Hace muchos años (en mi más tierna infancia) solía, junto con otros niños, merodear por un caserón abandonado.
Aquel viejo edificio era nuestro parque de atracciones particular.
Subíamos y bajábamos correteando, las peligrosas escaleras. Nos colábamos en sus estancias esquivando clavos oxidados y vigas carcomidas.
En aquella casa había, además, un cuarto cerrado con llave.
Por supuesto, semejante misterio era la mayor atracción de la casa.
A menudo solíamos rematar nuestras jornadas de juegos apiñándonos en torno a la puerta cerrada y escudriñando por el ojo de la cerradura, intentando adivinar lo que había “del otro lado”.
Apenas entreveíamos algunas sombras y formas imprecisas, o algún fragmento de mueble desvencijado.
Pero a través de aquel pequeño agujero se abría para nosotros un universo de misterios y fantasía.
No importaba lo que hubiera al otro lado de la puerta.
Lo importante era lo que nosotros imaginábamos ver.
Han pasado muchos años y hoy en día, intentando explicar con palabras lo que hago, por qué lo hago y lo que busco, se me viene a la cabeza aquella vieja casa.
La actividad a la que he dedicado todos estos años, llámese pintura, escultura, dibujo, ilustración… es para mí como aquella puerta.
Cada vez que me planto ante una superficie en blanco, con un lápiz o un pincel en la mano es como estar de nuevo ante la vieja puerta, mirando a través del ojo de la cerradura.
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