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Zelig y Woody Allen: la crisis de identidad y su relación con los trastornos de personalidad

 

Yo soy un poco Zelig.

 

Leonard Zelig nació a finales del siglo XIX. Su infancia, marcada por la pobreza de su padre, el olvidado actor judío Morris Zelig, y la presencia de una madrastra severa y frondosa, fue violenta. Aunque la familia vivía en un departamento alquilado, ubicado sobre una sala de bolos, eran los dueños del establecimiento los que constantemente se quejaban por el ruido.

 

El pequeño Leonard –nadie le dijo Lenny o Lou sino hasta mucho después– pasó buena parte de su niñez castigado. Lo castigaban por cualquier cosa, incluso por abrir la boca para defenderse de los niños antisemitas que lo acosaban en las calles de su barrio. El castigo consistía en encerrarlo en un armario oscuro durante horas y, cuando estaban realmente enfadados, sus padres se encerraban en el armario con él.

 

Como suele pasar cuando se habla de traumas, todo indica que de esos días viene la crisis de identidad que luego lo haría tan famoso y que fue advertida, antes que nadie, por Francis Scott Fitzgerald durante una fiesta en Long Island. Esa tarde, el autor de El gran Gatsby registró en su diario la presencia y transformación de Leonard Zelig, a quien llama “un tal Leon Selwyn, o Zelman”. Era 1928.

 

El verdadero Zelig, el que conocemos ahora, del que hay fotos y grabaciones de audio y carteles y hasta un documental de 80 minutos, nació mucho después. Fue alrededor de 1981 en la isla de Manhattan, cerca del Central Park, en la cabeza de Woody Allen. Por esos días el cómico que solía reunir sus bromas en películas como Bananas o El dormilón ya era considerado un cineasta, había ganado dos premios Oscar con Annie Hall y deslumbrado a Cannes con Manhattan. También había fracasado con Recuerdos, para muchos, su versión fallida de 8½, de Fellini, para quien escribe, su mejor película hasta la fecha. El caso es que Woody Allen empezaba a ser Woody Allen y se había propuesto filmar dos películas al mismo tiempo. La una, Comedia sexual de una noche de verano, se estrenó en 1982 y pasó inadvertida. La otra, Zelig, se estrenó al año siguiente y fue un éxito.

 

Yo la vi cuando estudiaba cine, en Quito, en la clase de producción de documental. ¿Zelig es un documental o una película? Y quedé en estado de shock. Había visto mucho Woody Allen y le hacía propaganda entre mis compañeros diciendo cosas como “tienes que ver Maridos y mujeres”, o “tienes que ver Desmontando a Harry”, pero desconocía la existencia de Zelig. El siglo XXI recién comenzaba y mientras la gente hablaba de Danny Boyle o David Fincher o Sam Mendes yo insistía con el viejo Woody. Entre clase y clase pasaba las horas en la biblioteca, encerrado en los estrechos cubículos destinados para audiovisuales, viendo una a una sus películas en disco láser, es decir que miraba la mitad y luego daba vuelta al disco y todo eso que ahora parece tan ridículo y primitivo. Pero nunca había visto Zelig.  

 

El shock fue doble. Había visto una de las mejores películas de Woody Allen, una de las mejores películas que hubiese visto, punto, y había encontrado un nombre para mi enfermedad. Leonard Zelig tenía la… ¿facultad?, ¿discapacidad?, ¿virtud?… de convertirse en quien tuviera a la mano, bastaba que pasara cinco minutos con un asiático para que sus ojos se rasgaran o que le diera la mano a un obeso para que su estómago se hinchara. Yo no. Quizás mentía para caer bien, pero no más que el promedio (sobre todo si tomamos en cuenta que Woody Allen boxeó con un canguro en televisión para complacer al público en 1966). Lo que sí tenía era un personaje, un tipo de veinte años o menos que había llegado de la costa para estudiar a 2.800 metros sobre el nivel del mar. Peor aún, para estudiar cine cuando ya era bastante freak que un costeño, de pueblo, supiera leer y escribir. Sentía que tenía que probarme ante los demás, ganarme un lugar, y para eso veía todo lo que podía. No sé si veía más que el resto, pero veía harto y ahora capto que con eso me defendía. No podía cambiar de piel pero podía cambiar de película y fajarme en cualquier conversación aunque saliera humillado y malherido.

 

Mientras Leonard Zelig se camuflaba, yo trataba de que me vieran y eso, aunque no parezca, es lo mismo: ninguno de los dos estaba del todo cómodo dentro de su cuerpo.

 

 

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Zelig costó diez millones de dólares, más que cualquiera de las películas que Woody Allen había filmado antes. Su primer contrato con la United Artist, por ejemplo, lo obligó a rodar tres películas por dos millones de dólares cada una, cantidad limitada aún en 1971, cuando lo firmó. Casi todo el dinero se fue en efectos especiales, en transformar a Woody en Zelig y a Zelig en todo el resto de personajes que aparecen, en su mayoría, durante la primera media hora de película. Zelig es negro, indio, griego, mexicano, italiano, republicano, demócrata, irlandés, judío y nazi. Y es, también, el padre de Forrest Gump: se implantó en la historia americana del siglo XX con trucos de cámara y material de archivo. Para darle un look más real, vintage en serio, el director de fotografía Gordon Willis usó equipos de los años veinte e iluminó tal cual lo hacían los estudios en aquella época, de una manera más bien plana y clara que contradecía su reputación de príncipe de la oscuridad.

 

Willis construyó su nombre entre las sombras de El Padrino I y II, cuando pintó bajo los ojos de Vito Corleone esas ojeras profundas que son, hasta hoy, lo que la gente más recuerda de Marlon Brando. En 1972, cuando Francis Ford Coppola y Mario Puzo se llevaron el Oscar por mejor guión adaptado, El Padrino coronó como mejor película y Brando rechazó la estatuilla a mejor actor por su affair apache, Gordon Willis ni siquiera fue nominado. Zelig, en cambio, le valió su primera candidatura –en 1984– y la fama de ser un fotógrafo técnicamente capaz de todo. Aquello nunca dejó de sorprender a Woody, según él, una vez decidida la estética documental-de-época, respaldada por entrevistas a personajes contemporáneos como Susan Sontag y Saul Bellow (éste último se permitió corregir la gramática de sus diálogos), el rodaje fue pan comido. El gran truco fue arrugar y rayar los rollos de película para que pareciera estropeada por el tiempo y el olvido.

 

 

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En una entrevista filmada y conducida por su hijo, Nettie Konigsberg, madre de Allan Stewart Konigsberg, alias Woody Allen, la señora que hubiese sido perfecta para el papel de Zelig si el personaje hubiese cambiado, además de raza y credo y lengua, de género y edad, dice: Si no hubiese sido tan estricta contigo serías menos ansioso. Una vez entregado el guión de Zelig a los productores para que calcularan y levantaran el presupuesto, Woody Allen se encontró con su peor pesadilla: dos semanas de tiempo libre, y las invirtió en el guión de La comedia sexual de una noche de verano, algo sencillo, con pocos actores y sin más locaciones que una casa de campo y sus alrededores. En teoría, decidió rodar ambas películas simultáneamente para soportar el largo proceso de postproducción que involucraba Zelig. Pero había algo más: Mia Farrow, la sospecha de que quiso impresionarla filmando dos largometrajes a la vez –algo que no volvería a ocurrir– y la certeza de que hubiese hecho cualquier cosa para pasar más tiempo con ella.  

Zelig y La comedia sexual de una noche de verano fueron las primeras películas de Woody Allen en las que apareció Mia Farrow. Como los trabajadores de una fábrica, filmaban escenas para una por la mañana y escenas para otra por la tarde. Woody, apostándole a la verosimilitud aún cuando él tenía el papel principal, había decidido no contratar actores para Zelig. Varias veces, dice, terminó contratando a los chóferes de los actores que venían a ofrecer sus servicios. Las únicas estrellas eran él y ella. Esto le permitió usar cualquier momento libre para filmar, una y otra vez, con diálogos escritos o improvisados, las famosas Sesiones del cuarto blanco, donde la Dra. Eudora Fletcher, el personaje de Farrow, hipnotiza a Leonard Zelig para remover su pasado. Esa debe ser, tal cual sale en la película, la primera vez que Woody Allen le dijo a Mia Farrow cosas como “quiero irme a la cama contigo”, “te amo”, “eres la peor cocinera del mundo”.

 

Después de Zelig, de ese final en el que ambos terminan alcanzando fama, efímera pero fama al fin al cabo, fue el director el que convirtió a la actriz en su camaleón. Hicieron once películas más juntos y ella llevó a cabo, y a buen puerto, papeles que nadie más le hubiese ofrecido: desde la frágil Cecilia de La rosa púrpura de El Cairo hasta la pasiva-agresiva Judy Roth de Maridos y mujeres, pasando por la extravagante Tina Vitale de Broadway Danny Rose y la intelectual productora de documentales Halley Reed de Delitos y faltas.

 

Mia Farrow era una estrella y abandonó el paseo de la fama para filmar año a año dentro del método Woody Allen, con bajo presupuesto y sin estridencias, haciendo lo que quieres para crecer como artista y no lo que debes para trepar como celebridad. Se amaron, sin duda. Y el acto más noble de ese amor lo tuvo Mia en las horas finales del rodaje de Maridos y mujeres, en 1990. A días de terminar la producción, cuando encontró las fotos que ligaron –para siempre, qué duda cabe– a Woody Allen con Soon-Yi Previn, su hija adoptiva, juró que no volvería al set. Pero volvió. Terminó sus escenas en tres días y con ellas una de las mejores colaboraciones entre ambos.

 

La pareja nunca tuvo tanta exposición mediática como cuando reventó el escándalo de infidelidad, salieron en las portadas de todas las revistas y de todos los periódicos, en todos los noticieros, en horario estelar y en repeticiones. Era increíble, la civilización del espectáculo trabajando a tiempo completo, el fenómeno Zelig vuelto realidad.

 

 

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—Odio a Woody Allen, me dijo.

—Lo amo.

—Cuestión de gustos.

—¿Pero no te gustó Zelig? Yo te la recomendé.

—Algo, pero mentí. Yo soy un poco Zelig. Miento para agradar. Mi psicóloga me ha dicho que debería decir la verdad y empezar a visitar a un ginecólogo.

Zelig es una gran cinta. No hay que jugar con Zelig. Ni en broma.

 

Este diálogo es de Por favor, rebobinar, la novela de Alberto Fuguet. Esa frase, “Yo soy un poco Zelig”, siempre me pareció importante. Hasta el día de hoy me hace pensar en las veces que he contado un chiste atribuyéndoselo a alguien más; en las veces que he contado una anécdota propia como si fuera ajena; en las veces que he contado una anécdota ajena como si fuera propia; en las veces que, para probar una historia, he dicho cosas como “leí esto pero ya no me acuerdo dónde, era sobre un tipo que…”; en las veces que le he dicho a mis padres que tengo dinero cuando no lo tengo; en las veces que les he dicho a mis amigos que conocí a alguien cuando no conocí a nadie; en las veces que he dicho que no lo hice cuando sí que lo hice, un montón; en las veces que he defendido una película que no me gusta sólo porque le gusta a la gente que admiro y envidio; en las veces que he usado un diálogo de Woody Allen como si fuera mío.   

 

Todos somos un poco Zelig. Woody Allen se cambió el nombre porque el suyo no le parecía lo suficientemente chistoso, se compró las emblemáticas gafas de montura gruesa porque su rostro no le parecía lo suficientemente llamativo, subió a los escenarios para hacer sus monólogos cómicos a la fuerza, empujado por Jack Rollins y Charles H. Joffe, que empezaron como sus representantes y terminaron como sus productores, y ha dicho varias veces que preferiría ser un solista de jazz como Sidney Bechet o, ya de plano, ser Sidney Bechet. Pero su gran transformación, la que lo mantiene con vida y en cuyas lanas lo encontrará la muerte, pasa cada año, con cada nuevo proyecto. Woody Allen dice que filma sin descanso para no tener que lidiar con su miseria existencial, para no repetirse todo el día que la vida no tiene sentido. Filma para evitar lo inevitable.

 

 

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¿Cómo festeja el mundo los treinta años de Zelig?

 

Vuelvo a verla después de no sé cuánto tiempo. Me reservo una noche y la veo con la luz prendida, poniendo pausa cada tanto para tomar apuntes en mi libreta, como Fitzgerald aquella tarde de 1928 que nunca existió.

 

Sigue siendo buena, pero ya no me mata. Siento que tiene algo de primer borrador, que es más una gran idea que una gran película y, sobre todo, más personaje que otra cosa. Habría sido un gran corto, quizás un gran medio, como Edipo reprimido. Leo que el primer corte de Zelig duraba poco más de cuarenta minutos y que Woody Allen rellenó consciente de que esteba rellenando. Lo más curioso es que con Zelig pasa lo que pasa con todos los escándalos de moda, cuando él está bien, cuando se enamora de la Dra. Fletcher y parece haber recobrado su verdadera personalidad, cuando se cura, cuando es normal, deja de ser atractivo. Miro esas escenas en las que ambos bailan como una pareja funcional y me doy cuenta de que yo también prefiero el escándalo.

 

Quizás ya no la necesito tanto como antes. Estoy más cómodo, más seguro, mejor. De a poco he aprendido a acomodarme dentro de mi propia piel, como el buen Leonard después de cruzar el Atlántico de cabeza, piloteando un avión por primera vez.

 

En teoría, Zelig es una película –un ensayo, una opinión, un reclamo– sobre el fascismo. No es gratis que su última gran transformación se dé en la Alemania nazi ni que su gran amor lo rescate de las filas del mismísimo Hitler. Según Woody Allen, cuando uno pierde su identidad, cuando deja que la voz del otro, la que grita, la que manda, la que obliga, se escuche más que la propia, lo ha perdido todo y sería capaz de lo peor. Yo no, nunca la vi así. Supongo que, como de costumbre, la adapté a mi realidad. Para mí Zelig siempre será la historia de un tipo que, como yo, pasó muchos años sin saber quién era, con miedo, asustado de lo que podría ser. Y se curó.

 

Hay cosas que no podemos cambiar. Martin y Nettie Konigsberg nunca le dijeron Woody a su hijo Woody. Siempre le dijeron Allan. Tampoco vieron con buenos ojos su matrimonio con Soon-Yi Previn, no por la diferencia de edad o por lo que el mundo entero pensaba en ese momento, sino porque ella no era judía. Esto me hace pensar que nuestra identidad también depende de los demás, que somos lo que somos y lo que otros piensan que somos. El método Zelig tiene sus grietas.

 

La película se acaba, otra vez. Alguien me llama y me ofrece un tequila. Le digo que no puedo porque estoy escribiendo sobre los 30 años de Zelig. Me dice que nunca ha visto Zelig y yo le digo tienes que ver Zelig. Me doy cuenta de que esa película es algo que le deseo a toda la gente que quiero, a la gente que me importa. Zelig me gusta más en los ojos de otros. Ya le saqué todo lo que pude y ahora puedo pasarla a otras manos, heredártela. ¿La volveré a ver? Si me la encuentro en una sala de cine, en 35 milímetros, seguro. Capaz cuando el viejo Woody nos haya dejado solos y cumpla con el ritual de volver a sus películas para que él nunca se vaya de mí.

 

Tomo un último apunte: comprar Moby Dick.     

 

 

 

 

Juan Fernando Andrade es editor adjunto de la revista Mundo Diners en Ecuador y colabora con varios medios dentro y fuera de su país. Autor de la novela Hablas Demasiado (Alfaguara) y guionista de la película Pescador, basada en una de sus crónicas. En FronteraD ha publicado Clase magistral de periodismo con Billy Wilder. Escribe el blog La Cultura B

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