“Mis artículos no causaban demasiada impresión –esas cosas, meras palabras, rara vez lo hacen– hasta que mis negativos, aún chorreando de la habitación oscura, vinieron a reforzarlos”. Jacob Riis, inmigrante danés de oficio carpintero, fue uno de los grandes responsables del éxito de la fotografía documental en la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos.
Ajeno al sueño americano, Riis penó durante años desde su desembarco en 1870 hasta encontrar la estabilidad en el periodismo –hoy sería tan paradójico– como reportero policial del New York Tribune. Había sufrido los bajos fondos y ahora trabajaría en ellos. Buceó en la Calle Mullberry, conocida por el poco alentador sobrenombre de El Paso de la Muerte, y documentó la situación de miles de inmigrantes que vivían apilados en los bloques de viviendas del Lower East Side de Manhattan. Se hizo cronista de la miseria.
En algún momento la escritura se quedó corta para describir cómo 10 o 15 personas compartían una minúscula habitación insalubre o cómo niñas de apenas nueve años cercenaban su infancia para hacerse cargo de sus hermanos. Negado para el dibujo, encontró apoyo en la fotografía, donde fue pionero en el uso de un primitivo flash a base de magnesio. Mediante obras como How the Other Half Lives o The Children of the Poor trató de concienciar a la sociedad de que esas familias desfavorecidas “merecían” su ayuda.
“Se levantó cuando lo pedí y posó para su foto sin ninguna pregunta ni ninguna sonrisa. ‘¿Qué clase de trabajo haces?’, le pregunté para llamar su atención mientras me preparaba. ‘Friego’, respondió resuelta, y su mirada garantizó que aquello que fregaba quedaba bien limpio. Kate era una de esas pequeñas madres cuyo trabajo nunca termina. Demasiado pronto, el peso de la cruz de su sexo había recaído sobre sus pequeños hombros y lo llevaba con firmeza. En lo más alto de un bloque de viviendas, ella se encargaba de la casa mientras su hermana mayor y sus dos hermanos trabajaban”.
Riis es reconocido como uno de los primeros muckrakers [1] y su trabajo le valió el respeto de Theodore Roosvelt cuando el futuro presidente dirigía el Departamento de Policía de Nueva York. “No tenía ningún don especial. Tuve aguante y al menos pude llegar a los corazones de la gente. Eso es todo lo que puedo reclamar”, confesaría el fotógrafo.
“En cada niño que nace, no importa en qué circunstancias y no importa de qué padres, la potencialidad de la raza humana vuelve a nacer: y en él, también, una vez más, y en cada uno de nosotros, nuestra tremenda responsabilidad hacia la vida humana”, James Agee
El fotógrafo de la isla de Ellis
Las avalanchas de inmigrantes que protagonizaron hombres como el propio Jacob Riis hicieron que Estados Unidos levantara sus fronteras. Desde 1892, quienes quisieran entrar de forma legal a Estados Unidos deberían pasar por la Isla de Ellis, un puesto de control al sur de Manhattan en el que eran inspeccionadas y guardaban cuarentena las miles de familias que huían del hambre en Europa.
Organizaciones como la Ethical Culture School guardaron testimonio del fenómeno, empleando en su labor incluso fotógrafos aficionados. Uno de ellos fue Lewis Hine, que comenzó una carrera en la que puso nombre a la sociedad sin rostro.
Su trabajo con el Comité Nacional de Trabajo Infantil impulsó leyes contra esta práctica. Docente y actor antes que fotógrafo, se hacía pasar por inspector o fotógrafo industrial para eludir las restricciones que le imponían las fábricas. Con la excusa de tener un baremo para medir el tamaño de las máquinas, colocaba un niño al lado como referencia.
Cuentan que Hine sabía exactamente cuánto medía cada centímetro de su traje, de tal manera que cada vez que estuviera junto a uno de aquellos niños trabajadores [2] tendría una cierta idea de su altura. Apuntaba estos datos en una pequeña libreta junto a otros como el peso y la edad aproximada, así como las condiciones de vida. “No se sabe cuántos años tiene… y no sabe mucho en general”, puede leerse en el reverso de una de las fotografías.
Poco después fue contratado por la Cruz Roja norteamericana para viajar por Europa al término de la Primera Guerra Mundial. Recorrió las ruinas de Francia, Bélgica o los Balcanes donde, para su sorpresa, encontró poblaciones desplazadas pero “desbordantes de vida”.
En adelante centró su mirada en las clases trabajadoras, una nueva etapa que culminó con el testimonio de la construcción del Empire State. Sus retratos hicieron de los obreros figuras mitológicas, héroes al frente de una obra de faraones. Suspendido a 300 metros sobre la Quinta Avenida, Hine inmortalizó el símbolo de la esperanza en plena Gran Depresión.
“Los niños vienen al mundo principalmente para que puedan ayudar en el trabajo y la familia pueda salir adelante con su ayuda. Sus primeros años son ociosos; el trabajo vitalicio del niño empieza como un juego. Entre sus primeros gestos imitativos están los gestos del trabajo; y todo el curso imitativo de su envidia biológica en maduración es una escalera del aprendizaje de tareas y habilidades físicas”, James Agee.
Los sucios años treinta
El Jueves negro marcó el final de una época de esplendor en los Estados Unidos. Se llamaron los Felices años veinte, aunque sólo una pequeña parte de la sociedad pertenecía a ese colectivo dichoso. El enorme crecimiento industrial había golpeado a las familias de agricultores, que en los años treinta recibieron el golpe de gracia. Una prolongada sequía azotó las Grandes Llanuras y, en conjunción con un suelo excesivamente erosionado, provocó durante años tormentas de polvo que arrasaron las cosechas. La más devastadora fue bautizada como el Domingo negro. Quedaban inaugurados los Sucios años treinta.
El fenómeno provocó la mayor migración interna de la historia de Estados Unidos. Cientos de miles de agricultores y jornaleros arruinados huyeron de esa zona cero denominada como Cuenca del polvo (Oklahoma, Tejas, Arkansas…) en busca de las grandes explotaciones de California. Familias enteras sin nada más que lo puesto vagaban por todo el estado en busca de un trabajo estacional que apenas reportaba un dólar al día. Era el ejército de «vagabundos de la cosecha» del que hablaba John Steinbeck.
Como parte del New Deal nació el Programa Federal de Realojamiento (llamado más tarde de Seguridad Agraria o FSA), una agencia estatal destinada a la creación de nuevas comunidades y cooperativas. Los sectores más conservadores de la sociedad lanzaron acusaciones de “comunismo” y criticaron el enorme gasto público que suponía. El Gobierno, “obligado” a justificarse, recurrió a algunos de los fotógrafos más ilustres de la época.
Se pretendía documentar la miseria en la que habían quedado sumidos esos agricultores que inundaban California. En las carreteras secundarias brotaron poblados sucios, casas de cartón a veces sin agua potable disponible, desplazados con difícil acceso a la educación o a los servicios médicos. Un ejemplo era la localidad de Nipomo, donde a mediados de la década se calculaban entre 2.500 y 3.500 trabajadores famélicos.
Allí en Nipomo Dorothea Lange tomó una fotografía en la que se mostraba a una madre y sus siete hijos en condiciones menesterosas. “Siete niños hambrientos. El padre es de California. Indigentes en un campo de guisantes porque la cosecha se ha echado a perder. Esta gente acaba de vender los neumáticos para comprar comida”, podía leerse en las notas de campo. Aunque la autora prometió a la protagonista que las imágenes nunca verían la luz, el retrato Madre emigrante» se convirtió en uno de los iconos de la Gran Depresión.
Su publicación en el San Francisco News –donde también apareció la serie de reportajes que conformó Los vagabundos de la cosecha– llevó a que el Gobierno enviara 9.000 kilos de comida al campamento en el que estaban, aunque para entonces los protagonistas no estaban allí. Sirvió también como portada para folletos propagandísticos bajo el título ¿Qué significa el New Deal para esta madre y sus hijos?, en los que se publicitaban las nuevas cooperativas como una suerte de paraíso para pobres.
“En cuanto la vi me aproximé a esa madre hambrienta y desesperada, como si me atrajera un imán. No recuerdo cómo expliqué mi presencia o la de la cámara, pero sí recuerdo que no hizo preguntas. Hice cinco fotos, cada vez más y más cerca en la misma dirección. No le pregunté su nombre o su historia. Me dijo que tenía 32 años y que habían estado viviendo de las verduras heladas de los campos cercanos y de los pájaros que los niños mataban”, mencionaría Lange.
“Una vivienda humana, un nido extrañamente forrado, una criatura de pino muerto, cosida con clavos, la prenda más tosca que una familia puede vestir contra las hostilidades del cielo”, James Agee.
“¿Cómo fuimos atrapados?”
La magnitud de aquellas tormentas de polvo quedó capturada en la obra de Arthur Rothstein. Como parte de su trabajo para la FSA, había viajado al extremo oeste de Oklahoma, donde había estado fotografiando a un padre junto a sus hijos mientras trabajaban en lo poco que queda de su granja. En el momento de irse comenzó a soplar el viento. Gigantescas espirales de arena ocultaron el cielo bajo un mar de tierra. Tomó así Fleeing a dust storm.
Poco después Roy Stryker, coordinador del proyecto, le encomendó un particular encargo. Según un periodista, en Alabama estaba la comunidad “más primitiva de la que jamás hubiera oído». “Sus casas están hechas de barro y estacas que cortan ellos mismos”, decía. Un informe del Gobierno corroboraba estas apreciaciones: “Es un asentamiento tribal. Están lejos de la civilización en el habla, en sus hábitos y en su manera de vivir”. Era el Gee’s Bend.
Se trataba de una plantación de origen esclavista fundada a principios del siglo XIX y regentada durante un tiempo por la familia Pettway. No en vano, muchos de los negros que fotografió Rothstein casi un siglo después (1937) habían heredado ese mismo apellido. Durante décadas habían sido aparceros de los sucesivos dueños, pero lo que más llamaba la atención era esa apariencia de haber quedado anclados en un pasado incierto.
Gracias al trabajo de Rothstein, la FSA compró la plantación y dos granjas adyacentes, dividió la tierra y la alquiló a los habitantes. Al año siguiente, envió una enfermera para trabajar con la comunidad y construyó servicios básicos, como una escuela. Durante los años cuarenta, algunas de las familias del Gee’s Bend lograrían hacerse propietarias de la tierra.
“¿Cómo fuimos atrapados? ¿Por qué parece que todo va siempre en nuestra contra? ¿Por qué no puede haber ningún placer en la vida? Estoy tan cansado que tengo la impresión de que ningún día podré descansar lo suficiente. Estoy tan cansado cuando me levanto por la mañana como cuando me acuesto por la noche. A veces parece que esto no tendrá nunca fin, ni siquiera un respiro”, James Agee.
El retrato más exhaustivo de la Gran Depresión
En 1936 la revista Fortune encargó al escritor James Agee y el fotógrafo Walker Evans un reportaje sobre la vida de los aparceros en Alabama. Lo que en principio iba a ser un capítulo más en una serie titulada Vida y circunstancias cobró entidad propia. Como confesó Agee, el profundo respeto a las familias y el deseo de mantenerse lo más fiel posible a su vida, de no despersonalizar, dio pie a un texto exhaustivo, descriptivo al milímetro. “Lo máximo que puedo hacer es […] dejarles a ustedes gran parte del peso de comprender en cada uno de ellos lo que he querido aclarar de ellos en su totalidad: que cada uno es él mismo”.
La negativa del escritor a variar sus cientos de páginas con anotaciones, y de la revista a publicar un texto tan crudo, dio pie a Elogiemos ahora a hombres famosos. El relato iba acompañado de medio centenar de fotografías de Walker Evans, que había pedido permiso a la FSA para implicarse en este proyecto. Sus imágenes tuvieron en la escritura áspera de Agee la mejor réplica.
Evans era un escritor frustrado, pero logró trasladar a la fotografía “el realismo, la no-subjetividad y la no-aparición del autor» que reclamaba Gustave Flaubert. Años después reconocería la gran influencia que supuso el retrato Mujer ciega, de Paul Strand, para su obra, con la que se consolida la imagen documental. Como dice el fotógrafo Eduardo Momeñe: “Evans toma registros del mundo, deja que el mundo hable sin filtros”.
“Una razón de que me guste tanto la cámara es precisamente ésta. Dentro de sus posibilidades, y tratada limpia y literalmente en sus propios términos, como un ojo glacial a veces limitado, otras más capaz, es, a diferencia de cualquier otra palanca del arte, incapaz de registrar algo que no sea la verdad desnuda y absoluta”, James Agee.
Contradicciones del país de la libertad
Con la guerra llegó uno de los episodios más oscuros de la Administración Roosevelt. A raíz del ataque a Pearl Harbor, se decretó el internamiento en campos de concentración de más de cien mil ciudadanos de ascendencia japonesa. Para su realojamiento se emplearon incluso establos de caballos, y allí permanecieron hacinados bajo condiciones extremas de frío, calor, suciedad y falta de higiene.
Lange fue testigo de aquello, pero el Gobierno impuso sus normas. En las imágenes no aparecen guardias armados, torres de vigilancia o vallas de seguridad. Sin embargo, el mero testimonio de las condiciones de vida era suficiente. En sus fotos aparecieron incluso niños de no más de cinco años haciendo el juramento a la bandera, el mismo que termina prometiendo lealtad a una nación “con justicia y libertad para todos”.
“En la sordidez cotidiana de la sucia ropa de faena, para que les tomaran unas fotografías […] para que posaran desnudos frente a la fría absorción de la cámara, para ser curioseados y escarnecidos en toda su vergüenza y miseria”, James Agee.
Notas
[1] Muckrakers. Término con el que se conoce a los investigadores (generalmente periodistas) que denunciaban la corrupción de las instituciones públicas o los problemas sociales a principios del siglo XX.
[2] Medio siglo después, la entrevista a uno de aquellos niños matizó algunos datos. La mujer se llamaba Florence Owens y, efectivamente, había intentado ganarse la vida en las explotaciones agrícolas del norte de California, pero no era cierto que hubiera tenido que vender las ruedas alimentar a su familia. «No creo que [Lange] quisiera mentir, probablemente se mezcló con otra historia», concedió el hijo.
Andrés Aragón es periodista
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