En lugar de perder el tiempo ordenando los confusos fragmentos del último sueño o ir enhebrando, tumbado en la cama, los impacientes pensamientos del amanecer, prefiero levantarme, pasear bajo el cielo de la noche y ver brillar en el horizonte la primera luz del día.
Iluminados por el destello rojizo del amanecer, los recelos se diluyen y poco importan ya sus escarmientos. La corazonada que hace insufrible la inminencia de lo peor pierde su poder de convicción y con toda claridad se comprende que ningún peligro debe asustarnos. Absuelta de todo resquemor, nuestra figura adquiere una insólita fortaleza y se erige, vigorosa, libre de la difusa estela de pesares que antes arrastraba. Ésta es la hora de ahuyentar los temores que perturban la complacencia de vivir.
Aunque poco después, tras contemplar el fulgor del sol y respirar el destilado aroma del aire, la inspiración se extinga y el desalmado aspecto de las cosas se imponga de nuevo en el mundo.
En aquella ocasión no me hizo falta esperar la hora del amanecer, pues el paseo, hasta entonces el sencillo alivio de un insomne, fue interrumpido por un asombroso incidente.
Los barracones donde duermen los soldados dejaban escapar por la rendija de las ventanas el flujo de una respiración indolente. La luna, tamizada por el polvo que exhala la tierra, levantaba las sombras entre las que yo caminaba con destreza. Los alambres de espino se retorcían como bucles crispados por encima de la tapia y la tenue luz de las farolas hacía brillar los pedazos de vidrio clavados en lo alto de la pared.
En el centro del cuartel, una frondosa higuera extendía en círculo sus largas ramas. Sentado en el suelo, con su espalda desnuda apoyada en el tronco del árbol, abrazándose las piernas, rehuía la inspección de los centinelas pero temiendo que yo pasara de largo sin verle, exageró su jadeo hasta hacer brillar sus anhelantes ojos en la oscuridad.
Su rostro demacrado parecía sufrir los efectos de una penosa enfermedad. Su mirada desorbitada recordaba la de un consumidor de estupefacientes obligado a cumplir una insoportable abstinencia. Sus brazos y sus piernas, flacos y torcidos, parecían los de un demente errando a la intemperie. Pero detrás de tan lamentable aspecto —el de un moribundo que se niega a morir— todavía era posible reconocer una mueca de desprecio muy familiar.
—¿Coronel? ¿Es usted, coronel?
Quise levantarlo, ponerlo en pie y ayudarlo a caminar, pero, indiferente a mi esfuerzo, Merola permanecía en el suelo, mirándome con sus ojos extraviados.
Me avergonzaba la visión de su cuerpo desnudo y la flacidez de unos miembros que parecían haber sufrido penalidades sin cuento. Pero en su mirada dolida subsistía pese a todo un inconfundible gesto de desdén.
Abriendo lo que en la oscuridad parecía una boca desdentada y llevándose con torpeza el dedo hacia la oreja, el coronel Merola dijo algo que no sin dificultad llegué a entender.
—¡Amigo mío! Cuánto celebro verle. ¿Puede ayudarme, por favor? Por favor, acompáñeme. Deme la mano, tranquilo.
Mientras se apoyaba en mi hombro, temiendo despertar a los que dormían, el coronel susurraba sus disculpas.
Arrastró sus pies magullados por la gravilla y sin que nadie nos viera llegamos al barracón. Estuvo a punto de caer al suelo, pero lo evitó agarrándose con fuerza a mi brazo.
Cuando le ayudé a meterse en la cama, me sorprendió ver cuántos golpes se amorataban en su espalda y el gran número de rasguños y pequeñas heridas abiertas en un cuerpo que parecía haber rodado por el terraplén hasta caer entre las zarzas del torrente.
Después de acostarle me dispuse a llamar al médico del regimiento, pero antes de abrir la puerta del dormitorio le oí decir:
—¿Cree usted en Dios, capitán?
Los temblores de su cuerpo febril cesaron y sus dientes dejaron de rechinar. El color regresó a su aterrado rostro y en las mejillas, al hidratarse, se dibujó una arrogante nostalgia.
—Me refiero a si cree de verdad en Dios.
Me señaló el borde de la cama. Pero en lugar de dar una orden, Merola, inusitadamente amable, pronunció mi nombre con gentileza, como si quisiera olvidar por un momento la frialdad de trato que nos debíamos.
—Nuestro rango, capitán, nos exige cierta discreción. Puede decirse que se espera de nosotros una cautela ejemplar. Propia de ese carácter inclinado a callar lo que sabe. ¿Verdad que me entiende? Pero en estas circunstancias no está de más compartir con un compañero de armas alguna confidencia. ¿No le parece?
Con una leve sonrisa agradeció que quisiera escucharle.
—Han sido muchos los años en que he podido gozar la dicha de dormir en paz y con la conciencia tranquila, de un tirón, sin sobresaltos, y raras han sido las veces en que al despertar no me haya visto animado por un excelente estado de ánimo.
“Cuando llega la noche me dejo vencer por el sopor y sin dificultad consigo dormir con gran placer. Así ha sido desde que tengo uso de razón y no recuerdo que ninguna pesadilla haya interrumpido en estos años mi descanso.
“Sin embargo, el día en que me fue comunicado el destino de nuestra misión, justo el que había anhelado durante tanto tiempo, sucedió algo sumamente extraño, y desde entonces, créame, no he vuelto a dormir libre de unos sueños… ¿cómo llamarlos?
Este texto es un fragmento de la novela Pastoral iraquí, que acaba de publicar la editorial Alfaguara.
Basilio Baltasar es escritor, editor y periodista. Fundó la revista literaria Biztoc y ha sido director de la editorial Seix Barral. En la actualidad es director de la Fundación Santillana y editor del portal de blogs literarios El Boomeran(g). Pastoral iraquí es su primera novela