vender el espacio que alquilaban desde 2014 y no se quedaron de brazos cruzados: “No podíamos dejar que este espacio se convirtiera en otra cafetería de moda o en una tienda para turistas”, explican los responsables del proyecto.

En un distrito donde los negocios cierran a un ritmo acelerado y los alquileres comerciales se han vuelto insostenibles, la venta del local suponía una amenaza real para la continuidad de la librería, por lo que decidieron lanzar una campaña para evitar su cierre a través de una financiación colectiva bajo el nombre #ConVosotrasSí: El proyecto Duque de Alba 13 SE QUEDA. El objetivo era recaudar la cantidad de dinero necesaria para poder comprar y reformar el local. “El problema que tiene el edificio no se ve a simple vista, pero tiene un pequeño vencimiento, porque es una casa de más de dos siglos a la que le falta un pilar”, explican entre risas.

La respuesta de la comunidad no se hizo esperar y a través de donaciones de particulares, actividades solidarias y la implicación de otras entidades afines hizo que se crease una red de apoyo más allá del propio barrio. Con este proyecto no solo se buscaba la permanencia de la librería, sino también demostrar que un modelo de propiedad colectiva es posible para evitar que los espacios caigan en manos de inversores. “Queremos demostrar que es posible otro modelo de ciudad, uno en el que los espacios culturales y sociales no estén sometidos a las leyes del mercado”.

En este contexto, la librería se ha convertido en un ejemplo de resistencia colectiva promoviendo eventos culturales, charlas políticas y una selección de libros que invitan a la reflexión constantemente. El modelo de gestión siempre ha sido cooperativo y autogestionado. Pero esta opción también plantea desafíos económicos constantes: “dependemos de las ventas, de las actividades que organizamos y de la participación de la comunidad”, por lo que la campaña no solo buscaba asegurar la compra del local, sino también reforzar la estabilidad del proyecto a largo plazo. “Si este espacio desaparece, no solo perdemos una librería, sino un punto de encuentro fundamental para la comunidad”, explican.

No solo los comerciantes tradicionales ven con preocupación el avance del aburguesamiento de Lavapiés. Kenny Clewett, un estadounidense que se crio en Madrid desde los siete años comparte su visión: “Oigo mucho inglés americano en la calle, cada vez más. Veo muchos nómadas o gente guiri (de Estados Unidos, Inglaterra, Francia), sitios cuyos dueños no son del barrio –seguramente un fondo– y donde todo es mucho más caro de lo razonable. La mayoría de vecinos odiamos esos sitios porque destrozan el barrio”. La nueva realidad de Lavapiés ha afectado a todos los niveles, la historia de Luis Miguel y su zapatería es la de alguien que ha logrado resistir frente a la marea del cambio, pero que sigue viendo cómo su entorno se transforma. Por otro lado, Traficantes de Sueños representa a aquellos que, sin ser propietarios, buscan maneras innovadoras de hacer frente a los efectos de un mercado inmobiliario cada vez más excluyente.

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Estación en curva, por León Vázquez Vicente

Llegué a Madrid hace casi diez años para estudiar periodismo. Viví dos años en la calle Ave María número 44, en una portería reacondicionada de 27 metros cuadrados. Un salón-cocina que daba a una corrala y dos habitaciones oscuras con ventanucos ínfimos. Costaba 800 euros al mes (la última vez que lo miré, 1.500). Allí vivía casi encerrado con mi hermano. En el mismo edificio, media docena de chicos se hacinaban en un piso patera. Enfrente, una familia china regentaba el supermercado DIA, que ya ha cerrado. En él compensaba los suspensos comprando cruasanes azucarados.

En Lavapiés viví mi primer amor. Conocí a Angela Davis en La Casa Encendida. Salí del armario en el café Barbieri. Le ofrecieron droga a mi abuela. Dejé la carrera y, en más de una ocasión, en aquella habitación oscura traté de morirme. Es curioso cómo la memoria editorializa los recuerdos y los lugares. Hoy, una década después, Lavapiés me sigue pareciendo igual de inabarcable.

Do mi sol. Suenan las tres notas distorsionadas en acorde mayor del metro. Murmullo como un mantra para mis adentros: “Próxima estación Lavapiés. Estación en curva, procura no introducir el pie entre coche y andén”. La plaza y evitar tropezar en las aceras siempre destrozadas, la luz perpendicular de la media tarde sobre la calle del Tribulete. Camino hacia el mercado con la automaticidad de un trayecto aprendido.

Una historia que conmueva”. Deambulo hacia el mercado porque tengo la certeza de que si he de encontrar mi historia tiene que ser allí dentro. Pero me detengo para buscar un camino distinto, uno que no haya recorrido, pero me lleve al mismo destino. Frente a mí, el café-panadería Novo Mundo, uno de esos locales alternativos y sostenibles, con premios por cuestiones gastronómicas extremadamente específicas. Entro para darme tiempo a pensar, a distraerme con la bollería cara y exquisita, quizás buscando refugiarse brevemente en un lugar que aún no carga recuerdos.

La camarera, con su pelo teñido cobrizo y liso, tatuajes asomando bajo las mangas de su camiseta de tirantes y un piercing discreto en la nariz, me atiende con cortesía distraída. Pido un rollo de canela que llega sobre un plato de acero ovalado. Los modernos dirían que es cubertería vintage. La bollería tiene un exterior crujiente y un interior blandito, pero al morderlo siento que es de ayer. Está cubierto por una crema deliciosa, decadente y densa. Una gota cae sobre mi libreta, dejando una mancha grasa que delimita el territorio, una frontera entre lo que vine a buscar y lo que se que voy a encontrar.

Mientras mastico lentamente observo descaradamente la cafetería: la decoración minimalista, las mesas ordenadas con sillas de colegio, las conversaciones dispersas. La textura desigual de la bollería me regresa estereotípicamente al pasado. Al dulzor de los cruasanes industriales marca DÍA. El barista lleva mandil impoluto y bigote minúsculo. Se llama Samuel, me habla de todo y de nada, le pregunto por el café que venden: “Es todo nicaragüense”, me dice con su suave acento, “a trece euros la bolsita de 250 gramos”. En un cálculo rápido eso son 52 euros el kilo. “Te lo podemos moler aquí si quieres”, dice con voz risueña. Samuel es demasiado amable como para preguntarle por lo que sabe de lo que pasa en Nicaragua.

Tras el café cruzó hacia el estanco de enfrente. En la puerta, un hombre con barba descuidada y gorro me pide un cigarrillo, como si me estuviera esperando. Sus uñas están ennegrecidas, apenas intercambiamos miradas. “¿Me das un cigarrín?”. Le ofrezco uno mientras respondo, casi por inercia que, los cigarrillos están para compartirlos. “Bueno, con lo que cuesta conseguirlos a veces”, dice sonriendo ligeramente. Con lo que cuesta conseguir cualquier historia en este barrio.

La necesidad de otro café me hace detenerme antes de entrar al mercado. La entrada parece sacada de otra época, si no fuera por los grafitis que cubren parcialmente su fachada. El mercado de San Fernando, situado en el extremo del barrio, en la calle Embajadores, lleva el nombre del santo vinculado a la Reconquista de Al-Ándalus. Tiene cierta ironía que, en pleno Ramadán, un lugar tan marcado por la diversidad cultural del barrio lleve el nombre de un rey cristiano.

El edificio tiene ese estilo austero de los primeros años del franquismo: ventanales traslúcidos que apenas dejan pasar la luz, el primer piso de granito, el segundo de ladrillo y un tejado de pizarra. Encima, unas bolas decorativas que intentan emular, de forma modestamente cutre, la monumentalidad de El Escorial.

Justo en la puerta duerme un hombre sobre un colchón. Está cubierto por un edredón blanco con flores, amarillento y desgastado, que lo envuelve como una capa de nieve sucia. Muy cerca, en un banco, una pareja de turistas franceses de mediana edad discute en voz baja, señalando una guía de viajes con gesto perdido. Apenas hablan inglés y tienen esa expresión desconcertada de quienes buscan una experiencia auténtica en lugares que hace tiempo dejaron de serlo.

El fluir de la calle es indiferente al turismo y a la miseria. Abuelos con niños pequeños, mujeres con velo llevando carritos de la compra y una procesión absurda de perros minúsculos avanzan sin pausa. Nadie está dispuesto a malgastar el buen tiempo dentro del mercado. Nadie presta atención al reflejo de la luz sobre los cristales grasientos, a los locales abandonados ni a los restos de una bicicleta robada, encadenada a una de las verjas. Esta estructura resume con precisión el estado del barrio: lo que queda cuando todo lo demás ha sido arrancado.

Finalmente, el mercado. Suspendido en el silencio molesto de la estática ventilación estática molesta de la ventilación. Parece la sala de espera entre el Lavapiés que conocí y otro que solo existe los fines de semana. Solo lo rompe el clic clac de las fichas de dominó de un grupo de viejos, que se resiste a hablar y no quieren saber nada de periodistas. El interior está lleno de puestos cerrados, algunos cubiertos con lonas viejas, pegatinas gastadas y banderas arcoíris descoloridas. Los locales abiertos son tan pocos que casi se pueden contar con una mano, como un museo vivo del barrio que resiste a duras penas. Tres bares, dos carnicerías, una librería y una tienda de tatuajes.

Camino un poco más allá, hacia uno de los pocos bares abiertos, la Tasquinha Lisboa. Allí están Mishel y Anna, haciendo tiempo, sabiendo que hasta las 7 los clientes no llegan. Anna es cubana y bailarina contemporánea, vino a España hace apenas unos meses. Cuando le pregunto que porqué me dice en tono jocoso “Si eres periodista deberías saberlo. Vine para poder hacer vida”. ¿Y cómo te va de momento? “De momento, tirando”. Mishel tiene 32 años, me cuentan que de diario está muerto, vino de Ecuador con 8 años. Tiene puesto Gorillaz en los altavoces. ¿Eres fan del grupo?, “Sí, me recuerda a mi adolescencia”. Plastic Beach es mi álbum favorito, le digo. 

Cruzo hasta el fondo del mercado, hacia la una librería que me llama la atención, Casquería. Aquí los libros se pesan como si fueran carne y se venden por kilos, no por títulos. Toda una hilera de tomos dispuestos sobre las antiguos expositores metálicos de la Carnicería Manoli. Luis, uno de los libreros, selecciona los libros, y les pasa una bayeta húmeda para quitarles el polvo y la roña frente a una báscula.

“Aquí no hay ánimo de lucro”, dice Luis sin dejar de trabajar. “Vendemos libros baratos y no nos forramos. Es mejor traerlos aquí que llevarlos a esas franquicias que solo aceptan libros posteriores al año 2000. Nosotros recogemos todo”. Hace una pausa para atender a un joven cliente. Le pregunto cómo ve el barrio, por los carteles pegados en con el rostro de María López, la anciana de 95 años que murió un mes después de ser desahuciada. La respuesta de Luis tiene la franqueza de quien lleva años comprometido: “Lavapiés sigue afectado por el capitalismo y el Airbnb. Continúan los desahucios. Es la misma historia desde hace años”.

Aprovecho para aclararle que estoy escribiendo sobre el mercado y el barrio y que soy periodista. Su tono cambia, más serio, y me reprocha con amabilidad no habérselo dicho antes, por una cuestión de ética profesional. “Yo no sé si eres de OKDiario”, dice con una mezcla de ironía y recelo. Y concluye con lo que necesito saber de la librería: “Llevamos 14 años trabajando así, vendiendo libros baratos porque nos gusta, el mismo precio. Pero recuerda: soy solo una voz en un colectivo. Nos reunimos mensualmente, somos muchas personas. Mi opinión no representa a toda la Casquería”.

Salgo del mercado con la sensación de haber caminado por uno de esos espacios vacíos que uno recuerda pero en los que nunca ha estado. Un déjà vu arquitectónico donde el tiempo se ha detenido entre un pasado demasiado presente y un futuro que se resiste a llegar. La tarde ya está cayendo, y afuera, la plaza se llena lentamente con la gente del barrio que vuelve del trabajo, del colegio, del día. Un chaval canturrea distraído la banda sonora de una popular serie coreana mientras pasa junto al hombre que sigue dormido bajo su manta amarillenta, indiferente al ruido, al tiempo y a las miradas. Perfectamente podría estar muerto.

Pienso en el barrio que fui, en la habitación de 27 metros cuadrados, en el DIA cerrado, en el café Barbieri, y me pregunto si Lavapiés habrá cambiado tanto como yo. O si, al final, lo único que cambia es la forma en que miramos los lugares que nos hicieron ser quienes somos. Y entonces, vuelvo a murmurar, como un mantra involuntario, la advertencia del metro: “Estación en curva, procura no introducir el pie entre coche y andén”. Quizás siempre ha sido eso Lavapiés, un lugar inabarcable pero irresistible, un espacio donde no es posible vivir sin arriesgarse a caer entre dos mundos.

Fotos: León Vázquez Vicente

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¿Por qué corría?, por Marco Mosquera Ramírez

“Tengo asma, tengo asma”, grita con un español que poco se le entiende un ciudadano marroquí. Son las siete de la tarde y la escena tiene atónitos a los transeúntes de la calle de Zurita, a escasos metros de la plaza de Lavapiés. El hombre está tirado, bocabajo, sobre la acera. Un policía lo esposa de manos mientras otro trata de reducirlo colocando la rodilla, y a fin de cuentas todo el peso del cuerpo, sobre su espalda.

La persecución fue de película. El hombre, de unos 185 centímetros de estatura, barba, chaqueta roja y pantalón verde, pasó corriendo por la misma calle en la que lo detuvieron, sentido sur-norte. Entre los recovecos del barrio, intentaba escapárseles a tres sujetos de jean azul y camiseta negra (que luego revelarían ser la policía secreta). Creyó que el locutorio Ali le serviría de escondedero, pero en realidad, al entrar allí, les sirvió su captura en bandeja de plata a las autoridades.

En cuestión de segundos está tirado en el piso. En medio de la confusión y los gritos, intenta defenderse en árabe, que parece ser su idioma natal. “Yo tengo un celular mío”, “dígame qué me he robado yo”… las pocas frases que pronuncia en español y que dan cuenta del que podría ser el motivo de la detención. De acuerdo con uno de los policías encubiertos, al hombre lo habían parado por la calle y al pedirle su identificación y preguntarle por lo que llevaba en los bolsillos echó a correr. “¿Por qué saliste corriendo entonces? le preguntan–. “Estaba asustado” responde.

“La policía española es racista. Son unos hijos de puta”, grita, mientras camina por la zona, otro ciudadano de origen marroquí, la nacionalidad extranjera más numerosa en Madrid, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Por lo menos tres patrullas acuden al llamado de los agentes secretos.

“Si estas grabaciones se llegan a difundir, van a tener que pagar una multa muy alta”, les advierte un uniformado a dos mujeres que estaban frente al locutorio, con el celular y como si supieran el interrogatorio que les espera el DNI en la mano.

Al detenido le permiten sentarse, lo que facilita su respiración. “Con cuidado, aquí hay gente”, alerta uno de los policías a sus compañeros por radioteléfono (tal vez, por los antecedentes de “brutalidad policial” en esa misma zona de la capital). Al hombre, lo suben a uno de los vehículos e inmediatamente empiezan a dispersar a la multitud para la que pudo haberse tratado de un procedimiento policial más, si no fuera porque la “inseguridad ciudadana” es una de las ideas a la que más recurren los discursos de odio contra los marroquíes en España, según el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia.

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Viajar con el paladar, por Alejandro Picó Peinado

Agosto. Ese tan ansiado mes de vacaciones. Un mes para descansar, estar con la familia o darse algún capricho. Uno de esos caprichos que ha tomado fuerza en los últimos años es el de viajar. Sin embargo, el auge de las redes sociales ha creado una necesidad que no se cubre solo con viajar. Ahora es necesario hacer el mejor viaje. La perfección social es encontrar el destino más instagrameable pero, a la vez, menos masificado. Ahora queremos no parecer turistas, haciendo turismo.

Durante la tumultuosa búsqueda de ese destino ideal surgen la mayoría de discusiones. Algunos hablan de Egipto y sus pirámides, otros de las playas paradisíacas caribeñas, incluso de viajes antológicos a la Antártida. Pero pocos deciden en torno a la gastronomía. En Madrid, a escasos metros de la parada de metro de Lavapiés, un oasis de comida senegalesa invita a cualquier pareja a abandonar la simpleza virtual y adentrarse en un viaje gastronómico para descubrir olores y sabores sin abandonar el barrio.

Lavapiés es ese espacio callejero que transporta a viandantes a descubrir lugares a través del paladar. Sin la necesidad de gastar cantidades desmesuradas de dinero, de manera sostenible y respetuosa para el medio ambiente, este pequeño enjambre de la diversidad yace sobre el suelo de Madrid como una oportunidad fantástica para cualquier viajero gastronómico.

El restaurante Ndiambour, en la calle Mesón de Paredes, presenta una estética y ambiente que te acerca a Senegal. Un local pequeño, de aparente presencia descuidada y con un ambiente sombrío, recargado de la música coránica que suena en la televisión. A la entrada, sobre el portón de madera rasgada, se encuentran dos carteles políticos de propaganda. No es Pedro Sánchez, ni tampoco Feijóo. Se trata de Bassirou Diomaye Faye, actual presidente de Senegal, quien ganó las últimas elecciones en marzo del pasado curso. El local es pequeño y poco luminoso. Desde fuera, jamás podrías imaginarte lo que ocurre en el interior.

Cinco mesas pequeñas y sofás, aparentemente apetecibles, amueblan el lugar. En los sofás, tres hombres de mediana edad te saludan al entrar: “Hola amigo. Ahora sale el jefe”. Podrían ser camareros, amigos del jefe, o simples comensales. El ambiente resulta apagado, casi sombrío. Una luz tenue y canto de oraciones coránicas vía YouTube completan la escena de una primera visita a este Senegal.

La gente podría pensar que es cutre, pero es la realidad. Algún tiempo atrás viajé por escenarios musulmanes (Marruecos, Jordania, Irak) y la imagen no varía demasiado a lo que encontré en Ndiambour. El viaje comenzó con una degustación del Bissau Rojo. Youssou N’Dour, uno de los mayores representantes culinarios senegaleses lo define como el “fruto sin fruto”. Un sabor agridulce producido de la infusión de flores secas de hibisco abría el viaje.

Como en todo el mundo árabe, cada te va acompañado de sus pastas. En este caso, los famosos beñe, o buñuelos africanos. Una masa redonda que me recordó al sabor de las monas de Pascua, tradicionales de Alicante en la celebración de la Santa Faz. Y por 50 céntimos. Los precios también te alejaban de lo común en España.

A continuación, el tradicional thieboudienne, plato estrella de la gastronomía senegalesa. Arroz, pescado y una infinidad de verduras asadas como la batata, la berenjena, la yuca o la calabaza se dan lugar en un plato contundente de sabor y tradicional de las costas senegalesas. Por cercanía, el thieboudienne también es típico de Malí, Gambia o Guinea-Bissau.

Como país musulmán que se precie, para finalizar, cóctel (sin alcohol, por supuesto) y sisha. El elegido fue el bissap. De elaboración parecida a la infusión del comienzo, pero en frío y con los añadidos de la soda y lima. Una delicia que, de no ser por el ambiente sombrío, te transportaría al caluroso verano de la costa senegalesa.

En definitiva, viajar no es sinónimo de enseñar. Ni la mejor foto del mundo, ni el destino más paradisíaco crea en el ser humano una sensación de identidad cultural como lo hace la gastronomía. Remontándonos al principio, viajar con el paladar resulta una gran oportunidad de conocer, indagar y disfrutar de territorios más allá de nuestras fronteras, sin abandonar la esencia de la capital.

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El latido analógico frente a la prisa de las notificaciones, por Andrea Carrera

En el Barrio de las Letras, donde el tiempo se desliza entre versos y adoquines, una pequeña tienda resiste la dictadura del píxel. Sales de Plata no es solo un refugio para la fotografía analógica, sino también la historia de dos soñadores que hicieron de la nostalgia un arte y del pasado, un futuro.

Las huellas del tiempo en la calle Lope de Vega. El Barrio de las Letras huele a papel antiguo, a café recién hecho y a historia. Aquí, donde un día caminaron Quevedo y Lope de Vega, hoy sobreviven librerías con más polvo en los libros que clientes y cafés en los que aún se puede conversar sin la prisa de las notificaciones. En esta parte de Madrid, el tiempo no corre, se desliza.

Junto al local que hace de esquina en la calle Lope de Vega, una bandada de turistas se agolpa en la acera, escuchando a su guía divagar sobre los restos de Cervantes. “Aquí, en el Convento de las Trinitarias, yace el maestro”, dice con solemnidad. Antes de interrumpir su historieta microfonada por el paso de un coche, un joven turista con clásico uniforme de pantalón corto y gafas de sol toma fotos ensimismado con la cabeza perdida en el cielo. El click de su teléfono móvil al retratar la fachada del convento contrasta con la esencia del local de fotografía analógica que está a escasos metros. No es un museo ni una reliquia de otra época, sino una puerta a un mundo donde el tiempo se mide en emulsión y revelado.

Aquí nacieron y crecieron Sales de Plata, el sueño de Cristóbal Benavente y Marta Aquero.

Una pasión revelada en el tiempo. Cristóbal estudiaba Filosofía cuando se cruzó con el mundo de las cámaras analógicas. No buscaba un negocio, lo suyo fue una curiosidad que se volvió obsesión y luego, destino. Marta, historiadora del arte, empezó ayudándole con las redes sociales de un blog hoy día extinto–, pero que entonces fue el génesis de Sales de Plata, hasta que un día se dio cuenta de que la fotografía ya formaba parte de su vida tanto como de la de Cristóbal.

Foto: Andrea Carrera

El blog creció, y con él, las preguntas de los lectores: ¿Dónde consigo esa cámara? ¿Dónde revelo estos carretes? Así nació la tienda, primero como un rincón improvisado en casa de la madre de Cristóbal, luego en un diminuto espacio en Lavapiés y, con el tiempo, en un piso cerca de la Puerta del Sol. La fotografía analógica, que parecía condenada al olvido, encontró en ellos sus custodios.

Hoy, en su tienda del Barrio de las Letras, no solo venden cámaras, carretes, libros y vinilos. También enseñan a mirar. Porque fotografiar en analógico no es solo apretar un botón a ciegas con la esperanza de que se retrate lo que parece en la mente: es elegir un carrete, cargarlo con cuidado, medir la luz, esperar el momento preciso y, sobre todo, aceptar la incertidumbre. No hay previsualización ni ediciones instantáneas, solo la emoción de revelar una imagen que tal vez sea perfecta o tal vez una creación distinta a la que había en nuestra cabeza, pero con “errores” igual de dignos y bellos.

La resistencia de la luz y la memoria. En un mundo donde cada instante es capturado y olvidado en segundos, lo analógico es un acto de resistencia. “Antes, una foto era un recuerdo físico, algo que guardabas en un álbum, en una caja de zapatos. Ahora, tenemos miles de imágenes en el móvil que nunca volvemos a ver”, dice Marta. Hoy en día todo hijo de este mundo digital tiene el emoticono de la cámara en la barra de aplicaciones de su teléfono para disparar al segundo, pero algo está cambiando: cada vez más jóvenes se acercan a Sales de Plata buscando esa conexión con el tiempo, con el ritual de lo tangible.

Entre las cámaras que descansan en sus estanterías una Leica M3, la Contax de Robert Capa o compactas de los años 90 listas para una nueva vida, pero también el boom que salió a la venta el año pasado en un mercado de escasa fabricación, la Pentax 17. Siempre con el milagro de que rara vez se encontrará el mismo modelo entre estas paredes, ya que la gracia del mercado de segunda mano conlleva unicidad para su comprador y una gran puesta en valor de estas pequeñas cajas de metal. Aunque repleto de cámaras en este pequeño local hay un espacio para todo y un carácter multidisciplinar y apasionado en sus fundadores que también se implican en el alquiler de equipo, cursos de revelado y restauración digital, porque, como dice Cristóbal, “lo digital y lo analógico no son enemigos, son dos lenguajes que pueden convivir”.

Foto: A. C.

Sales de Plata no es solo una tienda, es un refugio para quienes creen que la fotografía es algo más que una imagen: es tiempo atrapado en papel, es la emoción de esperar un revelado, es el sonido del obturador como un latido que resiste.

Y mientras en las calles de Madrid la modernidad avanza con vértigo, en un pequeño local de la calle Lope de Vega, entre luces rojas y olor a químicos, el tiempo sigue teniendo el ritmo pausado de un carrete girando en una cámara.

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Coda

“Nadie se acordaba de los marroquíes, tampoco se les esperaba. Primero la descolonización y luego los movimientos migratorios hicieron que regresaran en forma de espectros que nade reconocía. A principios de los ochenta, en mis paseos adolescentes por Lavapiés, recuerdo haber visto por primera vez rostros de magrebíes por las calles. Será que volvían para hacernos recordar nuestro pasado. Hoy son parte del paisaje del barrio. La ironía de la vida ha querido que un rifeño, de nombre Mohamed, abriera una carnicería frente al antiguo Molino Rojo. A pocos metros del bar de la esquina, donde habitualmente un grupo de marroquíes fuman, charlan y miran, mucho mirar, apoyados en el quicio. A tres portales del locutorio Nuevo Siglo, donde fueron compradas las tarjetas de móvil que no explotaron en la estación de Santa Eugenia la mañana de los atentados del 11 de marzo, mañana en la que el mundo se volvió aún más complicado. En la misma calle, más cerca de la Plaza de Lavapiés, el restaurante La Alhambra –la fortificación roja de la ciudad de mi abuelo– donde me gusta ir de vez en cuando a tomar una harira. Casi se les oye decir: “¡Estamos aquí, somos nosotros!, vuestros amigos del Protectorado”. Los de la Colonia, que el Protectorado no era sino un eufemismo más”. Alfredo Cáliz, en Fotografía del desastre, editorial Àfriques.

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“Pon todo lo que eres en lo mínimo que hagas”

Fernando Pessoa

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