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ArpaEl Chad: lejos del desencanto

El Chad: lejos del desencanto

 

Fue un país prácticamente olvidado hasta que en 1999, con la llegada del oro negro y de las promesas del inminente desarrollo, el Chad volvió a estar en boca de todos. Dejaba de ser un trozo de tierra baldía para convertirse en un pastel a repartir. Con la construcción del oleoducto Chad-Camerún el sueño del desarrollo planeaba cerca. Pero inevitablemente se cumplía de nuevo la maldición de los recursos de los países africanos, en la que el sueño de un avance para todos quedaba truncado, en el aire, como esas bellas utopías que siempre se quedan en eso, en irrealidades.

 

La pobreza, la guerra, el genocidio, el terrible nombre de Darfur y la crisis humanitaria que ahí tuvo lugar, son nombres y conceptos indisociablemente ligados a este país centroafricano. Este sigue siendo el Chad de cada día, el de la injusticia y la miseria. El Chad a simple vista.

 

Pero hay un Chad más allá de todo esto. El de las personas que con sus historias y con sus vidas sencillas, construyen por todo el país un futuro lejos del desencanto que siembra la cruda realidad. El Chad real, donde la gente aún no ha olvidado el valor de las cosas importantes. Como en la ciudad de Sarh, situada a unos 550 Kilómetros al sur de Yamena, de la que rescatamos cuatro historias de personas que no salen en los medios. No son actores económicos o políticos, pero sus actitudes hablan de cambio. El futuro de los países depende de esa capacidad de cambiar las pequeñas cosas. Y no se trata de una utopía. Es simplemente esperanza.

 

 

Caramelos de segunda mano

 

Bonheur no sabe que su nombre quiere decir felicidad. Tiene dos nombres, uno africano, Ngaroudal, y otro francés. Casi todos le llaman Bonheur.

 

Hace poco que ha cumplido siete años y está orgulloso de haberse aprendido de memoria todas las estrofas del himno del Chad. Por eso, está intentando enseñárselo al pequeño de la familia, Laurent, tarea en la que le ayudan sus hermanos mayores William y Anastasie, de doce y nueve años respectivamente.

 

Su madre no está con ellos. Está en el hospital, pero Bonheur no está triste porque volverá pronto. “Se ha ido porque estaba cansada”, dice tranquilo.

 

William se pasa el día mirando las cosas desde una gruesa rama que da al jardín de la casa de enfrente. Pero en la rama sólo puede sentarse uno de ellos y Bonheur siempre se queda abajo, resignado, y se va con su hermana a jugar a la cuerda. A él, la cuerda le aburre.

 

Una tarde a la semana se van los cuatro a vender sus cosas frente al antiguo cementerio francés. Tuestan cacahuetes y los envuelven en plástico hasta hacer pequeñas bolsas redondas que venden por veinticinco cefas cada una. Un poco menos que cuatro céntimos de euro.

 

Sin embargo, hoy es un día especial. Bonheur ha conseguido cuatro caramelos para incluir en su bote. Han puesto una caja de cartón al revés y encima, un retal de un vestido viejo de Anastasie que hace de mantel. En una esquina del improvisado tenderete, Bonheur ha alineado los cuatro caramelos.

 

Cuando la doctora Lidia Kersch pasa por delante de los niños, se detiene a hablar con ellos. Les pregunta cuánto cuestan los caramelos.

 

“Estos tres veinte cefas cada uno, pero ése diez”. Y Bonheur señala un caramelo ligeramente apartado de los demás.

 

“Pero si todos son iguales y de la misma marca, ¿por qué uno iba a costar menos que el otro?”.

 

Bonheur coge el caramelo separado y le muestra el papel un poco levantado, como si hubiera sido abierto ya alguna vez. Debajo asoma una superficie roja y pegajosa adherida al envoltorio. Bonheur mira a Lidia con repentina timidez.

 

“Bueno. Es que lo he usado un poquito”. 

 

 

Un ordenador para mamá Ramadji

 

Cuando se jubiló, mamá Ramadji pensó que le vendría bien algún dinero para vivir. En el Chad no existen los planes de jubilación. Gracias a unos cursos de informática que se impartían en la comunidad jesuita de Sarh, había llegado a manejar con cierta soltura el programa Word e incluso sabía hacer –con más dificultades- alguna tabla de Excel. Por ello, decidió hacer un esfuerzo económico inmenso para adquirir un ordenador de segunda mano que le ayudaron a conseguir los jesuitas. Se endeudó, pero sabía que recuperaría la inversión.

 

Hubo lágrimas de emoción cuando el ansiado ordenador llegó a casa. Pensó que con sus nuevos ingresos podría sacar adelante a su familia. Su marido es diabético. Pero en Sarh no hay insulina y tampoco neveras para guardarla.

 

La puesta en marcha fue un acontecimiento. Toda la familia estuvo presente en tan insólito episodio; la tecnología llegaba a casa de mamá Ramadji. Un primo de la familia le trajo un generador. Otro le dejó un enchufe nigeriano de tres entradas. Un vecino le ayudó con el estabilizador. Y el ordenador arrancó. Fueron unos instantes gloriosos, de alegría contenida por el miedo de que volviera a apagarse. Y así fue. El generador no tenía gasolina.

 

Pasó un año entero hasta conseguir la gasolina. Y el grupo electrógeno arrancó de nuevo. Pero la vida del ordenador fue corta, muy corta. Hubo muecas de perplejidad, manos que se alzaron al cielo reclamando un poco de ayuda que tampoco llegó. Un generador tan pequeño no podía alimentar a un ordenador de esas características. Necesitaba corriente eléctrica, algo que no había llegado al barrio donde vivía la jubilada chadiana.

 

En la precaria casa de mamá Ramadji, podríamos decir que hay un cuarto de invitados. No lo ocupa una cama, ni un altar con velas, sino un ordenador al que cada día mamá Ramadji saca el polvo. Por si llega la electricidad. Pero de momento, ha buscado una nueva forma de ingresos y cuece panecillos que vende a la salida del colegio don Bosco de Sarh. Le cuesta hacer pan porque tiene una hernia y no es fácil sacar agua del pozo. Pero en los ojos de mamá Ramadji brilla ese destello que algunos llamamos esperanza, ese destello que la hace sonreír cuando ve la máquina inútil que guarda en su casa como oro en paño. Todo llega en esta vida, incluso la electricidad. 
 
 

Diamantes para perros

 

“Cuando pisé Suiza por primera vez, pensé que si ése era el primer mundo, entonces todos estábamos locos”, dice Aimé Yaba mientras coge con los dedos un pedazo de boule, una masa grisácea que preparan a base de mijo y que es el plato básico de la dieta alimentaria del Chad. Este padre de familia de origen chadiano emigró con su mujer y su hija a Ginebra hace ya más de diez años. Ahora están de vacaciones en el Chad.

 

Las prisas, la gente leyendo el periódico a la vez que corre por los intrincados pasillos del metro, la denominada cultura de los singles y los divorcios express. Son cosas inexplicables para este chadiano de cuarenta y dos años, que nunca, por mucho que pasen los años, dejará de echar de menos la vida africana, esos niños corriendo en un sitio en el que se tiene la sensación de que todo pasa menos el tiempo.

 

Aimé suelta una carcajada cuando se acuerda de un collar de terciopelo para perros del que colgaba un diamante de imitación. “¡Pero lo peor de todo era que incluso tenían abrigos para perros!”. Un sobrino suyo, el pequeño Aristide, lo mira divertido y le pregunta si los perros tienen frío en Suiza.

 

“Recuerdo que al poco tiempo de llegar pasé por delante de un contenedor de basura donde alguien había dejado una bicicleta roja. Me la quedé mirando mucho rato, pensando lo bien que me hubiera ido con ese trasto en el Chad. Seguí andando pero no podía dejar de pensar en esa bicicleta. Di media vuelta y volví corriendo al contenedor: me llevaría la bici”.

 

Pero el camión de basura fue más rápido y Aimé se quedó sin su bici.

 

Aimé siempre compara. “Pero son dos mundos antagónicos”. No hay equilibrio. “No, no lo hay”, repite. “Aún me sorprendo a mí mismo deteniéndome fuera de los gimnasios y mirando a través de los cristales a toda esa gente encima de bicicletas estáticas. Hay programas de quema de calorías. ¿No es un chiste eso?”. Sí, tal vez. De mal gusto pero al fin y al cabo un chiste.

 

Rodeado por más de veinte miembros de su clan familiar, Aimé se siente reconfortado. “Mi corazón está aquí”, dice a la vez que señala la tierra yerma que circunda su casa. En ella hay un árbol del que cuelga un neumático agujereado.  
 

 

Una motocicleta para Antoinette 

 

Trabajaba en el dispensario de Maingara y se ocupaba sobre todo de los enfermos de Sida. Toda la ciudad de Sarh la conocía porque conducía siempre una destartalada mobyilette con la que hacía equilibrios para sortear los socavones de los imposibles caminos de Sarh.

 

Antoinette era una de esas personas que se hacía querer. Que vivía con la confianza de ese futuro mejor que está siempre por llegar.

 

Su jornada laboral no terminaba al salir del dispensario. A esa hora, cogía de nuevo su motocicleta e iba casa por casa a visitar a los pacientes terminales. Era enfermera y amiga a domicilio. Y cocinera. Todos los domingos preparaba en su casa la boullie, una especie de papilla de cereales que ofrecía a aquellos vecinos que tuvieran dificultades económicas. O sea, cocinaba para el quartier entero de Kabalaye.

 

Un verano, su mobyilette quedó atrapada en un charco de lodo. Durante la estación lluviosa, en Sarh, la mayoría de caminos quedan intransitables.

 

Fue así como durante un tiempo, Antoinette se quedó sin transporte y siguió realizando a pie sus rutas.

 

Pero algunas veces, y no sólo en los cuentos, las buenas acciones son recompensadas de alguna manera, y gracias a donativos de la asociación catalana Entxartxad, al cabo de pocos meses tuvo una nueva motocicleta.

 

Al encenderla por primera vez, le dio la bienvenida una voz robotizada que le dijo “Welcome to your Jiaxing scooter”. Antoinette se sorprendió. Pero después rió, con esa risa franca y abierta que la convertía en lo que era. En una persona extraordinaria.

 

Se acostumbró a que diariamente Jiaxing le diera la bienvenida cuando montaba en su tesoro azul. Pero un buen día ya no hubo más saludos robotizados.

 

Antoinette murió el 14 de enero de 2008. Tenía 36 años, una moto nueva y mucho por hacer. Dijeron que había muerto de una embolia pulmonar, pero en Sarh no hay medios ni métodos para valorar las circunstancias de su fallecimiento. Lo único que funciona con asombrosa diligencia en el hospital de Sarh es la morgue, y eso no le fue de mucha ayuda a Antoinette.

 

Sus pacientes, sus amigos, siguen hablando de ella como si estuviera viva. Y de alguna forma, aún lo está.  

 

 

Laura Ferrero es filósofa y periodista. Trabaja desde hace años en el mundo de la edición. En FronteraD ha publicado En letras mayúsculas y Miedo de ser William Stoner

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