Comprender, ir adonde se quiere sin perderse; ser la salamandra que sobre las brasas puede admirar tranquilamente el esplendor de las llamas.
Pius Servien, Introducción a una manera de ser
1. El poder de los tenderos
Existe la creencia de que tener algo en propiedad, negocios o inversiones en sus más variadas formas, es lo que garantiza una gestión eficiente tanto de la propia vida como de la sociedad. Potestad que se le niega a quien esté privado de esa relación tan personal y directa con los bienes, por esperar que el Estado le remedie lo que él es incapaz de conseguir a base de los mecanismos que la democracia liberal le brinda. A este dogma hoy tan instalado, con versiones constantemente actualizadas, es a lo que Maurice Dobb llamó “argumento del tendero” (Argumentos sobre socialismo, 1960), ya que cualquier propietario, aunque solo lo sea del papel o del apunte informático de sus acciones o similares, está convencido de que esa posesión es indispensable para asegurarse su vida y la de sus descendientes.
Una versión algo más elaborada del “argumento del tendero” asegura que nadie puede ser libre e independiente si no es propietario. Según los que defienden esto, la propiedad y la empresa personal serían las bases de la auténtica “libertad”, lo que no deja de ser paradójico en extremo, ya que tal argumento justifica un sistema que se caracteriza por un grado de concentración de la gestión de la propiedad –que va en aumento– en manos de unos pocos, quedando incluso el papel de las grandes masas de pequeños propietarios nominales reducido al de mera comparsa. Nada nuevo, ya lo había dicho Marx: “la propiedad capitalista se basa en el despojo de una mayoría en beneficio de una minoría privilegiada”.
En la etapa actual habría que distinguir propiedad de posesión. Un pequeño accionista (ya lo sea directamente o porque alguien invirtió su fondo privado de pensiones –o cualquier otro– en acciones) es propietario capitalista (lo que se dio en llamar capitalismo de masas), pero aunque sean millares los que perciben dividendos de las plusvalías, no tienen ningún control real sobre la empresa; los tecnócratas o plutócratas pasan a ser los gestores del capitalista real (los que deciden).
Lo que le confiere poder sobre los demás a una persona, o a una clase social, es la posesión de los medios de producción a los que el sometido no tiene acceso, y es esta desigualdad la que marca el sistema: la riqueza concentrada en manos de unos pocos mientras la mayoría no posee nada; por lo menos nada que merezca la pena, nada con lo que pueda extorsionar a los restantes humanos cuando intentan satisfacer sus necesidades básicas.
Aunque se suelen magnificar casos como los de Amancio Ortega o Steve Jobs, habría que seguir paso a paso la transformación de la idea genial en acumulación estratosférica de capital, para cerciorarse de que los milagros no existen. Además, es una simple cuestión probabilista que entre miles (o millones) de personas intentando hacer negocios unos cuantos triunfen aprovechando mecanismos hasta ese momento ocultos para sus competidores; los fracasados no tienen biografía. Pero, al margen de estos casos, es cada vez más frecuente que las rentas más altas vayan a parar a quienes apenas guardan una remota relación con la producción, a los grandes especuladores financieros, a quienes se pasan la mayor parte del tiempo disfrutando de su ocio en lugares exclusivos; las ventajas económicas de partida y sus relaciones con el poder (el desmantelamiento de la URSS o las privatizaciones en nuestro país son un buen ejemplo), y no de sus destrezas, conocimientos o habilidades personales, los sitúan en esos lugares de privilegio.
La división social entre poseedores y desposeídos lleva a la fuerza en su seno un conflicto de intereses que, como una profunda brecha, tiende a abrirse cada vez más, hasta llegar al punto de entorpecer seriamente el funcionamiento de un sistema cuyo desarrollo parece una continua carrera de obstáculos. A medida que los desposeídos se organizaran, tomarían conciencia del lugar que ocupan dentro del sistema de relaciones sociales, y no solo se esforzarían por imponer a toda costa sus propios intereses, que entran en conflicto con los de todo un sistema, sino que se rebelarían cada vez con más fuerza contra el propio sistema, atacándolo en sus raíces y luchando para intentar enterrarlo definitivamente.
El hecho del capitalismo llevar en su semilla la oposición de los trabajadores (o, dicho en términos marxistas: la lucha de clases), supone en sí mismo un obstáculo fundamental para su normal funcionamiento como sistema económico, y por eso es tan ineficaz, al margen de los espejismos temporales, como lo sería un sistema basado en el trabajo de siervos, al que por otra parte parece querer conducirnos la deriva actual. El capitalismo que, según sus propagandistas, proporciona tantos incentivos económicos a la empresa privada, termina por hacer agua en razón de los incentivos negativos que depara a quien sus defensores apenas tienen en consideración: la clase trabajadora
Los cambios que se van sucediendo son imprevisibles. Los hombres de negocios, y los gobiernos interpuestos en defensa de sus intereses, tanto de forma aislada como en su conjunto, lejos de estar seguros de lo que va a ocurrir actúan siguiendo determinadas expectativas o conjeturas que entran en completa contradicción con lo que la realidad nos va mostrando. Entonces, la cuestión no solo se restringe a la desaprobación de un sistema basado en la explotación de unos seres humanos por otros, sino que se pone en evidencia la incapacidad del propio sistema para permanecer estable y eficaz.
Es también una constante en el capitalismo en fase de expansión que, en los sectores ya muy sobrecargados, las ganancias tentadoramente altas arrastren a los inversores hacia operaciones mucho más amplias de las que justificaría la base material que las soportan, ya que además los grandes capitales gozan de posibilidades de inversión sin hacer más que un desembolso inicial apenas simbólico. La bolsa consigue índices jamás conocidos, los valores de las empresas se inflan, y el volumen de dinero que entra en danza pierde cualquier relación con la realidad.
Y entonces llega la depresión, y la potencialidad de convertir todos los valores en dinero se viene abajo. Durante el siglo XIX había quien se preguntaba de donde se sacarían ingentes cantidades de oro para hacer frente a las posibles reclamaciones de quien quisiera materializar su dinero. La misma pregunta podría hacerse entre 1944 y 1971, cuando volvió a regir el patrón oro. Ahora, sin entrar a hacer ninguna consideración sobre la materialidad del encadenamiento de deudas soberanas para pagar los intereses de las propias deudas, y de las grandes fluctuaciones en el tipo de interés, altamente beneficiosas para los banqueros y especuladores que ayudan a inflarlas, uno puede preguntarse que sucedería, por ejemplo, si China pretendiera “gastar” su billonaria reserva de dólares.
Gilbart, en 1834, citado por Engels en un párrafo añadido al tomo III de El capital, ya lo tenía claro: “Todo lo que facilita los negocios también facilita la especulación, y ambos van, en muchos casos, tan íntimamente unidos que resulta difícil decir dónde acaban los negocios y donde comienza la especulación”. Y el problema es aún mucho más grave cuando el negocio y la especulación se realizan sobre la mercancía dinero, en cualquiera de sus manifestaciones sin posibilidad de conversión. Las llamadas a la sensatez, buscando la materialidad de ese excedente astronómico, que de nuevo algunos tratan de convertir en oro en la actualidad, redundaría en plasmar la evidencia de lo insostenible, sea cuál sea la interpretación que se le busque en el mejor mundo posible; por lo tanto, mucho mejor seguir alimentando la irracionalidad (irrealidad).
Sabido es que uno de los aspectos que hizo especial la crisis en nuestro país fue la burbuja inmobiliaria. Se concedían créditos, no sólo a los ciudadanos, sobre todo a las promotoras, que nada tenían que ver con el valor de las propiedades con las que se garantizaban. Su valor, en una evolución que ya se preveía, al someterse al mercado queda reducido en un altísimo porcentaje (a estas alturas los valores aún siguen cayendo), y la imposibilidad de vender la mayoría de los pisos y solares por algo parecido al precio al que habían sido tasados es manifiesta. Sobre todo si tenemos en cuenta que en la espiral desenfrenada de concesión de créditos sin garantías, algunas operaciones santificadas por quienes dirigieron la bancarrota, y obtuvieron como premio indemnizaciones millonarias, fueron de puro delirio. Para no hablar de memoria pongo el ejemplo de un ático semiderruido de escasos sesenta metros cuadrados, en una zona nada exclusiva de una ciudad de tamaño medio, sobre el que en el registro de la propiedad consta una hipoteca (a una promotora) de 250.000 euros. En este caso, y en las condiciones actuales, nadie daría por él ni 20.000 euros. El banco, como era de esperar, nada hace para ejecutar la hipoteca, y el piso finalmente pasará (si no ha pasado ya cuando escribo esto) con su valor real al “banco malo”.
Evidentemente, hay pisos que no valen nada; el mercado es así. Pero si los pisos en su materialidad de ladrillo no valen nada, o casi nada, la gran pregunta es: ¿por qué va a valer algo un dinero, la mayoría virtual, que sobrepasa hasta extremos estratosféricos toda la riqueza habida y por haber del planeta? Y, si es así, ¿que seriedad se le puede dar a un sistema económico que mantiene esa ficción?
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Los comentarios anteriores, una mezcla informal y desestructurada, intentan poner de relieve algunos aspectos del irracional sistema productivo que rige nuestra existencia, también la pensante, pero aun así hay parcelas que se resisten a ser sometidas, e incluso hay quien es capaz de observar el sistema desde fuera, para interpretarlo y reafirmarse en que la economía, a pesar de incidir en las otras superestructuras –política, jurídica…–, no es el punto límite de nuestro desarrollo como sujetos de la historia ni de nuestro devenir evolutivo.
En el siguiente apartado tratamos de analizar tan peculiar manera de confrontación entre humanos, poseedores y desposeídos, acudiendo al pensamiento marxista.
2. Un concepto de marxismo
La tentativa de mantener en nuestros días un punto de vista próximo al marxismo se enfrenta con los estereotipados argumentos de los actuales tenderos, divulgados desde la cátedra hasta la televisión, y dirigidos a expulsar a los infiernos totalitarios a todo aquel que para interpretar el mundo eche mano, pongamos por caso, de El Manifiesto Comunista, de La ideología alemana o de El capital.
De todas formas debemos reconocer que, lo mismo que ocurre con otros muchos términos, “dialéctica” o “marxismo” no tienen un significado universal. Y poco aportan, al tratar de clarificarlos, las citas fuera de contexto: “la religión es el opio del pueblo”, o frases rimbombantes como “esto no es lineal, es dialéctico”, “Marx invirtió la dialéctica hegeliana”, etcétera, y otras muchas cantinelas en plan “palabra de Dios”, que ni explican lo que es el marxismo ni dan la menor pista sobre las características que lo hacen un elemento diferenciado a la hora de estudiar, interpretar y transformar el mundo.
Al reflexionar sobre la transformación del pensamiento a lo largo de la historia articulamos los diversos momentos de acuerdo con ciertas relaciones posibles entre sujeto y objetos. Hacemos referencia a hipótesis referentes a un momento de plenitud (revolución francesa, heliocentrismo…), respecto al cual evaluamos otros estadios históricos o científicos, adquiriendo así un compromiso de fidelidad ontológica (acontecimiento, verdad, fidelidad, multiplicidad…, en el lenguaje de Badiou). Pero tales momentos son tan solo una posibilidad lógica: la reconciliación entre el sujeto y la objetividad, entre la existencia y el mundo. Objetividad que se considera característica de todas las llamadas teorías de la historia, olvidándonos a menudo de que todas ellas tienden a organizarse alrededor de un momento de plenitud. Y esta marca no es solo característica de los hitos singulares correspondientes a los distintos períodos históricos, tanto sociales como personales, sino que también lo es de todos los constructos que adquieren la categoría de teoría normalizada. Así, por ejemplo, la Relatividad representa hoy una referencia común con la que serán comparadas las teorías anteriores y posteriores de la física.
Admitimos que tales categorizaciones, tanto en la física como en cualquiera otro campo, no son producto de distintos grados de genialidad sino de la lógica interna del propio desarrollo histórico y de una acumulación de posibilidades formales que convergen en la nueva teoría. Para nosotros el marxismo, en concreto la crítica a la economía política que representa El capital, configura uno de esos momentos de plenitud en lo que se refiere al análisis de la sociedad.
Los pilares del pensamiento marxiano tenemos que buscarlos en los cuatro frentes siguientes:
1. El espíritu igualitario de la revolución francesa que configuró el pensamiento de los socialistas utópicos.
2. Stuart Mill, David Ricardo, los mercantilistas ingleses.
3. Hegel (la izquierda hegeliana) y Feuerbach.
4. El estado de la ciencia en el siglo XIX.
Al individualismo de Mill, la sociedad considerada como simple agregación de individuos, opone Marx la sociedad como determinante del individuo: “no es la conciencia del hombre lo que determina su vida, sino la vida social a que determina su conciencia”. Y al idealismo hegeliano contrapone el “materialismo dialéctico”, entendiéndolo no como una oposición global, sino como una inversión en todas aquellas relaciones que se dan en el sistema; materialismo no es sinónimo de realismo. Si para Hegel la materia es pura negatividad, para Marx “es la naturaleza en una realidad actuante y positiva, por medio de la cual se desarrolla la historia”. De todos maneras, los fundamentos que Marx propone no van a quedar completamente formulados hasta que enuncia la ley económica que rige la sociedad capitalista.
El discurso político de Marx, presentado en un principio con una fuerte carga ideológica, juicios de valor relativos a la bondad o a la maldad de los trabajadores y los burgueses, o tomas de postura moralizantes sobre las condiciones de miseria y explotación en las que vivía la clase obrera de mediados del XIX, se va transformando a través de El manifiesto y de la Contribución a la crítica, hasta llegar a El capital, en un cuerpo teórico-modelo, que trata de explicar los períodos históricos (no los estados de la sociedad de los que hablaba Mill) en términos de las relaciones de producción.
Para llegar a la historia adopta una metodología antihegeliana: la dialéctica. Aísla una forma: el valor de cambio. Muestra su estructura y su funcionamiento, y pasa después a su contenido: el trabajo social, los medios sociales, la productividad. Así es cómo llega a explicar la acumulación de capital y la formación de la burguesía, que son los elementos de partida del materialismo histórico.
La anteposición del materialismo histórico al dialéctico que se desprende de algunos textos pretendidamente marxistas, sin hacer hincapié en la teoría del valor, no es más que un intento de poner la historia a la altura de las ciencias de la naturaleza en el sentido determinista (laplaciano) tan al uso en el siglo XIX. Precisamente, debido a esta interpretación, los detractores de Marx descalifican su teoría por haber fallado estrepitosamente los pronósticos que anunciaban la revolución en los países industrialmente avanzados.
Pero las ciencias sociales muy poco tienen que ver con las de la naturaleza, incluso cuando se empeñan en recurrir a las matemáticas de un modo abusivo, por lo que el calificativo “científico” añadido a “socialismo”, “marxismo” o “historia”, si algo quiere decir habría que indicarlo en cada caso con toda precisión.
La teoría del valor es un modelo riguroso que tiene cabida en la mayoría de los patrones metodológicos hoy al uso, ya que se puede interpretar en la sociedad capitalista y ayuda a comprender su funcionamiento estructural. El historicismo determinista, a lo que algunos llaman materialismo histórico, es otra cosa, y las afirmaciones parejas a aquellas que vaticinaban la revolución en la Inglaterra o en la Alemania de finales del XIX, no dejan de ser juicios de valor poco fundamentados; deseos transformados en predicciones que se convierten en la coartada perfecta que utilizan los tenderos de todo tipo, desde neopositivistas popperianos hasta neoliberales plasmáticos, para descalificar al marxismo.
3. Mínima introducción a la Teoría do valor
Vamos a exponer algunos conceptos básicos del modelo que Marx construyó para identificar la ley que rige la sociedad capitalista. Lo haremos de una manera esquemática a partir de un modelo simple.
Mercancía. Los bienes (objetos) que se dan en la naturaleza, mediante procesos cada vez más complejos en los que interviene el hombre (trabajo), se transforman en valores de uso –cosas útiles que tienen un uso determinado–.
Valor de cambio. Supongamos que A tiene dos trajes hechos por él y que su vecino tiene una bicicleta que A necesita. El vecino y A, en cuanto propietarios de valores de uso, intercambian los dos trajes por la bicicleta; entonces el valor de 1 bicicleta es igual al de 2 trajes. Si resulta que otro vecino granjero le cambia a A la bici por 500 litros de leche, tenemos la equivalencia: 1 bici = 2 trajes = 500 litros de leche. Las cosas que se producen para intercambiar se llaman mercancías. Sobre estas haremos unas cuantas matizaciones:
—No es lo mismo tener una cosa que consumirla. Los participantes en el proceso de cambio lo están en cuanto propietarios.
—El valor de cambio no es una característica cualitativa.
—La determinación de las relaciones de cambio no es consciente sino espontánea.
Valor. Aquellas cosas intercambiables entre sí, son equivalentes. Se llama valor a cada una de las clases de equivalencia que contiene mercancías con igual valor de cambio.
—La determinación del valor de una mercancía implica la de todas las demás.
—En cuanto valores de cambio todas las mercancías son solo cantidades diferentes de una única cosa.
Trabajo socialmente útil. Las mercancías tienen en común ser fruto del trabajo humano. La relación que se establece en términos objetivos para determinar el valor de una mercancía es el trabajo socialmente útil. Es decir, dos mercancías son intercambiables si fueron producidas en el mismo tiempo de trabajo socialmente útil (trabajo medio, en las condiciones medias del desarrollo capitalista en cada momento).
Oro, dinero. En el mercado, en vez de cambiar todas las mercancías por todas, poco a poco se fue adoptando la fórmula de una determinada cantidad de oro como representante de cada valor, después se pasó al dinero, llegando el propio dinero a convertirse en una nueva mercancía.
La cantidad total de dinero necesaria en el mercado es:
CDN = (precio de las mercancías vendidas en una cantidad de tiempo) / (nº de operaciones que cada pieza de dinero realiza durante ese tiempo).
Si hay billetes de más, los precios suben –hay que dar más billetes de los que corresponden la cada operación, la moneda bajará en el mercado y se producirá inflación–.
Circulación. La mercancía puede convertirse en dinero, y este puede convertirse de nuevo en mercancía. Esquemáticamente: M— D—-M´. El cambio siempre tiene sentido (incluso en un mercado muy primitivo) dada la diferencia cualitativa entre las dos mercancías distintas M y M´.
Sin embargo, el cambio D— M—- D´ solo tiene sentido si el capital D´ es mayor que D. La diferencia D´-D se llama plusvalía. Tengamos en cuenta que, aparentemente, la mercancía M que el negociante (el capitalista) compró por D unidades monetarias, difícilmente alguien –a no ser un idiota– se la puede comprar por D´. En definitiva, el paso D—D´ no tiene sentido si la mercancía M no ha sufrido ninguna transformación, es decir, si no ha incorporado trabajo.
Al vender su fuerza de trabajo, el hombre convierte su capacidad productiva en un objeto más. Esta fuerza de trabajo tiene un valor que es precisamente el tiempo de trabajo necesario para que el trabajador esté en condiciones de realizar las correspondientes tareas, quedando por tanto este valor determinado por el nivel de vida “normal”, de acuerdo con lo que se consideren las condiciones mínimas de subsistencia.
El dinero, por lo tanto, no aumenta espontáneamente, sino por medio de la plusvalía:
Plusvalía = valor que rinde la fuerza de trabajo – valor de la fuerza de trabajo.
El capitalista recibe un valor superior a lo que paga, ya que la capacidad de trabajo puede usarse por más tiempo que el requerido para cubrir su propio mantenimiento (o, de otro modo: la capacidad de trabajo puede crear un valor superior a aquel que se necesita para que esa fuerza de trabajo se reproduzca). El tiempo de trabajo que excede del estrictamente requerido para cubrir el valor de la fuerza de trabajo es el tiempo de trabajo excedente, el que produce la plusvalía.
La plusvalía puede aumentar de dos maneras distintas:
1. Plusvalía absoluta. Aumento del tiempo de trabajo: alargamiento de la jornada, lo que implica que la vida útil del trabajador disminuye y, en consecuencia, el negocio del capitalista a medio plazo es ruinoso. (A no ser que haya ejército de reserva bastante para reponer la mano de obra en condiciones cada vez más próximas a la esclavitud).
2. Plusvalía relativa. Disminución del tiempo de trabajo socialmente necesario para producir los bienes de subsistencia del trabajador. Aumenta la productividad (mejores medios técnicos; que no tiene nada que ver con la intensidad del trabajo).
Evidentemente, el mercado suele regirse por lo que dicta el apartado 2), y en las ocasiones en que se rige por 1) se muestra la incompatibilidad de esta elección con un nivel adecuado de consumo y aumento de nivel de vida.
La Tasa de plusvalía se define por:
p=(D´-D)/V=plusvalía/valor de la fuerza de trabajo
y mide el grado de explotación al que está sometida la fuerza de trabajo (no se debe de confundir esta explotación con la asociada a las condiciones materiales en las que se desarrolla el trabajo).
Tasa de ganancia. Composición orgánica del capital.
Además de trabajo, la producción de una mercancía consume materias primas que se incorporan al producto, pudiendo descomponerse el capital correspondiente al proceso en los tres sumandos siguientes:
Capital = c (capital constante: máquinas, materias primas, energía) + v (capital variable: capital que se emplea en pagar la fuerza de trabajo)+ plusvalía.
O sea: C = c + v + p.
El rendimiento capitalista de la inversión se mide mediante la tasa de ganancia
p/v mide el grado de explotación,
c/v se llama composición orgánica del capital y mide la productividad.
Algunas conclusiones sobre las que Marx llamó la atención son:
—Cuanto mayor sea la tasa de plusvalía mayor es la tasa de ganancia, suponiendo c/v constante.
—Si c/v aumenta, y la tasa de plusvalía permanece constante, G disminuye.
En la práctica c/v presenta una tendencia estructural al alza. Aumenta la productividad, menos operarios manejan más máquinas. Cada vez los procesos están más automatizados, lo que implica un incremento de la producción sin aumentar la fuerza de trabajo, siendo este un requisito indispensable para que esta pueda ser comprada por un precio no superior a su valor.
Concurrencia. En la sociedad capitalista cada uno produce y compra lo que quiere (si puede). El valor de cambio se ajusta a posteriori a la ley del trabajo socialmente necesario. Es decir, se hace a posteriori la homologación del trabajo particular como trabajo general abstracto. La decisión en materia de producción se somete a una crítica sistemática por una ley ciega. Rige una ley económica de la que Marx destaca su materialidad: “El tipo de hechos en el que se cumple esa ley son los llamados materiales, entendiendo por tales aquellos que pueden ser constatados con la exactitud de las ciencias de la naturaleza”.
Proletariado. La contradicción históricamente necesaria estriba en el hecho de que la objetividad se introduce en la forma de una ley incontrolable por el hombre. La racionalidad total del sistema productivo y su planificación son imposibles.
Hasta ahora hemos hablado del capitalista, que es quien controla el recorrido D—M—D´, pero, por otra parte, está quien concurre al mercado a vender su fuerza de trabajo: el proletario. Esta venta es una necesidad para la mayor parte de los individuos por ser su único modo de vida posible.
En la sociedad no todos los individuos son burgueses o proletarios, pero todos los restantes sectores, no clasificables en tales categorías, se consideran atrasados respeto al propio desarrollo de la sociedad capitalista.
Producto de estas relaciones de producción es la ideología burguesa, el argumentario indispensable para mantener las cosas tal cual, que el proletario tiene que rechazar. El proletariado se objetiviza para someterse en-sí al mercado regido por la ley capitalista. Los postulados de libertad e igualdad, reinterpretados por el análisis marxista, le harán asumir para-sí una posición anti-ideológica, crítica, dirigida a desmantelar la ley que le da el poder a la burguesía.
Materialismo histórico. Una vez analizada la sociedad burguesa (el modo de producción capitalista) es cuando tiene sentido hablar de materialismo histórico. El hombre puede intervenir en el devenir de la historia: la ley económica del capital se puede echar abajo. No sería la primera vez que se dio un proceso parecido: el modo de producción asiático, el antiguo régimen y el feudalismo son etapas previas a partir de cuyo derrumbamiento nació la sociedad capitalista, a pesar de todos los obstáculos “ideológicos” que tuvo que superar.
La cultura y la ciencia en general están determinadas en última instancia por el modo de producción, incidiendo al mismo tiempo en el modelo en un sentido que se dio en llamar dialéctico. Ni las ciencias sociales ni las de la naturaleza están al margen del desarrollo de la sociedad ni de esa “ley irracional” que rige los destinos del capitalismo y que se manifiesta de una manera multiforme.
El estado (judicial, social, político…) está determinado por las relaciones de producción (por una base económica determinada). La ideología burguesa lo dota de los aparatos imprescindibles para que el mercado pueda funcionar. La libertad formal es el principio básico para poder vender su fuerza de trabajo el proletariado, que una vez toma conciencia de clase (desposeída per se) no ve otra posibilidad que detener el desarrollo capitalista, oponiéndose a la espontaneidad que deriva de la ley económica que lo rige. El poder político del proletariado, en cuanto desmantelador del capitalismo, es a lo que Marx llamó dictadura del proletariado. Todo lo que sea aventurar sobre formas de extinción del estado capitalista, pasos intermedios, etcétera, no es algo que se desprenda rigurosamente del análisis marxista.
Una vez establecido el modelo, y puesta en evidencia la contradicción que lo mantiene, se pasa a considerar la historia como la historia de la lucha de clases (relaciones de producción). Esa contradicción sería el germen de la propia destrucción, que el modo de producción capitalista lleva dentro, pero no hay ningún motivo para creer de una manera determinista que el mundo camina hacia la construcción del comunismo, la utopía, o como se le quiera llamar al paraíso terrenal ansiado; esa es otra historia.
4. La teoría del valor hoy
Aunque los poseedores de los medios de producción pudieran saber potencialmente cuánto trabajo encierra cada mercancía, en unidades de tiempo, por lo general no se toman la molestia de controlarlo y prefieren hablar de costes laborales en clave de cantidades monetarias. Y aunque se empeñaran en calcular esos tiempos, el problema persistiría, puesto que los valores estarían determinados por un procedimiento objetivo y, una vez hecho el cálculo, si un capitalista llegara a la conclusión de que está vendiendo sus mercancías por un valor inferior a lo que correspondería, de acuerdo con los tiempos de trabajo, no podría subir los precios por las buenas. Existe una relación entre los tiempos de trabajo para producir su mercancía y los tiempos de trabajo que la sociedad está dispuesta a invertir en ella, lo que condicionaría la demanda, siendo esta la que fija el nivel final de los valores de cambio en el mercado. En el mercado, si no es oligopolista, el empresario que intentara subir los precios se encontraría con que la demanda de sus productos bajaría, ya que el precio no está en las manos del capitalista individual sino en las de las leyes de la economía. Esto es lo que se desprende estrictamente de la teoría marxista del valor.
Sin embargo, toda la tradición utilitarista e incluso algunos economistas considerados marxistas, dentro de los llamados neo-ricardianos, tratan de explicar todo el proceso productivo en clave de precios. Este punto de vista puede ir desde Pasinetti y Abraham-Fois hasta Morisshima y Catephores, que adoptan una aproximación al marxismo en términos de inecuaciones. En el fondo de todos ellos está el convencimiento de que la fuerza de trabajo, como una mercancía más, solo consigue la objetividad en el precio de venta.
Es cierto que al tratar de enfrentar el concepto de “trabajo socialmente útil” con el mercado actual surgen varias dudas. Una de ellas es que después de varios siglos de acumulación capitalista (con la ciencia y la tecnología al servicio de los medios de producción), quienes manejan los medios (los trabajadores) solo aparentan representar una parte muy pequeña del valor del producto (porque hay mucho trabajo previo, muerto, acumulado en equipos y conocimiento). Ese trabajo previo fue apropiado por los capitalistas (ya sean propietarios o gestores) por lo que parece que el valor del producto cada vez tiene menos que ver con el trabajo directo y vivo; cuanto más capital fijo y más tecnología avanzada se incorporen, esta tendencia más se consolida. Por lo tanto, es muy complicado que los asalariados que manejan los medios de producción tomen conciencia de que son los agentes decisivos y los que tendrían que ser propietarios del resultado. Por el contrario, serán los prestamistas y los accionistas los que reclamen su gran parte en la ganancia, los que quieren hacerse ver como indispensables en el proceso productivo, porque son los que arriesgan capital en la operación; y entonces el precio, en consonancia con sus expectativas, desposeído de cualquier referencia material, es lo que se impone.
En relación con esto, lo que sucede con las eléctricas en nuestro país es muy esclarecedor, para entender cómo se fijan los precios y los salarios. Hay una subasta de los poseedores de todos los recursos eléctricos, que tiene que ver con mercados de futuros y en la que no se tiene para nada en cuenta el coste de producción de cada kilovatio según las distintas modalidades; los costes previstos se ajustan al más caro. En esas previsiones de futuro pueden considerar, pongamos por caso, que en los meses siguientes casi no va a haber viento y, en consecuencia, el Mwh (megavatio-hora) eólico va a ser un bien escaso, por lo tanto de alto precio; hay que pagar por él, por ejemplo, 80 euros. Resulta que hay viento a raudales, incluso ciclogénesis explosivas, y el costo real es 5. Las compañías distribuidoras –que también forman parte de los poseedores, alrededor de un 10% de capital– concurren a la subasta, acuerdan un precio, a este le suman un porcentaje adecuado a las expectativas de los accionistas, y a partir de ahí es el consumidor quien tiene que hacer realidad contante y sonante, mediante el pago del recibo, esos vaticinios sin fundamento. Luego los salarios nada tendrían que ver con el trabajo socialmente útil, sino que serían ajustados de acuerdo a las ganancia esperadas por las distribuidoras, dicho sea de paso, en régimen de oligopolio.
A veces el precio también se fija para algunas “necesidades” sobrevenidas, generadas por la mercadotecnia más agresiva y la abrumadora publicidad, consiguiendo incluso algunos de los trabajadores de esos sectores (Coca-Cola, Apple, Microsoft…) convertirse en una especie de aristocracia obrera, al gozar de exorbitantes remuneraciones. Estaríamos ante bienes que tienen un precio muy por encima de su valor (trabajo), sobre todo si consideramos las condiciones de explotación en que muchos de ellos se producen. En este caso el mercado, de buenas a primeras, no pone las cosas en su sitio, y la reducción a unidades de “trabajo socialmente útil” queda, por lo menos, aplazada ante el efecto, cuasi-monopolista, marca exclusiva. Aunque en ocasiones la distribución fraudulenta del producto original –sobre todo en el sector de la confección–, y las falsificaciones bastante logradas, intenten echarle una mano a la interpretación marxista; pero esa es otra historia que daría para otro extenso artículo.
Pese a todo, y en un momento en que el crecimiento continuo es insostenible, y en el que la economía productiva es un apéndice de la financiera, el retorno al análisis marxista ortodoxo: al trabajo socialmente útil y al excedente que produce la plusvalía, también es un medio para volver a poner en su sitio a la economía productiva. Además, los valores de tales magnitudes, en cualquier rama de la producción, tanto a nivel mundial como local, se pueden medir en la actualidad con el mismo rigor con que se miden, pongamos por caso, el paro, el PIB o la población activa. ¿Por qué se va a admitir que sean, en definitiva, los gestores de los fondos especulativos quienes fijen precios –y en consecuencia salarios– atendiendo exclusivamente a sus ansias desmesuradas de ganancia? Aun pareciéndonos encomiables los intentos realizados por Morisshima y Catephores, algebrizando a Marx en demasía para “salvarlo”, creemos que el planteamiento primitivo de El capital aún se puede aplicar con ciertas adaptaciones a la situación actual.
Las crisis. El capitalismo mundial viene soportando constantemente crisis de desajuste (ya estudiadas y vaticinadas por la teoría marxista) de las que, una vez metidos en ellas, cada vez es más difícil adivinar su duración y ponerle los remiendos necesarios. La ideología, retroalimentada a base de deformaciones cada vez más delirantes de la realidad, hace lo imposible para presentar tanto el paro generalizado como las condiciones de miseria de millones de ciudadanos del mundo como problemas técnicos, siempre en vías de solución, siempre a punto de dar con el remedio adecuado para comenzar otro período de expansión. Pero la contundencia de los datos sobre la deriva que lleva el planeta muestra que el camino de autodestrucción del modo de producción capitalista parece no tener retorno. Eso sí, nadie puede garantizar que para ir tirando no acabe en sus últimos estertores en una reinterpretación, adaptada a estos tiempos, del feudalismo o del esclavismo.
Es interesante observar como la crisis actual se va configurando según las pautas del catastrofismo marxista más ortodoxo: destrucción del estado de bienestar, ejército de reserva, vuelta a la explotación salvaje, ya predicada por Milton Freedman a principios de los setenta del siglo pasado y actualmente por todos los herederos de los tenderos que ocupan los más diversos foros, desde la OCDE y el FMI hasta la más remota organización empresarial. El fantasma de la revolución que recorría Europa cuando Marx y Engels escribieron El manifiesto fue sistemática y violentamente frenado, pero aun así los proletarios llegaron a conseguir unas condiciones de trabajo que a Marx ni le habían pasado por la cabeza. Las concesiones a la clase trabajadora (fin del trabajo infantil, planificación de los servicios públicos, seguridad social…) actuaron como freno del movimiento hacia el socialismo, creando el espejismo de que todo se podía arreglar dentro del marco de un estado liberal democrático. Actualmente las radicales políticas neoliberales, después de girar Rusia y China hacia el capitalismo más duro, pretenden reducir al mínimo la intervención del estado en su papel de garantizar las básicas condiciones de subsistencia. ¿Llegará a ser la situación insoportable? ¿Estaremos en la antesala de la barbarie y todo volverá a tener que interpretarse en las claves de hace ciento cincuenta años?
5. El capital. Un momento de plenitud
Marx intenta redefinir las funciones sociales e históricas del materialismo y del idealismo desde la perspectiva de la lucha de clases. Pero, en todo caso, acaba por ser una cuestión de elección decantarse por su análisis y, en consecuencia, descartar determinadas actitudes filosóficas por considerarlas instrumentos de la ideología burguesa.
La crítica marxista se dirige a las ideologías que separan la realidad en compartimentos estancos, distinguiendo cuidadosamente lo político de lo económico, lo sociológico de lo histórico, identificando lo político con el legal, de manera que las implicaciones plenas de cualquier problema dado nunca puedan salir a la luz, tratando de reducir todas las referencias a lo inmediatamente verificable, alejando así la posibilidad de una visión global de la sociedad y de los problemas que nos afectan.
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El marxismo, más allá de dogma monolítico, sería una amalgama de ciencia y de política, de teoría y de práctica, lleno de las tensiones surgidas en la búsqueda de las condiciones socioeconómicas objetivas presuntamente necesarias para construir el socialismo. No se trata solo de entender el mundo, sino de llevar también una práctica revolucionaria que aspira a cambiarlo. Para realizar su objetivo, los marxistas, de igual modo que los propagandistas de cualquiera otra política, tienen que hacer una llamada a la gente, argumentando con ella, intentando persuadirla mediante un convincente discurso racional.
Algunos entre los marxistas científicos o antihegelianos, por ejemplo Althusser, subrayaron que Marx efectuó una ruptura epistemológica con Hegel después de 1845. El marxismo para ellos es ciencia, no crítica, que implica una metodología estructuralista basada en la economía política madura de El Capital, no la antropología ideologizada de los Manuscritos de 1844. Esta visión del marxismo, llevada al extremo, considera a los hombres exclusivamente como producto de determinadas estructuras y, por tanto, para resolver los problemas históricos no confía en la gente sino en las estructuras sociales. Trata de recontextualizar los temas y objetos de estudio, elaborando diversas versiones de “análisis de sistemas”, concibiendo el marxismo como un modelo que tiene como componentes determinadas entidades históricas específicas: el capitalismo industrial avanzado, el proletariado, etc.
Sin embargo, aun reconociendo que el acercamiento a Marx mediante Althusser no deja de ser una cómoda herramienta para quien proceda del mundo de las matemáticas –sobre todo del bourbakismo– o del estructuralismo, el pensamiento dialéctico no requiere de lenguajes demasiado formalizados ni de hermenéuticas abstrusas. Basta con los elementos de análisis que entroncan con la tradición de la crítica de la economía política de El capital; una singular herramienta para identificar los pilares de la estructura social y su desarrollo, con la pretensión de cambiarla, incluso sin perder de vista todos los intentos fracasados.
Con este enfoque, que tiene como garantiza la fidelidad del sujeto desalienado –para sí–, se hace posible una inesperada sistematización de todas las aportaciones anteriores. Se pueden llenar huecos hasta entonces vacíos y actualizar las posibilidades latentes de la disciplina de la que se esté tratando, que interpretada desde la nueva óptica –momento de plenitud para Badiou– se considera que estaba en “estado bruto”, y toda reconstrucción posible de los anteriores estadios queda reinterpretada a partir del nuevo acontecimiento. Entonces, el pensamiento dialéctico, echando mano incluso si hace falta de los avances de la neurociencia, será también una reflexión sobre el propio pensar, en la que la mente se ocupa tanto de su propio proceso de pensamiento cuanto del material sobre el que opera.
Confiar en una ciencia de la historia no tiene ningún sentido, ni siquiera perseverar en la legitimación científica del método, aunque también las teorías científicas deban ponerse al servicio de la obtención de un discurso orientado a superar los obstáculos de la naturaleza, de la historia y, sobre todo, de las estructuras económicas que limitan nuestra actual existencia. Querámoslo o no, la ciencia, por muchos males que se le achaquen y por muy al servicio del poder que esté, en contraposición a las religiones y a otras creencias sin fundamento, es un factor relevante en el empeño de conseguir el mejor de los mundos posibles.
5. Expectativas
La aversión a la desigualdad y a la pobreza, reinterpretada más allá de una solidaridad primaria, debe ser la piedra de toque en la andadura hacia la neutralización del “pensamiento tendero”. Que unos pocos, cada vez menos, posean (tengan poder sobre) casi todo –aunque nominalmente millones de pequeños accionistas e inversores en los más diversos fondos reciban algunas migajas del pastel–, y una parte sustancial de la población del planeta ni siquiera pueda obtener lo mínimo para subsistir, no es nada más que la tendencia de fondo del capitalismo, que si en el siglo XX se mostró algo más benévolo fue exclusivamente por miedo a las consecuencias de no ceder a ciertas reivindicaciones obreras debido a la presencia intimidatoria de la Unión Soviética.
Con el desmoronamiento de la URSS, el gran capital, primero con la batalla ideológica y ya vencido el enemigo con todo desparpajo, no oculta sus pretensiones; no tiene miedo, sus provocaciones, expolios y tropelías parecen no tener límite. El mensaje es claro: “Seremos un problema, pero también somos la solución. Fuera de nuestras reglas no hay alternativa”. Lo que no deja de ser cierto si el sistema al completo no se pone “patas arriba”.
Quien crea que acabar con el capitalismo es un imperativo de la razón tendría que convencer a amplios sectores de la sociedad, con cierto retardo en asumir ideológicamente su proceso de degradación aunque estén cada vez más empobrecidos. Y para eso estaría la posibilidad que nos brinda la democracia: hacer propaganda y conseguir representantes parlamentarios que defendieran tal punto de vista. Pero la constatación de los hechos lleva a concluir lo que ya es un axioma dentro del movimiento socialista revolucionario: el poder del capital es demasiado, primero, para dejarse oír en un mundo en que también la concentración de los medios de comunicación es cada vez mayor, y, segundo, para permitir que ningún cambio sustancial se pueda operar desde los parlamentos. Lo que no quita que en ocasiones se escuchen en ellos voces discrepantes con el pensamiento monolítico; aunque solo se pueda decidir lo que permiten los poderes de verdad: los económico-financieros.
Aun así, quizá por la vía parlamentaria se puedan producir algunos cambios en el aparato del Estado y en los instrumentos legales, haciéndolos sensibles a las necesidades de las clases desposeídas. Pero para eso tendría que existir un deseo de transformación respaldado por un amplio movimiento popular, de manera que algunos “de los de dentro” fueran la expresión de los que “desde fuera” fueron organizando los diversos frentes de contestación de los que las reivindicaciones básicas no encontraron solución en el sistema.
La meta de una mayor productividad –en estos tiempos fundamentalmente a base de recortar salarios para competir con Asia–, para tener bienes de consumo (básicos) a disposición de toda la población mundial, en un mercado en manos de unos pocos, se traduce, por una parte, en la acaparación de los medios de producción y de capital (la mayoría de él ficticio) por unos propietarios que no son capaces de vender todo lo que producen, y, por la otra, en un ejército de desesperados que no puede comprar lo indispensable para su sustento, y en muchos casos ni siquiera vender su fuerza de trabajo.
Pensando en el futuro con cierta perspectiva, de continuar la actual deriva no tenemos ni la garantía de que en el mundo por venir las necesidades básicas de nuestros nietos se puedan asegurar. El horizonte no es nada prometedor, y para eso no hay más que prestar atención a unos cuantos síntomas: el descaro de quien detenta el poder económico, que parece no tener límite, las ansias de crecimiento desmesurado a cualquier precio sin contemplar para nada la esquilmación del planeta, la especulación con los alimentos de varias generaciones sometiendo a millones de personas al hambre, el negocio de las armas y de la droga, maquillados con cínica verborrea de la que salen indemnes los paraísos fiscales, y el poder armamentístico dispuesto a ser utilizado contra ejércitos de hambrientos en cualquier lugar si es que llega el caso. La justificación del discurso represivo, como estamos comprobando en los últimos tiempos, es perfectamente asimilable por el discurso dominante.
En consecuencia, el desarme ideológico de todos los tenderos, incluidos los de nuevo cuño, es una meta irrenunciable. Las luchas contra la privatización de la sanidad, contra los recortes en la enseñanza pública, en general contra el desmantelamiento del estado de bienestar, contra los desahucios, por la devolución de las preferentes y subordinadas, tienen una componente de clase que posibilita dejar al descubierto el descaro con que el capitalismo especulativo se ceba con los más débiles. No es cuestión de personas, de engaños, de transparencia: es el propio sistema, que goza de múltiples subterfugios para actuar siempre en el mismo sentido y con muy pocos costes.
Y visto que cualquier cambio en profundidad se encontraría con toda la violencia institucional del marco legal, surge entonces la cuestión ineludible: ¿Si podemos intervenir en el proceso de desmantelamiento del capitalismo, qué configuración debería tener actualmente el partido preconizado por Marx y Engels? ¿A qué se le llamaría tal? ¿Dónde está? ¿Cómo se construye? ¿Aún tiene sentido?
A este respeto poco hay que decir. Los desposeídos de hoy escasamente tienen que ver con los proletarios del XIX. Las grandes fábricas escasean, la sociedad está terciarizada –como diría un experto en el mercado de trabajo–, y del potencial revolucionario de los sindicatos burocratizados mejor no hablar…
Sabido es que las clases dirigentes recurrirán cada vez con más descaro al empleo de la fuerza y a todo tipo procedimientos extorsionadores, pero nos preguntamos qué sucedería si la respuesta popular, mediante las más diversas organizaciones, muchas de ellas nacidas en principio para apoyar exclusivamente causas coyunturales, siguiese creciendo e incluso llegara a tener una representación significativa en los parlamentos. La confluencia de todos los interesados en cuestionar, en una primera etapa, las manifestaciones más agresivas del poder económico, y, en una segunda, las bases del propio poder, es una de las pocas posibilidades para ir construyendo una alternativa, paso a paso, territorio a territorio, sin esperar a que llegue la hecatombe.
Los movimiento ciudadanos son una de las grandes esperanzas de que las cosas cambien. No hay que hacer una desiderata programática para asumir dogmas de fe, no. En cada lucha concreta está la posibilidad de visualizar la barbarie, el poder efectivo de las fuerzas reaccionarias en su más descarnada versión, para mantener a toda costa un aberrante sistema de producción. Tanto los fondos públicos regalados a la banca como el desfalco de empresas, obsequiadas muchas de ellas con subvenciones públicas a fondo perdido, pueden servir para poner en evidencia lo que el dogma marxista predica: ¿Es el gobierno que facilita estos desmanes algo más que una marioneta en manos del poder económico financiero?
La conexión entre algunos representantes parlamentarios, que sin ambigüedad cuestionen el sistema, con los movimientos de base es importante, estableciéndose así una dinámica que se puede ir perfilando en la propia lucha, y en la que las alianzas puedan alcanzar también a sectores del aparato del estado. Y si en cada paso concreto se dan alternativas de clase –en la sanidad, en la enseñanza, en la vivienda, en la denuncia de la entrega de la poca economía productiva que queda en pie a fondos especulativos–, con posibilidades de llegar a buen término incluso en el actual marco legal, el camino hacia una sociedad más justa comienza a estar diseñado.
La perspectiva tiene que ser mundial, no hay otra salida, pero también es cierto que en esa batalla la resistencia organizada solo será posible si se va construyendo en los territorios más próximos. Territorios que se vayan inmunizando contra la concentración financiera y sus avatares, contra su fragilidad intrínseca, más allá de descontroles y malas gestiones nominales. En este sentido, la autodeterminación de algunos territorios –se le llamen “naciones sin estado” o como se les quiera llamar– sobre la base de proyectos emancipadores, que no necesitan de ninguna justificación esencialista, para nada entra en contradicción con el internacionalismo solidario, más bien ayudará a construirlo.
Xenaro García Suárez es matemático y doctor en Filosofía. En FronteraD ha publicado Parábolas de ida y vuelta. (Sobre matemáticas y literatura) y Entre el sado-capitalismo y socialdemócrata-masoquismo
Este artículo es el sexto de una serie dedicada a la actualidad e inactualidad de Marx que iremos publicando los primeros jueves de cada mes:
Marx en red. (El origen de la religión verdadera), por Ignacio Castro Rey
¿Es el capitalismo inmoral? La mirada de Marx, por Félix Ovejero Lucas
Dónde hallar nuestro lugar (por qué sigo siendo marxista), por John Berger
Cinismo, nihilismo, capitalismo, por Jorge Álvarez Yagüez
Hablar de la revolución es por esencia reaccionario. Apotegmas sobre el marxismo, por Anónimo (Comuna Antinacionalista Zamorana)