El centro comercial Al Waha se levanta en lo alto de una colina en Al Qalamoun, a las afueras de Trípoli (Líbano). Su entrada es amplia, con seis puertas de cristal y grandes piedras de mármol. Está rodeado de pinos frondosos y a lo lejos, más allá de la falda de la montaña, asoma el Mediterráneo. De las puertas aparece ruidosa una motocicleta blanca –Akkad Six Stars, es la marca- pilotada por un muchacho de unos 12 años que con la destreza que otorga la inconsciencia desciende rápido por la escalinata de acceso al edificio. Un grupo de niños persigue al motorista en divertida comparsa dejando las puertas entreabiertas.
El complejo, abandonado hace unos años, está ocupado ahora por 130 familias. Refugiados que han huido del conflicto en Siria. “Viven en los locales comerciales. Algunos pagan un alquiler, otros no, según quien sea el dueño del establecimiento”, dice Rabab Sabbah, una refugiada que colabora de manera voluntaria con la ONG Oxfam.
La organización provee cada día 8.000 litros de agua potable y lleva a cabo labores de higiene y saneamiento. “Tratamos de que tengan un lugar determinado para el aseo y mantengan los alrededores del centro limpio. De otro modo, las diarreas y enfermedades como la leishmaniasis se propagarían demasiado rápido”, señala la mujer.
Los dos años y medio de guerra en Siria han dejado más de 100.000 muertos, cuatro millones de desplazados internos y 2,1 millones de exiliados, según el Alto Comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR). Líbano es el país que acoge un mayor número, unos 756.000, seguido de Jordania con más de 523.000. El resto se reparten entre Turquía, Irak y Egipto.
Al Waha se abre en un patio interior en cuyos soportales se suceden las tiendas ocupadas por familias sirias. Hay ropa tendida en cuerdas que van de una columna a otra. Alrededor de éstas hay también trazados mil y un empalmes de cables eléctricos. Los niños corretean entre alfombras de mimbre y colchones aireándose. Las mujeres han dejado granos y especias secándose al sol en palanganas de plástico. Desde los pisos superiores caen ramas de grandes hojas verdes y asoman un buen número de antenas de televisión por cable.
Un aroma de guiso se desliza por uno de los pasillos del edificio. Justo en éste un muchacho repara una lavadora y varios hombres atienden un puesto de hortalizas. Al lado de la parada se encuentra el local donde viven Abu Yassef y su esposa. “Somos una gran familia. Nos apoyamos en todo lo que podemos. Bastantes problemas hemos tenido ya en Siria”, apunta este hombre recio y de semblante grave. “Pero es duro: nos falta el agua y el bono de Naciones Unidas para intercambiar por alimentos no es suficiente. Sobre todo para comprar verduras, en Siria todo era más barato. Y la asistencia médica era gratuita, también la educación”.
Pero durante los más de 40 años de existencia del férreo régimen impuesto por la familia Al Assad –primero por el fallecido Hafez Al Assad y luego por su hijo, el presidente sirio Bashar Al Assad– también fueron gratuitos un asfixiante control mediático, brutales represiones de las voces discordantes y un sinfín de violaciones de los derechos humanos sufridas por todo aquel que no comulgara con la doctrina del Partido Baaz.
Todo ello dio pie a numerosas protestas, tan populares como pacíficas, a lo largo del país, surgidas en el marco de la llamada Primavera Árabe. Aplacadas a tiros por los militares del régimen, devinieron después en un movimiento armado cuyo máximo exponente es hoy el Ejército Libre Sirio (ELS), quien, en peligrosa y complicada convivencia con grupos radicales islámicos llegados desde fuera, se disputa con el régimen las principales ciudades del país.
La cuestión palestina
Líbano acogió tras la Nakba –éxodo– de 1948 a un gran número de palestinos que huyeron de su tierra tras la imposición del estado de Israel. El gobierno libanés los organizó en campos temporales; pero hoy, más de seis décadas después, los palestinos siguen en estos asentamientos que se han transformado en pequeños barrios aislados con edificios bajos y viviendas construidas sin apenas orden formando laberintos de calles empinadas y oscuros recovecos.
Para evitar un episodio similar, el Líbano ha desestimado ahora la idea de organizar nuevos campos para los exiliados sirios, muchos con estatuto de refugiado palestino al descender de los que huyeron en el 48. Así los más de 756.000 refugiados que viven en este país (más de un millón si se suman los que no están registrados oficialmente) lo hacen en barriadas humildes de grandes ciudades.
El informe Under pressure, de World Vision, denuncia que esta situación está dando lugar a una serie de problemas como la subida del alquiler en las comunidades que han acogido a los sirios. La ONG señala que viven hacinados en pisos, locales en desuso o garajes a precios insultantes que llegan a superarse en un 400%. El estudio hace hincapié además en la subida de los precios de alimentos básicos porque “ha aumentado la demanda pero no el suministro”. Por descontado, también menciona el cada vez más elevado riesgo de enfermedades derivadas de la ausencia de agua potable e higiene, ya que los servicios libaneses se han visto saturados.
Monedas para llamar a Siria
Saif Dawour encontró una noche un osito de peluche tirado en una esquina de Al Jalil, un antiguo campo palestino levantado alrededor de unos barracones militares en la localidad libanesa de Baalbeck. “Estaba muy sucio. Lo traje a casa y, cuando los niños dormían, mi mujer y yo lo lavamos una y otra vez”, cuenta el hombre. Al día siguiente era el cumpleaños de su pequeña. “Ella se despertó y le dimos el osito. Lo primero que preguntó fue si él estaba a favor del ELS o del régimen de Bashar Al Assad”.
Saif, su mujer y sus tres hijos –dos niños y la pequeña del peluche– viven en una de las estancias del antiguo acuartelamiento. Tras la puerta, un minúsculo cubículo donde el poco espacio que hay lo ocupan una lavadora y una nevera. Ninguna funciona; pero las utilizan a modo de armario para guardar la ropa. Hay también una olla de metal, dos bidones de agua y un colador con verduras recién lavadas. La vivienda como tal se abre espacio tras este cubículo, aunque sigue siendo pequeña para cinco personas. Es una habitación húmeda, de unos quince metros cuadrados, con una sola ventana y una puerta al exterior que permanece cerrada. Los colchones cubren casi todo el piso y hacen las veces de cama, sofá y espacio para comer. Un viejo armario está situado en uno de los extremos, no tiene cajones y tampoco cabe en él toda la ropa, por eso de las vigas de madera del techo cuelgan pantalones, camisas, camisetas… La familia dispone también de un ventilador y una televisión grande y pesada.
“En Damasco trabajaba para una compañía petrolera croata. Un buen empleo, vivíamos muy bien. Pero aquí llevo buscando un trabajo desde que llegué y no encuentro nada. Sólo necesito tres dólares al día. Sólo eso para que podamos vivir un poquito mejor”, masculla entre dientes Saif, mientras busca a tientas su paquete de cigarrillos sobre la alfombra. Junto a este hay un cenicero repleto de colillas y ceniza y varios vasos servidos con té hasta el borde que nadie ha bebido aún.
“El alquiler cuesta 100 dólares al mes, quedan diez días para el pago y no tenemos con qué. El subsidio de la UNRWA se ha retrasado y no sé como vamos a pagar este cuarto”, reconoce. La UNRWA es la agencia de Naciones Unidas encargada de los refugiados palestinos, que suponen el 10% de los exiliados que han llegado a Líbano. Sería lógico pensar que dicho organismo recibiera el 10% de los fondos destinados por Naciones Unidas a esta crisis humanitaria, pero no es así. La situación no tiene visos de mejora si finalmente la ONU rebaja un 30% los fondos destinados a esta emergencia tal y como tiene previsto.
Además, el hecho de poseer el estatuto de refugiado palestino, como Saif y su familia, implica, entre otras privaciones de dudosa legalidad en el marco del Derecho Internacional, que hay trabajos que no pueden ejercer en Líbano: todo tipo de ingenierías y profesiones liberales como la abogacía y el periodismo, entre otras.
“Mis hijos me piden dinero a cada rato para hablar con sus amigos en Siria. Yo no tengo qué darles. Hay días que me dicen ‘papá, hoy no comemos, pero danos algunas monedas para llamar a Damasco’. No sé qué hacer”, se lamenta el hombre mientras niega con la cabeza. “Mi mujer toma unas pastillas porque padece crisis nerviosas. Por las noches se hace la dormida, pero yo la oigo llorar. Sólo duerme bien cuando toma esas píldoras. Creo que las voy a tomar yo también, así dormiré todo el día y todo pasará más rápido. Estoy muy cansado. Aquí no hay nada que hacer, ni siquiera como voluntario”.
Canciones para un gato sordo
Sawthan Alshami lleva un año viviendo en el barrio de Wadi Zeina, de mayoría palestina, a las afueras de Beirut. Es un vecindario humilde, de edificios bajos, con la pintura desconchada y de balcones casi a pie de calle. Está ubicado en una pendiente que termina en la playa, jalonada por chiringuitos y cabañas de verano. De camino a su casa hay un mezquita con ropa tendida en sus pequeñas ventanas. Es la vieja mezquita del barrio que ahora acoge a cinco familias. “Viven aquí gratis”, dice esta mujer que trabajaba en una guardería en Damasco. El interior está divido con grandes tablones y láminas de cartón en espacios para cada familia. Éstas comparten dos letrinas, a pesar de que no hay agua corriente en el lugar. Una metáfora de cómo conviven los refugiados sirios: hacinados, sin servicios ni intimidad.
Sawthan vive con su marido y sus tres hijos –dos chicas en plena adolescencia y un niño– en un local comercial alquilado. La ropa recién lavada está colgada fuera de la tienda, en una cuerda que va de un árbol al marco de la vidriera del recinto. Junto a la colada hay una mesa y una silla de plástico. “Esta es la habitación de invitados”, bromea la mujer.
El alquiler sube a 150 dólares por mes. “¡Es lo que nos costaba mantener a este gato en Siria!”, exclama la mujer señalando al animal que, asegura, es sordo. “Por eso no tiene nombre”, bromea de nuevo. La mensualidad les da derecho a un espacio de unos 20 metros cuadrados en el que han tenido que separar la cocina –en realidad, una bombona de gas y un mueble con vasos y platos– del resto de la estancia con telas colgadas del techo. “No hay agua potable, así que la tenemos que hervir para cocinar. Y tampoco hay baño, hemos montado algo parecido a un aseo aquí fuera”, explica Sawthan sin perder la sonrisa.
La peor parte se la llevan los chicos. “No podemos enviarlos a la escuela, sólo el transporte cuesta 100 dólares al mes”, reconoce la madre. Por otro lado, la diferencia en los programas escolares y el hecho de que en Líbano éstos se impartan en inglés y francés y no sólo en árabe, como en Siria, no ayudan a la integración.
“Nunca en la vida pensé que terminaría viviendo en una tienda”, dice Nadiya la primogénita, que estudiaba música en Damasco. “Cantaba y tocaba varios instrumentos; pero aquí me paso el día metida en el local. A veces salgo con mi madre a algún recado; pero la verdad, no hay mucho que hacer. Otros días voy al mar, pero regreso enseguida”, añade la joven que quiere ser periodista para “contar esto algún día”.
Los padres y abuelos de Sawthan abandonaron Palestina en el 48. Su generación nació y vivió en Siria y ahora ellos, palestinos nacidos en el exilio, se han visto obligados a un nuevo éxodo. A la pregunta de si se plantean la posibilidad de que Líbano sea su nuevo hogar la mujer niega rápido con la cabeza. “No, no, no. Nunca, en absoluto. Siria ha sido nuestro hogar y es a donde queremos regresar. Pero ahora todo se le ha ido de las manos al Gobierno, no tiene sentido que siga actuando así. Este régimen debe llegar a su fin, pero para ello lo que necesitamos es una salida diplomática. Ya se ha derramado mucha sangre”.
Pocos días después de las palabras de Sawthan, el 21 de agosto, se produjo un ataque con armas químicas sobre varias zonas de Damasco controladas por el ELS. La siniestra operación, supuestamente lanzada por el ejército de Al Assad, se saldó con la muerte de 1.400 personas, 400 de ellas, niños.
El presidente estadounidense, Barak Obama, orquestó una serie de ataques sobre posiciones militares del régimen y afirmó que su país tenía el “deber moral” de responder al ataque químico. Cabría preguntase dónde estuvo ese deber moral durante los dos años y medio en los que las tropas de Al Assad lanzaron misiles de fabricación rusa sobre barrios de civiles y francotiradores disparaban a mujeres y niños en las calles de Homs y Alepo. Finalmente, por mediación de Rusia, Siria aceptó entregar su arsenal químico para evitar una operación internacional contra sus tropas. A día de hoy, Estados Unidos y Rusia dan por buena la información proporcionada por el régimen sobre la cuantía y tipificación de las armas químicas, pero nadie ha explicado aún de manera convincente cómo se va a garantizar la destrucción de las armas. Tarea nada sencilla dado el polvorín en el que se ha convertido la zona.
Nadiya y su hermana permanecen apoyadas en la vidriera del local hombro con hombro. Cuchichean algo al oído y empiezan a cantar. Es una canción tradicional palestina cuya letra habla de un pueblo sin tierra y de una lucha eterna. Uno de sus versos dice: “madre, no nos vamos a rendir; a pesar de los golpes y heridas no dejaremos de ser personas”.
Otra nakba para Zahra
“Mi padre confiaba en ellos. Mucho. Y ellos en mi padre. Éramos como hermanos”, dice Zahra Hattab, de ochenta años, al recordar a sus vecinos judíos de Tiberias, Palestina. “Luego, en el 48, vinieron los otros, los de fuera, y con ellos, los ingleses”, así lo expresa. “Nos dijeron que nos debíamos marchar. Algunos no quisieron; pero venían armados y no tuvimos más remedio. Nuestros vecinos nos dijeron que nos quedáramos, que ellos nos protegerían. Pero teníamos mucho miedo y nos fuimos. No fueron los judíos los que provocaron la Nakba, fueron los sionistas”, asegura esta anciana desde su segundo exilio –esta vez en Líbano– provocado por la guerra en Siria.
Zahra Hattab tenía quince años cuando huyó de Palestina junto a sus padres y sus tres hermanas. “Salimos sin nada”, dice. Probaron suerte en Jordania, pero allí no había apenas trabajo. “Así que decidimos irnos a Siria y llegamos a lo que fuera el campo de Yarmouk, a las afueras de Damasco”. El asentamiento, que ha devenido en un vecindario al uso, está hoy bajo control del Ejército Libre Sirio, pero rodeado por tropas militares leales al régimen de Bashar Al Assad contra quienes combaten dura y continuamente.
Zahra es menuda e inquieta, y parece buscar con la mirada las preguntas que contesta solícita. “Éramos muy pobres, pues mi padre era pescador. Pero era una vida bonita y dulce. Recuerdo sobre todo cuando iba al mar a nadar”, y dibuja una amplia sonrisa en su rostro de ojos hundidos. “Cuando salimos de Palestina, pensábamos que iba a ser una semana, quizá dos. Y mire, llevamos ya casi setenta años fuera de nuestro país. Fíjese si lo creímos que aún conservo la llave de mi casa en Tiberias”.
Pero el hogar de esta mujer ha sido siempre Siria. “Nos acogieron con los brazos abiertos. Nos prestaron dinero para empezar nuestros negocios y pudimos vivir con dignidad. Siria aseguró nuestros derechos cuando huimos de nuestro hogar”, explica. Zahra vive ahora en Wadi Zeina. La vivienda es tan humilde como el vecindario: una diminuta cocina, una sala con varios colchones como único mobiliario y dos habitaciones para los 17 familiares que allí malviven de la ayuda humanitaria internacional y de los pocos trabajos –ilegales y mal pagados– que consiguen algunos de ellos.
“No me gustan las comparaciones. Pero de Palestina salimos llorando y de Siria cuando la guerra se nos echó encima. Allí ahora es todo destrucción”, narra mientras golpea repetidamente sus rodillas con la palma de sus manos. Calla por un instante, como si meditara qué continúa. “Aquí, en Líbano, está siendo muy duro. Todo es mucho más caro que en Siria: la comida, el alquiler de la casa. Y no hay trabajo para nosotros. A veces pienso en mis hijos y mis nietos, en lo que hemos sido, en lo que hemos dejado atrás. Podría escribir un libro”.
Zahra tiene claro que para ella ya no habrá mas exilios. Que tampoco regresará a Siria y que jamás habrá oportunidad para ir al mar, a su mar, otra vez. Es mayor y la guerra no tiene visos de acabar pronto. “Las armas sólo matan personas y destruyen países. Sin ellas, nosotros estaríamos aún en el nuestro”, dice antes de que uno de los nietos le pregunte qué país, Siria o Palestina. “Palestina”, dice ella. Palestina.
La cuarta ciudad de Jordania
La mujer, madura y atractiva, luce un collar de perlas del mismo tono que su camisa. Habla –discute, en realidad– con alguien fuera de plano en lo que se adivina como una casona de los barrios pudientes de Ammán. La telenovela discurre sin volumen en un viejo televisor colocado sobre un sobrio mueble doméstico que, junto a dos ventiladores y varios colchones, representan todo el mobiliario del contenedor metálico donde viven Nefel Nasser, de 30 años, su marido Abu y su pequeña recién nacida, Islam, de apenas un mes, refugiados sirios en el campo de Za’atari, en Jordania.
Mientras que el 80% de los exiliados sobrevive arduamente en barriadas humildes y antiguos asentamientos como los que se encuentran en Líbano, el campo de Za’atari es la otra cara de la moneda. El recinto acoge a unas 25.000 familias: 125.000 personas según datos del ACNUR. La sobrepoblación lo ha convertido en el segundo campo más grande del mundo, por detrás de Dadaab, en Kenia, y ha adquirido magnitud tal que podría considerarse la cuarta ciudad de Jordania. Frías y volubles estadísticas inútiles a la hora de explicar historias como la de Nefel.
“Casi tengo el parto en la calle. El Hospital Francés estaba cerrado así que tuvimos que ir hasta el de Médicos Sin Fronteras. Una hora y media caminando porque no vino la ambulancia. ¡Y con contracciones!”, cuenta Nefel sentada con las piernas cruzadas sobre uno de los jergones. Los vehículos sanitarios en el asentamiento se cuentan con los dedos de una mano. “A veces, llamas a la ambulancia y nunca llega”, añade y sonríe después, resignada, al mirar a su bebé en brazos.
Nefel es afortunada. Ella y su familia viven en un container con aislamiento para el intenso calor del desierto jordano y ventanas con barrotes protectores; y no en una de las carpas de lona que también distribuye el ACNUR. En uno de los extremos de la caravana –como se empeñan en llamarlos desde la agencia humanitaria en un ingenuo eufemismo– la familia Nasser ha ubicado la cocina. Una pequeña bombona de gas donde hierve una olla con café turco, una sartén con sobras del almuerzo y un par de garrafas plásticas para almacenar agua, todo ello medio oculto tras una manta gris de lana que cuelga del techo.
“En el Hospital Francés me han dado ropa para el bebé; pero leche no, que es lo que necesito para alimentarlo. Tampoco encuentro aquí las medicinas para mis problemas de corazón. Sólo las hay en Ammán, pero es imposible salir sin permiso. Y para que te lo den necesitas que algún jordano se haga responsable de ti”, lamenta. A sus pies hay un Corán y junto a este una cunita de tela rosada. La telenovela ha acabado y el televisor permanece con la pantalla oscura. Sólo destacan irónicas las letras brillantes de su marca: National Dream.
Largas colas en los hospitales
Una bocanada de viento se cuela fugaz entre las tiendas del asentamiento. No dura demasiado pero alcanza a revolver los bajos del vestido negro –largo hasta los tobillos– de una mujer que camina con su hijo. Va tocada con un velo, también calza zapatos brillantes de alto tacón con los que sortea los huecos y pedruscos del polvoriento suelo de Za’atari. Más allá tres niñas con el pelo enmarañado, blusones coloridos y chanclas de goma chapotean en un surtidor de agua. Son las cuatro y media de la tarde y se escucha el llamado al rezo desde una de las improvisadas mezquitas del campo.
La voz del almuédano se ha deslizado hasta el contendor de Hamda Saleem, de 49 años, y su esposo. Ella permanece tumbada en la cama. Hace meses quedó atrapada en un fuego cruzado en su ciudad, Dera’a. Recibió tres balazos, dos de ellos en el pecho –una de las balas sigue alojada ahí– y otro en la espalda. Fue tras extraerle este proyectil cuando sus piernas se paralizaron para siempre. En uno de los rincones del container su silla de ruedas acumula polvo porque es infinitamente difícil hacerla rodar sobre la tierra repleta de socavones del campo.
La mujer también perdió un riñón en el tiroteo. “Por eso necesito llevar conmigo siempre repuestos de estas bolsas de plástico. Para expulsar líquidos”, asevera mientras señala la que se deja entrever bajo las sábanas. “Pero no las encuentro en ninguno de los hospitales del campo”.
Hamda no dice cuánto tiempo lleva con la misma bolsa pegada a su torso. Tampoco habla de las carencias de los servicios médicos en Za’atari, la falta de medicinas o que las que haya sean genéricas y desconocidas para los sirios. Pero su rostro habla por ella. La saturación de los hospitales y la lentitud de las colas interminables son los reclamos más frecuentes entre los refugiados acostumbrados a unos servicios sanitarios medianamente eficaces en su país.
“Hay matices”, señala el doctor Jalal del Hospital Militar de Marruecos. “Muchas veces se trata de infecciones y fiebre, y lo único que necesitan es que les baje la temperatura. Independientemente de dónde y cómo sea esa infección. Por ello en ocasiones se quejan de que damos el mismo tipo de medicamentos para diferentes casos. Por otro lado, la lentitud se debe a que no tenemos unificados los historiales, y si un paciente ha acudido a este hospital primero y luego a otro, encontrar el expediente ralentiza el proceso”, reconoce.
El alcalde, los clanes y el mercado
Kilian Kleinschmidt es un alemán alto, grueso y de modales tan educados como tajantes. Es el coordinador del ACNUR y máxima autoridad en el campo. Ofrece un veredicto un tanto simplista de la situación: “Nosotros decimos que las cosas están bien, ellos dicen que no. Pero no podemos hacer más”. Kleinschmidt se autodenomina como el alcalde de Za’atari.
Un mapa del campo permanece extendido en la mesa de su despacho. Sobre éste, el teutón ha dispuesto muñecos de goma de Barrio Sésamo, soldaditos de plástico y coches de juguete. Representan los poderes de Za’atari: ONG, policía jordana, personal de Naciones Unidas, comerciantes y los líderes de las diferentes áreas y calles del asentamiento.
“Casi todos vienen de Dera’a. Es una zona de clanes familiares que han comercializado y traficado en esta frontera durante años. Ahora repiten esos mismos modelos. Hay tensiones entre ellos, disputas por zonas y, como siempre han hecho, han implantado sistemas para hacer dinero. Hay más de 3.000 comercios en Za’atari. Esto es mucho más complejo de lo que parece”, revela.
Los comercios de los que habla Kleinschmidt se encuentran en la avenida más larga del campo, conocida como Champs Élysées. Las paradas, levantadas en su mayoría con tablones, uralita y lonas, se solapan a lo largo de la calle. Algunas son simples y venden productos básicos como bolsitas de té, especias y garrafas de agua. Otras disponen de neveras con bebidas gaseosas, máquinas para asar pollos y expendedores de granizados. Hay heladerías con helados de crema y polos Ice Queen. Establecimientos especializados en tarjetas y accesorios para celulares, otros en tabaco y pipas de fumar –narguiles–, y contendores que han devenido en tiendas de ropa previa instalación de barras metálicas a modo de percheros. Hay hasta perfumerías con aromas caseros en frasquitos sin etiquetar. Carnicerías, zapaterías y ferreterías donde encontrar desde tornillos hasta neveras y televisores con grandes pantallas cubiertas de polvo.
A pesar de que organizaciones como Oxfam suministran agua al campo –30 litros por persona y día–, e instalan aseos, letrinas e sistemas eléctricos; y entidades como el Programa Mundial de Alimentos (PMA) distribuyen cada tres semanas productos básicos, aún queda mucho por hacer para que las condiciones de vida de la población de Za’atari sean dignas.
Ziyad abrió su tienda hace cinco meses. Al fondo de la caseta tiene apiladas una decena de cajas de cartón con el emblema del PMA y la advertencia not for sale. “Compro la comida que la gente no quiere. Nos dan siempre lo mismo: arroz, lentejas y bulgur. Éste, por ejemplo, no lo comemos. Nunca ha formado parte de nuestra dieta. Así que me lo venden. Y con el dinero, ellos compran a su vez verduras, frutas y leche, cosas que aquí no se reparten o que llegan caducadas”, explica.
Unos metros más adelante, Mohamed ha levantado sobre cajas de plástico y porexpan una rudimentaria verdulería: calabacines, berenjenas –algo pochas– y pimientos, entre otras hortalizas. “El negocio va más o menos”, señala acompañándose de un gesto característico con la mano. “Compramos los productos en Ammán, pero a veces los guardias no nos los dejan entrar o debemos pagarles un impuesto. Un impuesto no oficial, ya sabe”, insiste cómplice. Una mujer interrumpe blandiendo una vaina de ocra en la mano. “En Siria era más grande y sabrosa”, reclama. El tendero tuerce el gesto, suspira y continúa cantando las ofertas del día a viva voz.
Cruzar la frontera de vuelta
Un gran grupo de personas espera junto a la carretera que circula junto a Za’atari. Llevan consigo bolsas llenas de ropa, paquetes y cajas de cartón cerradas con cinta adhesiva. Algunas están sentadas en corro, hablando de cualquier cosa. Otras permanecen de pie mirando de vez en cuando al suelo, algunos dan pasos cortos sin rumbo alguno, nerviosos. Y hay quien apura un cigarrillo con prisas. Por si llegasen los desvencijados autobuses del gobierno jordano que cruzan la frontera dos veces al día con 300 refugiados de regreso a Siria.
“Mi hijo me dice que la situación está cada vez peor en Jassem, que no puede asegurarme que si regreso pueda mantenerme con vida. Pero ya estoy cansada, aquí ya no hay nada, ya no puedo trabajar. Si esto no cambia, regresaré”, asegura Dalal, una mujer divorciada de 43 años que llegó hace unos meses al campo. “Los guardias sabían que estaba sola y necesitaba trabajar, así que me dejaban salir a escondidas cada mañana a un cultivo cercano”, cuenta. Salía antes de las siete de la mañana y regresaba pasadas las dos de la tarde. “Pero la última vez uno de los jornaleros intentó violarme”, confiesa con los ojos enrojecidos. “Logré quitármelo de encima y empecé a tirarle piedras hasta que huyó corriendo. No pasó de ahí, pero ya no puedo ir más, y aquí dentro no hay trabajo”, sentencia mientras enciende su enésimo pitillo.
La falta de oportunidades es otro de los mayores problemas a los que deben hacer frente los refugiados. “Sin trabajo aumenta la tensión, la frustración y, cómo no, las peleas. Empiezan a surgir bandas de jóvenes y con ellas los problemas. Esto no es del todo seguro”, cuenta el líder comunal de la calle 4, Abu Mutas. Su sobrino milita en el ELS, por ello sabe bien que a pesar del supuesto desarme del régimen, la sombra del ataque de Estados Unidos aún se cierne sobre Damasco y deja claro que no quiere tropas extranjeras en su país. “No es necesario”, añade en lo que podía considerarse la opinión de muchos sirios. “Debería armarse al ELS e instaurar una zona de exclusión aérea. De ese modo, Bashar caería en 24 horas”, dice confiado.
Pero Abu nada aventura de lo que vendrá después de una hipotética victoria rebelde, de qué sucederá con esos otros grupos que pelean junto al ELS. Facciones armadas que basan su lucha no en la búsqueda de una Siria libre donde se respeten los derechos humanos sino en una interpretación radical y equívoca del islam, grupos yihadistas como Al Nusra y el Emirato de Irak y el Levante ambos surgidos del seno Al Qaeda. Lamentablemente, como decía hace unos meses el comandante rebelde Abu Yassaf mientras jugueteaba con su AK-47 pintado completamente de plata: “después de esta revolución, vendrá otra revolución más, pues hay que limpiar las filas del ELS de toda esta basura”.
Leka’a, una hermosa joven de ojos negros, recién licenciada en literatura inglesa, es más optimista. “Debemos pensar que lo mejor es un acuerdo entre Rusia y Estados Unidos, una solución diplomática al conflicto. Sé que deberían haberse entendido hace tiempo; pero no debemos perder la esperanza. Necesitamos que Siria esté en paz porque aquí no hay vida. Vivir aquí es como correr en el mismo sitio. Te levantas, desayunas, comes y cenas. Te levantas, desayunas, comes y cenas… Nada más”.
Ivan M. García fue responsable de Comunicación de Oxfam en América Central y Caribe. Combinó este cargo con proyectos personales como periodista y fotógrafo independiente. De este modo, ha cubierto escenarios como Palestina, Colombia, Sierra Leona, República Democrática del Congo y Siria, entre otros países. En FronteraD ha publicado El pueblo jalonado por 200 fogatas. En Twitter: @ivanmgarcia77
Pablo Tosco es fotógrafo de Intermón Oxfam y combina su trabajo en esta ONG con proyectos como freelance. Ha cubierto el conflicto sirio desde la ciudad de Alepo y la situación de los refugiados de este país en Jordania y Líbano. En Twitter: @PavlobskiRoisen
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