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ArpaCita en Fisterra: Quinta jornada

Cita en Fisterra: Quinta jornada

 

El de Dombate, también llamado A Fornela por el vecindario, es nuestro dolmen por antonomasia. Consta de siete losas verticales, sobre las que descansa una cobertura talla XXL, y cuenta con un pasillo de entrada orientado al sureste. Estuvo datándose en el 3500 antes de Cristo, pero las más recientes excavaciones, dirigidas por Xosé María Bello, también director del Museo Arqueológico de San Antón, han puesto al descubierto a escasos metros un segundo túmulo, del 3800 a. de C. Así que la era Dombate acaba de añadirle otras tres centurias a las cincuenta y cinco con que ya contaba.

 

Conocido por los historiadores del siglo XIX, y cantado por Eduardo Pondal en uno de los inesquivables corpus líricos del Rexurdimento [1], Dombate empezó a ser estudiado en serio en 1901, por Manuel Murguía. Luego irían sumándosele, entre otros, Isidro Parga Pondal, Florentino López Cuevillas y los alemanes Georg y Vera Leisner (esposos, arqueólogos y, al parecer, espías), aparte de Elisabeth Shee Twohig, de la universidad de Cork. Mas es justamente a la excavación que Bello inicio en 1989 a la que se le deben los principales hallazgos; entre ellos, el de las pinturas rupestres que invitan a calificar Dombate como la obra maestra del megalitismo ibérico.

 

Se conocen los materiales empleados: caolín amalgamado con manteca de vaca para el estuco de la base, y pigmentos de óxido de hierro y carbón vegetal para los únicos colores presentes, el rojo y el negro. En cambio, se ignora todo sobre le significado de los dibujos.

 

El reto, en todo caso, pasa por ponerlo cuanto antes a disposición de los estudiosos y del público en general. No será sin tiempo, tras un período de vueltas y más vueltas hasta que se definió un verdadero plan museológico. Incluye un centro de interpretación, casi concluido y encuadrado en un también casi concluido pabellón de acceso al recinto, que ya ha sido vallado en su totalidad. Sin embargo, la actuación más llamativa es el gran tejado que se le puso al megalito, hecho de madera escandinava y rematado con una linterna.

 

Son obras laboriosas, encaminadas a garantizar las mejores condiciones de humedad y temperatura para la conservación de las pinturas que hacen de este un dolmen único, y se van a prolongar todavía unos cuatro meses. Esto, y el no pequeño inconveniente de que los obreros anden por el medio, es lo que me priva de verlo como es debido. Es decir, que sólo se me permitió (merced a un pequeño enchufito) una breve visita de médico (con casco).

 

Pospongo, pues, mi opinión hasta que se puedan hacer visitas de mayor fundamento. De momento, me conformo con confiar en que, por lo menos, dé algunos puestos de trabajo estables entre la gente de la zona…

 

 

Dejo atrás Cabana de Bergantiños, a cuya carpintería de ribera he bajado en una de las muchas excursiones con mi hermano adoptivo José Caruncho, y ya no me detendré hasta el umbral de la playa de Barda. Unos pescadores de caña rumbo a una jornada en las peñas son la única presencia humana con la que tropiezo. “Buenas”, nos decimos, y a continuación recorro la arena en busca de pecios. Es un entretenimiento infructuoso al que se le pone fin contribuyendo la pleamar con orines. Sucede esto muy cerca de la gruta del flanco derecho, y precede a la ida hasta la rampa donde unas cuantas chalanas reposan dadas la vuelta sobre una superficie tapizada por plantas silvestres.

 

Recuerdo entonces la Historia de una foto.

 

La hizo el propio Caruncho, quien además de tener como oficio la fotografía (con la entrega de un verdadero sacerdocio), es sabio en materia de cinema (género westerns con preferencia) y de música clásica (con Beethoven en la peana más alta). Yo andaba con él aquel día y bajamos, llevados únicamente por la curiosidad que tantas veces mató al gato, a un lugar hasta entonces desconocido para ambos; y, a fe, hermosísimo. Yo comenté que la vereda, en zigzag y sumamente empinada, me recordaba a la que va desde el alto, en la Sierra de la Tramontana, hasta la cala de Deià. Añadí que recordaba, a la de la mallorquina, la disposición en anfiteatro de esta otra cala, algo más recóndita (y más en edición de bolsillo). “Lo que aquí no habrá”, dije también, “son guiris tan vistosos, cuando llega la cosecha de ellos, ni un gran Robert Graves que contribuya a la propagación de su fama por el mundo”. Mas no le hacen maldita la falta, convinimos.

 

A los lados, las faldas del monte fijaban la atención en el horizonte, sobre el que pendía un buen manojo de nubes. Aquel era un día de bellísima luz invernal, como hoy, y mar en calma: un cobertor de gradaciones de platas sobre el que flotaban algunas boyas suficientes. Para que la foto que mi hermano se disponía a hacer se transformase en un icono sólo le faltaba el primor de una presencia, y esa fue mi contribución. Ocurrió al ver aparecer a un marinero a quien instintivamente le salí al paso en la orilla; y precisamente en la orilla fuimos fotografiados ambos, según había previsto, como unos peripatéticos Vladimir y Estragón. E incluso hubo una segunda foto todavía mejor, y en esta la diminuta presencia a lo lejos era ya solamente la del oscuro visitante; con botas de agua y un azadón, e imitando un Ángelus de Millet en el que el repicar recordativo fue sustituido por el eco no menos recordativo del Atlántico.

 

Sería un rato después, pasmando ante la poderosa grandeza del paisaje, cuando tuve que proceder a iniciar un Diccionario de Ideas Recibidas de José Caruncho. Yo había subrayado su proximidad a la veneración por la naturaleza que transmite la fotografía de Ansel Adams. Él retrucó:

 

—Si quieres saber por dónde pasea Dios, mira los paisajes de Ansel Adams.

 

A continuación añadiría:

 

—Y si quieres saber por qué creó al hombre, mira los retratos de Paul Strand… ¡Es gente a la que dan ganas de abrazar!

 

 

Al de Barda le siguió hoy un desvío hasta la playa de Balarés, donde apenas quedan rastros de la actividad, entre los años de la Guerra y mediados de los 60, de Titania, S. A. Fue uno de los yacimientos descubiertos y explotados por el introductor en España de la ciencia geoquímica: aquel Isidro Parga Pondal que había excavado Dombate, nacido en Laxe en 1900, y sobrino nieto del gran poeta bergantiñano con el que comparte apellido.

 

El don Isidro de este amoroso paisaje de Balarés se licencia en Ciencias Químicas por la Universidad de Madrid a los veintidós años, y sólo un año después gana por oposición una plaza de profesor auxiliar en la universidad compostelana, que es donde acaba perfilando su vocación. Ocurre hacia 1927, precisamente con el trabajo sobre esta playa (Análisis de la ilmenita de Balarés) que marca el estreno de los estudios geoquímicos entre nosotros. A esto le sigue una beca de la Junta para Ampliación de Estudios gracias a la cual puede completar su formación en Zúrich, con eminencias mundiales que lo recibirán como uno de ellos tras hacer la lectura, en el 34, de su tesis de doctorado. Así pues, todo va perfectamente encaminado, e incluso cuenta ya con un equipo de colaboradores, cuando de repente irrumpe el alzamiento militar.

 

Republicano y galleguista, don Isidro está a punto de ser “paseado” por los facciosos, y de lo que no se libra es de su expulsión de la universidad, en cuyo claustro no mueven ni un dedo para impedirlo. Entonces orienta su carrera profesional a la minería, impulsando y dirigiendo dos empresas en las que pudo aplicar sus valiosísimos conocimientos: Kaolines de Lage, S.A., y Titania, S. A. (Minas y Canteras).

 

Tras el fin de la Guerra, aparte de perseverar en una fructífera relación con el grupo Zeltia, funda en 1946 el Laboratorio Xeolóxico de Laxe. Es su principal apuesta y tarda sólo unos años en ganar prestigio internacional. De manera que, desde los 50 a los 70, no deja de atraer sabios de universidades francesas, inglesas, holandesas y portuguesas, que vienen con sus alumnos más brillantes, y eso a pesar de que al principio es obligado hacer en burro el tramo entre Carballo y Laxe.

 

Pero todo este batallar sufrió un durísimo revés con el accidente de tráfico que, en 1978, acabó con la vida de su mujer y del hijo que se había convertido en su mejor cómplice y futuro continuador. Don Isidro se sume entonces en una honda depresión, falta un pelo para que destruya todos los archivos e incluso lo ronda la idea del suicidio. Hasta que se produce la intervención providencial que, aparte de animarlo a seguir adelante, pone todo a salvo en el complejo fabril de Cerámicas do Castro. Con Isaac Díaz Pardo (genio en mandilón, gigante comprimido) de factótum (como tantas otras veces, antes de la actual hecatombe).

 

Ahora queda como una de las huellas de aquello todo este muelle de Balarés; a donde, según lo que algunos califican como una simple leyenda urbana, el barco O Rutilo venía a cargar titanio para los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. En la punta, al abrigo de una barbacana, se plantó hace unos años una escultura de Moncho amigo (inspirada en las arañas de Louise Bourgeois, de no ser por la severidad casi geométrica y por el material, acero cortén), al lado de la cual hay que acodarse un rato. Es una acción que invitará a pasmar ante la tenacidad del océano que no cesa en su enviarnos olas, reglamentariamente, en series de nueve que tardan medio minuto en cumplir su ciclo.

 

Los pasos van a conducir después, es inevitable, hasta un pequeño promontorio. El mar sigue poniéndole banda sonora a todo esto, pero el nuevo recodo, al compasivo sol de la mañana, es aún más hospitalario. Cumple, por tanto, sentarse en una piedra. La bordea un suave manto verde, que tiene incrustadas las matas de hierba de enamorar propias del caso, y a nuestra espalda sabemos el mirador de Brántuas. Pero los ojos no están para nada que no sea la arena blanca, y sorprendentemente limpia, de una playa formada en los extremos de este segundo Monte Branco, que es menos blanco que monte y le dio motivo para uno de sus quejidos a Pondal:

 

Monte Branco, Monte Branco,
Cando te vexo de lonxe
Verto a soas triste pranto…[2]

 

Sin embargo, por fortuna, ese quejido de Pondal no puede tener vigencia hoy, mientras te dejas rodear por los brazos y acariciar por los dedos que envía el Atlántico, antes de alentar rimando con su respiración. Entonces sucumbes:

 

—¡Toma posesión de mi alma!

 

Reina un cielo de Amada Inmortal, como quedó nombrada la destinataria de aquella misteriosa carta de Beethoven. Hasta que llega un Mercedes y se baja un hombre que permanece a la espera. Luego, cuando más lejos estás de aquello, llega otro coche, también de gama alta, que tiene el cuidado de no aparcar cerca, sino a unos cien metros. Mas el hombre que baja de él va directa e inmediatamente al encuentro del otro, con el cual estará todavía hablando unos diecinueve minutos, puede que veintidós; antes de marcharse con otros cinco, puede que seis minutos de diferencia.

 

—¿A que es todo bien raro?

 

 

Como en el restaurante Miramar, en la vía de entrada a lo que se conoce por Corme; cuando, en realidad, habría que llamarlo Porto de Corme (puesto que también existe un Corme a secas, en lo alto del monte, donde antaño estaba la cabecera de la parroquia). A la puerta hay unas cuantas motos de gran cilindrada, sin duda pertenecientes a los participantes en una concentración motera, y las mesas están en un comedor con vistas a la bahía, donde se columpia acompasado por la marea todo un polígono de bateas de mejillones.

 

Pido una bandeja de zamburiñas a la plancha y una menestra de verduras; las riego con una copa de un Rioja de clase media, tirando a baja; y unas natillas y una infusión cierran esta parada, cuando los moteros todavía deben andar por la mitad de la suya.

 

Para ayudar a bajar la comida daré un paseo por el puerto, donde se hace misión imposible encontrar restos de los tiempos de la navegación de cabotaje, cuando los pataches venían a descargar madera, sal y carbón y en los atardeceres sonaban con insistencia acordeones tristalegres y barojianos: ecos que sólo pervivirán en recónditos cobijos de la memoria de los más viejos. La mía, mientras, me hace volver a Caruncho, esta vez en los días mucho más próximos del Prestige, enero de 2003, cuando él vino a retratar voluntarios. Lo hizo en la punta de O Roncudo, aislándolos del trabajo, después de la dura jornada de extracción del piche y sobre un fondo negro.

 

Aunque era una idea sencilla, llevarla a cabo no estuvo exento de complicaciones, pues había que poner de acuerdo a un numeroso grupo de personas. Además, en O Roncudo sopla un viento atroz 364 de los 365 días del año, y aquel no fue el día restante. El fotógrafo, pues, se hizo ayudar por su hijo mayor y por un amigo, que sostendrían los trípodes del telón. El caso es que aquel trabajo quedó hecho y pudo exponerse casi de inmediato en Madrid, al tiempo que una selección se publicaba como tema de portada en la revista Microfisuras (en la que, al cabo, fue su última aparición: la entrega número 20).

 

Caruncho, absolutamente strandiano en sus retratos, se valió entonces del “sello Avedon”, y yo recuerdo otra conversación, repasando en su estudio aquellas fotos acabadas de venir del taller de enmarcado: “¿Qué música les pondrías a los voluntarios?”, le pregunté. Y él, sin dudarlo: “¡La Novena!”, y no se refería a la de las beatas, claro, sino a la Marsellesa de la Humanidad, concebida por el gran Ludwig. Yo entono entonces, y más bien tópicamente, unos acordes del Himno de la Alegría. Y él añade, embalado y en su condición de fijo en los conciertos de abono de la Orquesta Sinfónica de Galicia.

 

—El Gobierno debería velar por que las orquestas tocasen la integral de las sinfonías de Beethoven por lo menos una vez por temporada… ¡Por decreto ley!

—Secundo la moción. Y otrosí digo: de paso, el Gobierno debería obligar a las televisiones públicas a crear un canal para pasar en exclusiva los filmes de John Ford, del primero al último, y así sucesivamente, ¡en un bucle interminable!

—Sí, tío, sí.

 

 

El ramal hasta el Roncudo ya no incluye el paso por ningún túnel ni discurre por el paisaje herido de un vertedero de basuras en ignición constante. Ahora atraviesa un apaciguante manto vegetal, con hierba verdísima de cuando en cuando salpicada de brezos, llantén, cardo marino, armeria pubigera (la hierba de enamorar) y tojos y retamas bajos (que estos días están empezando a alegrar el aire con el estallido amarillo de las chorimas, sus flores: su estrategia para hacerse perdonar una mala fama ganada a pulso).

 

Pero llega el punto en que la pista pasa a estar balizada por las cruces que las viudas clavaron por los percebeiros muertos. Son unos últimos cincuenta o sesenta metros donde toda la atención prende en el cilindro del farito, forrado de un azulejo blanco que muchos viajeros transformaron en un dazibao de tonterías. Y son inscripciones de presidiario: “Che Melo estuvo aquí”; cuando no irreproducibles graffitis de puerta de excusado de taberna; y lo que no hay, claro, son demasiadas ganas de leer esto.

 

Azota un viento atroz, porque tampoco es hoy el día anual de tregua, y a uno le preocupa que su fuerza acabe llevándole las gafas (por la edad que vamos teniendo, de carísimos cristales progresivos). Pero uno no se las apea: ¿cómo renunciar a percibir con toda nitidez la función que el Atlántico está ejecutando ahí abajo? Las olas superan los seis y siete y ocho metros de alto, avanzan alborotando las crestas como infinitas colas de caballos blancos, y tras romper furiosamente contra las peñas (que, gracias a eso, acogen los mejores percebes del mundo), acaban esparciendo por la orilla un cobertor blanquísimo y de una consistencia espesa, láctea. Faltan unas bandadas de aves, ¡han huido asustadas!, para que el rumor de fondo sea el que le dictó a Felix Mendelssohn la obertura Las Hébridas, un poema sinfónico nacido del impacto producido por la Gruta de Fingal, en el litoral que no dejó de recorrer en su viaje a Escocia.

 

 

Ya es la hora de aparecer por la aldea de Briallo, parroquia de Cospindo, en una obra en construcción bien singular. Estoy citado allí, en el corazón del territorio Pondal (que tenía su pazo a escasamente un kilómetro), con los promotores del que tal vez vaya a ser el mejor gran hotel pequeño de Galicia. Llegan en un Porsche biplaza, creo que una versión del modelo Boxster, y son Isaac, abogado con bufete abierto en A Coruña, y Juan, durante once años diseñador para las tres líneas masculinas de Zara. Guapos y muy cool (¿o ya no se dice así?), son pareja oficial desde hace ya tiempo y fueron de los primeros en hacer uso de los beneficios de la ley de matrimonio homosexual. La relación con el lugar la puso Isaac, originario de aquí, pero la ilusión por la meta trazada es gemela en ambos.

 

Las dimensiones de su parcela son más que generosas, para lo que se estila en un país de minifundio; está en un gran desnivel sorteado con tres enormes muros de enormes bloques de piedras en las que sobreviven las huellas de los barrenos; y concentra en su extremo este las construcciones. Es decir: las tres casas preexistentes, de mampostería, destinadas a los espacios comunales (recepción, restaurante, y salones y biblioteca), y orientadas al sur (regado por el curso final del Anllóns); y los volúmenes de la obra en puridad nueva, con siete espaciosos cuartos (dotados de muy espaciosas terrazas) y un hueco cúbico destinado a spa, todos ellos en hormigón y orientados a una puesta de sol que incluye la barra dunar del estero, la última vuelta del río y el trozo de mar donde éste se entrega arrastrando un rumor de oraciones salvadoras… Uno piensa que será, a no tardar, el Hotel Briallo, mas también podría destinarse, uno de los contados sitios del mundo donde no sería cacicada hacerlo, a aulas de una Escuela Superior de Artes de la Belleza.

 

Pero será hotel, con un mobiliario muy escogido, igual que las tapicerías y las piezas artísticas, y estará integrado en alguna de las cadenas europeas de gran lujo, prometen los dueños, convencidos además de que la apertura del Parador Nacional de Muxía, cuando le toque, no será maléfica competencia, sino mutuo beneficio para dos ofertas complementarias. Y pregunta Juan: “¿Cómo suena establecer una hora en la que se pueda hacer uso del spa desnudos?”.

 

Hablan con un entusiasmo, el de las grandes aventuras de la vida, que los lleva a interrumpirse a cada poco. Juan emplea sólo el castellano, aunque entiende y no desprecia el gallego, que su pareja reserva para soltar las burradas; con mucha gracia, como las que se le escapan, ya con mayor confianza, en la última parte del recorrido, en lo alto del esqueleto de la que será la vivienda familiar también incluida en el complejo hostelero (firmado en su totalidad por el arquitecto lucense Guillermo Carro).

 

Y la visita guiada concluye y la voz de la razón nos dice, respecto a la ambición que está llevando a la pareja a invertir tanto dinero: ¡Qué locura!

 

Aunque también, claro: ¡Bendita locura!

 

 

A tiro de piedra, y ahí abajo, en el lugar de Couto, está la casa rectoral de Cospindo. Tras negociar con el arzobispado de Compostela una cesión por cuarenta años, se encargó de rehabilitarla la Fundación Eduardo Pondal, que estableció en ella su sede. Quedé aquí con Luís Giadás, uno de sus co-patronos, y llego cuando empieza a declinar la luz del de un día soleado. Me recibe un alimenticio aroma a café recién hecho y la amabilidad franca de quien es también, de eso vive, profesor de historia en el instituto de la localidad.

 

No nos conocíamos de antes y es durante las presentaciones cuando encontramos un buen empujón para la complicidad en las coincidencias.

 

Un año menor que un servidor, que nací hace cincuenta y dos en el Sanatorio Modelo de A Coruña, ambos tuvimos infancia cascarilleira [3], y bien próxima por cierto. Un servidor en el barrio del Gurugú y él a sólo un par de calles, a uno de los lados de la Costa da Unión. Así que compartimos como patrias fundamentales el Monte de Santa Margarita, para los juegos, y la tríada de cines compuesta por el España, el Doré y el Equitativa, para los sueños. Mas no nos recordamos y ahora somos un vecino de Ponte-vedra y otro de Ponte-ceso reunidos por el amor a la Costa da Morte.

 

Giadás habla muy persuasivamente de la programación con que mantienen viva la llama de la cultura en una villa de otro modo obligada al ayuno. Parece que se extiende a lo largo de todo el año e incluye eventos como la Festiletras, por el Maio das Letras, la Escola de Verán o el Outono Pondaliano, además de muchas actividades asociadas al curso académico. La que más llama la atención, con todo, es la que toca hoy.

 

Mientras aguardamos por su protagonista vamos a ver un DVD fruto de sesiones anteriores de este mismo tipo. Trata, precisamente, sobre la mina Titania, S. A. Con factura de falso documental, y aparte de unas cuantas fotos y documentos de época, incluye recreaciones de los trabajos; en blanco y negro y a cargo de alumnos de bachillerato que, en muchos casos, son nietos e hijos de los viejos trabajadores. Sin embargo, su interés descansa sobre todo en los propios testimonios de un buen puñado de hombres y mujeres que cuentan cómo empezaron a trabajar en la empresa, la principal de la comarca, cuando muchos no pasaban de chiquillos; con 16, 15 e incluso, alguno, con 12 años.

 

Hablan de la extracción de la arena en la playa, del transporte en bacías (que las mujeres cargaban en la cabeza hasta cintas transportadoras); del paso de esa carga por las sucesivas cribas y de su envasado final en la mina; que ocupaba un ciento de ferrados de un primitivo maizal y para cuyo servicio se concluyó el muelle. Recuerdan los trayectos de ida y vuelta diarios, desde sus casas, en grupo y atravesando un monte a aquellas horas a oscuras. También los sueldos, bastante razonables; los seguros con que todos estaban cubiertos, en una empresa pionera en las buenas prácticas cuando éstas sonaban más bien a chino; e incluso el economato, muy acorde con el resto. Hay, además, un largo capítulo de amoríos, con triángulos incluidos; de medidas disciplinarias, a las que llaman con la palabra de entonces (arrestos); y de anécdotas que aún relucen entre las borras de la memoria. Como la sirena que marcaba el inicio, la pausa de la comida y el final de la jornada: le llamaban “la campana”, pero era en realidad un trozo de raíl, colgado de un pino y golpeado con un martillón por uno de los capataces.

 

—¡Tam, tam, tam!

 

En esas llega la mujer de esta tarde. Hay para ella una butaca al amor de la lumbre en la otrora casa del cura de Cospindo, hogaño Fundación, donde arden leños de castaño, y se ocupa de la grabación Sofía Araceli, una chica que es alumna de las Escuela de Imagen y Sonido de A Coruña. La labor de Giadás, entonces, consiste en obtener la historia de vida de la mujer tirando pacientemente del hilo de sus recuerdos.

 

Se remontan a sesenta años atrás, en los 50, cuando trabajaba en la construcción de las carreteras que comunicaron esta tierra y alrededores con el mundo. Hacían a pie el camino hasta la obra, a veces a un par de leguas; llevaban una tartera con la modesta comida (casi siempre un caldo de mucho unto y pocas tajadas, o calandracas, o tortilla); y lo que les esperaba eran unas cuantas horas interminables, hasta la puesta, deshaciendo piedras a golpes. Le llamaban esmorrillar [4] y el jornal, por día y aquí sin ningún tipo de prestaciones sociales o sanitarias, dependía de los metros cuadrados de superficie despachados. Así, en cuadrillas de veinte mozos y mozas mal pagados, se escribió la historia viaria a la que, como de costumbre, le pusieron nombre los ingenieros y los políticos. Pero no todo era sacrificio y penurias en unas existencias en que la alegría incluso superaba a la de este nuestro tiempo de teórica opulencia. Dice la protagonista de la historia de vida de esta tarde:

 

—Una vez, tendría yo dieciocho años, me marché a una fiesta un lunes y cuando volví a entrar por la puerta de casa era jueves… Mi madre se hartó de zurrarme… Pero no me arrepentí nunca…

 

 

A las mujeres, en general, les bastaba con atender la casa y trabajar las tierras, y ya no era poca cosa. Algunas, además, se veían en la necesidad de ingresar efectivo. Ejercían entonces mayoritaria, casi exclusivamente, las diversas variantes del viejo oficio del Corte y Confección.

 

Fue ahí donde plantó sus cimientos el imperio Zara.

 

Estamos en los años 70. Recuerdo a mi madre cosiendo, en la Singer del piso del Agra del Orzán al que entonces nos acabábamos de mudar, piezas de ropa cuyo género era previamente servido por un suministrador-intermediario de la marca. Las telas habían dejado de ser en exclusiva las de las míticas batas iniciales y venían ya cortadas. Mamá podía escoger entre que se las trajese a casa el propio intermediario o ser ella quien fuese a buscarlas, y en ese caso cobraba un pellizco más. Era un trasiego en el que coincidían decenas, luego cientos de mujeres de ese y otros barrios populares coruñeses (Os Mallos, Monte Alto…), arrastrando por las aceras carros de la compra en los que no iba la compra del día, sino aquella materia prima.

 

Sólo que el pago era cutre (puntual, eso sí, pero cutre) y mi madre no aspiraba, ni entonces ni nunca, al premio como trabajadora del año, por lo que no tardó en dejarlo. Coincidió más o menos por el tiempo en que la estrategia de la empresa empezó a preferir el trabajo en bajos improvisados (también en los barrios y, ya principalmente, en locales de las afueras).

 

Con central en Arteixo, la red tuvo una expansión natural por la tierra de Bergantiños, y eso acabó dando talleres como los que todavía sobreviven por las sendas que precisamente ahora atravieso. En régimen de cooperativa o como empresas, se distinguen a lo lejos por el número de coches aparcados en el exterior, pero no por exhibir ningún rótulo, que a menudo tienen motivos para no querer. A mí, con todo, me puede la curiosidad y me detengo ante uno en el lugar de… donde, en efecto, sale el estrépito de las modernas máquinas manejadas en su labor por las laboriosas operarias. Su número pasó de veinte a sesenta, para después estabilizarse en las cuarenta actuales. Seguirá en ellas el viejo odio de las pioneras a los cuadros, que exigen una precisión milimétrica en las costuras; sobre todo, en las de las chaquetas. Sin embargo, la gran preocupación es nueva y deriva de un fenómeno relativamente reciente. Puede acabar llevándolas a echar el cierre y le llaman con un palabro (deslocalización) que habla de la competencia de mano de obra mucho más barata todavía, en Sudamérica o Asia. De momento, alimenta ya nuevas leyendas (negras), como la de que la marca tiene fabricándole ropa a chinos que trabajan en barcos fondeados en aguas internacionales… El pueblo, pues, sigue escribiendo en el palimpsesto inagotable de su memoria, donde yo quiero descubrir ahora la capa de una leyenda anterior, justo cuando estoy ante las Torres de Mens.

 

Son lo que quedó de la antigua fortaleza de los condes de Altamira, derrumbada en la II Revolución Irmandiña y reconstruida luego, en 1467, por Lope Sánchez Moscoso, señor de la casa Moscoso, una de las mayores concentraciones de riqueza y poderío a lo largo de nuestro Medievo. Pero los siglos siguieron su curso y la nobleza los travesó entregada a lo que mejor sabe hacer, involucrando de paso a las gentes del común en sus luchas dinásticas, ese puro y antipatiquísimo incordio. Eran causas ajenas por completo a casi todo el mundo, a favor únicamente de monarcas o pretendientes siempre aupados cabalgando miserias, cuando no masacres. Lo dice Mark Twain: “Todas las monarquías se erigen así; jamás existió un trono que no representase un crimen; no existe ninguno hoy que no lo represente. Una monarquía es una piratería perpetuada. En su escudo de armas deberían figurar siempre la calavera y las tibias cruzadas”.

 

El tiempo, en todo caso, asistió a la incesante sucesión de esos crímenes, que siguieron dejando inevitables huellas en fortalezas como ésta. Con todo, no es poco lo que en nuestro siglo XXI se conserva aún e pasados esplendores: restos del foso defensivo, parte de la muralla perimetral, y las tres torres cuadradas, curiosamente sin almenas. Hay también una primera puerta ojival, por donde se accede al patio interior; y una segunda, lindante con el caserón que le sirve de vivienda a la familia que ahora tiene la propiedad, tras un largo camino iniciado al volverse cortesana la estirpe. Pero las de Mens, cuando menos, se salvaron de acabar esmorrilladas para hacer calzadas. Y gracias a eso, la invocación de Twain se va a ver completada por la de una pareja a la que el viejo maestro gruñón siempre lleva de la mano: Tom Sawyer y Huckleberry Finn; dos camaradas que bien podrían correr aventuras nuevas entre lo mucho que llegó hasta este XXI desde aquel XV; como la leyenda que temo llevar posponiendo desde hace dos párrafos. He ahí:

 

Al parecer uno de los señores de Mens se enamoró de la hija bonita de unos vasallos y no se le ocurrió mejor método para conseguir sus favores que el rapto. Los vecinos se unieron para mostrarle su desaprobación al ultraje, y el señor quiso zafar del cerco con que lo distinguieron huyendo por el pasadizo que unía la fortaleza con la iglesia parroquial. Sólo que los perseguidores le prendieron fuego y la pareja quedó allí para siempre, quemada. Dicen que un terreno de trigo que hay en la superficie tiene siempre no pocas espigas de un amarillo muy intenso marcando el trazado del antiguo subterráneo. Dicen, y depende apenas del número de vasos que el informante tenga encima, que todavía se puede ver.

 

 

El desvío a Barizo, frente a otro puerto pequeño y escondido, empieza en el presentimiento.

 

Me espera una cena en la que no voy a sacar provecho de la estrella Michelín con que cuenta el restaurante, donde insisto en resolver el asunto por la vía rápida, con dos entremeses de la carta (y con una copa de Rioja, mi mejor ayuda para un sueño por regla general remiso).

 

Bajé por una carretera bordeada de chalets inarmónicos, a cual más delirante, y con una ausencia de orden que tortura la vista. Están construidos en parcelas muy poco propicias y los más deben ser segundas residencias de gente excluida del Sanxenxo que sin duda preferirían por unos precios el doble o incluso el triple de los de aquí. En cualquier caso, y de no ponerle freno, estos pecados del feísmo acabarán, lamentablemente, haciendo sucumbir a la evidentísima potencia del paisaje.

 

Sólo dejo de flagelarme con eso cuando ya estoy instalado en uno de los cuartos (también tiene nombre: la Cabaña) que este mismo chalet de la cena, en una línea hermana de la de los demás, ofrece mirando al Atlántico. Habrá quien abra aquí libros, y bien sabe Dios que incluso se han escrito libros deliciosamente acogedores, pero no deja de parecer una extravagancia cuando puedes concentrarte en la respiración del océano. Cosa que hago hasta acabar palpitando al ritmo rotundo y apaciguador de sus latidos.

 

Se apagaron las luces en este rincón de la Provincia Batiente, excepto la ráfaga insomne de Punta Nariga, que salpica sus intermitencias sobre una noche de Amada Inmortal.

 

El desvío hasta Barizo acabó en el estremecimiento.

 

 

 

Notas


 

 

[1] Movimiento que, en el siglo XIX, impulsó el renacer del cultivo literario del gallego, capitaneado por Pondal, Rosalía Castro y Manuel Curros Enríquez.

 

[2] Monte Blanco, Monte Blanco, / cuando de veo de lejos / vierto a solas triste llanto.

 

[3]  Dicho burlonamente: coruñesa.

 

[4] Hacer morrillo.

 

 

Este texto es un capítulo del libro Cita en Fisterra, recién publicado por la editorial Pulp Books (un sello de Rinoceronte Editora).

 

 

 

 

Luís Rei Núñez (A Coruña, 1958), es periodista de profesión y desarrolla su obra literaria en gallego. Poeta y narrador, ha publicado Expediente Artieda (Premio Xerais de novela, 2000, aparecido en castellano un año después), El señor Lugrís y la negra sombra (2007, también traducido al castellano y Premio de la Crítica Española y de la Federación de Libreros de Galicia al mejor libro del año), y Monte Louro (2009, Premio Blanco Amor)

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