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Mientras tantoHistorias de dos ciudades

Historias de dos ciudades


1) Cuenca: Lebenstiefe 

Estrecho y sima y principio ambiguo. En lo profundo y en lo alto – que son lo mismo – es donde el lugar se busca. En un absoluto que existe sin razón.

Cuenca procura con ansia su horizonte y su veta, pero no lo encuentra. Está más allá de todo esfuerzo. En una subida exigente que promete un fondo de ausencia que recubre el cielo, o el suelo.

Cuenca es lo más fuerte y, al tiempo, se deshace en polvo, como un enorme fósil antediluviano. Orgullosa y velada, recóndita, mostrenca. Ciudad talismán de ámbar oscuro y suave. Telón material que levita en su penumbra, inevitable y ciego, su desgarradura de naturaleza primera.

Roca en carne viva es la savia de la ciudad. Cuenca es como una interrogación. Una sonda del ser bruto. Ella, que se sostiene sobre un inmenso inconsciente de piedra. Masa que se derrama entera para alzar su medio formador: el elemento – como pensaban los griegos – que habrá de constituir la raíz de todas las cosas. Lo originario de cualquier acto de visión. La sed misma del comparecer.

Y así, entre los apremios de la conciencia y el vértigo de lo inconsciente, la vida tantea su prieto desenlace y su facultad oculta. Hendida como un tajo en el impulso de una exaltación transparente y la enigmática oscuridad de una fenomenal caída.

Lebenstiefe: vida de las profundidades. Delirio y poder profético del lugar, entre el ascenso siempre y el precipicio.

Cuenca requiere una nueva ontología. Una ontología del ser vertical.

2) Coro del monasterio de San Marcos de León. 

La terribilità en maitines: una carne dramáticamente torturada y vuelta madera por un propósito más retorcido que Medusa.

Imperio de trémulos designios maléficos: selva y quejumbre de los condenados, equívocos en la complicidad de sátiros y simios: reino de Dioniso.

He aquí el verdadero mundo inferior. Los bajos de los asientos de los notables tal un subtexto pérfido que desearía hacer mella justamente por debajo de la melodía angélica.

 

Luego, fulgor súbito; y surge un rostro, o más bien una máscara inesperada, acertijo escondido en el sombrío corredor de piedra del claustro. Solo la luz, por un momento, lo desvela.

La verdad – decían los antiguos griegos-  se reduce a lo que se coloca a plena luz. De la sombra negra y el olvido a la apoteosis resplandeciente; pues todo espíritu necesita la luz. También el diablo, para su gloria, ha de buscar los focos.

Inquietante sugerencia: ¿la madera de castaño del coro de San Marcos y la piedra de su claustro son entonces la base oscura y mortal de su resplandeciente revelación?

Incluso a Dios mismo el diablo le dijo: te daré la gloria.

 

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