“En Estambul hay mucho sirio por la calle y no es fácil, pero estábamos mejor que aquí. Allí el problema es la falta de trabajo, pero eres libre, puedes pasear de un lado a otro e intentar ganarte el pan de alguna manera. Las de aquí no son condiciones para una vida digna”, dice Yaser Fares Fatah, un kurdo de Siria de 29 años que vivió dos años en Guinea Ecuatorial y se defiende con el idioma español. Yaser llegó a finales del pasado mes de noviembre al campamento de la localidad búlgara de Harmanli, situado a 50 kilómetros de la frontera con Turquía y que a día de hoy acoge alrededor de 1.100 refugiados, más de una cuarta parte de ellos niños y en su gran mayoría de nacionalidad siria.
El de Harmanli es el mayor y reciente de los tres Centros de Alojamiento Temporal que el gobierno búlgaro habilitó en los últimos seis meses para atajar el flujo de miles de personas que huyeron de la guerra en su país y ahora intentan entrar en la Unión Europea vía Bulgaria. Se trata de una antigua base militar abandonada y prácticamente en ruinas que hace menos de dos meses aún se encontraba rodeada de fango y edificios hediondos, parcialmente destruidos y escuálidos en los que la gente malvivía, en algunos casos aún lo hacen, hacinada en pequeños cuartos completamente vacíos, sin puertas ni ventanas y desprovistos de servicios básicos como agua potable, calefacción o instalación eléctrica.
Los primeros solicitantes de asilo llegaron a Harmanli a principios de octubre del año pasado. Por entonces se instalaron en la parte central una serie de pequeños contenedores portátiles con capacidad para 450 personas y cuando se superó este límite las familias tuvieron que refugiarse en carpas de lona color verde caqui que la Agencia Estatal para los Refugiados de Bulgaria (SAR) dispuso y que tardaron poco tiempo en llenarse por completo.
Precintado y vigilado en todo momento por la policía, sin posibilidad alguna de salir del recinto y en un permanente estado de incertidumbre y miseria, las condiciones de vida por aquel entonces eran en la mayoría de los casos infrahumanas; en ocasiones más propias de un centro de retención que de un campo de refugiados. “¿Por qué Bulgaria es parte de la Unión Europea? ¡No somos perros!”, se lamenta Yaser tras instalarse en un cuarto de 12 metros cuadrados que compartía con otras ocho personas, tumbado en su colchón y envuelto en mantas para protegerse del frío que entraba por el enorme hueco de la ventana.
Por suerte, a día de hoy, la situación ha cambiado considerablemente en Harmanli. Las barracas han desaparecido y el único rastro que queda de ellas son las piquetas y los restos de las hogueras que acompañaban a aquellos días de frío y olor a naftalina y cochambre. En su lugar se han colocado más contenedores con radiadores de aire caliente que sirven de vivienda a algunos como Yaser o de áreas de servicio y duchas comunes.
El resto de la gente fue realojada en alguno de los únicos tres edificios que aún conservan por completo su estructura y fueron adecentados a marchas forzadas en los últimos dos meses. Hoy, el interior de estos bloques de hormigón agrietados luce diferente. Cada planta tiene dos pasillos que albergan entre ocho y diez pequeños dormitorios que están equipados con tres o cuatro literas, mantas, un radiador y un minúsculo hueco al lado de la ventana donde se juntan para rezan, tomar un té o jugar a las cartas cuando se tercia. En la planta baja se han habilitado zonas comunes con agua potable donde las mujeres lavan la ropa y sus otras pocas pertenencias.
“La situación es mejor que la de hace dos meses, pero aún tienen que mejorar muchas cosas”, me comenta Basel que, junto a su amigo Adil, me acompaña por el edificio donde se encuentra la escuela informal que los propios refugiados han montado improvisadamente en un cuarto vacío. “Por ejemplo, solo dos de los contenedores con duchas tienen un pequeño depósito de agua caliente para cientos de personas. Después de tres o cuatro turnos, se acaba. A veces las mujeres entran en el de los hombres y viceversa. Además en la escuela hace frío y apenas tenemos nada, ya lo verás”.
Basel es un joven kurdo de 18 años que procede de la ciudad de Qamishli, al noroeste de Siria. Habla un inglés fluido y, al igual que Adil, es un apasionado del fútbol. Antes de verse amenazado por la guerra, Basel vivía en Damasco junto a su familia y jugaba en el mismo club que su amigo. Desde hace casi tres meses se encuentran atrapados en Harmanli donde dedican gran parte de su día, como otros muchos de su edad, a jugar al fútbol, asistir de vez en cuando a clase por las tardes y hablar con sus familiares y amigos de Siria o ver los partidos de su equipo favorito por internet.
—¡El Real Madrid le ganó 0-5 ayer al Betis!, me comenta orgulloso Basel.
—¿Cómo pudísteis verlo?
—Hemos pagado entre unos cuantos casi 300 levas (unos 150 euros) por un año de conexión con un modem portaátil que compartimos todos lo que hemos pagado.
—¿Tanto tiempo piensas que estarás aquí?
—No creo, espero que no, pero era la única forma de tener conexión a internet y poder ver los partidos y hablar con nuestros amigos (…) Necesitamos tener alguna ocupación o mejorar nuestro nivel de vida para no sentirnos aún más inútiles y aburridos de lo que ya estamos.
Tal y como me describieron antes, el aula está completamente desnuda y hace frío. A pesar de que una escuela de la zona se comprometió a donar parte de su antiguo mobiliario, de momento colchones viejos sirven de pupitres, sus únicos utensilios son unas libretas y bolígrafos que recibieron ese día de una donación particular y en la pared tan solo cuelga un viejo mapa con la fauna y flora de las montañas búlgaras.
—Si no fuera por el fútbol e internet no sé cuánto más tiempo podría aguantar aquí, me dice Basel antes de despedirme de ambos.
Donde empieza y termina el sueño
Al igual que hicieran Yaser o Basel, buena parte de las personas que entran en Bulgaria solicitando asilo lo hacen sin documentación alguna. En muchas ocasiones son presa fácil de las mafias que les aseguran transporte y acceso a territorio búlgaro a cambio de importantes sumas de dinero. Es el caso de Rad Shdadd, un refugiado sirio que huyó de su Daraa natal hace casi un año. Estuvo deambulando varios meses por las calles de Estambul hasta que hace dos meses decidió dar el salto a Europa y probar suerte.
Junto con otros cuatro amigos Rad pagó 1.500 dólares para que les introdujeran en Bulgaria. Pretendía alquilar un piso y esperar a que se resolviera su situación legal para encontrarse con su hermano en Múnich. “Nos montaron en una furgoneta blanca a diez personas, nos dejaron a dos kilómetros de la frontera y nos dijeron que teníamos que atravesar hasta el otro lado donde nos esperaba otra furgoneta que nos llevaría a Sofía”, recuerda alterado Rad. Para su desgracia, todo era parte de un engaño. Nada más pisar territorio búlgaro los únicos que les esperaban al otro lado era una patrulla de la policía fronteriza.
Atraídos por la promesa de una vida mejor y menos hostil en Europa y con la idea de adquirir los papeles que les permitan desplazarse libremente a otros países, principalmente Alemania o Suecia, decenas de afganos, iraquíes, africanos y en su gran mayoría sirios atravesaban a diario la frontera de manera ilegal. Sin embargo, pronto se dieron cuentan de que han ido a dar con una realidad bien diferente. Siendo el país más pobre de la Unión Europea y atrapado en un laberinto político del que lleva casi un año sin poder salir, Bulgaria no parece ser la solución o el medio que se pensaron y les prometieron. “En Estambul todo el mundo nos decía que Bulgaria está muy bien, que pertenece a la Unión Europea y que la frontera está abierta si quieres ir a cualquier otro país. Cuando entendimos que todo era mentira y vimos cómo es aquí, entré en estado de shock”, comenta cabizbajo Rad.
Una vez interceptado por la policía, el solicitante de asilo es trasladado y retenido por un día en el Centro de Detención fronterizo de Elhovo. Allí se le toman las huellas dactilares y se le hace el control de seguridad inicial, el examen médico general y el registro. A partir de entonces la policía debe enviar una notificación a la Agencia Estatal de los Refugiados para que esta proceda con la tramitación de las demandas de asilo. Debido a la avalancha de solicitantes de asilo en los últimos meses y la saturación del resto de los Centros de Detención para Extranjeros o Centros de Recepción y Registro, el SAR se ha visto desbordado por completo y muchos refugiados, como Rad, fueron enviados directamente a Harmanli.
Hasta hace bien poco Harmanli no contaba con administración, entrevistadores ni equipo para las huellas dactilares. Tenían que esperar su turno y acercarse a Pastrogor, único centro cercano a Harmanli y situado a 38 kilómetros, para comenzar a ser entrevistados y tramitar su solicitud. Pasado un tiempo, en algunos casos meses, recibirán la famosa y codiciada kart akhdar o tarjeta verde que les otorga la identidad en Bulgaria. A pesar de ser solo el primer paso de un largo camino, este cartón significa que su solicitud de asilo está en marcha y les permite salir del campamento durante el día para comprar productos básicos o simplemente escapar un rato de la rutina.
Por ello, el pasado fin de semana, un vez finalizadas las obras del nuevo edificio administrativo, un conjunto de cuatro ordenadores, libros de registro, tarjetas verdes y dos impresoras fueron donados y transportados desde Sofía a Harmanli por el joven empresario búlgaro de la tecnología y las comunicaciones Vassil Kalchev. Desde el pasado mes de septiembre Vassil y el grupo Priyateli na bezhantsite (Amigos de los Refugiados) se han tornado en actores principales y fundamentales para la mejora del bienestar y en muchos casos la supervivencia de los miles de solicitantes de asilo que viven en los campos.
Amigos de los refugiados es una asociación informal de voluntarios con un fuerte sentido de la responsabilidad social que a través de un perfil de Facebook coordinan el reparto de la ayuda privada y anónima que reciben por los diferentes centros. Son personas de todo tipo –activistas, estudiantes, jubilados o empresarios exitosos como Vassil– que dedican tiempo, energía y en muchas casos dinero para hacer llegar a los refugiados alimentos de primera necesidad, ropas, mantas, utensilios de cocina e higiene o juguetes. Además, son también muchos los que utilizan sus ratos libres para realizar importantes labores de traducción, educación o inserción social con los inmigrantes.
Además de todo el equipamiento donado, Vassil instaló de manera gratuita la red wifi para el edificio administrativo y de la que se benefician muchos refugiados que se reúnen fuera con sus smartphones. “La previsión es que para marzo todo el mundo disponga de su kart akhdar y mi idea es que en dos semanas haya wifi en todo el campamento”, comenta Vassil, visiblemente cansado mientras termina de configurar el último de los cuatro ordenadores.
Sin embargo, para mucha de la gente del campamento estas previsiones no son suficientes. Sospechas, reclamaciones, desesperación e impaciencia empiezan a apoderarse de muchos refugiados que ven en el dinero el freno o la única esperanza a su salida. Se corrió el rumor de que los que pueden, llegan a pagar por adelantado hasta cien dólares para que alguien les ayude a agilizar los trámites y les consiga un lugar donde poder vivir y justificar su salida del centro. “Esto es una pesadilla. Me estoy gastando lo poco que me queda en esta cárcel. Al quinto día quería volverme atrás, pero no podía. Por culpa de la guerra me quedé sin casa y me vine sin documentos (…) No puedo volver a Siria e ir a Bashar Al Asad y decirle: ¡Hola! ¿Cómo estás? Por favor, ¿me das mi pasaporte?”, comenta irónicamente Rad entre las carcajadas de la gente que se arrima a la hoguera para resguardarse del frío.
Cuestiones materiales como comida, pañales, agua, calefacción o ropa puede aún mejorarse, pero se han superado. Sin embargo, en Harmanli las horas pasan muy lentas y ahora el asunto es cómo matar el tiempo antes de que el tiempo haga lo propio con ellos. Mientras tanto la espera continúa y se trabaja a marchas forzadas para transformar el campo en un lugar mejor equipado y habitable. Las autoridades tienen prevista para los próximos meses la ampliación del centro con el fin de acoger hasta 5.000 refugiados. ¿Cómo?, ¿por cuánto tiempo?, ¿en qué condiciones? Estas son las preguntas que todo el mundo se hace.
Laberinto político
Actualmente existen en Bulgaria alrededor de 12.000 extranjeros que han solicitado asilo. Si se compara con el más de medio millón de refugiados de Turquía y Jordania o los más de 800.000 de Líbano, un país con más de la mitad de habitantes y menos del 10 por ciento del territorio de Bulgaria, el número parece insignificante. Sin embargo, es más que suficiente para dejar en evidencia la ineficacia del sistema de asilo del país balcánico. Hasta ahora, la respuesta de las autoridades búlgaras al aumento de la entrada que se viene dando desde julio ha sido calificada por distintas asociaciones civiles y organizaciones no gubrernamentales como totalmente inadecuadas.
Para este tipo de situaciones la Agencia Estatal para los Refugiados de Bulgaria contaba a principios de este año con 133 trabajadores, de los cuales alrededor de un tercio se ocupaban de labores sobre el terreno con los refugiados, y tres Centros de Recepción y Registro: Ovcha Kupel y Banya, localizados en Sofía, con capacidad para 860 y 100 personas respectivamente, y Pastrogor, con capacidad para 350 personas y cerca de la frontera con Turquía. Ante la creciente demanda de asilo, se han abierto tres nuevos Centros de Alojamiento Temporal en los últimos seis meses: Voenna Rampa y Vrazjdebna, en Sofía, y el de Harmanli, al tiempo que se han ido incorporado más personas que ayuden con la labor administrativa. Además, desde el año 2010 se encuentra en marcha un Programa Nacional de Integración de refugiados que se ha quedado obsoleto por falta de medios económicos y humanos. Por el momento dicho programa cuenta tan solo un centro en Bulgaria, el situado en Ovcha Kupel.
Ovcha Kupel es un típico barrio obrero de bloques de hormigón del periodo comunista, bastante chabacano y situado al sur de la capital. Al final de la avenida Montevideo, cerca de la carretera de circunvalación que rodea la ciudad, se erige la Nueva Universidad de Bulgaria, un centro privado grande y moderno que contrasta con el entorno viejo y descuidado. Detrás, a no más de 200 metros, se encuentra el Centro de Recepción y Registro más antiguo de Bulgaria. Está ubicado en un edificio de cuatro plantas que en un principio fue concebido para albergar una escuela y ahora, a pesar de estar pensado para 850 personas, es el hogar temporal de más de un millar de refugiados.
Debido al frío y las nevadas es poco el movimiento que se percibe en la entrada y el patio interior del centro. Solo un camión repartiendo arroz, aceite y otros productos básicos altera la actividad del centro a primera hora de la mañana. En la primera planta se encuentra el Centro de Integración donde, por ejemplo, adultos venidos de Somalia, Irak o Siria aprender a tejer y tres voluntarias se hacen cargo de un nutrido grupo de niños que pintan y juegan a su antojo en las aulas contiguas.
En la segunda planta se localiza la única consulta médica. Consiste en una pequeña aula adaptada para la causa, con una sola doctora al frente y dos enfermeras que la ayudan a tiempo parcial. “No damos abasto. Atendemos una media de 80 personas al día. Muchos vienen con infecciones y enfermedades crónicas de sus países: epilepsia, diabetes, problemas cardíacos y genéticos. Para atender a todo el mundo necesitamos, al menos, cinco personas más, antibióticos y máquinas para realizar ecografías, cardiografías, etcétera”, dice la doctora mientras atiende a una familia siria de cinco miembros que llevaba esperando un buen rato su turno.
A diferencia de Harmanli, a finales del pasado mes de noviembre, en Ovcha Kupel ya disponían de calefacción en sus cuartos y un baño privado con agua corriente. Sin embargo, ello no impide que vivan igualmente hacinados en cuartos de 15 metros cuadrados que sirven las veces de comedor, cocina y dormitorio para familias de más de siete personas. “En comparación con Harmanli esto es un hotel de lujo”, comentaba con ironía Tohud Muhamadpur, un kurdo de Irán de 33 años que tras nueve meses de espera forzada en Bulgaria ha visto como le han denegado el status de refugiado y tendrá que abandonar el centro en una semana. “Cuando me vaya de aquí no sé dónde iré ni qué haré. Nadie me da trabajo, vivienda ni dinero. ¡Incluso me quitan los 65 levas mensuales (alrededor de 32 euros) que he recibido durante cinco meses!”, implora Tahud mientras no deja de mirar la notificación escrita en búlgaro.
Paradójicamente, mientras en Harmanli los refugiados no ven la hora de recibir sus papeles y poder salir, en Ovcha Kupel para algunas personas la resolución de su estatus es el principio de más un problema. Es justo lo que le pasó a Hadil Matuk Fahed, una mujer de 25 años de Damasco, madre de dos niños de siete y tres años y en avanzado estado de gestación. Llegó junto a su marido e hijos hace cinco meses y la semana pasada le concedieron a ella y su familia el status de refugiados. “En principio me dijeron que podía estar dos semanas más aquí desde que me dan el estatus, pero hoy ha venido el director y me ha comunicado que mañana tengo que marcharme porque necesitan el espacio (…) No sé dónde vamos a ir, no conocemos el idioma ni a nadie. Además en unos días daré a luz y no se ni dónde ni cómo”, se quejaba desesperada Hadil. Tres días más tarde Hadil dio a luz a su tercera hija y le fue prorrogado el tiempo de estancia en el centro hasta que puedan encontrar algún lugar decente y que puedan de alguna manera permitirse.
Ante este panorama desolador, las difíciles condiciones de vida en los campos, la falta de previsión, medios y reacción de las instituciones y el flujo masivo de personas que se espera a partir de marzo o abril, son varias las asociaciones, ONG y voluntarios que han dado un paso al frente y juntado sus fuerzas y experiencia en pro de los refugiados. Además de los Amigos de los Refugiados, Médicos Sin Fronteras (MSF) o la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) han llegado a Bulgaria y, después de lo visto, han decidido quedarse a pesar de que teóricamente mantiene proyectos sólo en países del denominado tercer mundo.
“De momento estamos acomodando la primera planta de uno de los edificios en ruinas. Tenemos un doctor, una enfermera y un traductor que atienden alrededor de 30 personas al día. Esperamos contar con más medios y contratar más gente para que ese número pueda verse incrementado próximamente”, declaraba Stuart Zimble, por entonces coordinador del proyecto de Médicos Sin Fronteras en Harmenli. Actualmente las obras de la primera planta han acabado, esta se ha acondicionado y dos doctores atienden junto a un par de ayudantes sirios que hablan inglés a más de 70 personas cada día. Aun así, los medios de que disponen son insuficientes para diagnosticar, atender y tratar casos más complejos o que necesitan de una atención especial.
A todo este cúmulo de carencias y necesidades hay que sumar la inestabilidad política en la que parece haberse instalado Bulgaria el último año. Desde febrero del año pasado los búlgaros han visto pasar tres gobiernos diferentes y son ya siete meses de continuas protestas pidiendo la dimisión del gobierno formado por BSP, los socialistas, y el DPS, el partido de la minoría étnica turca. Históricamente alienados casi por completo del proceso político y testigos al mismo tiempo de la corrupción generalizada y de su propio empobrecimiento, una parte de la sociedad búlgara ha despertado, se ha organizado y se ha echado a la calle. Los últimos en coger el testigo y hacerse notar han sido los estudiantes. Claman contra la casta política, sus conexiones con los oligarcas, los continuos casos de corrupción y falta de transparencia.
“Las asociaciones y voluntarios nos estamos moviendo rápido para aplicar mejoras y adaptarnos a la nueva realidad. Hemos formado grupos de trabajo para planificar y desarrollar el nuevo Programa Nacional de Integración de 2014, pero aún estamos pendientes de la aprobación de los miembros del grupo de trabajo por parte del primer ministro, Plamen Oresharski. Si se demora mucho, corremos en riesgo de no cumplir con los plazos que nos hemos marcado y será imposible ponerlo en marcha”, dice Maya Getova, antigua profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de Sofía y directora del Centro de Integración de Ovcha Kupel. A día de hoy siguen esperando y muchos de los cursos de inserción laboral y las ayudas al alquiler para la gente que recibe su status y tienen que abandonar los centros están en el aire.
Para colmo y desdicha de los refugiados, el frágil y fino alambre que sostiene este gobierno depende del partido político ATAKA, un partido ultranacionalista y xenófobo que, debido a la crisis económica y política interna, se hizo con el 7% de los votos en las últimas elecciones el pasado junio, convirtiéndose así en una pieza clave para la formación de gobierno. Han pedido reiteradamente la dimisión del ministro de Interior, Svetlin Yovchev, y lanzado una campaña de miedo y acoso al refugiado que en una parte de la sociedad, la más pobre y menos formada, parece haber calado hondo. Distintos episodios de violencia racial se han dado en Sofía en los últimos meses. Las palizas a los inmigrantes se vienen sucediendo y jóvenes de extrema derecha no han dudado en patrullar las calles, ataviados con brazaletes con la bandera búlgara y pidiendo documentación y sembrando el pánico entre los extranjeros.
A casi 300 kilómetros de Sofía, la vida en Harmanli continúa. La gente sigue atrapada en el limbo de la burocracia mientras el invierno parece que finalmente se asoma con fuerza, las hogueras vuelven a prenderse y los obreros continúan trabajando por aquí y por allá. Entretanto Bulgaria y la Unión Europea deben hacer frente a un incremento aún mayor de personas que atravesarán la frontera pidiendo asilo. El registro, acomodo e inserción de estas personas será una carrera al sprint y todos tendrán que poner lo mejor de sí si quieren evitar una crisis humanitaria en plena Unión Europea. De momento, el tiempo les ha dado una tregua, pero no está de su lado.
José Antonio Sánchez Manzano es periodista, diplomado en Estudios Brasileños, vive y trabaja en Bulgaria. En FronteraD ha publicado El laberinto político búlgaro. Desde el mes de junio se suceden las protestas en Sofía sin que nada cambie, Los búlgaros también se plantan: quieren otro tipo de gobierno, Miedo y utopía en Atenas y El profesor Ortega quiere ser alcalde.
Xavi Piera (Barcelona, 1975) es fotógrafo freelance. Estudió en el Institut d´Estudis Fotografics de Catalunya, Técnico Superior de Artes Graficas y Plásticas, especialidad fotografía artística, Escola Groc. Combina encargos comerciales con proyectos personales sobre vidas anónimas y temas de no interés. Colabora con varias ONG y Asociaciones. En abril 2012 publicó Té amargo con el fotógrafo Joseba Zabalza, trabajo realizado en el Centro Martir el Sheriff de víctimas de minas-antipersona en los campos de refugiados saharauis de Tinduf. Actualmente se encuentra trabajando con proyectos abiertos en Bosnia y Sáhara Occidental.