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De los delitos y de las penas: ¿Qué pasa por la mente del torturador?

 

El dolor no puede ser el crisol de la verdad, como si el juicio de ella residiese en los músculos y fibras de un miserable. Este es el medio seguro de absolver a robustos malvados y condenar a flacos inocentes

Cesare Beccaria, De los delitos y de las penas

 

 

Es un librito breve y contundente, imprescindible en la biblioteca de cualquier jurista que se precie: De los delitos y de las penas, de Cesare Beccaria (1764). Fue un acontecimiento doctrinal en su época y en toda Europa se hablaba de él. Lo he rescatado de la estantería recientemente, después de ver la polémica película La noche más oscura, de Kathryn Bigelow, y por eso lo tenía a mano cuando salió a la luz el vídeo que muestra a militares españoles torturando a detenidos en Irak.

 

Una nota manuscrita en la primera página de una edición de bolsillo indica que lo leí en Bilbao, en 1994.  Me marcó profundamente. Tanto, que unos años después, para estupefacción y desconsuelo de mis profesores, escogí la tortura como tema de investigación de mi –inconclusa- tesis universitaria. Durante años leí y escribí mucho sobre el tema, de manera que a menudo era presentada ante diversos auditorios con el inquietante título de “experta en tortura”, equívoco que me apresuraba a explicar en cuanto me daban la palabra y antes de que echase a volar la imaginación del público, aclarando que no me dirigía a ellos en calidad de torturadora, aunque seguramente hubiese sido más interesante para todos contar con ese punto de vista.

 

Lo reconozco, siempre me han interesado tanto las motivaciones personales y las condiciones psicológicas de quien ejerce la tortura como me han interpelado los sufrimientos de las víctimas. Desafortunadamente, nunca he tenido la oportunidad de entrevistar a un torturador. Y no quiere esto decir que trate de buscar justificaciones para la más aberrante violación de los derechos humanos, sino que me intriga saber qué pasa por la mente, qué atraviesa el alma, de quien inflige deliberadamente dolor a otra persona, por qué lo hace y si le genera –también a él- dolor o contradicciones.

 

En La noche más oscura se recrean las torturas a detenidos en el marco de la llamada “guerra contra el terror”, como trasfondo de la narración de las investigaciones de la CIA que llevaron, presuntamente, a la captura y ejecución extrajudicial de Bin Laden. Y aunque no hacía falta una película para que nos enterásemos de la existencia de torturas en las cárceles secretas de Estados Unidos, el cinematográfico recordatorio es una buena excusa para volver a reflexionar sobre esa práctica espantosa y bárbara.

 

“Si me mientes, te haré daño”, le susurra el torturador de la película a un ser humano convertido en guiñapo, a un hombre humillado, desnudo y rebozado en sus propios excrementos que ha sido despojado de toda voluntad y orgullo. “Si me mientes, te haré daño”, repite una persona que ha dejado de serlo al oído de otra que ya no lo es.

 

La visión me resultó dolorosa, aún siendo ficción, y convocó el recuerdo de testimonios reales y de casos más cercanos y escalofriantemente verídicos. Me retrotrajo a la primera lectura de Beccaria, devolviéndome ese regusto amargo de repugnancia e incomprensión. Por eso he preferido no ver las imágenes –estas sí, reales- de los soldados españoles maltratando a dos iraquíes en Diwaniya. Con las crónicas escritas me puedo hacer una idea.

 

Es difícil imaginar un ataque más directo y brutal a la dignidad del ser humano, pero los castigos corporales a detenidos y condenados han sido algo común en la historia, desde la Antigua Grecia hasta hoy. En Europa, durante siglos la tortura fue un método legal para la obtención de confesiones y como castigo penal. A finales del XIX, fue abolida en la gran mayoría de los Estados europeos, como una conquista de la razón sobre la arbitrariedad y la crueldad. Pero a pesar de su prohibición en los textos legales –junto al castigo y el trato cruel, inhumano y degradante-, la tortura ha perdurado como fenómeno delictivo desde Beccaria, que escribió el primer y más apasionado alegato contra su utilización, hasta nuestros días.

 

Pero no seamos melindrosos, formulemos en voz alta esas preguntas que muchos se hacen –y que presupongo afirmaciones en el caso del torturador-. ¿Puede justificarse el recurso a la tortura en algunos casos? ¿Es legítimo torturar a un detenido si de esa manera se puede obtener información útil para evitar atentados terroristas u otros crímenes graves? ¿Qué es peor, torturar a una persona o que mueran miles de inocentes? Pueden formularse una veintena de interrogantes similares, pero serán sólo falsos dilemas que pretenden confrontar a las sociedades y a los individuos con una supuesta necesidad de elegir entre la libertad o la seguridad. Son sólo manipuladoras paradojas que esconden un peligroso desprecio por los derechos humanos, por la vida y por las personas.

 

Pero seamos más audaces aún y planteemos esa duda inconfesable: ¿Acaso no es normal que las fuerzas de seguridad le den su merecido a asesinos y malhechores de la peor calaña? Y teniendo en cuenta la presión a la que están sometidos policías y militares, ¿acaso no es normal que en ocasiones se les vaya la mano?

 

Intento provocarles. Si son ustedes lectores ilustrados y de gustos humanistas encontraran estos interrogantes zafios o ruines. Pero lo cierto es que estos planteamientos reflejan sentimientos ampliamente asumidos e interiorizados por ciudadanos de todo el mundo. En Estados Unidos como en España, muchos entienden y defienden que, en ocasiones, quienes velan por la seguridad común no tengan más remedio que recurrir a métodos poco deseables. Esta actitud comprensiva y auto-permisiva tiene un resultado peligrosamente regresivo en la defensa de los derechos humanos. Se trata de una sobrevenida, inducida e íntima tolerancia –o indiferencia, que es lo mismo- hacia la violencia institucional, que se traduce en el mejor campo de cultivo para la impunidad y el retroceso.

 

Y la impunidad es el peor enemigo de los derechos humanos. Por eso es preocupante que en España se concedan indultos, de manera casi sistemática, a miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado condenados por torturas. Los sucesivos Gobiernos de la democracia lo han hecho en varias ocasiones, de acuerdo con lo que parece ser una secreta política de Estado.

 

El caso más reciente y llamativo es el del insólito doble indulto concedido por el Gobierno español a cuatro mossos d’esquadra condenados en el Tribunal Supremo por torturar a un rumano al que confundieron con un “peligroso” atracador –el elemento de la confusión, destacado en las informaciones públicas sobre el hecho, es llamativo, ya que parece querer justificar la actuación de los funcionarios públicos-. Los jueces demostraron que los mossos apalearon y amenazaron al detenido, llegando a introducirle una pistola en la boca. A pesar de que se pudo probar que los agentes actuaron con una brutalidad irracional y desproporcionada, el Gobierno los indultó. Y no sólo una, sino dos veces, y sin motivar su decisión, pues no tiene la obligación legal de hacerlo. Cientos de jueces bramaron contra ese indulto, sin aparentes consecuencias.

 

¿Cómo debe leerse en clave política y social esta decisión? ¿Qué significa? El Gobierno debería revisar con urgencia su política de indultos en casos de tortura y otros delitos graves cometidos por las fuerzas de seguridad, como el uso desproporcionado de la fuerza. Además, los indultos deberían ser siempre motivados, someterse al control de otras instituciones del Estado y publicarse de manera que sean conocidos en todo caso por la opinión pública.

 

¿Serán indultados también los militares españoles que molieron a patadas a dos detenidos indefensos en Diwaniya, al parecer, por pura diversión?

 

Hace un tiempo conocí a Basel Ramsis, director de cine y activista egipcio que fue torturado en su país en los años noventa debido a su actividad política. Le pregunté en público qué pasaba por su mente cuando le estaban torturando y él contestó muy gráficamente, haciendo gala de su portentoso talento narrativo, que en los momentos en que el dolor físico era mayor se concentraba en imaginar cuerpos de mujeres desnudas, tratando de recrear en su imaginación una secuencia erótica. Esto demuestra que la mente humana, incluso en las situaciones más duras, opera de manera enigmática. Por eso espero que algún periodista intrépido localice a los soldados españoles que protagonizan el vídeo de las torturas en Irak y les haga una entrevista en profundidad. La información que proporcionen sobre sus motivaciones puede ser muy valiosa para prevenir actuaciones similares en el futuro.

 

Sólo tratando de entender la mente del torturador podremos identificar el elemento patológico –individual o social- que le incita y enfrentarlo.

 

La tortura es una práctica aberrante que debiera repugnarnos en todo caso y situación, no sólo porque degrada a quien la padece, sino porque degrada a la sociedad a la que representan los funcionarios públicos que la practican, la consienten o la perdonan. Nos corrompe a todos, asimilándonos a quienes no basan sus creencias y sus modelos de sociedad en la razón, sino en el terror y el odio. Nos despoja de los restos del humanismo ilustrado que rescató a la humanidad de las cavernas y aún nos permite caminar más o menos erguidos.

 

Beccaria lo explica muy bien, su librito debería volver a ponerse de moda.

 

 

 

Yolanda Román es jurista, especialista en derechos humanos e incidencia política. Ha trabajado en Amnistía Internacional y Save the Children, acaba de ser nombrada vocal del Consejo Asesor del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura del Defensor del Pueblo. En FronteraD ha publicado Peligrosamente inofensivas

 

 

 

 

 

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