La historia ha demostrado que casi siempre llega un momento en la vida de cada hombre en el que no queda otra opción que elegir, barajar los naipes sobre el tapete de la vida y esperar que Dios reparta algo de suerte o que al mismísimo Diablo no se le trastabillen mucho los dados. A Vasco Núñez de Balboa le llegó ese momento un día de 1509.
Fue cuatro años antes de aquel 29 de septiembre de 1513, por el que pasaría a la historia como el primer occidental en alcanzar las aguas del Océano Pacífico. El baúl de las anécdotas está repleto a rebosar en vidas como las que llevaron los Balboa, los Alvar Núñez Cabeza de Vaca, los Juan Ponce de León (descubridor de Florida también en 1513) y otros muchos aventureros españoles de entonces. No resulta fácil quedarse con una carta, pero hay una muy genuina que resume bastante bien la clase de bravo que debió de ser el extremeño.
Cuentan las crónicas que allá por el año 1500, atraído por las noticias de los viajes de Colón e impulsado por las ansias de cuando se tienen 25 años, Núñez de Balboa se lanzó a su aventura en las Indias formando parte de la expedición de Rodrigo de Bastidas, recorriendo con ella buena parte de las costas del mar Caribe.
Hacia 1502, gracias al botín de varias expediciones en tierra firme, decide retirarse a La Española con idea de ejercer como agricultor en aquel vergel. Sin embargo la vida tranquila de hacendado en la isla no vino regada por el sosiego económico y se arruina. En 1509, acorralado por las deudas y sus respectivos acreedores, decide poner aguas de por medio. Había llegado el momento en el que se barajan los naipes.
Como no podía ser de otro modo, la huida estuvo a la altura histórica del personaje: se embarcó como polizón en una nao en el interior de un barril, acompañado de su perro Leoncico. No se hace difícil imaginar el cariño que Balboa debía sentir por aquel animal convertido entonces en su único patrimonio para no dejarlo atrás, pero ya no es tan fácil bosquejar la escena del extremeño vestido con toda armadura y escondido dentro de aquella pipa de madera junto con el perro. Debió de ser digna de película hasta que los descubriesen en alta mar
Con no pocas artes, logró Balboa convencer al comandante de la nave, Martín Fernández de Enciso, de lo útiles que le serían sus conocimientos de las costas caribeñas para el devenir de la expedición. El de Jerez de los Caballeros salvaba así su pellejo de quedar colgado al sol en cualquier isla desierta. Una vez más, Balboa había lanzado sus dados apostando contra el Diablo, y había ganado por la mano.
En el envite a todo y nada por supuesto estaba incluido Leoncico, que no era lo que se dice un perro faldero para pasar por discreto polizón. Debía pesar sus buenos 30 o 40 kilos, y era un alano español, raza que por lo visto nos legaron los vándalos allá por el siglo IV en una de sus numerosas incursiones en la Península Ibérica. Con el devenir de los tiempos aquella casta prosperó y fue adoptada por los ejércitos aragoneses y castellanos en las numerosas guerras de Reconquista que les siguieron. Su “fuerza, nobleza, fidelidad y valentía” en mil batallas les dieron el definitivo pasaje a bordo para las Indias. De estos perros se decía que cuando entraban en combate eran capaces de derribar y matar a un toro, y según los cronistas, “se apoderaban fácilmente de pumas, ocelotes, jaguares y hasta caimanes”.
Por lo visto a Leoncico el gen batallador le venía ya de estirpe. Era hijo de Becerrillo, uno de los primeros perros que viajó a América y participó en las primeras incursiones europeas en el nuevo continente junto a su amo, Sancho de Aragón. De la estima que los soldados españoles tenían por sus perros ya daba cuenta el cronista Gonzalo Fernández de Córdoba en su Sumario de la Natural Historia de las Indias (1526): “diez soldados con Becerrillo se hacían temer más que cien soldados sin el perro. Por ello tenía su parte en los botines, y recibía una paga como la de un ballestero. También recibía doble ración de comida, que en más de una ocasión era mejor que la de los propios infantes”.
No es ésta cita aislada del valor de los perros en la epopeya americana. El aventurero español Bartolomé Hurtado, fiel amigo de Balboa y que lo acompañó en la expedición definitiva hasta alcanzar el Pacífico, dejó escrito algo parecido: “Este hombre, se llama Vasco Núñez de Balboa, por otro nombre el Esgrimidor, pues sabe manejar la espada como nadie… su bravura es solo comparable con la de su perro Leoncico, este animalico que le lame ahora las botas… él solo es capaz con su amo, de hacer más estragos que todo un regimiento de soldados aguerridos”.
Claro que los indígenas tenían muy distinto concepto de los perros que acompañaban a los españoles. No fueron pocas las matanzas sin sentido que Balboa y otros conquistadores protagonizaron sobre los pueblos que habitaban aquellas tierras. En estas carnicerías, los perros tuvieron un papel esencial y pronto los indios comenzaron a tacharlos de “diabólica invención”. Tampoco los soldados que azuzaban a los perros debían apartarse mucho de este pelaje.
En el capítulo que dedica a la gesta de Balboa en Momentos estelares de la Humanidad, el escritor Stefan Zweig describe así el temperamento de la tropa ibérica: “Inexplicable mezcla la que existe en el carácter y naturaleza de estos conquistadores españoles. Devotos y creyentes como ninguno, invocan a Dios Nuestro Señor desde lo más profundo de su alma, pero cometen atrocidades. Obran a impulsos del más sublime y heroico valor, demuestran el más alto espíritu y capacidad de sacrificio, y al punto se traicionan y combaten entre sí del modo más vergonzoso, conservando a pesar de todo, en medio de sus vilezas, un acentuado sentido del honor y una admirable conciencia de la grandiosidad de su misión”.
Unidos en un solo conjunto, hombre y perro ibéricos, formaron el tándem perfecto para las primeras incursiones europeas en el continente americano. Los animales permanecían siempre alerta, no entraban en vanas polémicas como las que frecuentaba la tropa ni mucho menos se emborrachaban. Eran siempre la avanzadilla, los que descubrían los senderos y perseguían el rastro de la caza o de los indios en las enmarañadas selvas. Tampoco desertaban nunca.
Cada perro tenía asignado su cometido. Leoncico por ejemplo fue especializado en despedazar sodomitas lujuriosos, como los 40 o 50 indígenas que Balboa se encontró en una de las expediciones panameñas. Pedro Mártir de Anglería –quizá el primer periodista de América- en su Décadas del Nuevo Mundo (1530) relata así la matanza: “La casa de este encontró Vasco llena de nefanda voluptuosidad: halló al hermano del cacique en traje de mujer, y a otros muchos acicalados y, según testimonio de los vecinos, dispuestos a usos licenciosos. Entonces mandó echarles los perros, que destrozaron a unos cuarenta”.
Su padre, Becerrillo, ya había protagonizado similares escabechinas algunos años antes. Sin embargo, el episodio sobre este perro y una vieja india prisionera que relata el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia General de las Indias (1535) demuestra que la mayoría de las veces, eran los propios canes quienes tenían más piedad y miramientos que los soldados: “el perro se paró como la oyó hablar, y muy manso se llegó a ella y alzó una pierna y la meó, como los perros lo suelen hacer en una esquina o cuando quieren orinar, sin hacerle ningún mal… Lo cual los cristianos tuvieron por cosa de misterio, pues el perro era fiero y denodado; y así, el capitán, vista la clemencia que el perro había usado, mandóle atar, y llamaron a la pobre india…Y desde a un poco llegó el gobernador Juan Ponce de León; y sabido el caso, no quiso ser menos piadoso con la india de lo que había sido el perro, y mandóla dejar libremente y que se fuese donde quisiese, y así lo hizo”.
En otras ocasiones, los mismos perros eran usados como alimento humano. No pocas de las primeras expediciones españolas por tierras americanas acabaron en terribles fracasos. Al agotamiento, la belicosidad indígena, las lluvias, las marchas por espantables montañas e infranqueables junglas se le sumaba siempre al final el hambre y el desaliento. Sólo en la mesiánica expedición de Gonzalo Pizarro buscado el maravilloso y ficticio País de la Canela los supervivientes del viaje tuvieron que devorar a más de novecientos perros.
Como buen perro soldado, Becerrillo encontró la muerte en combate. Fue una flecha envenenada con ponzoña de los indios caribes en un ataque contra una hacienda que defendía Sancho de Aragón. Su amo removió cielo y tierra para salvarlo, pero resultó en vano.
Pero la sangre de Becerrillo no murió del todo. Continuó su estirpe leguas al sur del continente. El mejor de sus vástagos acompañó a Vasco Núñez de Balboa y esos 67 locos españoles que le siguieron paseando en la playa en aquella soleada mañana del 29 de septiembre de 1513, día de San Miguel Arcángel. Cuatro días antes, Vasco Núñez de Balboa y Leoncico ya habían oteado aquella mar desconocida de la que hablaban los indios desde la cima de una cordillera cercana. El nombre del patrón de los ejércitos de Dios fue empuñado para bautizar aquel golfo que 500 años después aún conserva.
Uno se los imagina admirando la inmensidad y bravura de sus costas, metidos en el mar hasta la cintura, probando el agua y dando fe que de verdad era salada; quizá también procurando algunos sablazos contra los árboles o escribiendo sus nombres sobre la arena. Otros acaso buscando otear el final de las aguas del mayor océano del planeta, cuyas olas engullían la vista.
Y Leoncico allí, contemplando la escena, como un soldado de cuatro patas. Alegre porque veía a los hombres con júbilo, intrigado de no entender el motivo de tanto alboroto. Jugando con las olas quizás, pero sin descuidar ni un momento esa mirada avizora sobre su amo; esa mirada que sólo los perros ofrecen sin esperar nada a cambio. Quizás ni siquiera entonces escribiesen su nombre sobre la arena.
Javier Zardoya es periodista. En 2009, uno de los peores reporteros españoles que escribía en un periódico, fue acusado de un delito que sí que había cometido. No tardó mucho en fugarse del país en que se encontraba recluido. Hoy, buscado todavía por el gobierno, sobrevive en algún lugar de Estados Unidos como periodista de fortuna. Si usted tiene algún problema, quizá pueda contratarlo. En FronteraD ha publicado Enrique Meneses o la aventura de la vida