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AcordeónLa gran pataleta de Patricia Almeida, Patotis Alquimpac, indígena mexicana

La gran pataleta de Patricia Almeida, Patotis Alquimpac, indígena mexicana

 

Las reglas naturales

 

Patricia Almeida Quintana había dicho que en su pueblo, cuando un bebé nace, las madres lloran. Con esa memoria de la infancia que pocas veces falla, ella camina ahora las mismas calles de tierra en las que jugó de niña y recorre casa por casa para ver quién queda. La escena se repite: primero ella dice que sí, que sí está viva, y luego de los abrazos resume en un par de frases su larga década lejos del pueblo y escucha a los viejos que aún encuentra. Male cuenta que perdió un hijo en la droga y luego cuidó hasta el final al Carcamal quien, dicen, había huido de Colima tras matar al violador de su hermana. En otra casa nos dan la noticia del día: que han encontrados los cuerpos de tres jóvenes que se fueron a Monterrey, a más de mil kilómetros, al parecer detrás de un mal negocio. Ya lo había dicho Patricia con su humor de siempre a las afueras del pueblo, sorprendida, mientras leía trabajosamente algunos nombres escritos en cruces de palo o pintados en chapitas blancas sobre sepulturas de concreto: “Vaya, todos los que vine a ver al pueblo están aquí”.

 

Patricia exageraba. La Titi, por ejemplo, comparte aún casa con sus hijos y también con su primer nieto. Pero ahora que es abuela su marido acaba de largarse. Patricia desaparece con ella para darle terapia y mientras tanto le digo a su amiga Ana Laura Zavala, que viaja con ella, que en cada casa nos han contado una historia triste. Ana Laura tiene 24 años y me dice que ella tiene un niño de cinco con un muchacho que la acosa para que regresen. Está indignada porque él antes los había abandonado, y ahora sólo se emplea en la pesca para beberse los pocos pesos que gana.

 

Entre las casas del pueblo de Patricia no hay huertos, hay pedazos de desierto. La tierra, que parece cemento, es tan dura que allí apenas logran crecer los cactus. Y en uno de esos baldíos, junto a unas pencas espinosas, hay una caseta cerrada. Es una sola habitación, una cabaña de adobe del mismo color que todo con las ventanas tapiadas a base de maderos y alambre oxidado. Tiene la puerta encadenada. Patricia la rodea, fuerza los alambres, empuja la puerta. Husmea por una rendija y sólo ve oscuro, como siempre vio ahí dentro. Ahí la violaba su abuelo.

 

Ella no regresó para llorar. La que llora es otra señora que apenas se contiene, a unos 100 metros de allí.

 

—Me contaron que… creí que habías muerto, Paty. Dijeron que en La India, o por ahí.

Patricia ríe y responde que no estaba muerta, que estaba de parranda, y entonces se abrazan. Ella abraza uno a uno a toda la familia que nos va a acoger esta noche. El último en aparecer es Roberto, que debe de tener cuarenta años. Viene caminando lento, poco decidido, como un perro con el rabo abajo. Patricia, que me había avisado de que esa noche dormiríamos en casa de su violador –otro violador–, me dijo que después lo entendería. Hace mucho Roberto la buscó, se arrodilló, lloró, y luego le pidió perdón por lo que le había hecho de niños. Aquella vez él había tomado. Al llegar él, Patricia le sonríe, lo apura para que se acerque sin miedo y lo atrapa con un abrazo largo. Le cree. Le han contado que, desde ese día, Roberto no volvió a beber.

 

Aprovechando la visita, Patricia busca a una anciana muda y a un pastor evangélico amigo de su familia que viven muy cerca de ahí. Lo que intriga al pastor es que ella no quiera tener hijos. Le pregunta cómo acaso cree que ha venido al mundo, y ella, que muy a su manera también es evangélica, se ríe y responde que con mucho fuego y que no es por falta de oportunidades. Que lo suyo, lo suyo, no es el matrimonio. Que eso es el demonio.

 

 

*     *     *

 

Un día de 1976, la única camioneta que había en el pueblo atravesaba veloz la tierra árida de Sonora en dirección a un centro de salud de Guaymas. Dentro, la señora Quintana sudaba, posiblemente mareada, a punto de un aborto natural. Vivió en el hospital los siguientes dos meses pero luego salió con una hija en brazos. “Parece que la niña se agarró”, dijo el médico, sorprendido, refiriéndose al bebé. Entonces, la madre de la señora Quintana, doña Esther, dijo en su lengua ancestral: ¡Patotis!

 

En su pueblo, Patotis quiere decir guerrera.

 

A Patricia Almeida la conocen hoy en la facultad de Trabajo Social de la Universidad Autónoma de Sinaloa, en hospitales de Phoenix y Houston y también algunos reporteros y lectores de diarios de Mazatlán, México. En las oficinas del Servicio Nacional de Empleo de esa ciudad sinaloense, si un campesino sin medios llega de noche y muchas horas después del cierre para entregar sus papeles, encuentra a veces a una empleada que lo espera, y si puede leer su gafete, también leerá Patricia Almeida.

 

Patotis Alquimpac eligió ese nombre para que a la gente de la ciudad se le hiciera más fácil llamarla. Ella es una indígena de Sonora que con dolor y cariño por igual me pide al principio que no diga su etnia, un porcentaje ínfimo e inexacto en el censo nacional que le da un nombre difícil de escribir y que ella simplifica en Patricia, y de Patricia, en Paty. No es porque reniegue de sus raíces. Al contrario. Dice que a algunos no les va a gustar lo que ella cuenta de su infancia y le lastima tener que decir al público cosas malas de los suyos. Luego de mucho pensarlo cree que es mejor que sí los nombre. Asumir es parte del aprendizaje y una herida bien cerrada es una lección fundamental para cada golpe que después vendrá.

 

Los yaquis siempre fueron belicosos. Después de cuatro siglos repletos de guerras y persecuciones –deportaciones a Yucatán, huida a Arizona en busca de reconocimiento y un largo etcétera–, el presidente Lázaro Cárdenas ratificó la validez de su autoridad tradicional y la legitimidad sobre su territorio, aunque no se les dio todo lo que reclaman y ahora, en concreto, pelean sus derechos sobre el agua del río Yaqui, el que les da nombre. Son dueños de una lengua, viven entre Sonora y el estado de Arizona y su resistencia secular les arreció el carácter.

 

De ese fama de desconfiados de los yaquis no se le pegó nada a Patricia. En una visita que hice a Mazatlán, yo bajaba sin prisas de la colina costera donde está el faro y me crucé a una chica que subía. Fue rápido. Cuando me preguntó si había visitado la cueva del acantilado me di la vuelta y la seguí. Al día siguiente habíamos hablado mucho. Le había preguntado por su acento y por las grandes cicatrices que su falda no cubría. Quedamos para desayunar y de paso la acompañé a recoger unos análisis que miró como quien mira el recibo de la luz. Al salir, Patricia dijo: “A sacar la matriz, pues”. “¿Qué?”, le interrumpí. “¿Te acabas de enterar o ya sabías?”. “No, no sabía, pero es que una ya se acostumbra a estas cosas”.

 

Meses después yo aún no sabía a qué cosas podía acostumbrarse Patricia. Comíamos con una amiga mía y su bebé, que estaba en una carriola, en un restaurante del Distrito Federal. Patricia y yo habíamos trabado amistad y ella daba rienda suelta a una combinación insólita de gravedad y humor. Los dos se peleaban por salir antes de su boca, siempre a la vez, y yo quería entender por qué. Ella compartía la alegría de mi amiga que, entusiasmada, apachurraba a su niña una y otra vez. Patricia dijo que en diez años fuera de su pueblo no había visto a una madre mostrando tanto amor por el fruto de su vientre. Que jamás pensó que eso existiera.

 

En su pueblo, cuando un bebé nace, las madres piensan en el dolor que les espera en este mundo y lloran. Se entristecen los vecinos y de ninguna manera hay fiesta, es una falta de respeto. Luego, los chicos aman lo que son pero han heredado la desconfianza, los quieren humillar, se ponen bravos. Recelan aún del hombre blanco –los llaman borgios–, y los programas sociales que llegan del gobierno no logran mayor apego. Y eso, concluye Patricia, aunque el sonorense hoy reconoce al indígena y lo ayuda.

 

Pero esas madres lloran más cuando el bebé es mujer. A Patricia la violó su abuelo por primera vez cuando tenía seis años y hasta que tenía nueve, pero su madre creyó al médico, y el médico creyó que la niña exageraba. Luego la violó Roberto y al fin otro hombre del pueblo. Y esa niña, que guardó silencio porque no entendía, no era una excepción. Inventaron esa normalidad para todas ellas. Siempre les decían qué hacer, no tenían derecho a reírse libremente, sólo a media carcajada. Los hombres las golpeaban a ella y a su hermana y las señoras no ayudaban. Si no era llamándola loca, les prohibían a sus hijas que jugaran con ella. Pero Patricia no era una chica común. Era de carcajada entera y siempre soñó vivir más libre.

 

Los niños como ella juegan una lotería donde las bolas se parecen. El abandono de su madre es algo que las marcó a su hermana y a ella. A veces faltaba dinero para la comida y se conformaban con frijoles caducados. Llegaban los fríos del desierto y ellas estaban descalzas. Alexiz Bojorge, psiquiatra del Distrito Federal, completa el combo al destacar la frecuencia con que en las comunidades indígenas aparecen violaciones con incesto. Patricia estaba tan dentro del problema que sólo comprendió viendo la desgracia ajena. Quería explicarle a su vecina Silvia que tenían otra forma de vivir. Todos sabían que en casa de Silvia abusaban de ella y Patricia no se explica cómo es que nunca nadie dijo nada. Ella, que hoy ríe cuanto quiere, encoleriza al recordar. “A Silvia la dejaron loca. Agarraba un palo ante cualquiera que me pegara para acabar con él, a tal grado que un día me dijo que si matábamos a mi abuelo”. Silvia, violada y golpeada día y noche por su padre y hermanos, dormía en una choza de palo fuera de la casa de sus padres. Le dejaban la comida fuera, en un plato. “Y yo no podía ni defenderme de lo que me estaba pasando a mí”, dice Patricia. “Pero es más fácil aceptar que le ocurra a uno que a la persona que más quiere”.

 

Algo se movía ya dentro de Patricia. Su mundo era del tamaño de su pueblo y la única evidencia de algo diferente era la carretera comarcal. Allí, en un expendio, conoció al primer borgio. Tenía los ojos azules y ella, que aún no sabía lo que era que la discriminaran por su piel morena, sintió lástima de él porque creyó que estaba ciego. Después, a sus ocho años, encontró en el asiento de un autobús un pedazo de revista y se lo quedó mirando. Había más borgios ayudando en una campaña local. Eran trabajadores sociales y Patricia decidió que eso iba a ser ella.

 

Como si su casa fuera un fortín inexpugnable, había intentado esconder a Silvia. Pero lo de Silvia era tan notorio que la madre de Patricia, que ya tenía siete hijos, la peleó hasta que los servicios sociales se la dieron en custodia. Tiempo después, cuando las dos niñas iban juntas a trabajar al campo, Silvia conoció a un forastero, se enamoraron y él se la llevó. “Fue algo insólito que lo lograra. La persiguieron hasta con caballos. Defendió su amor como una gata y no dejó que nadie se acercara a él”.

 

Antes, una vez, Silvia había aparecido con los labios pintados. Su amiga dice que a ella nunca le había importado eso y entendió lo que significaba. Patricia empezó a anhelar una vida así para sí misma. Pero sin casarse. Ella no quería reglas.

 

Hoy Patricia tiene 36 años, es trabajadora social y suma más de 300 casos ganados. Aquel día, cuando Silvia huyó con su propia ropa puesta, Patricia no supo que el de Silvia sería el primero de todos.

 

 

*     *     *

 

La enfermedad

 

De entre todos los recuerdos que Patricia se llevó cuando salió del pueblo uno se le quedó marcado a fuego. Enfermos de cáncer esperando postrados su hora de desaparecer. Patricia se juró entonces que ella moriría de cualquier cosa, pero nunca así.

 

En 2001, cuando vio algo raro en su rodilla, ella era una empleada cumplidora en una tienda de ropa de Chihuahua. Su patrón sufría regularmente dolor en las rodillas y lo convenció para que fueran al médico juntos. “El doctor dijo que uno había tenido suerte y otro no. Yo, que creía que lo mío era una torcedura, iba entre risa y risa pensando que me pondrían una tablilla o algo así”. Hoy recuerda hasta la ropa que vestía ese día su patrón. Y la mirada del doctor, dice, podría reconocerla a kilómetros. Le dio seis meses de vida con sólo 25 años.

 

Y todo lo que acertó Patricia a responder fue, doctor, en seis meses yo no me licencio.

 

Optó por moverse a Ciudad Guerrero, a dos horas de camino, mientras los médicos de la capital proseguían los estudios. Sería su tercer cambio de ciudad en 25 años, pero allí solía asistir en campañas de oftalmología del Club Rotario y vivía ahora su hermana menor. Esa mancha en la rodilla llegó cuando intentaba recomponer su vida, cuando todo empezaba a arreglarse.

 

Por fin, tres años después lo supo. Lo que se estaba comiendo su pierna era un cáncer llamado de células gigantes. Le dijeron poco más los médicos. Era el tercer caso documentado en el mundo, después de uno en Brasil y otro en Reino Unido, de un cáncer medular con pinta de irreversible. Pero Patricia ya le había ganado dos años y medio.

 

Cuando la lógica le lleva la contraria ella siempre zanja con que no es una enferma normal. El día que bajaba del faro, en 2011, hacía una década de aquello.

 

 

*     *     *

 

En Ciudad Guerrero, donde viven Adán Legarda y doña Irene, sopla en invierno un aire gélido, un aire, entre la sierra Tarahumara y enormes campos de manzanos, que podría ser el más puro del país. Allí, su hermana, inseparable hasta entonces, acababa de echarla de casa porque Patricia se pasaba el día tirada en el sofá. La madre ayudó desde la distancia: para estar postrada, mejor se va. En casa de los Legarda hay hoy una habitación con cajas de madera y cientos de manzanas dentro. Algunas están magulladas y el jugo que supuran suelta un olor entre acre y dulzón. Diez años atrás, cuando la acogieron allí, Patricia sí lloraba. Se ahogaba a solas sin saber qué iba a ser de ella. Sólo ella sabía que estaba enferma.

 

Adán Legarda y doña Irene la habían conocido en su iglesia evangélica unos años antes. Esa nueva familia le hizo bien. Tony Sortino, abogado texano, escribe en un correo desde Houston que en esa época coincidió con ella como voluntario del Club Rotario. “Paty no hablaba inglés entonces y mi español no es bueno, así que debía de haber una traba en el idioma. Pero ya sabes que no hay barreras en ella. Lo pasaba en grande con los pacientes ayudando a elegir sus lentes, era muy extrovertida y muy visible su amor por la gente a la que nosotros ayudábamos”. Doña Irene cuenta que a veces sus sacos desaparecían, y era porque Patricia había encontrado a alguien con frío y los había regalado. Ahora, a veces Adán la oye al teléfono. “Oye, pa”. Y luego le suelta que van a caerle a casa 20 enfermos desde Mazatlán para operarse. Adán le dice sí. La quiere como a una hija.

 

Un día, cuenta doña Irene, Patricia le dijo: “¿Sabe qué? Me voy a tener que ir a Mazatlán a buscar ayuda con los americanos”. Adán dice que por Dios y por ellos Patricia tiene vida. Al saber del cáncer, el Club Rotario, la fundación mazatleca Felton y los Médicos Voladores, una ONG californiana, se volcaron con ella.

 

 

*     *     *

 

Era hora de recoger lo sembrado, pero había que seguir sembrando. Cuando Patricia le dijo a doña Irene sabe qué, me voy a tener que ir, también se iba en busca de la universidad. Pidió una beca de ayuda para estudiantes y se inscribió en Trabajo Social. Salió con un promedio de 9,8. Dice que el 10 se le escapó porque la noqueó una quimio. No le consta que otras mujeres yaquis fueran a la universidad en ese entonces, pero calcula que ahora son más de 700.

 

En un diario mazatleco, Patricia dijo que estudiar le dio la vida. Asistiendo a otros encontró un proyecto perdurable y también una distracción mientras sus tumores crecían. Dio charlas a diestro y siniestro sobre su caso y ahora piensa, a su vez, que ella es lo que es gracias al cáncer.

 

Hoy guarda su vida encuadernada. En una carpeta tiene cartas de hospitales, diagnósticos, ecografías y también diplomas. Uno de ellos muestra que enseñó pintura yaqui entre las señoras del Altiplano boliviano. Años atrás, la misma yaqui, un purépecha y un mixteco habían impulsado los encuentros indígenas en México, y hoy ella ha ido muy lejos para visitar a amigos tarahumaras, hñañúes o quechuas. Nunca le costó mucho levantarse de la cama. En Phoenix, los médicos ya la vieron desde su ventana cruzar la calle arrastrando el carrito con ruedas del suero, meterse en el drive thru de la hamburguesería de enfrente y, harta del gotero, pedirse una hamburguesa. Si tiene que estar quieta prefiere quedarse en su trabajo esperando los papeles de un campesino rezagado, porque sabe cómo es venir de lejos sin tener los medios. Y sin embargo, en su camino, Patricia perdió su acta de yaqui. Le retiraron sus documentos indígenas por rebelarse contra las reglas naturales.

 

 

*     *     *

 

En un patio de Ciudad Obregón, Sonora, además de un horno ennegrecido hay árboles frutales, un fregadero viejo, sillas de plástico y un recogedor hecho con media lata de combustible cortada en diagonal y atada con alambre a un palo. Unas vainas de maíz tajadas con machete y las gallinas apátridas del vecino que picotean granos sobre la tierra dura.

 

“¡Apártense, ustedes son las visitas pero yo soy la hambrienta!”, irrumpe Patricia sin contemplaciones cuando llegan la primera res, los elotes, los nopales. Bendice la mesa en dos segundos y avisa que es una emergencia.

 

En su casa, la señora Quintana no habla mucho. Al oírla, su rostro cansado, más pálido que el de su hija, se expande en una sonrisa plácida y luego le entra al asado igual que todos. Patricia la llama doña Lupe, la Gordi, o simplemente la señora que me parió. Ninguno de sus siete hijos vive a menos de 300 kilómetros de allí, a media hora del Valle del Yaqui. Tampoco su marido. Cuando al fin creyó lo del abuelo, doña Lupe renegó del pueblo, y ahora que tiene 64, Patricia la visita aquí a menudo. “Yo quería escribir un libro como madre de dos hijas con cáncer”, dice. “Tenía el título: No tengo cáncer, pero me está matando”.

 

Su hija Betty no sólo tiene cáncer de mama, también lupus. Ser Patricia no es fácil y a su hermana le cuesta un poco más llevarlo. Vive lejos, en Nogales, frontera con Arizona. Patricia le marca por el celular y hablan de fechas y de tratamientos: “¿144 quimios? ¿En qué momento me pasaste –Patricia ha recibido 89–? Ya batiste el récord Guinness…”. Y luego me la pasa avisando que soy su cuñado. Betty me dice que está dolorida pero el humor de su hermana la alivia. Cuando se pone mal, Patricia la visita y aunque esté en cama se la lleva al mercado, la perdición de Betty es comprar ropa y se levanta sin pensarlo. Doña Lupe, que habla poco, a cada broma se ahoga en risa. Luego estira la mano, le paso el teléfono y antes de hablar, suspira.

 

En una ocasión Patricia me dijo: “Quiero tanto a mi familia que les evito el momento de pasar todo esto conmigo. Y lo que más quiero yo, sin embargo, es estar con ellos”.

 

 

*     *     *

 

Al anochecer, enterada de la visita, la familia de una tía enferma busca consejo en casa de doña Lupe. Patricia empieza a sacar botes de una bolsa. “Esto nos hace muy bien, tía, guárdeselo para los días de quimio. Esto otro sabe a perro muerto, pero tómeselo. No le mire el precio, es regalo de Navidad, pero no se le ocurra pedirme más, ¿eh?”.

 

Vida y lucha son para ella tan indisociables como una masa y su molde. En una casa del valle, en pleno día, le llevaron a ver a un chico postrado y operado de dos tumores. La familia mostró un bote que le habían recomendado de una marca famosa y Patricia les dijo que aquello tenía parabenes, una sustancia que activa el cáncer. Leyó en la composición cocoa y dijo que el cacao hace estéril la quimio. La madre guardó silencio y después recordó algo que alguien le había dicho: que a su hijo no le diera chocolate.

 

Todo lo que Patricia entrega lo apunta en una lista. Y en otro papel, para qué sirve cada pildorita, la posología, etcétera. Ella forma parte del esquema de venta piramidal de Usana, los laboratorios con los que ella misma se provee de vitaminas. Sin nada que perder, ha ido informándose y probando como un druida. Entre vitaminas y fármacos ingiere 20 productos al día. 40 dosis. Sólo lo vende si ella demuestra que ayuda. El cabello, por ejemplo, no se le ha caído en las últimas quimios. Pero una cosa es tener los ingredientes y otra es lograr la pócima. Además, Patricia tiene un punto débil demasiado presente en las casas de la zona: la Coca-Cola. Ya sé, zanja ella, y medio en broma medio en serio dice que necesita terapia para dejarla.

 

Entonces, a su manera, anuncia a todos que ha llegado su momento. “Ahora ábranse, que la morfina me la pongo sola”.

 

 

*     *     *

 

Sobre el comedor de doña Lupe se despliega ahora una farmacia. Doña Lupe está acostada y mira al techo mientras la hija desparrama y ordena su arsenal. Botes, jeringas, pastillas y un par de agujas que no terminan nunca. Entre los muchos logros de Patricia está el hacer que por momentos, a no ser que saque el tema, uno olvide que ella tiene cáncer. Es como si le dijera: ‘señor, disculpe, no tengo tiempo para usted’, y el cáncer, confundido, se quedara ahí fuera a esperar. Pero como suele decirse la procesión se lleva por dentro.

 

Ella prefiere hablar claro: sus células están muertas. Trae una solución preparada con una multiplicación de otras células propias. Son 9.000 pesos (750 dólares al mes), pero en total gasta 32.000 mensuales que cualquier persona sana, si los tuviera, invertiría en otra cosa. Es la suma del tratamiento, las vitaminas, los fármacos para su hermana y mil pesos que envía a su madre para pagar la luz y el gas. Si quiere vivir, dice, échele lana. Estuvo endeudada, puede pagar 15.000 al mes y compra todo con mucho cuidado, pero no es suficiente. Gracias a Dios tiene el trabajo. Y en él, una comprensión tremenda.

 

Para buscar financiación Patricia tuvo que aprender a sacudir el mundo. Organiza ventas, colectas, reúne gente con camisetas rosas. Algunas fundaciones multiplican los fondos que consigue. A veces le ayudan con viáticos. Cuando la veo en Ciudad de México, por ejemplo, suele ser porque hace escala. La primera vez iba a un congreso de cancerología en La Habana. La última, en otoño de 2012, a un quirófano de Houston.

 

En Houston, esa vez, le vaciaron los pechos y luego, al reconstruirle, le pusieron dos implantes. Era su decimotercera operación. “¿Y esto de aquí, te lo inyectas por las quimios?”, le pregunto ahora, sentados frente a su arsenal. “No, por el dolor. Me acaban de operar, como a Ninel Conde”.

 

Hay otros días que Patricia no se tiene en pie, pero en Facebook, ya sea desde una cama y con ropa de paciente, cuelga fotos y escribe sus píldoras de la alegría. En un post presenta en comunidad a Tony Sortino, su amigo texano que la visita y consiente. En otro hay una foto de su brazo con 14 tubos de sangre. Una amiga le sigue el juego: “¡Son unos vampiros!”. Cada vez que actualiza su estado una nube de nombres le contesta y le manda bendiciones, ruegos, dedicatorias. Invocan a Diosito. Le dicen hermana Paty.

 

Una vez –una– Patricia colgó una foto diferente. Vestía una bata de hospital. Se mordía el labio, le brotaban lágrimas y los ojos se le hundían hacia adentro. “Quiero mostrar a otros enfermos cómo es esto, que lo sepan. Pero que vean que es posible vencer al cáncer”. Fue hace poco. Acababan de ponerle fecha para quitarle un riñón.

 

Me describe sobre la marcha las tres inyecciones que debe ponerse. Las dos primeras, las del brazo, son antioxidantes y morfina. No lo dice en el frasco, no sea que en los controles de la carretera suponga problemas. Se hace un torniquete en el brazo, busca la vena buena y se detiene porque no la encuentra. Dice que las quimios la dejaron destrozada. Que sus venas, de tanta sustancia, están quemadas. Algo no va bien. Se marea. Se da cuenta de que, con el desajuste del viaje, casi no ha comido desde ayer.

 

Después de sobrevivir a varios grupos de enfermos siente que tiene cáncer porque Dios sabe que lo puede superar, y se ha hecho un lema a la medida con el que cierra cada conferencia que da: “El cáncer, o te acuestas a sufrirlo o te levantas a vivirlo”. Es un monstruo y ella está embarazada de él. “Le doy alimento, doble ración, y así no me come a mí”.

 

Pero las agujas que ha traído son demasiado gruesas. Se estira la piel junto al ombligo e intenta una y otra vez que la punta entre. Cerca del estómago las células llegan antes a la sangre, pero hoy lo único que sucede es que pincha y brota sangre. Sus ojos y labios se vuelven como los de la foto. Los dientes buscan algo que morder. Al fin, grita: “¡No soy tortilla de maííííz!”, y la aguja entra. El cáncer sí le duele.

 

 

*     *     *

 

Adelante

 

Su pueblo de Sonora es así: un sol como si siempre fuera mediodía y anchas calles polvorientas que, desde un avión, parecerían dos arañazos perpendiculares en un mar de tierra salpicado por arbustos. En ese pueblo, el otro día, Patricia duda si la casa de su amiga es la de enfrente o la que sigue.

 

Silvia ha salido al oír voces. Después del largo abrazo sigue mirando a su amiga y su cara no cambia, debe de estar pensando en todo y nada y no acierta a decir mucho. O quizás Silvia, a sus 39 años, siga siendo de media sonrisa. Prepara un corro de sillas sobre la tierra bajo la copa de un árbol grande, luego trae una sandía enorme y la parte en cuatro. Patricia está radiante y su sonrisa mide casi como el gajo entero que tiene en las manos. Cuando sueña el pueblo, dice, siempre ve caminos, uvas y sandías.

 

Las amigas pasan revista al pueblo y las gallinas picotean las semillas que caen. Patricia me cuenta ahora acerca de Nachito. Cuando se reunían los tres cada uno presumía sus patadas, sus cintazos mojados. “Éramos los tres golpeaditos, y aquello era una competencia”. Perdió Nachito cuando se le vino abajo un terraplén y murió ahogado en una balsa de riego. Patricia cree que habría llegado vivo si ella no hubiera corrido a meterse debajo de la cama. Siempre que tenía miedo, ella se metía debajo de la cama. Cuando sacaron a Nachito su pecho aún sonaba. Ella creyó que la iban a acusar.

 

Pero Silvia está ahí delante diciendo a todo sí y Patricia también se quiere disculpar con ella. Le dice que se siente una trabajadora social frustrada, que nunca hizo nada. Pero sí hizo. Cuando tenían 9 años, ella y Nachito quemaron la choza donde dormía Silvia. Pensaron que así el padre metería a su hija a casa, pero fue un espejismo porque a Silvia le construyeron otra choza igual. Ahora, riendo, le pide a Silvia que lo admita, que esa fue la única vez que logró dormir en casa.

 

Patricia encuentra recuerdos hasta en las plantas alargadas que hay alrededor de la casa. A Silvia le gusta su olor. Pero aunque sea valeriana, un remedio para los espasmos, a Patricia le huelen “a lomo”, de cuando les vareaban con ellas. Dice que a veces se lo merecían porque tiraban piedras a un panal.

 

Al fin le pregunta a Silvia qué es lo que más le dolía y ella no lo duda, dice que los golpes de su madre. Y añade que tenía mucho dolor, pero que ya vive contenta.

 

—Nadie disfrutó como nosotras las pequeñas victorias –dice Patricia, desde la lejanía del tiempo–. Esos golpes nos hicieron fuertes.

 

Al levantarse, Patricia pide una foto de las dos y Silvia reacciona rauda. Desaparece por la puerta de su casa, dice que va a peinarse. Después, en la cámara, encuadro a dos niñas que sonríen frente a una pared mohosa. Patricia besa la mejilla a Silvia y se abrazan esperando el clic. Veo en la foto que Silvia tiene los labios pintados.

 

 

*     *     *

 

Sólo nos falta ir a Pótam. Allí, a pocos kilómetros, la tía de Ana Laura Zavala está estudiando un papel con la nota de la compra de una tienda de abarrotes. Luego mira a Patricia, pone cara de que no le entiende y pregunta que qué tiene que les construyan allí una franquicia de Oxxo. “Cómo que qué tiene”, dice Patricia, “no van a dar ni un cacahuate, ni para las fiestas del pueblo. ¡Si al menos dieran algo!”. Por ejemplo, el gobierno estadounidense favorece el tránsito de yaquis para mantener los lazos con sus hermanos de Arizona, pero a Patricia le queda claro que esa franquicia 24 horas no aporta a sus tradiciones ni a mantener esas ayudas. Aunque la autoridad yaqui está por encima de los usos y el interés particular, la obra sigue adelante.

 

En la factura, Patricia suma 573 pesos. Alguien escribió 613, pero la tía dice que al menos así les siguen fiando. En la pared de la casa, en un cartel con sello oficial un grupo político se felicita por haber pavimentado el piso de tierra de esa casa, pero la tía dice que los materiales que llegan suelen quedárselos los candidatos para repartir entre sus leales. Un niño de unos tres años y sin camiseta nos mira en silencio. Su panza es como la de un africano desnutrido, pero su madre asegura que le picó una abeja. Patricia sonríe al niño, toma una foto a la panza y calla.

 

Al irnos, Patricia explota. “Se me sale lo yaqui por todos lados, aquí hay mucho trabajo por hacer. Pótam es la capital yaqui desde el tiempo antiguo, ¡qué está pasando!”.

 

No es lo que ella me ha pintado. Pero minutos después Patricia se detiene en seco. A lo lejos ve una cruz hincada en la tierra en el cruce de dos calles. Al lado, nueve hombres visten de domingo pero otro, muy joven, lleva una falda blanca sobre el pantalón y una especie de chal trenzado en rombos. En la cabeza todos tienen puesto un cucurucho floreado. Una guirnalda cae desde la punta hasta los hombros y desde cada frente una banda anudada pende hasta la cintura. Se oye un violín melancólico, un bandolín y una guitarra. Y 20 sandalias de cuero marcan un zapateo lento que suena a mantra. A cada paso, los danzantes sacuden un hatillo de plumas y una gran maraca. Esa danza de luto yaqui le inspira un nombre para la oficina que planea: Enlaces de Esperanza Indígena.

 

 

*     *     *

 

Pero Patricia no piensa irse de Pótam sin ser legalmente yaqui otra vez. La plaza pública son seis campos de fútbol pelados. Al frente hay una iglesia de ladrillo con una torre mochada y ventanas puntiagudas, y alrededor, como eternos feligreses, cientos de cruces de madera sobre montículos de tierra. Muy alejadas, en los extremos de la plaza, otras dos cruces hincadas correspondientes a las cofradías que toman parte en las festividades. Y a un costado, en una pequeña oficina, tres viejos de piel morena y sombrero norteño. Tienen colgado un cartel con un poema en yaqui y un letrero que no dice ayuntamiento. Dice Autoridad Tradicional de la Tribu de los Ocho Pueblos.

 

—Le estoy diciendo a mi amigo que los yaquis nos defendemos y él se encuentra un Oxxo. Qué ando yo trabajando para otros, quiero abrir un centro cultural donde el niño vaya interno en verano. Habría clases para motivar a las tradiciones y a la lengua. Todo se hablaría en yaqui.

 

Los viejos escuchan en silencio. Luego comienzan a mirarse disimuladamente. Poco a poco pierden rigidez y al fin uno de los tres se prende. Le pregunta si habla la lengua yaqui, o si la entiende. Ella hace un silencio. “La entiendo”.

 

Patricia ha dejado documentos, una fotografía y una dirección local para que le den la residencia. La necesita para convalidar su secundaria en la región yaqui, con eso y su licenciatura podrá ejercer allí. Al salir no tiene más que un papel impreso con su foto engrapada, pero lleva un sello oficial junto a cuatro de las cinco firmas necesarias y la quinta está firmada en ausencia. Ella dice que Diosito le está poniendo mucho en este viaje.

 

Al irnos del pueblo pasamos un autobús que lleva unas letras grandes –Pueblo Yaqui–, y la bandera indígena. Vamos en una camioneta y Patricia ha encontrado un aliado en el hombre que maneja: “El 98.9% del Oxxo es cerveza. Es una cochinada. Aparentemente la tierra es yaqui, pero donde hay dinero… y los recursos están en manos de cinco o diez. Pero yo aún pienso en la familia, en el bien común, por eso les doy raid a ustedes. La familia no es papá y mamá. La familia es la tribu”.

 

 

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De momento la vida sigue en Mazatlán. Allí Patricia no desentonará con su falda vaquera, blusa, bolso y botas blancas. Incluso tiene iPhone y habla inglés. El traje típico que tenía lo donó a una asociación de la ciudad para un museo regional. Pero antes de salir del valle, al pasar por el pueblo de Vícam, junto a la carretera, una modista yaqui nos abrió su pequeño taller.

 

La señora fue sacando los conjuntos y dejándolos sobre el mostrador. Patricia repasaba las blusas y las faldas y las acariciaba como si estuviera saliendo de un letargo. Después, mientras se las probaba sobre su propia ropa ante el espejo, pregunté a la modista quién compraba aquellos trajes y ella respondió que llegaba gente de todos lados. Traileros, estadounidenses, yaquis de Arizona. Luego explicó que aquello, el territorio yaqui, era como un país pequeño dentro de otro. Que a ellos los vencieron por la religión y que en el museo yaqui de Cócorit se ven los arcos de carrizo y las flechas con veneno que los defendían de los españoles. Que los hombres visten casi de vaqueros, pero llevan una cinta roja si están en guerra, y rescataron la tierra, sus ropas y su idioma, y eso no había que perderlo. A su nieta ya le estaban enseñando la lengua yaqui. Patricia, al oírlo, se dijo que quizás algunas madres yaquis no lloran. Y que cuando el amor por una tierra se educa no se olvida nunca.

 

Aunque no vista falda floreada, sino de mezclilla, Patricia casi no usa pantalón. Cederle el paso es inútil: antes va Dios, después el hombre y después va la mujer, por protección. Sigue inclinando la cabeza ante un hombre, no dice groserías, mantiene las oraciones en la mañana y en la noche. Le gusta mantener las formas. Lo único que aborrece de los suyos es la violencia contra la mujer, el abuso a niñas y niños. Le oí decir dos veces que los yaquis de 30 años para abajo ya no saben su lengua. Ella tiene 36 años, así que al principio le pregunté por qué no la hablaba. Luego dejé de hacerlo. Y entonces un día me dijo que, cuando la violaba, su abuelo le hablaba en yaqui.

 

El viaje terminó en el museo de Cócorit. Ella, que dijo que venía de lejos, escuchó la leyenda del tesoro yaqui y lo sagrado del lugar donde está enterrado. Aquello, dicho por un guía que regresó de Yucatán para enseñar su cultura originaria, fue un éxtasis.

 

Unas semanas después, el contraanálisis y estudios posteriores confirmaron que con unas sesiones de quimio Patricia conservaría el riñón. Su prueba de fuego, ahora, iba a ser un tratamiento de vanguardia para el que debía viajar este verano a Barcelona en un intento por regenerar sus células, ya exhaustas, pero los médicos pensaron que la opción catalana era demasiado arriesgada. A cambio se mudará a Ciudad Juárez y le darán un nuevo tratamiento en Houston. Por momentos Patricia no lo ve tan claro. Pero por momentos se anima. Piensa en su regreso al valle, adonde volverá con una falda floreada y, entonces, comenzará a desempolvar su lengua. Ya lo escribió Tony Sortino: “Su sueño era estudiar para poder ayudar, pero especialmente al pueblo yaqui. Sabíamos que lo lograría porque es del tipo de personas resueltas a las que no importan las trabas ni quién les diga lo que no pueden hacer”. Ella lo dice de otra forma. “Me pueden sacar todo, que mientras me quede el cerebro, yo sigo”.

 

 

 

 

Pablo Zulaica Parra nació en Vitoria-Gasteiz, País Vasco, en 1982. Expublicista a tiempo completo, se convirtió al periodismo narrativo y a la crónica de viajes, profesión que ejerce como independiente y compagina con algo de publicidad y con charlas sobre redacción e imagen, una extensión de su proyecto callejero Acentos Perdidos. Viaja cuanto puede, y si por él fuera lo haría siempre en tren, en bicicleta o a pie. Antes de echar raíces en Ciudad de México en 2007 vivió en España, Holanda y Argentina. Ha publicado en prensa de varios países. También ha firmado el cuento Los acentos perdidos (Lumen, 2010) y un relato en la antología viajera Inquietos Vascones (Desnivel, 2013). En Twitter: @acentosperdidos

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