Mientras la construían, algún digno indignado la bautizó como un monstruoso mecano, un juego de niños pretenciosos, impropio del entorno señorial parisino, quisieron que no se levantara, que no se terminara, que se desmontara, que se desplazara a un lugar apartado; que no mirara y fuese mirada como el símbolo que dota de personalidad a París. Pero ahí se quedó la Torre Eiffel desde 1889, a mitad de camino industrial entre las libertades conquistadas a guillotina ardiente y el triunfo germinado de la diplomacia fría. Frontera entre dos mundos, dos Europas herederas la una de la otra, enfrentadas a sí mismas, contradictorias.
Icono inevitable, pero en verdad sólo uno más, porque París, con todo, no necesita de símbolos. Al menos, de uno más y concreto. Desde Victor Hugo a François Truffaut, desde Eugène Atget a Camille Pissarro, por qué elegir entre Nôtre Dame o Pigalle, entre Saint Sulpice o el boulevard Montmartre.
París, las rues paseadas de esta capital –la-capital, quizá– son el símbolo de algo que fue siendo, tras los surcos horadados en la tierra de la Europa absolutista, brotaron los derechos del ciudadano, y allí hubo un campo de batalla, fue trinchera de libertades, y es depósito de monumentos embalsamados, espejo adoquinado de escenarios de amor. París es el proscenio de nuestra civilización. Y, por tanto, punta de lanza de su actual decadencia.
París –Francia, Europa– se mira y no se reconoce. Hija y nieta de quienes se hicieron a sí mismos y prosperaron, con hoy nada propio conquistado y sin todo ese recuerdo, que en los genes no hay memoria y la herencia ética no se corresponde con la material: la capital de Occidente que fue no es capaz de entenderse hoy a sí misma. Sus calles, decorados de un pasado ingente, alojan las pequeñeces de la miseria del nuevo rico, los ojos perdidos de seres abandonados y errantes; la ciudad de los exuberantes mercados de pulgas, las cuestas coloridas de artistas ambulantes y las plazas rebosantes de pintores con un puesto por horas, es capaz de mirar sin ver a sus miserables. De ignorarlos, de ausentarlos.
Son molestos, son despojos, desechos del progreso, y en París hay costumbre de pasar junto a la basura. No se recoge todos los días.
Ellos lo saben, lo que acrecienta su mirada perdida. Puedes hacer la prueba: recorre la rue du Louvre de norte a sur. Tropezarás con una señora de pelo enmarañado y cano, da pasos errantes envuelta en una sábana negra. Asoman abajo unos pies costrosos, cuya única diferencia con su cara de hollín son los callos que hacen las veces de suela. Ni zapatos ni ropa, ni techo, claro, ni quién la mire. Tampoco ella parece capaz ya de fijar la mirada, masculla algo entre los dientes, los pocos que le quedan, quizá es rencor por quienes caminan sobre esos mismos adoquines cada mañana y ni siquiera han reparado en su presencia. O quizá el rencor hace ya años que dio paso a una letanía loca; eso indican sus ojos desorbitados que, por un segundo quizá, se crucen con los tuyos y, fugaz, creas adivinar una chispa de lucidez: sácame de aquí, de este cuerpo cansado y ya loco, debajo de esta sábana negra hay una historia, si tienes suerte y no te grito una inconveniencia… si yo también la tengo, quizá puedas escucharla.
Es entonces cuando volverías la mirada, lamentarías que París se haya construido tan bella sobre la olvido de sus desheredados, reprocharías de pensamiento el orgullo gabacho, más grande que su grandeur, y te convencerías de que estás ahí de visita, de que el problema te trasciende y que el semáforo ya está en verde, niñas… ¡Mirad qué chula es la galería de autores del Palais Royal!
París conquistó los bulevares y los veladores para el solaz de la ciudadanía, construyó sus puentes para llenarlos de candados de amor y dio a luz embarcaderos para ser mejor observada desde el río. París se sabe hermosa y heredera de inmensas riquezas materiales, reflejo de un pasado glorioso y trabajado. De un sudor y una sangre compartidos en luchas, revoluciones y proyectos comunes; a veces con enemigos internos, otras contra tiranos exteriores. París es la mejor obra del hombre, una urbe escenario capaz de reinventarse en un nuevo montaje, de pensar en sus habitantes y en la prosperidad de éstos, y así inventar avenidas donde había arrabales y pintarlo todo de buhardillas para su contemplación.
Una obra colectiva siempre inacabada, dispuesta a ser perfeccionada, pero de tanto rendir culto a sí misma París tomó conciencia propia y eso siempre ocurre en el peor momento. También cuando el mono se hizo humano bajaba del árbol más para adorar su reflejo en las aguas del Sena que para aprender a bruñir el metal, que también refleja pero tiene otras utilidades prácticas de verdad. París, como una vieja dama nacida ya en el lujo y acostumbrada a las lisonjas, se ha ido convirtiendo en una versión manierista de sí misma.
París es símbolo del pasado. En sí misma. Pero se niega a serlo por acontecimientos concretos: atribuir su liderazgo histórico a la Revolución o a la Résistence significa reducirlo, empequeñecer l’immensité française. París es Francia y Francia es grande por sí misma, y es su grandeza la que parió esos hitos, sépanlo todos, no al revés. Y así Francia, en su grandeur, rechazará la de Bonaparte. ¿Es que acaso sin el corso ya no seríamos los que trajimos la ilustración a Europa? Con esa renuncia empezó a vaciarse de motivos para reconocerse y alimentarse. Y así siguió. Revisando la Enciclopedia, afirmando que el Grand Palais no es ese edificio hermoso, sino toute la France, desdeñando su 68, como si acaso sin él los franceses no hubieran sido quienes tradujeron a leyes nuevas las flores voladoras y el amor hippy. Si renuncias a tu esencia, si te quedas en la forma y olvidas el fondo, te conviertes en una hermosa cascarilla vacía.
El fin de la Guerra Fría cambió el mundo, convirtió la democracia occidental en una Disneyland comercial y a sus ciudadanos en abonados al bienestar feliz e irreflexivo. La frontera la cruzó París a lomos de la esfinge de Mitterrand, el último grande de verdad, que había nacido en una Francia que aún no tenía la cena asegurada; y una mentira enorme de apariencias falsas, y quizá fue esa misma biografía alfarera, maleable como el barro en manos de un tornero, la que convirtió su militancia cuasi nacional socialista años después en intereses socialistas y nacionales, quizá fue esa impostura que escondía una verdad vergonzosa bajo hermosas obras de ingeniería –urbana y humana– la que inauguró esta Francia de hoy.
Esta París hierática, inamovible, graníticamente hermosa, frígidamente amorosa, un souvenir de sí misma, de cuando se labró esa gloria, de sus parisinos grandes, una nostalgia decadente de cuando era verdad.
A mí me gusta ser parisino, pisar sus calles, perder el aliento doblando sus esquinas, sentir mi pequeñez ante sus campos elíseos y ante los de Marte también. Soy feliz recorriendo sus barrios, el latino y el de Saint Germain, sueño con un ático en la Isla de San Luis, para ver Nôtre Dame atardeciendo recortado a contraluz de un sol que se acuesta en el Puente de Alejandro. París es mi lugar en el mundo, y sus paseos suenan a Piaf y a Brel, sus ensaladas me saben a gloria de rulo de cabra, una boina, un libro de viejo, una foto en Les Abbesses…
París se observa a sí misma y no se reconoce, porque es una bella de alma moribunda, París está enfadada, desazonada, como la vieja Europa que no se comprende, que no acierta dónde dejó de ser una sólida construcción para convertirse en un hermoso andamiaje.
Quizá por eso es la Torre Eiffel la que nos observa desde lo alto, quizá es cierto que es una vieja dama, la única que nos queda de cuando las cosas se hacían a mano, con callos y peligro. No es sólo que la veamos desde cualquier punto de París, surgiendo entre les immeubles allá a lo lejos; no es sólo eso, es ella la que todo lo nota y anota, en sus herrumbres seculares, nuestro lento declinar y el de la grandeza… Callemos, miremos y admiremos, aprendamos de su biografía, de eso que nos cuenta en su historia la reina de Francia. Porque tal vez fuera eso lo que significaba la chispa lúcida en los ojos de aquella apestada de la rue du Louvre, que una vez ella fue parisina, ella fue grande…
Alberto D. Prieto quiso ser alguna vez escritor, músico, fotógrafo y pintor. Es periodista (“me pagan en El Mundo. En otros sitios, no”). Estudió en la Universidad Complutense de Madrid (“aprendí de todo menos el oficio”). En FronteraD ha publicado Olvidados de Marrakech. En Twitter: @ADPrietoPYC
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