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La novela de la no-ideología. David Becerra y la literatura del capitalismo avanzado

Barridos –dispersos: desconcertados– por el Huracán

 (sí pero no islas: islas no)

 

Matías Escalera Cordero

 

 

 

 

1. Tal como nos recuerda el crítico literario David Becerra Mayor en su libro La novela de la no-ideología (Tierra de Nadie, 2013), el término ideología fue utilizado por primera vez en 1796 por el filósofo ilustrado Destutt de Tracy, en su obra Mémoire sur la faculté de pensé. Y nace “en consonancia con la lucha revolucionaria”, gracias a lo cual “se opone al idealismo metafísico que concebía la idea como entidad espiritual”. Entiende, pues, De Tracy la ideología como la “ciencia de las ideas”: un conocimiento que habría de servir para “hacer frente a la barbarie irracional de terror que se registró en los años de la Revolución”.  

 

Para Marx y Engels, sin embargo, y tal como lo expresan en La ideología alemana, la ideología dejará de ser ciencia y se convertirá en el objeto mismo de estudio, la cosa misma a explicar. Con ello, adquiere el concepto una connotación negativa y pasa a ser contextual; su misión: dotar a la realidad de una apariencia errónea que impide al hombre reconocerse tal cual es. En 1867, cuando se publique El capital, adquirirá el término un significado radicalmente distinto. Dirá entonces Marx que la ideología no proviene de la superestructura, sino que la distorsión epistemológica se origina en la base de la sociedad misma: en el seno de las prácticas sociales. O sea, en las relaciones de explotación. Y en tales relaciones ocupa un papel fundamental la mercancía, cuya dominación tiene que ver con que oculta “el verdadero funcionamiento de la producción capitalista”. Y es que “la forma mercancía devuelve a los hombres de manera deformada el producto de su trabajo”. Así, como decía David Harvey en su libro La condición de la postmodernidad, “todas las huellas de la explotación están borradas del objeto”.

 

Esta circunstancia trae aparejada un proceso de reificación doble: implica, por una parte, que los objetos, al convertirse en mercancía, son imaginados como independientes de los hombres (tal que si estos no los hubieran creado) y que el hombre se convierte en cosa, ya que se constituye en una pieza más que interviene en el proceso productivo; en definitiva, que se deshumaniza su intervención en la creación del objeto. De esto se sigue que, en virtud de este fetichismo de la mercancía, las relaciones humanas aparezcan, como señalaba el crítico inglés Terry Eagleton, “de manera mistificada”. Y su consecuencia es que la sociedad se atomiza, se fragmenta, y deja de percibirse como un constructo humano. Dicho de otro modo, que el sujeto es incapaz de “comprender las causas de su alienación y de interpretar como propio el objeto de su trabajo”. A resultas de ello, las relaciones sociales se vuelven ideológicas.

 

Pero todavía existe una tercera acepción del término ideología en la tradición marxista y que surge en el contexto de la Segunda Internacional, nos recuerda David Becerra. Tiene, en este caso, una connotación positiva y se propone tal que “segunda ideología” o ideología de oposición al orden establecido. El marxista revisionista alemán Eduard Bernstein habría sido el primero en calificar esta oposición con el término “socialismo”, pero sería Lenin quien, en su obra ¿Qué hacer?, propondría la ideología socialista en oposición a la burguesa. Y su propósito sería el de favorecer que se desvelen los mecanismos que rigen la sociedad y así ayudaría esta ideología antinómica a que el individuo tome conciencia de clase. Sería su misión, pues, la de “descubrir el halo misterioso que borra las huellas de la producción y la explotación de la mercancía”.

 

Y esta es precisamente la ideología a la que se estaría refiriendo David Becerra en su libro, pero añadiéndole el matiz althusseriano. Así, se entiende (y a diferencia de Marx) que hay una connotación inconsciente (pre-reflexiva, pues) en el concepto de ideología, que esta (la ideología) es un sistema de representaciones que se imponen como estructuras en la forma de “objetos culturales percibidos-aceptados-soportados que actúan funcionalmente sobre los hombres mediante un proceso que se les escapa”. Como apunta Juan Carlos Rodríguez en su libro De qué hablamos cuando hablamos de literatura, la ideología “se convierte así en el aire que respiramos”. 

 

A esta situación, analizada en el plano literario, la llama José Carlos Mainer, “la privatización de la literatura”, Pozuelo Yvancos prefiere hablar de “planteamiento egocentrista del propio material narrativo”, y Carlos Blanco Aguinaga lo denomina “subjetivismo acrítico”. En cualquier caso, podemos afirmar que, en estos relatos íntimos postmodernos a los que se referirá David Becerra en su libro, hay un exceso de sentimentalismo expresado por un yo irracional y que certifica, como sugiere Ramón Arcín, el salto del nosotros al yo. Son relatos que reproducen los postulados post-estructuralistas, en el sentido de que la realidad, en términos de totalidad, no puede aprehenderse y ello marca sus dos rasgos fundamentales: una incertidumbre radical y un subyugante escepticismo.

 

 

2. La identidad postmoderna, a diferencia de aquella del sujeto de la modernidad y que era consustancial al individuo, es una identidad flexible y moldeable y supone una creación del sujeto. Esto puede verse de una manera meridiana en Juegos de la edad tardía (1989), de Luis Landero. En ella, el protagonista, Gregorio Olias, un triste oficinista de vida gris, burocrática y prosaica, recibe un buen día una llamada que rompe la rutina de su trabajo. Se trata de Gil, un representante de la empresa en provincias y un hombre fascinado por la imagen mitificada de la urbe en la que vive Olías. Esta inesperada circunstancia le servirá a Gregorio Olías para operar su deseada transformación (recuperando así su deseo juvenil de ser poeta) y convertirse –pero solo en sus conversaciones telefónicas con el representante Gil– en el poeta e ingeniero Augusto Faroni.

 

La novela, en opinión de David Becerra, “exterioriza el modelo de sujeto flexible y su necesidad de realizarse como yo autónomo y plenamente individualizado”. También habla de la construcción del yo la novela Las edades de Lulú (1989), de Almudena Grandes. En ella, la protagonista, Lulú, es alguien que nunca ha tenido un espacio privado en el que construir su identidad (pues se ha visto obligada a compartir habitación con dos de sus hermanas) y utiliza el sexo como reducto de libertad; así, aprende a llevar la iniciativa, a tener capacidad de elección y a saciar sus fantasías y perversiones sexuales. Se da en la novela de Grandes lo que Becerra denomina el bautizo postmoderno: el sujeto reniega de sus raíces, considerando que la identidad empieza y acaba en sí mismo. Y el lugar donde acontece ese signo externo es en el cuerpo que funciona aquí como “proyección del individuo en la competencia del mercado erótico capitalista”. Esta idea de la identidad flexible puede verse también en otra novela de la misma época, El desorden de tu nombre (1988), de Juan José Millas. En ella, toda la trama gira en torno a la impostura y al deseo de usurpación de la personalidad del otro. Ante la imposibilidad del protagonista, Julio Orgaz, de usurpar la identidad del escritor Orlando Azcárate, no le queda otra que aniquilarlo, y lo hace a la manera postmoderna: eliminándolo profesionalmente.

 

La tragedia postmoderna, en lo que respecta a la construcción de la identidad, consiste en no poder decir yo-soy. Se produce entonces la frustración del yo ante lo que desea ser (y no consigue). La novela por antonomasia que representa esto es, en opinión de David Becerra, Héroes (1993), de Ray Loriga. En ella se describe “el sueño de un adolescente cuya única meta es triunfar en la vida”, pero contado por un sujeto que no ha triunfado en su empeño, es decir, un fracasado. La identidad del personaje no logra afianzarse, y su inestabilidad psíquica no es sino consecuencia, nos dice Becerra, de “la competitividad o microfísica del poder que domina la lógica del yo en el capitalismo avanzado”. Otro escollo que impide al individuo realizarse como sujeto plenamente individualizado es la familia. Esto se puede constatar en Corazón tan blanco (1992), de Javier Marías. En la novela del escritor madrileño se produce la aniquilación del yo-soy por medio de la unión conyugal, y se cifra en la pérdida de tres símbolos claros: la propiedad privada, el deseo y el secreto. El matrimonio, en su afán de burocratizarlo todo, crea un ámbito donde “los actos se repiten mecánicamente y donde todo parece responder a un orden planificado”. 

 

Otra novela paradigmática que evidencia esta tragedia de no poder decir yo-soy es Una palabra tuya (2005), de Elvira Lindo. Rosario, la protagonista de la novela, es alguien que solo quiere ser “normal”, pero no lo consigue. Dice, sobre sí: “nadie quiere tener a su lado a un aguafiestas, aunque sea inteligente. Esa es la razón por la que yo siempre he estado sola”. La soledad, la falta de vínculos afectivos (de lo que se sigue que las relaciones sociales no pueden ser sino intrascendentes), representan aquí ese “lugar reservado para el otro aniquilado” por la lógica competitiva del capitalismo avanzado. La problemática de la identidad aparece también en Beatriz y los cuerpos celestes (1998), de Lucía Etxebarría, pero esta vez ligada a la cuestión de género. La protagonista busca su emancipación a través de la autoerotización o fetichización del cuerpo. Cultiva un cuerpo andrógino a través del ayuno y huye de su entorno para poder vivir libremente su bisexualidad. 

 

La televisión, nos dice David Becerra, se ha convertido en el elemento que mediatiza los procesos de la construcción de las identidades de los sujetos del capitalismo y constituye un espacio sacralizado que contiene “una verdad unívoca”. Es el lugar donde se reconoce públicamente el sujeto postmoderno y la heroicidad hoy significa aparecer en ella (pero se trata de una heroicidad no desprendida ni comunitaria, sino egoísta). De ahí se sigue un concepto clave: la identidad mediatizada. Pero mediatizada no solo por la televisión sino también por la literatura, la música y el cine. Esto se ve, por ejemplo, en la novela Nunca le des la mano a un pistolero zurdo (1996) de Benjamin Prado, en la que se produce un proceso de quijotización del protagonista, Israel, ya que éste se acaba convirtiendo –y, al mismo tiempo, convirtiendo a su entorno– en aquello que había leído. Pero también sucede en Historias del Kronen (1994), de José Ángel Mañas, en la que los personajes de la novela quieren emular al protagonista de la novela de Bret Easton Ellis American Psycho. Una novela que habla (retroactivamente) de la imposibilidad de la heroicidad contemporánea es Beltenebros (1989), de Antonio Muñoz Molina. Se trata de una novela en clave policial y de tono jocoso en la que su autor “ridiculiza el funcionamiento de la lucha antifranquista en la clandestinidad” y privatiza el conflicto del protagonista que, por amor, se desentiende de la organización y esto se interpreta como una deslealtad. La subjetividad, como nos dice David Becerra, “pone de manifiesto la imposibilidad de combatir por las grandes causas”.

 

La naturaleza meta-literaria y que va en contra del carácter dialéctico y realista, aun racional, de la novela, es una de las características que mejor define la literatura postmodernista, en opinión de David Becerra. Ana M. Dotrás lo denomina “antirrealismo”. Y Pozuelo Yvancos se refiere a ella como una “versión, seria o paródica, de la literatura misma”. En definitiva, que todo texto postmoderno, tal como afirma Julia Kristeva, es definido en términos de su intertextualidad, pues se construye “como un mosaico de citas”. Uno de los recursos típicamente metaliterarios es la meta-ficción diegética, esto es, que el narrador se sitúa en el mismo nivel literario que los demás personajes de la historia. Ello permite mantener el efecto de realidad. Un ejemplo de novela que utiliza esta técnica es Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada. Vale la pena mencionar que esto tiene un efecto perverso. Nos lo dice así David Becerra: “si el texto que estoy leyendo yo-real está escrito por un yo-ficción, entonces, inmediatamente, esa ficción se traslada al plano de lo real”, lo cual implica que se rompe la ilusión ficcional y se sitúa todo al mismo nivel ontológico. O sea, que se pierde la noción de representatividad, puesto que lo que sucede en la ficción no es representación de la realidad sino apenas un mero “efecto de realidad” y, así, su veracidad no es cotejable; con ello, pierde su condición objetiva y total.

Una última característica de la novela postmoderna y que vale la pena resaltar es la concepción hermenéutica de la Historia. Considera, así, la literatura del capitalismo avanzado que la Historia no puede ser sino un relato “situado al mismo nivel simbólico que el discurso narrativo”. Esto implica un debilitamiento de la realidad y que el intento de escritura de la Historia se convierta necesariamente en un fracaso, ya que la Historia ha dejado de ser una y es ahora, según los postulados post-estructuralistas, la suma de todas sus interpretaciones. Dicho de otra manera: no existe una interpretación correcta de la Historia y, por lo tanto, toda interpretación es subjetiva, está mediatizada por el sujeto-historiador. Un ejemplo de novela que explicita esta relación problemática con la Historia, nos dice David Becerra, sería Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas. En ella, la mirada del escritor se devuelve a un pasado conflictivo y lo desideologiza, “mostrando sus tensiones políticas y sociales como meras pulsiones individuales”.

 

Como conclusión, diremos que en la mayoría de las obras literarias más representativas de la narrativa española contemporánea se ha producido una tendencia a difuminar las condiciones materiales e históricas de lo real, esto es, de todo aquello que constituye nuestra realidad real, que se supone que es lo que estas narraciones novelan, dado el abordaje realista de sus peripecias. Así, presentan una realidad a-conflictiva, en la que toda problemática queda reducida a un dilema individual o personal. Pero hemos de tener en cuenta que la literatura, y también la filosofía, el arte y la religión, como bien nos recuerda Ignacio Castro Rey, son necesarios para sobrevivir, “para sobreponerse a la vida, de por sí difícil, y a la crueldad añadida de esta magia negra llamada economía”.  No tomar en consideración lo real, “esa exterioridad mortal poblada de atrasados sin historia”, nos hace cada vez más ciegos, más impotentes, menos capaces: más vulnerables.

 

 

 

La novela de la no-ideología (Introducción a la producción literaria del capitalismo avanzado en España), David Becerra Mayor, tierradenadie diciones.

 

 

 

 

 

J. S. de Montfort (Valencia, España, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo y es miembro de la AECI (Asociación Española de Críticos Literarios). En FronteraD ha publicado, entre otros, La utopía de internet. Rendueles y la sociofobia como nuevo nihilismo, Las hadas. El (post)feminismo despistado (o la refeminización de la pobreza)Dilemas de un alemán francófilo. Este es su blog

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