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Sociedad del espectáculoEscenariosLos marcianos de Orson Welles

Los marcianos de Orson Welles

 

Sabemos que en los primeros años del sig1o XX el mundo estaba siendo atentamente observado por inteligencias superiores a la del hombre y, sin embargo, tan mortales como la suya. Sabemos ahora que mientras los seres humanos se afanaban en sus diversas ocupaciones eran escrutados y estudiados, quizá tan de cerca como puede escrutar un hombre con un microscopio las transitorias criaturas que pululan y se multiplican en una gota de agua.

 

Hace 75 años, a las ocho de la tarde del domingo 30 de octubre de 1938, los marcianos se disponían a dar el salto definitivo para cumplir su viejo sueño: invadir y dominar el planeta Tierra. Muy pocos estaban sobre la pista. Sólo un presuntuoso joven de 23 años y su reducido equipo del Mercury Theatre on the air. Con los brazos extendidos, en mangas de camisa, la corbata floja, tirantes y unos auriculares en la cabeza, Orson Welles comenzaba un programa radiofónico en el que iba a llevar a la práctica, gracias a su “inteligencia superior” sus teorías sobre las “transitorias criaturas” que le rodeaban y los medios que hasta entonces tenían de comunicarse.

 

Tres años, un mes y ocho días después, el 7 de diciembre de 1941, los japoneses bombardearon Pearl Harbour. Las noticias radiofónicas que anunciaban la guerra mundial ya no causaron un pánico similar al provocado por la retrasmisión dirigida y realizada por “un chico alto, mofletudo, de labios carnosos y ojos almendrados de estilo asiático” al que todos, desde niño, habían reconocido como un genio.

 

Interrumpimos nuestro programa de música de baile para ofrecerles un boletín informativo especial de la Intercontinental Radio News. A las ocho menos veinte, hora local, el profesor Farrel, del observatorio del Mount Jennings, de Chicago, Illinois, comunica haber observado varias explosiones de gases incandescentes en el planeta Marte. El espectroscopio señala que el gas es hidrógeno y se mueve en dirección a la Tierra con enorme velocidad (…) Y ahora, una melodía que nunca pasa de moda, la popularísima Polvo de estrellas.

 

A la mañana siguiente, The New York Times señalaba en su primera página a Orson Welles como el autor de semejante “patraña”. El periódico había recibido durante la noche 875 llamadas de ciudadanos asustados o furiosos. Muchas carreteras se colapsaron. La gente vio incendios, bombardeos o emanaciones de gas. En Nueva Jersey, el lugar donde aterrizaron los marcianos, veinte familias abandonaron sus hogares con pañuelos en la cara. Centenares de personas abarrotaron las estaciones de ferrocarril y autobús en Nueva York. En Harlem, la gente se aglomeró en las iglesias y una mujer llamó a una estación terminal gritando: “¡Deprisa, por favor! ¡Está llegando el fin del mundo!”.

 

Aunque cierta leyenda ha rodeado las reacciones populares de esta emisión, cálculos posteriores estimaron que un 12% de la audiencia potencial de Estados Unidos escuchó el programa, y más de la mitad de los oyentes creyeron que iba en serio (cerca de seis millones de personas). “Los habitantes de las ciudades se refugiaban en las montañas, y los campesinos en las ciudades”, describió alguien después. Un alumno de secundaria de Houston, recordó: “Mientras íbamos en el coche, mi compañero de habitación lloraba y rezaba. Estaba todavía más excitado que yo… o al menos de forma más ruidosa. Supongo que yo me desahogaba apretando a tope el acelerador. Pensé que iba a ser barrida toda la raza humana”.

 

En Pittsburg, un hombre evitó por segundos que su mujer se suicidara con una botella de veneno que tenía en la mano. La mujer gritaba: “¡Prefiero morir así!”. Incluso en la lejana ciudad de San Francisco las centralitas se bloquearon y una mujer se ofreció para detener “esa cosa”. A las 20.48, mientras la emisión aún seguía, la agencia Associated Press cursó una nota de servicio advirtiendo que la transmisión era una obra de ficción. No sirvió de mucho.

 

Archie Burbank, empleado de una gasolinera en Nueva Jersey, narró su experiencia.: “Corrimos hasta una tienda de ultramarinos y preguntarnos a aquel hombre si podíamos bajar al sótano. Nos dijo ‘Pero, ¿qué les pasa? ¿intentan arruinar mi negocio?’, y nos echó de allí. Empezaba a formarse una multitud. Corrimos hasta un edificio de apartamentos y pedirnos al encargado que nos dejara entrar en el sótano. ‘No tengo sótano ¡Largo de aquí!’, nos respondió. Entonces empezó a salir la gente precipitadamente del edificio, sin vestirse siquiera. Nos metimos en el coche y seguimos escuchando. De repente, el locutor quedó callado, la emisora se perdió. Lo intentamos con otra pero no pudimos sintonizar ninguna”.

 

Un ama de casa, Sylvia Homes, también de Nueva Jersey, reconstruyó los hechos: “Mientras escuchábamos, nos íbamos excitando cada vez más. Teníamos la impresión de que había llegado el fin del mundo. Entonces oímos: ‘¡Cojan las máscaras de gas!’ Aquello fue lo que me hizo perder el control. Creí volverme loca. Es un milagro que no me fallara el corazón, porque soy muy nerviosa. Pensé que si nos invadía el gas quería estar al lado de mi marido y mi sobrino, para poder morir juntos. Así que salí corriendo de la casa. Supongo que no sabía lo que estaba haciendo. Me quedé en la esquina esperando un autobús, y me pareció que todos los coches que pasaban eran autobuses, así que corría continuamente para cogerlos. La gente que veía lo excitada que estaba trataba de tranquilizarme, pero yo seguía repitiendo una y otra vez a todo el mundo que me encontraba: ‘Pero, ¿es que no lo saben? Los alemanes han destruido Nueva Jersey… Lo ha dicho la radio”.

 

Un alcalde del Medio Oeste exigió hablar con Welles inmediatamente después de que la emisión hubiese terminado: “¡Mis calles están invadidas por una multitud! ¡Las mujeres y los niños invaden mis iglesias! ¡Todo es violencia, saqueo, desmanes! Si se trata sólo de una condenada y estúpida broma, le aseguro que ahora mismo me voy a Nueva York y voy a dejarle para el arrastre!”. El escritor Anthony Burgess aportó en un artículo con motivo del 70 cumpleaños de Welles un nuevo dato: el viudo de una mujer que murió aquella noche de pánico intentó asesinarle años después.

 

La emisión duró 45 minutos. William Paley, el todopoderoso jefe de la Columbia Broadcasting System (CBS), debió dar un sonoro puñetazo en la mesa de su despacho para contener a los reporteros de los diarios de Nueva York que se precipitaban sobre él. Welles y su equipo, mientras tanto, se escondían en una oficinita trasera, en la que pasaron la noche. Paley mandó recoger guiones y grabaciones, y puso todo a buen recaudo. “¿Cuántos muertos ha habido?”, “¿cuántos suicidios?”, preguntaba la prensa, cuya actitud ante la emisión fue en su mayor parte condenatoria.

 

Comenzó una riada de pleitos cuyo valor global superó los 200.000 dólares. Aunque no se registraron víctimas, la emisión radiofónica arrojó un saldo de no pocos abortos e incontables piernas rotas. Un tartamudo de nacimiento, a quien un psicoanalista acababa de curar, demandó a la CBS porque había vuelto al tartamudeo tras escuchar el programa. Exigió 2.000 dólares para reanudar la terapia. El organismo estatal Federal Communications Commision inició una investigación, aunque no llegó a resultado alguno. Paley se tiraba de los pelos. ¿Qué había hecho ese mequetrefe?

 

Lo que Orson Welles y su equipo, el Mercury Theater, hicieron aquel 30 de octubre de 1938 sigue siendo objeto de estudio 75 años después. La retransmisión de la llegada de los marcianos no puede entenderse sin determinadas circunstancias que rodearon la emisión. Sin embargo, estas circunstancias por sí solas no son suficientes para explicar un fenómeno que necesitó ser sazonado con una buena dosis de genialidad. Cuando los periodistas lograron acceder a Welles, el autor de la fechoría replicó: “Yo solo pretendía demostrar la ingenuidad del mundo radiofónico”.

 

Hasta la depresión de 1929, la radio en Estados Unidos estaba compuesta fundamentalmente de música y de algún programa religioso o histórico. Unos meses antes del crack, Freeman Fisher Godsen y Charles J. Correll, inspirándose en una tira cómica de The Chicago Tribune, crearon un nuevo género radiofónico. El programa Amos’n Andy, patrocinado por Pepsodent, fue la primera ficción serializada, a la que pronto siguieron otras. La imaginación y la fantasía comenzaron a invadir –mucho antes que los marcianos– los hogares de todo el mundo gracias a un medio que se desarrollaba vertiginosamente y cuya credibilidad nadie ponía en duda. Las series –broadcast drama, daytime serial y soap opera– proliferaron. Muchas de ellas duraron más de veinte años –One Man´s Family llegó a veintiocho– o pasaron a la televisión, y las agencias publicitarias desviaron sus recursos de la prensa al nuevo medio. Un censo de 1931 reveló que de los 30 millones de hogares norteamericanos, 12 tenían receptores. En 1940 existían en Estados Unidos 743 emisoras, y nueve experimentales de FM.

 

La radio era un medio consolidado en 1938. En Estados Unidos, el país pionero en la radiodifusión, las emisoras regulares habían nacido con un caos especialmente destacable y con una enorme profusión. La Radio Corporation of America (RCA), fundada por David Sarnoff en 1926, había dado paso a la National Broadcasting Company (NBC) dos años más tarde, a finales de 1928. La segunda gran cadena, fruto de la concentración de muchas estaciones comerciales, era la CBS. El programa de Orson Welles se emitía los domingos desde el teatro Mercury de New York para todas las emisoras asociadas y “de costa a costa”.

 

A finales de octubre de 1938, Orson Welles y su equipo acababan de renovar su contrato con la CBS por otras veintiséis semanas, después de las nueve de prueba. El programa, Mercury Theater on the air, no iba mal. Había comenzado a radiarse a mediados de septiembre y consistía en dramatizar una obra clásica a la semana: Oliver Twist, Julio César, El mercader de Venecia, La vuelta al mundo en ochenta días… Orson Welles, que de niño había expresado su firme voluntad de llegar a ser presidente de Estados Unidos, estaba entonces muy ocupado con su versión teatral de La muerte de Danton, de George Büchner. Desechada la Casa Blanca, el teatro era el medio de expresión que había elegido para desarrollar su inagotable genialidad y la radio no era más que una forma de subsistencia para su compañía. Sin embargo, le apasionaban las posibilidades de un medio que se encontraba entonces en su época más gloriosa.

 

La biógrafa Barbara Leaming rescató de aquellos días un testimonio de Welles que explica su afán innovador: “El Mercury Theater no tiene intención de trasplantar su repertorio escénico a la radio. Por el contrario, planeamos llevar a la radio las técnicas experimentales que han dado tan buenos resultados en otro medio, y tratar a la radio con la inteligencia y respeto que un medio tan bello y poderoso se merece”.

 

Los estudios radiofónicos eran entonces el lugar en el que coincidían los máximos exponentes del arte y de la música. Los estudios de la NBC, por ejemplo, eran lugar de encuentro de las mejores orquestas de Estados Unidos, entre ellas la NBC Symphony Orchestra, dirigida por Arturo Toscanini, y en los de la BBC británica era frecuente que coincidieran Chesterton, Bernard Shaw y Wells.

 

La última idea de Welles había sido, precisamente, llevar a la radio la novela de H. G. Wells La guerra de los mundos, publicada en 1897. El autor británico siempre frunció el ceño cuando le preguntaron por la adaptación radiofónica de su relato. Llegó a mandar una nota formal de protesta a la CBS cuando estalló el escándalo: nadie le hizo caso. Pero Orson Welles no pensaba entonces en Wells, ni en la Inglaterra victoriana, ni en británicos que observan impasibles la llegada a la tierra de seres de Marte. Su enemigo era otro, poderoso e inhumano: la marioneta Charlie McCarthey, la estrella de la NBC.

 

Hasta entonces, no había dado con la forma de derrotarla; pero Welles seguía intentándolo cada domingo. Mientras su espacio era seguido por un 3,6% de la audiencia, el de la NBC, Chas and Sanborn Hour, del ventrílocuo Edgar Bergen (años más tarde padre de la actriz Candice Bergen), era con diferencia el más popular de Estados Unidos, con un índice del 34%. El programa de la NBC seguía el esquema clásico de las variedades, pero Bergen introducía una novedad: tanto él mismo como sus invitados dialogaban con una marioneta, Charlie McCarthy, que pronto alcanzó gran popularidad en todo el país.

 

La única oportunidad para Welles era intentar llamar la atención cuando Bergen presentaba a su personaje invitado, generalmente un artista, o durante una canción. Si Bergen se entretenía en una larga exposición sobre su forma de componer o sobre el momento musical de los Estados Unidos, o si el tema musical se alargaba, los oyentes merodeaban un rato por las ondas, pero volvían enseguida para escuchar el diálogo del invitado con el muñeco. Welles intuía esta práctica, y ya había intentado robar audiencia en los breves instantes que dejaba libre el muñeco de la NBC.

 

También tenía muy presente mientras preparaba su invasión de los mundos el impresionante relato radiofónico que un año antes había conmovido al país. El 6 de mayo de 1937, Herbert Morrison, que trasmitía para la WLS de Chicago la llegada del dirigible alemán Hindenburg a Lakehurst (Nueva Jersey), presenció y relató en directo para los oyentes cómo la aeronave se convertía en una inmensa bola de fuego y se precipitaba a tierra. El locutor no pudo disimular sus sollozos. Aquella emisión había explotado por primera vez en la historia todas las posibilidades del joven medio. Todavía se comentaba, un año después, cuando la “inteligencia superior” de Welles indagaba en el lenguaje radiofónico y en las debilidades de la marioneta de Bergen.

 

Welles había elegido a un escritor principiante para que elaborara los guiones de la serie. Howard Koch, que más tarde sería coautor de una película legendaria, Casablanca, no podía con su alma en aquellos días. Trabajaba veinte horas diarias, dictando toda clase de guiones a una mecanógrafa, estudiante de secundaria, que transcribía a un ritmo endiablado. Koch no veía claro cómo adaptar una vieja y sosa historia victoriana. Dijo que abandonaba el encargo y se tomó el día libre. Koch cogió su coche y se fue al valle del Hudson para ver a su familia. No podía olvidar el guión. Tendría que terminarlo. Welles tenía razón, la acción no podía suceder en Inglaterra. Los marcianos aterrizarán en… Nueva Jersey (el mismo Estado en el que ocurrió el accidente del dirigible). Koch paró en una gasolinera y compró un mapa. Al día siguiente, lo desplegó en Nueva York. Cogió un lápiz, cerró los ojos y lo dejó caer.

 

A las ocho y cincuenta, un gigantesco objeto en llamas, presumiblemente un meteorito, cayó sobre una granja, en las proximidades de Grovers Mill, a veintidós millas de Trenton. El relámpago en el cielo fue visible en un radio de varios cientos de millas y el estruendo del impacto se escuchó hasta la zona de Elizabeth. Hemos enviado una unidad móvil al lugar del siniestro, desde donde nuestro comentarista Carl Phillips nos brindará una descripción del acontecimiento, apenas llegue al lugar.

 

El lapicero de Koch cayó en el lugar adecuado. Grovers Mill representaba inmejorablemente a la América rural. Además, estaba cerca de Princeton, donde había un observatorio. Allí situó el guionista al profesor Richard Pierson, el astrónomo que describió la llegada de los marcianos como “un chorro de llamaradas azules disparadas por un arma”.

 

Welles tuvo el guión de La guerra de los mundos en sus manos apenas una semana antes de la emisión. El teatro no le dejaba mucho tiempo, pero lo que tenía ante sí le interesó. Un relato sobre la invasión de los marcianos… Aquello podía convertirse en real si se le daba la forma de un boletín de noticias. Los oyentes de Bergen se encontrarían con la invasión en marcha. Había que intercalar la llegada en un aburrido programa de música, por ejemplo…

 

Otra de las leyendas que rodean a un personaje tan legendario como Orson Welles gira en torno a la autoría del guión del programa. Sus principales biógrafos piensan que Welles fue consciente de las posibilidades del relato desde el principio, aunque otros dicen que se encontró el trabajo hecho, y sólo lo llevó a la práctica, polémica que se repitió años después con la autoría del guión de la película Ciudadano Kane. Lo cierto es que cuando estalló el escándalo, Koch eludió toda responsabilidad y Welles la asumió plenamente. De cualquier forma, el equipo del Mercury Theater aseguró que el domingo anterior Orson Welles dejó todo lo que tenía entre manos y se pasó la noche cronometrando el programa de Bergen.

 

Los censores de la CBS supervisaron el guión de Koch/Welles días antes de la emisión. Era, evidentemente, un relato ficticio, pero algunos nombres podían dar lugar a confusión. Los censores pensaron que se evitaba todo riesgo cambiando nombres y lugares: introdujeron 27 modificaciones. Un hotel real, el Biltmore, pasó a ser otro imaginario, el Park Plaza; las Fuerzas de Seguridad del Estado de Jersey se denominaron Milicia Nacional del Estado de Jersey; el Museo de Historia Natural de Nueva York se convirtió en el Museo de Historia Nacional, y la Oficina Meteorológica de los Estados Unidos se mudó en la inexistente Oficina Meteorológica del Gobierno.

 

Sin embargo, la profusión de expertos y autoridades oficiales que utilizó Welles fue una de las claves del programa. Ante la voz de alarma del director de la Cruz Roja Nacional, nadie se paró a pensar que en realidad se llamaba Cruz Roja de Estados Unidos.

 

El ensayo general de la emisión se realizó el jueves. El sábado, Paul Stewart, ayudante de Orson Welles –más tarde haría el papel de mayordomo en Ciudadano Kane, preparó todo lo necesario para el inicio del programa. Sólo minutos antes de comenzar, Welles seguía introduciendo retoques. Los actores le miraban asombrados: ¡Seguía cronometrando y alargando las canciones!

 

A las ocho comenzó La guerra de los mundos. Orson Welles era el profesor Pierson. Su voz profunda era conocida por los oyentes desde su interpretación de uno de los personajes más inquietantes de la radio norteamericana, The Shadow, un ser capaz de hacerse invisible para acabar con toda clase de villanías. De pronto, aparecía diciendo: “The Shadow knows” (La Sombra lo sabe), y soltaba una carcajada estentórea. En esta ocasión, la carcajada la dejó Welles para el final. Advirtió al comienzo del programa que se trataba de una ficción (al tiempo que Bergen y su muñeco presentaban al invitado) y conectó con un hotel de Nueva York desde el que se ofrecía un programa de música de baile. Varios partes meteorológicos, una explosión en Marte y algo que se estrella contra la Tierra. El reportero Carl Phillips fue el primero en llegar al lugar de los hechos, junto al famoso astrónomo Pierson.

 

PHILLIPS: Señoras y señores, les habla de nuevo Carl Phillips desde la granja Wilmuth, en Grovers Mills, Nueva Jersey. El profesor Pierson y yo hemos recorrido las once millas que hay desde Princeton en diez minutos. Bien… no sé por dónde empezar a describir la extraña escena que tengo ante mis ojos. Es como una versión moderna de Las mil y una noches. Acabo de llegar y aún no he tenido tiempo de ver bien lo que pasa. Sí, creo que ese es… el objeto, justo enfrente de mí, enterrado a medias en un gran pozo. Debe haber golpeado con una fuerza terrible. El suelo se halla cubierto de trozos de árboles arrastrados por el impacto. Lo que alcanzo a ver del… del objeto, no se parece mucho a un meteoro, o por lo menos a los meteoros que conozco. Se parece más bien a un inmenso cilindro. Su diámetro es de… ¿de cuánto le parece, profesor Pierson?

 

PIERSON: Unas treinta yardas.

 

PHILLIPS: Unas treinta yardas. El metal que lo recubre es… nunca he visto nada semejante. El color es una especie de blanco amarillento. Hay curiosos que se están acercando al objeto y lo rodean, a pesar de los esfuerzos de la policía. Me están impidiendo la visión.

 

POLICÍA. ¡Apártense, apártense!

 

La plácida música de Ramón Roquello y su orquesta, desde el salón Meridien del Hotel Park Plaza de Nueva York, vuelve a las ondas. Minutos después, se logra reanudar la conexión con Nueva Jersey.

 

PHILIPS: Quisiera poder comunicarles esta atmósfera… el escenario de esta… fantástica escena. Cientos de automóviles están aparcados en un campo que se encuentra a mi espalda. La policía está tratando de acordonar el campo que conduce a la granja. Pero no sirve de nada. Están pasando a través. Sus faros se concentran sobre el hoyo donde se encuentra, medio enterrado, el objeto… Algunos de los más arriesgados se están acercando al borde. Sus siluetas se recortan contra el resplandor del metal.

 

(Se oye un ligero zumbido)

 

Un hombre pretende tocar la cosa… está discutiendo con un policía. El policía se sale con la suya. Señoras y señores, hay algo que se me ha olvidado mencionar con esta agitación, pero que se está haciendo cada vez más fuerte. Quizá lo hayan percibido ustedes en los aparatos de radio. Escuchen…

 

(Pausa larga)

 

¿Lo oyen? Se trata de un curioso zumbido que parece salir del interior del objeto. Acercaré el micrófono.

 

 

Phillips pregunta al profesor Pierson qué puede ser el objeto. El científico admite su desconocimiento. Phillips interrumpe la explicación.

 

 

PHILLIPS: ¡Un momento! ¡Está ocurriendo algo! ¡Señoras y señores, es algo terrorífico! ¡El extremo de la cosa está empezando a moverse! ¡La parte superior ha comenzado a dar vueltas como un tornillo! ¡La cosa debe estar hueca!

 

VOCES ENTREMEZCLADAS: ¡Se está moviendo! ¡Mira, la maldita cosa se está destapando! ¡Atrás! ¡Atrás les digo! ¡Quizá haya hombres que intenten salir! ¡Está al rojo vivo, van a arder! ¡Atrás! ¡Que esos idiotas se echen atrás!

 

(Se oye de repente el sonido de una enorme pieza de metal al caer)

 

VOCES Y PHILLIPS: ¡Está abierta! ¡Se ha soltado la tapa! ¡Cuidado! ¡Échense atrás! Señoras y señores, se trata de la cosa más terrorífica que he presenciado nunca… Un momento, alguien ¡se está deslizando fuera de la abertura superior! Alguien o… ¡algo! Puedo ver cómo dos discos luminosos miran desde el agujero negro… ¿son ojos? Podría tratarse de una cara. Podría tratarse de…

 

(Gritos de espanto de la multitud)

 

PHILLIPS. ¡Dios santo! Algo está saliendo de la sombra, retorciéndose como una serpiente gris. Ahora otro y otro. Parecen tentáculos. Sí. Puedo ver el cuerpo de la cosa. Es grande como un oso y brilla como el cuero mojado. Pero ese rostro. Es… indescriptible. Me cuesta trabajo obligarme a seguir mirándolo. Los ojos son negros y brillan como los de una serpiente. La boca tiene forma de V y la saliva cae de sus labios sin bordes, que parecen temblar o palpitar. El monstruo, o lo que sea, apenas puede moverse. Parece paralizado por… seguramente por la gravedad o por algo semejante. La cosa se está levantando. La multitud retrocede. Ya ha visto bastante. Se trata de una experiencia extraordinaria. No puedo encontrar palabras… Mientras hablo estoy transportando el micrófono. Me veo obligado a suspender este reportaje hasta que haya encontrado un nuevo emplazamiento. ¿Quiere sostenerlo, por favor? Volveré en un minuto.

 

(Se desvanece para dejar paso a música de piano)

 

LOCUTOR: Les estamos ofreciendo un relato presencial de lo que está ocurriendo en la granja de Wilmuth, en Grovers Mill, Nueva Jersey.

 

(Más piano)

 

Les devolvemos ahora a Carl Phillips en Grovers Mill.

 

PHILLIPS: Señoras y señores (¿me oyen?), señoras y señores, aquí estoy de nuevo, desde detrás de una pared de piedra contigua al jardín de mister Wilmouth. Desde aquí puedo contemplar la escena entera. Les daré todos los detalles mientras pueda seguir hablando. Mientras pueda ver. Ha llegado más policía del Estado. Unos treinta agentes están formando un cordón frente a la fosa. Ya no hace falta obligar a la multitud a retroceder. El capitán está hablando con alguien. No podemos ver quién es. Ah, sí, creo que es el profesor Pierson. Sí, es él. Ahora ha desaparecido. El profesor se ha desplazado hacia un lado, estudiando el objeto, mientras el capitán y dos policías avanzan con algo en la mano. Ahora puedo verlo. Se trata de un pañuelo blanco atado a un palo… una bandera de tregua. Si esas criaturas entienden lo que significa… si entienden el significado de algo. ¡Un momento! ¡Algo ocurre! 

 

(Sonido silbante seguido de un zumbido que aumenta de intensidad)

 

Una especie de bulto está surgiendo del hoyo. Puedo divisar un pequeño haz luminoso que se refleja en un espejo. ¿De qué se trata? Un chorro de llamas sale de ese espejo y se dirige contra los hombres que avanzan ¡Les golpea de lleno! ¡Dios santo, están ardiendo!

 

(Gritos y alaridos) 

 

El campo entero se ha incendiado.

 

(Explosión)

 

Los árboles… los graneros… los depósitos de gasolina de los automóviles. El fuego se extiende por todas partes. Viene hacia aquí. Está a unas veinte yardas a mi derecha…

 

(Crujido del micrófono. Luego, silencio absoluto)

 

LOCUTOR: Señoras y señores, por circunstancias ajenas a nuestra voluntad, nos vemos imposibilitados para continuar nuestra trasmisión desde Grovers Mill. Evidentemente, existe alguna dificultad con nuestra transmisión desde el terreno. Intentaremos regresar allí cuanto antes. Entre tanto, hemos recibido otro boletín desde San Diego (California), que paso a leerles: El profesor Indellkoffer, en un banquete de la Sociedad Astronómica de California, ha asegurado que las explosiones de Marte no son más que fuertes perturbaciones volcánicas de la superficie del planeta. Continuamos ahora con nuestro intermedio de piano.

 

(Suena el piano durante unos minutos)

 

Señoras y señores, me acaban de entregar un mensaje transmitido por teléfono desde Grovers Mill. Un momento. Por lo menos cuarenta personas, entre las que se encuentran seis policías, yacen muertas en un prado situado al este del pueblo de Grovers Mill. Los cuerpos están calcinados y resultan irreconocibles. Van a escuchar ahora al jefe de la Milicia del Estado de Trenton (Nueva Jersey), Montgomery Smith.

 

SMITH: El Gobernador de Nueva Jersey me ha pedido que imponga la ley marcial en los condados de Mercer y Middlesex, hasta Princeton, por el oeste, y hasta Jamesburg, por el este. No se permitirá a nadie la entrada en esa zona si no va provisto de un pase especial expedido por las autoridades militares o del Estado. Cuatro compañías de la Milicia del Estado se dirigen ya desde Trenton a Grovers Mill para ayudar a evacuar los hogares que se encuentran dentro del radio de las operaciones militares.

 

El ritmo del programa sigue creciendo. El locutor explica que las “extrañas criaturas” se han retirado después de lanzar su ataque mortal. Llega un mensaje urgente. Se ha establecido contacto con un testigo presencial. Es el profesor Pierson, localizado en una granja cercana. Pierson dice que desconoce la naturaleza, el origen y las intenciones de las criaturas. Esboza una explicación científica sobre su “instrumento de destrucción”. El locutor interrumpe a Pierson. Ha llegado un nuevo boletín de Trenton. El cuerpo sin vida del periodista Carl Phillips ha sido identificado. El ataque de Grovers Mill parece haber remitido. Ya no hay signos de vida en el interior del cilindro. Hablan varias autoridades para tranquilizar a la población. El capitán Lasing interrumpe su explicación para describir “una especie de escudo metálico que se levanta desde el cilindro”. Los soldados se enfrentan a la “armadura con piernas”, pero son derrotados. Se corta la comunicación.

 

El locutor advierte: “Lo que hemos podido presenciar con nuestros ojos” nos lleva a la conclusión de que “los extraños seres que han aterrizado son la vanguardia de un ejército invasor del planeta Marte”. Siete mil hombres han sido derrotados por una sola máquina y el “monstruo” reina por la zona central del país. Un mensaje del secretario del Interior confirma la decisión del Gobierno estadounidense de “preservar la supremacía humana sobre la Tierra”. Un segundo cilindro es descubierto por unos cazadores mapaches en Basking Ridge. Son avistadas otras máquinas y cilindros en diferentes lugares.

 

Al fin, un locutor, desde lo alto del edificio de la CBS, en Nueva York, afirma que las campanas que suenan advierten a la población que debe evacuar la ciudad “ante la proximidad de los marcianos”. Añade: “Permaneceremos aquí hasta el final”. Cinco máquinas llegan a la ciudad. “Su cabeza de acero, cubierta por una especie de caperuza, está a la misma altura que los rascacielos”…

 

LOCUTOR: …Ahora levantan sus manos de metal. Este es el final. Brota humo… humo negro, que se extiende sobre la ciudad. La gente de la calle puede verlo ahora. Corren hacia el East River… cientos de ellos, que van cayendo como ratas. Ahora el humo se está extendiendo más rápidamente. Ha llegado ya a Times Square. La gente intenta escapar de él, pero es inútil, caen como moscas. Ahora el humo atraviesa la Sexta Avenida… la Quinta Avenida… está a cien yardas… a cincuenta pies.

 

VOZ DE UN OPERADOR DE RADIO: 2X2L llama a CQ. 2X2L llama a CQ… Nueva York… ¿No hay nadie a la escucha?… 2X2L…

 

LOCUTOR: Están escuchando a la CBS en una adaptación original de La guerra da los mundos, de H. G. Wells, por Orson Welles y el Mercury Theater on the air. La emisión continuará después de una breve pausa.

 

En estos momentos, a los treinta minutos de emisión, el mal ya estaba hecho y el pánico había cundido por todo el país. Los que continuaron sintonizando la CBS pronto se dieron cuenta de que lo que estaban escuchando no eran noticias sino ficción. Pero muchos otros no podían esperar al próximo boletín mientras volvía a sonar la música “que nunca pasa de moda”.

 

La primera causa –la más inmediata– del efecto producido por La guerra de los mundos fue la confusión de géneros. El lenguaje utilizado fue el de un noticiario puro. Millones de oyentes conectaron con un informativo en marcha. El ritmo impuesto por Welles no daba opción a reflexionar. Además, cada acontecimiento se atestiguó o reforzó con la opinión de expertos y autoridades, lo que ayudó a subrayar la verosimilitud del relato. La cantidad y calidad de los testimonios fue extraordinaria, a pesar de las modificaciones de los censores.

 

Otra de las causas aducidas por los especialistas se basa en la ansiedad colectiva debida a la depresión económica y al clima de tensión que precedió a la Segunda Guerra Mundial, y que había sido provocado por la intervención de Hitler en Austria. Sin olvidar otra de las razones fundamentales del éxito del programa: la absoluta credibilidad del medio. El narrador advierte algo que entonces nadie ponía en duda: “Lo hemos podido presenciar con nuestros propios ojos”. Años después, Howard Koch, guionista a pesar suyo, insistió en que el pánico ante los marcianos desveló “prejuicios raciales y nacionales contra aquellos cuyo color, religión o sistema económico es diferente del nuestro”. Orson Welles, por su parte, habló de la “ingenuidad” del medio, reiteró que en cuatro ocasiones se advertía durante el programa de su carácter ficticio y añadió que todo había sido una broma (La guerra de los mundos se emitió la víspera del Halloween). Con estas palabras terminó el relato radiofónico más famoso de la historia:

 

Señoras y caballeros, les habla Orson Welles, terminada la emisión, para asegurarles que La guerra de los mundos no tiene otra significación que la que brindaba la festividad. Ha sido la versión del Mercury Theater de lo que normalmente se suele hacer envolviéndose en una sábana, saliendo de repente de un arbusto y gritando: ¡Buh!

 

“Este niño es un genio”, gritó el médico Maurice Bernstein saliendo asustado de la habitación. Un bebé de 18 meses acababa de alzarse de la cuna y le había dicho con suma tranquilidad: “El deseo de consumir medicamentos es una de los principales rasgos que diferencian a los hombres de los animales”. E1 bebé, por supuesto, era Georges Orson Welles, nacido el 6 de mayo de 1915. Era hijo de una pianista y sufragista encarcelada varias veces y de un inventor que le engendró cuando tenía 55 años y que nunca llegó a inventar nada.

 

A los siete años, Orson ya escribía obras, que representaba en su teatro de títeres, y había leído a Shakespeare. Sin embargo, a los diez aún no sabía sumar. Tenía pánico a las matemáticas. A los diez representó una obra, a los 15 pisó por primera vez un escenario profesional en Dublín  y a los 21, después de terminar la carrera de letras y de ser editor y pintor, entusiasmó al público con una versión libre de Macbeth protagonizada por actores negros. Montó el Mercury Theatre. “El Mercury”, declaró Welles, “fue posible porque yo ganaba semanalmente en la radio 3.000 dólares y me gastaba 2.000 en el sostenimiento del teatro. Entonces era bastante barato mantener un teatro”.

 

La guerra de los mundos catapultó a Welles a un éxito para el que estaba perfectamente preparado. En la Universidad de Brown recomendaron al presidente Roosevelt que nombrara a Orson Welles ministro de Ilustración Pública y Propaganda. También pidieron que Welles fuera condecorado por Japón, Italia y Alemania, ya que “puede asustar al público americano mucho más que sus tres ejércitos juntos”. Tenía 23 años.

 

“Este joven es un genio”, comentaron en Hollywood. Los responsables de la RKO le llamaron después del escándalo de La guerra de los mundos y le ofrecieron un contrato millonario para realizar una película al año. No había manejado nunca una cámara, lo que no le importó en absoluto. Dijo al llegar: “Este es el más hermoso tren eléctrico con el que un muchacho haya podido soñar”, y se encerró con su equipo –casi todo el Mercury– en Hollywood con las condiciones de rodaje más ventajosas que hasta entonces se habían conseguido.

 

Después de estudiar varios guiones se decidió a llevar a la pantalla la vida de un magnate de la Prensa que representaba mejor que nadie la genialidad del individuo y la arrogancia del poder. Rodó en agosto, septiembre y octubre de 1940, y tras un laborioso montaje de más de nueve meses, el 9 de abril de 1941 se estrenó Ciudadano Kane. Las críticas fueron elogiosas, pero el público no respondió. Después de revolucionar el teatro y la radio, Orson Welles había reinventado el cine.

 

Tanto sus innovaciones técnicas –rompió la horizontalidad de los planos, buscó nuevos ángulos de encuadre, mostró por primera vez los techos de los decorados– como, de nuevo, la mezcla de géneros que utilizó para reconstruir la vida de Kane –un documental dentro de una película– pulverizaron las normas con las que se hacía cine hasta entonces. Sin embargo, la película no fue entendida por el gran público y constituyó un desastre económico. Tuvieron que pasar muchos años y una guerra mundial para que la película y la figura de Welles –que abandonó Hollywood por la puerta de atrás– volvieran a valorarse. Además, el ciudadano Kane encontró un enemigo poderoso.

 

William Randolph Hearst se reconoció en la película; y no sin razón. Ciudadano Kane muestra el declive y la caída de un magnate de la Prensa que intenta convertir a su amante en estrella de la ópera, como Hearst intentó convertir a su amante, Marion Davies, en estrella de cine. La fastuosa residencia de Kane, Xanadú, tiene su correspondencia con San Simeón, de Hearst, ambas abarrotadas de objetos artísticos, muchos de los cuales jamás salieron de su embalaje. Por si fuera poco, Rosebud, la palabra que Kane pronuncia al morir y sobre la que gira la película hasta que se descubre que es el nombre del trineo de su infancia, era, en realidad, el término cariñoso que daba Hearst a las partes íntimas de Marion Davis.

 

La reacción de Hearst fue de auténtica locura. Llegó a amenazar a los dirigentes de Hollywood con airear su vida sexual si volvían a dar trabajo a Welles. No logró evitar el estreno, pero sí arrinconar al director hasta tal punto que de 1947 a 1961 sólo pudo rodar tres películas. El genio de Welles fue redescubierto muchos años después por la crítica europea. Desde entonces, Ciudadano Kane encabeza casi todas las listas de las mejores películas de la historia del cine.

 

Juan Cobos, ayudante personal de Welles en Campanadas de medianoche, rodada en España, recordó en un artículo con motivo de la muerte del director (el 10 de octubre de 1985), el encuentro entre los dos genios. La guerra había estallado en un pase para la prensa de Ciudadano Kane, y Hearst había movilizado a todo su imperio informativo en contra de Welles, la RKO e incluso Hollywood. Welles recorría el país estrenando su película. En algún lugar y de forma absolutamente casual, Hearst y Welles coincidieron en un ascensor. Welles le invitó al estreno; Hearst, digno y lacónico, rechazó la invitación. Y Welles, con la sonrisa maléfica que le caracterizaba, le espetó: “Kane habría aceptado”.

 

 

 

 

Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Pertenece al equipo de FronteraD casi desde su fundación, donde ha publicado Ehrenburg, el otro ruso de la guerra civil, Las dos Españas de Virginia Cowles y Destino fatídico y mantiene el blog De libros raros, perdidos y olvidados

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